No había rastro de Nobuhiko Hashimoto y todo indicaba que jamás volvería a casa. De su vivienda no quedaba más que la estructura carbonizada. Las paredes que aún permanecían en pie estaban rajadas y cubiertas de hollín. Solo las vigas de hierro apuntaban hacia el cielo. El escenario guardaba cierta similitud con el de un esqueleto ennegrecido.
Mamoru se acercó a la zona acordonada de la que colgaba un cartel: «¡Peligro! ¡Prohibido el paso!». Algo crujía bajo las suelas de sus zapatos. Los afilados cristales de una ventana y los restos de su colección de botellas se apilaban en un charco de agua ennegrecida.
Todo reducido a cenizas. El archivador estaba parcialmente derretido, y no quedaba nada del escritorio además de la estructura. El chico reparó en unos cuantos muelles del sofá en el que había tomado asiento.
¿Qué había sucedido? ¿Qué había sido de Hashimoto?
—¿Conocías a Hashimoto?
Mamoru se volvió sobre sí mismo. Se encontró frente a una mujer que llevaba un delantal rojo y sujetaba una escoba en la mano.
—Pues… Sí.
—¿Eres pariente suyo?
—No, apenas lo conocía. ¿Qué ha ocurrido?
—Hashimoto ha muerto.
—¿Muerto? —Mamoru se quedó inmóvil, boquiabierto.
—Una explosión de gas —explicó la mujer—. Fue horrible. Todas las ventanas de las casas de esta calle estallaron en pedazos. Qué desastre. —La mujer observó de cerca al muchacho—. ¿Te encuentras bien? No tienes buen aspecto.
—¿El señor Hashimoto murió en la explosión?
—Sí. Por lo visto, quedó totalmente carbonizado. —La mujer señaló a Mamoru con la mano que sujetaba la escoba—. Será mejor que te marches de aquí. Es peligroso. La policía ha ordenado que nos mantengamos alejados.
Mamoru se apartó de la casa y echó un último vistazo. De la montaña de escombros asomaba el reloj que vio una vez en la pared de la casa. El cristal estaba roto y las manecillas se habían detenido en las dos y diez.
No quedaba nada más que escombros calcinados. Eso explicaba que el número de Hashimoto estuviese ocupado tanto tiempo. Había oído que aunque las líneas telefónicas quedaran inutilizadas tras un accidente o desastre natural, no llegaban a cortarse hasta mucho después.
—¿Sabe qué causó la explosión?
—Quién sabe. Quizá el alcohol o el hecho de que su esposa lo hubiese dejado. Era un hombre muy extraño. Nadie sabía lo que le pasaba por la cabeza.
Mamoru no lograba captar el significado de sus palabras.
—¿Qué quiere decir?
—Sí, se suicidó. —La mujer se apoyó en la escoba—. No solo el gas estaba abierto, sino que lo había rociado todo con gasolina. Supongo que encendió una cerrilla y ya puedes imaginar el resto. El departamento de bomberos ya ha iniciado una investigación. ¿Estás seguro de que te encuentras bien? ¿Puedes contactar con su familia? Esto… Alguien tiene que encargarse de mis ventanas rotas y de las fugas de agua y…
Mamoru no oyó el resto de su discurso. Ya no podía prestar atención a nada.
Nobuhiko Hashimoto había muerto. Mamoru se apoyó contra la valla de la casa que quedaba al otro lado de la calle. Otro suicidio más. Ya no eran tres de cuatro, sino cuatro de las cinco personas involucradas en la entrevista encargada por Canal de Información. No era posible. No podía tratarse de una coincidencia.
Alguien tenía que estar detrás de esos «suicidios». Alguien que, de un modo u otro, había planeado eliminar a esas cuatro personas de forma encubierta. Quizás no lo pareciera a priori, pero debía de existir un plan no menos frío y premeditado que el de eliminarlos limpiamente. Hashimoto era la única conexión entre las cuatro mujeres, el vínculo que conectaba esos tres cadáveres. Y el archivador que contenía las grabaciones de la entrevista y las fotografías tuvo que ser la sentencia de muerte del periodista, condenado por quien fuera que moviese los hilos en la sombra.
Quizá lo liquidaron por temor a que relacionase las tres muertes. Pero ¿por qué precisamente ahora? A no ser que Hashimoto hubiese conseguido resolver el enigma. Sí, eso explicaría su muerte.
Mamoru miró al cielo. La cuestión era, ¿cómo se habían llevado a cabo los asesinatos? En el caso de Yoko Sugano, podía haber una explicación creíble, pero ¿qué había de los demás? Lo mirase por donde lo mirase, tenía que tratarse de suicidios. No faltaban los testimonios que abundaban en este sentido. Una cosa era empujar a una persona desde una azotea o al paso de un tren, pero ¿cómo incitar a alguien a terminar con su propia vida?
Un olor a quemado y gasolina flotaba en el aire. ¡Gasolina! Eso era. La explosión de gas no habría bastado. Pero con el uso añadido de combustible y el detonante de una chispa, uno se aseguraría de que el archivador quedase destrozado.
No tenía sentido. Si el asesino hubiese estado allí, tendría que haber salido herido. Por eso mismo, la investigación policial apuntaba al suicidio.
Entonces ¿qué había sucedido exactamente?
«¿Qué quería decirme Hashimoto?». Mamoru recordó la llamada recibida por la mañana. ¿Quería acaso que supiese que las tres mujeres habían muerto? ¿O habría descubierto cómo habían sido asesinadas?
Las ruinas de la casa estaban frías. ¿Cuándo habría tenido lugar la explosión? El reloj se detuvo a las dos y diez de la madrugada. Y ahora eran las cuatro y media de la tarde. Era más que probable que el incendio se hubiese producido a la hora que marcaba el reloj.
Eso significaba que Hashimoto no había podido realizar la llamada. Había sido otra persona que se hizo pasar por él. De repente, lo comprendió todo. Mamoru tenía el último ejemplar de Canal de Información. Y eso lo convertía en la última prueba viviente de que existía una conexión entre esas cuatro mujeres. Le entró un sudor frío.
«¡La revista está en casa!». Se acordó de que le había dejado a Hashimoto su dirección y número de teléfono. ¡El mismo que dio con sus datos, lo llamó para advertirle que era el siguiente en la lista!
Mamoru tenía que dar con un teléfono y poner sobre aviso a su tía. Atravesó varios bloques hasta dar con una cabina. Presa del pánico, le costó recordar su propio número de teléfono. Se aferró al auricular y oyó el tono de marcación. Quizás ya fuese demasiado tarde. ¿Y si comunicaba?
—Casa de los Asano, ¿dígame? —respondió su tía Yoriko.
—¡Tía, tenéis que salir inmediatamente de la casa!
—¿Qué? ¿Quién es?
—Soy Mamoru. No tengo tiempo para explicártelo. Haz lo que te digo. Salid todos de casa. No os llevéis nada. Asegúrate de que el tío Taizo y Maki no se quedan dentro. ¡Vamos!
—Mamoru, ¿qué demonios te ocurre?
—¡Haz lo que digo! ¡Te lo ruego!
—No sé a qué estás jugando, pero han vuelto a llamar mientras estabas fuera. Ese tal Hashimoto quiere que contactes con él en cuanto…
—Ya lo sé, por eso te digo…
—Me ha dado su número. ¿Quieres que te lo diga?
Mamoru enmudeció. ¿Había dejado un número de teléfono?
—Dijo que tenía algo importante que discutir contigo. Toma papel y lápiz.
No era el número de Hashimoto. El prefijo correspondía al centro de la ciudad. A Mamoru empezó a dolerle la cabeza. Tuvo la sensación de estar jugando al balón prisionero con el Hombre Invisible. ¿De dónde vendría el siguiente lanzamiento? No quería hacer esa llamada, solo tenía ganas de echar a correr.
Pero acabó marcando el número que su tía le había dado. El teléfono dio dos tonos hasta que alguien contestó. Mamoru no sabía qué decir. Sostuvo el auricular con tanta fuerza que sus nudillos adoptaron un color blanco.
Una voz sosegada y afónica le habló.
—Eres tú, chico. Sé que eres tú. —Cayó un breve silencio hasta que el desconocido repuso con tono más animado—: Me temo que te he asustado sin querer. Quiero hablar contigo. Sin Nobuhiko Hashimoto de por medio, por supuesto. Su trabajo ha terminado…