Kazuko Takagi supo que Nobuhiko Hashimoto había muerto cuando se encontró frente a los restos calcinados de su casa. Kazuko no podía soportar más la situación, de modo que, como último recurso, decidió ir a hacerle una visita. Pasó días vendiendo productos cosméticos, con una sonrisa pegada a la cara pese a que algo la estaba devorando por dentro. Algo molesto, imposible de ocultar o ignorar, como una mancha en la alfombra.

¿Cómo pasar por alto que era la única superviviente del grupo? Tal vez Hashimoto supiese algo. Y una vez llegó a esa conclusión, no pudo esperar por más tiempo. Cuando la entrevista salió publicada, se prometió a sí misma que nunca volvería a ver a ese embustero. Y ahora, ironías del destino, él era la única respuesta a sus preguntas. Nadie más conocía a las cuatro o sabía cómo contactar con ellas.

Pero ya era demasiado tarde para él.

Mientras permanecía de pie frente a lo que quedaba de la puerta de la casa del periodista, se dio cuenta de que el miedo que había estado atormentándola hasta ese momento no era más que el preludio del espanto que ahora sentía en sus carnes.

—¡Usted! Oiga. —Kazuko reparó en la mujer que intentaba captar su atención. Llevaba un delantal rojo y lucía una expresión de pocos amigos—. ¿Es pariente de Hashimoto?

—No, solo una conocida.

La mujer entrecerró los ojos y alzó la barbilla, en un gesto suspicaz.

—Qué casualidad. Por aquí no dejan de desfilar únicamente conocidos…

—¿Ha venido alguien más? —La imagen que tenía de Hashimoto no encajaba con la de una persona a la que le sobrasen amigos o gente que se preocupara por su bienestar.

—Sí, hace cosa de una hora. Un chico joven, todavía en edad de asistir al instituto. Se quedó ahí plantado, como usted. Pero se marchó con mucha prisa.

—¿Un chico? —Qué extraño.

Cuando Fumie Kato y Atsuko Mita murieron, Yoko estaba convencida de que no podía tratarse de una coincidencia. Kazuko, sin embargo, se negaba a tomar en serio la conclusión de su compañera. «Tiene que ser uno de nuestros clientes», le decía Yoko. «Querrá vengarse y está acabando con nosotras una por una».

«Ninguno de esos hombres tendría las agallas para hacer algo así», rebatía Kazuko. «¿Y por qué liquidarnos a las cuatro? No compartimos clientela, que yo sepa. Si uno de esos tipos buscase venganza, se limitaría a ir a por la chica que le engañó».

«Tal vez sea por lo de la revista».

«¡Anda ya! Sería mucha casualidad».

«Te repito que alguien nos tiene en el punto de mira», masculló Yoko. «Ha leído ese artículo y no nos dejará en paz. Me muero de miedo».

«¿Por eso te has mudado?».

«Sí», asintió Yoko. «Pero fue inútil, ya me ha encontrado. Viene a por mí».

«¡Tranquilízate!». Kazuko intentó restar importancia al asunto, pero en su interior se estremecía ante la idea de que algo así pudiese sucederle a ella. «Ese hombre no puede hacer nada. Ni siquiera nos ha demandado. Nos contrataron para hacer lo que hicimos. Si hubo estafa, será la compañía quien responda. No es responsabilidad nuestra».

«Por eso quiere asesinarnos a todas», Yoko habló en tal hilo de voz que Kazuko a duras penas pudo entenderla. «Es la única manera de saldar cuentas».

«¡Deja de comportarte como una histérica! Atsuko y Fumie no fueron asesinadas, se suicidaron y punto. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No tenemos nada que reprocharnos. Bonito o no, era nuestro trabajo y nadie puede condenarnos por ello».

Yoko enmudeció. Se limitó a mirar fijamente a Kazuko.

«¿Y ahora qué?».

«Kazuko, ¿de veras crees lo que estás diciendo? ¿Cómo puedes estar tan convencida de que no hicimos nada malo, de que nadie nos odia a muerte y reclama venganza?».

«¡Porque es la verdad!».

Yoko no bromeaba. Aquel mismo día, antes de que se separaran, le dijo: «Kazuko, me crees ¿verdad? Sabes que hay alguien que sería capaz de hacernos esto. Estás tan aterrada como yo».

Y resultaba que Yoko tenía razón. Alguien que conocía la verdad sobre aquellas chicas había decidido tomarse la justicia por su mano. El único cliente de Kazuko que tuvo en su poder la entrevista de Canal de Información estaba muerto. Ocurrió en mayo, cuatro meses antes de que Fumie Kato se lanzara al vacío desde la azotea de ese edificio. Kazuko había intentado localizarlo por teléfono cuando se empezó a especular sobre la posibilidad de que la amenaza proviniese de un cliente con el corazón hecho trizas. La persona que atendió su llamada aseguró que ese antiguo cliente suyo había fallecido a consecuencia de una sobredosis. Kazuko recordó que trabajaba en un laboratorio de la universidad. No podía recordar en qué campo estaba especializado, pero sí que llevaba a cabo una especie de investigación médica.

Kazuko quiso poner fin a un juego que se alargaba demasiado, de ahí que fuera ella misma quien le mandara la única copia de Canal de Información de la que disponía, y que Nobuhiko Hashimoto le había proporcionado. Quizás lograse que ese cliente lo comprendiese todo de una vez por todas, y si no, la podría guardar como recuerdo. ¡Vaya espécimen aquel! Un hombre tan repulsivo como necio, cuya vida entera giraba en torno a su puesto en la universidad. Se lo tomaba todo en serio y se tragaba, insaciable, cada patraña de Kazuko. De toda su extensa clientela, aquel era el único que se negaba a admitir la evidencia. Nunca contempló la posibilidad de que fuera una estafadora, ni siquiera cuando se le empezó a notificar por correo que su amada incumplía los pagos del crédito que él mismo había avalado.

«¡Imbécil!», llegó a decirle cansada de las incesantes llamadas que hacía. «¿Es que no te has dado cuenta todavía? ¡Fue todo una farsa, un montaje! ¡No significas nada para mí!».

De nada le sirvió. Él seguía en sus trece, nunca quiso aceptar la realidad. Estaba tan locamente enamorado de ella que era incapaz de comprender, de odiar. Y por esa misma razón, Kazuko decidió enviarle la revista. Quería asegurarse de que entendiera lo que sentía por él y por el resto de los hombres. Por lo visto, surtió efecto, dado que no volvió a saber más de él. Kenichi Tazawa, ese era su nombre. Kazuko jamás habría imaginado que llegara hasta el punto de quitarse la vida.

—¿Qué más puede decirme sobre ese chico, señora? —inquirió Kazuko a la mujer del delantal rojo.

—Pues, no mucho… Un chico normal y corriente. Tenía el pelo liso; nada que destacar de su vestimenta. No parecía un delincuente.

—¿Algún parecido con Hashimoto?

—No, el joven era mucho más guapo.

Mientras tanto, Mamoru ya estaba en el tren e iba de camino a casa. Si Kazuko hubiese llegado diez minutos antes, la habría reconocido en el andén de la estación y habría ido corriendo a su encuentro.

—Entonces ¿puede usted encargarse de contactar con la familia de Hashimoto? —insistió la mujer—. Alguien tiene que hacerse cargo de los desperfectos de mi casa.

—Considérese afortunada. Su problema puede solucionarse con dinero —repuso Kazuko antes de dar media vuelta. Al llegar a su apartamento, recogió algunas cosas y se marchó sin perder un minuto. No dijo a su casera ni a ninguno de los vecinos que se iba. Tenía que encontrar otro lugar en el que vivir, a poder ser, un apartamento que pudiese alquilar por semanas. Nadie la encontraría. Al menos durante una buena temporada.