Mamoru intentó mantenerse ocupado para no pensar en los minutos que quedaban hasta la fatídica hora. Salió a correr y no se detuvo hasta que ya no pudo más. Se encerró en su habitación, sacó sus herramientas de cerrajería y las pulió. Llamó a Anego y a Yoichi Miyashita. Contactó con el hospital para preguntar por la evolución de Takano. Maki regresó a casa sobre las siete y le hizo un resumen de la película que acababa de ver en el cine.
—Me he quedado dormida —confesó—. A mí me apetecía una película de acción, pero el resto del grupo se empeñó en esa película histórica. No me quedó otra alternativa.
—Te quedaste dormida porque estás en la calle hasta muy tarde —repuso Yoriko con firmeza.
Maki chasqueó la lengua.
—Es que tengo una intensa vida social. Hay un montón de fiestas de fin de año en las que tengo que hacer acto de presencia —protestó.
Mamoru, sin embargo, era consciente de que su prima solo salía para beber y olvidar sus problemas. En general, no llegaba a casa hasta pasada la medianoche, y siempre sola. El accidente de su padre puso en peligro la relación con su novio, Maekawa. Mamoru la había oído llorar una noche mientras hablaba por teléfono. Eludía el tema en casa, seguramente porque no estaba dispuesta a que nadie la compadeciese.
—Sé que me estoy pasando de la raya. Ni siquiera recuerdo dónde estuve la mitad del tiempo anoche. Está claro que se me fue la mano con la bebida.
—¡Me estás asustando! A este paso acabarás colgándote un cartel que diga: «atrácame que mañana lo habré olvidado».
—No te preocupes, mamá. Según las estadísticas, el noventa por ciento de los incidentes violentos son infligidos por alguien que la víctima conoce. Además, solo estuve en la calle el tiempo que tardé en encontrar un taxi. No corrí ningún peligro.
—Lo que tú digas.
La mirada de Mamoru se desvió distraídamente hacia el reloj mientras escuchaba la discusión entre su tía y su prima. De súbito, su mente se quedó en blanco, cual soldado avanzando por un campo de minas, con el presentimiento de que algo malo iba a suceder.
—Mamoru, ¿qué pasa con el reloj? No paras de mirarlo.
Acababan de tomar la sencilla sopa en la que consistía la cena del domingo. Ya eran casi las ocho.
—No me había dado cuenta.
—Pues lo estás haciendo. ¿Es que vas a salir?
—No, solo me preguntaba si estaba atrasado.
—Imposible. Hoy mismo le he dado cuerda y lo he puesto en hora —contestó Taizo.
El reloj de pared de la familia Asano era tan viejo que cualquier anticuario hubiese estado dispuesto a dar lo que fuese por tenerlo en su catálogo. Ese regalo de boda había sobrevivido a terremotos y mudanzas, y ahí seguía, marcando las horas. Taizo le daba cuerda una vez a la semana y lo engrasaba con bastante regularidad. Un simple ritual con el que aseguraba el continuo tictac que regía el paso del tiempo en su hogar. Incluso ese emblemático objeto se presentaba en esos instantes como una auténtica bomba de relojería.
A las ocho y media, Mamoru subió a su habitación y cerró la puerta, decretando que nada ocurriría mientras permaneciera allí. Apagó la luz y se quedó sentado en la oscuridad, sin apartar la vista del reloj digital que quedaba junto a su cama.
Las nueve menos veinte. Alguien llamó a la puerta de su habitación.
—Soy yo. ¿Puedo pasar? —Maki abrió y asomó la cabeza antes de deslizarse dentro, sin esperar respuesta—. ¿Qué narices te ocurre? ¿Te encuentras mal?
No podía echar a su prima del cuarto sin más, así que se limitó a esbozar una leve sonrisa y a negar con la cabeza.
—Dime, ¿qué te parece? A mí me parece genial.
—¿El qué? ¿Qué te parece genial?
—Ya sabes a qué me refiero. ¿No nos estabas escuchando? Mamá hablaba sobre la visita del señor Yoshitake.
Koichi Yoshitake, el jefe de Shin Nippon, se pasó por casa mientras Maki y él estaban fuera. Según parecía, vino acompañado por uno de sus subalternos con el propósito de ofrecer un trabajo al tío Taizo.
—Sabes que papá ya no puede ponerse al volante de un taxi, así que ha llegado la hora de que se recicle. Y no es que haya muchos empresarios dispuestos a contratar a un hombre de su edad. Más le vale aceptar la oferta del señor Yoshitake.
—¿Y por qué iba el señor Yoshitake a…?
—Sabes que detuvieron a papá porque ese hombre salió huyendo de la escena. Supongo que intenta resarcirle de ello. No sé por qué razón papá y mamá le han pedido tiempo para pensarlo. Dicen que Shin Nippon paga muy buenos sueldos. Voy a intentar convencerlos. Y si te surge la oportunidad, menciona el tema tú también, como si tal cosa. Será nuestro pequeño plan.
Maki no podía dejar de hablar, y el reloj estaba a punto de dar las nueve. Mamoru, se quedó petrificado por los nervios, silenciado por la sequedad de su boca.
«¿A por qué miembro de su familia iría el hombre del teléfono?». «¿A quién elegiría para ejecutar su demostración?».
—… ¿Vale? ¿Me lo prometes? —Tras pronunciar aquello, Maki se levantó y se marchó. Mamoru espiró el aire de sus pulmones. Su mirada volvió a posarse sobre el reloj.
Las nueve menos cinco.
—Mamoru, ¡ven a doblar la ropa! —Yoriko lo reclamaba a voces desde el salón—. ¡Mamoru! ¿Me has escuchado?
Las ocho y cincuenta y cinco minutos, y treinta segundos. El chico dejó escapar un suspiro.
Tras oír un fuerte golpe en la puerta de la habitación, Mamoru vio a su tía abrirse paso. Llevaba los brazos cargados de ropa limpia.
—Tu tío está bañándose. Dobla la ropa y cuando termine, te aviso. —Yoriko se quedó allí plantada, mirando a su sobrino—. ¿Estás enfermo?
Mamoru negó con la cabeza. Las ocho y cincuenta y nueve.
—¿Seguro? Estás pálido como un sudario. Ah, por cierto… ¿Qué pretendías esta tarde cuando llamaste a casa? —Al ver que Mamoru se negaba a responderle, Yoriko se volvió sobre sí misma, dispuesta a marcharse. Miró por encima del hombro, ceñuda, antes de cerrar la puerta. En ese instante, el despertador digital de Mamoru marcó las nueve en punto. Desde el salón resonó la primera campanada del reloj de pared. Mamoru permaneció inmóvil, sentado, rodeándose las rodillas con los brazos.
Las campanadas se prolongaron, y el reloj digital empezó a mostrar los segundos. Uno, dos…
El reloj de pared dejó de sonar. Ya eran las nueve y diez segundos.
Quince segundos.
Veinte segundos.
La puerta de Mamoru volvió a abrirse, muy despacio esta vez. Era Maki. Clavaba los ojos en el chico, aunque parecía no verlo. Tenía la mirada perdida, como si observara algo a lo lejos.
—Escúchame, chico —dijo con tono pausado—. Llamé a Nobuhiko Hashimoto. Murió en el momento en el que descolgó el teléfono.
Maki se marchó.
Mamoru se levantó de un salto y salió corriendo hacia el pasillo. Abrió de un empujón la puerta de la habitación de su prima. Estaba sentada frente al equipo de música.
—¡Eh! ¿No sabes que tienes que llamar a la puerta? No puedes irrumpir así en mi cuarto —gritó, sobresaltada, con un CD en las manos—. ¿Qué demonios pasa contigo?
—Maki, ¿acabas…? ¿Acabas de entrar en mi habitación para decirme algo?
—¿Te refieres a lo del señor Yoshitake? —No parecía recordar nada más—. Mamoru, te comportas de un modo muy extraño.
El muchacho se inventó una excusa y se marchó a su habitación. Se sentó en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos.
—¡Maki, teléfono! —anunció la tía Yoriko desde el salón.
—¿Quién es? —Mamoru oyó a su prima bajando apresurada la escalera. Como de costumbre.
Se sentía solo. Solo y muerto de miedo.