A finales de año, la gente se acercaba a las tiendas incluso antes del horario de apertura, cuando las persianas aún seguían bajadas. Las expectativas de venta eran altas, y los empleados soportaban una gran presión.
Cada primer sábado del mes, Sato y Mamoru pasaban la mañana fuera de la Sección de Libros. Se les había asignado la tarea de preparar y llevar a cabo el sorteo de la tómbola que se celebraba en el gran vestíbulo de la primera planta. Cuántas más compras realizaran los clientes, más posibilidades de optar a un premio. Aquel era otro argumento comercial de peso para estimular las ventas durante la campaña de fin de año.
El artilugio consistía en un sistema electrónico, nada del otro mundo. De hecho, parecía más bien una tragaperras. El empleado levantaba una palanca, y los números desfilaban rápidamente en la pantalla. El cliente pulsaba un botón para detener la rotación, y el número sacado indicaba el premio. En suma, una máquina luminosa, que no hacía demasiado ruido y que encantaba a los niños. Sin embargo, para los dos empleados encargados de manejar sendas máquinas, el trabajo no era tan entrañable. Levantar y bajar la palanca para cada cliente de una cola que no se agotaba nunca se convertía en un ejercicio agotador.
—Eh, Mamoru, ¿has oído hablar del Shurado? —preguntó Sato, que esbozó una sonrisa algo forzada.
—¿Shurado? ¿Qué es eso? ¿Algún tipo de arte marcial?
—No, qué va. Es uno de los seis niveles del infierno budista. El lugar al que van los que cayeron de forma deshonrosa en el campo de batalla.
—¿Y qué tiene eso que ver con la tómbola? —preguntó Mamoru mientras entregaba un paquete de pañuelos como premio de consolación. El cliente que lo recogió rezagó la mirada en el premio estrella, un crucero de siete días por el mar Egeo, antes de marcharse cabizbajo.
—Los condenados al Shurado están cegados por el odio de la guerra y sus corazones rebosan de rencor —prosiguió Sato—. ¡Y lo que allí les aguarda no es sino otra batalla! Y vaya batalla: al levantarse el sol, hordas de enemigos irrumpen alzando sus espadas. Por más que caigan esos adversarios, vuelven a ponerse de pie. La encarnizada lucha no conoce tregua. Al caer la noche, a los malditos combatientes se les caen primero los brazos y después las piernas. Gimen, gritan y lloran de dolor.
—Has estado leyendo demasiado, ¿no?
—Espera, que aún hay más. Agonizan sin llegar a morir nunca. Lo que, desde luego, es lógico, dado que ya están en el infierno. Por mortales que sean sus heridas, en cuanto el sol se levanta, ya han cicatrizado. Y empieza otra vez el suplicio. Luchar y luchar es lo único que harán en el otro mundo. Y así sucede una y otra vez, por toda la eternidad. Suena terrible, ¿verdad?
—La imagen mental que tengo ahora mismo es la selección japonesa de rugby enfrentándose a los All Blacks.
—Y nosotros aquí, todo el día dándole a la palanca… —continuó Sato—. Todo el día engañando a los clientes.
—¿Por qué dices eso? Ellos se lo pasan en grande.
—Pues a eso me refiero. Creen sinceramente que el premio estrella está ahí. Jamás he visto otra cosa que ese estéreo de música que dan con el tercer premio.
—¿En serio? —La mujer que encabezaba la cola interrumpió la conversación. Tenía ambas cejas enarcadas en un gesto de obvia consternación.
—¡Desde luego que no! —exclamó Sato con una hipócrita sonrisa en los labios—. ¡Pues claro que hay un premio estrella! —Le arrebató de las manos el boleto y accionó la palanca. Le tocó el cuarto premio.
—Hablas demasiado —le advirtió Mamoru antes de volverse hacia la clienta—. ¡Enhorabuena, señora! El cuarto premio. ¿Prefiere un rollo de plástico transparente o unas pastillas para la tos?
No hubo manera de que Sato se quedara callado aunque, al menos, continuó en voz baja.
—Los clientes aparecen con sus boletos en la mano y un sueño en mente. Acaban comprando cosas que no necesitan solo para hacerse con una participación extra. Cuando tú y yo nos vayamos al otro barrio, seguro que acabamos en el Shurado, Mamoru. El infierno de la tómbola. Estaremos levantando esta palanca desde que el sol salga hasta que se ponga; se nos caerán los brazos. Cada mañana nos despertaremos ante una cola infinita de clientes, cada uno de ellos con puñados de boletos. Haremos lo mismo una y otra vez, por toda la eternidad.
—Deja de decir tonterías. Vas a volver loco al chaval. —Era Madame Anzai, que sustituía a Takano mientras estaba de baja—. Yo me encargo, podéis ir a almorzar. Después quiero que paséis la tarde haciendo inventario en el almacén.
—¡Oh! ¡Buda nos ha escuchado! —exclamó Sato.
Durante el descanso, en la cafetería reservada a los empleados, Mamoru se excusó ante Sato y se encaminó hacia el teléfono para llamar a Hashimoto. Madame Anzai le comentó que su tía Yoriko había llamado mientras él andaba atareado con la tómbola.
—Me ha dicho que justo después de que te marchases de casa esta mañana, recibiste una llamada de un tal Hashimoto. Quiere que lo llames.
¿Qué tendría que decirle Nobuhiko Hashimoto? Marcó su número, pero estaba comunicando. Lo intentó tres veces más a intervalos de unos dos minutos, y la línea seguía ocupada. Finalmente, se dio por vencido. Sato le sonrió cuando regresó a la mesa.
—Déjame adivinar, ¿ha llamado tu novia para romper contigo?
—Eso es, pero no me preocupa demasiado. Hemos roto un montón de veces y siempre lo arreglamos con un beso.
Sato inclinó la cabeza, en un gesto de derrota.
—¡Tú ganas! Mírame a mí, viajando de un lugar a otro. ¡No intentes detenerme, mi amor!
—¿Y dónde vas a pasar este Año Nuevo? —Mamoru cambió de tema sin transición.
—Mi plan es seguir en vivo el París-Dakar.
—¡Vaya! Eso debe de costar un ojo de la cara.
—Sí, supongo… Por eso estoy trabajando y ahorrando. Cuento contigo para quedarte al mando cuando esté fuera. Y si no regreso, espero que cada vez que te acuerdes de tu viejo amigo, reces por mi descanso entre las dunas del desierto.
Esas palabras le recordaron a Mamoru la previa conversación sobre el Shurado, y decidió contarle a Sato algo sobre Yoko Sugano que no había podido sacarse de la cabeza.
—Sato, ¿alguna vez has pensado en dedicarte a otra cosa que te permita conseguir mucho dinero en poco tiempo para costearte tus viajes?
—¿Dedicarme a otra cosa?
—Ya sabes, algo más fácil que te haga ganar importantes sumas de dinero.
—¿Y a qué viene eso ahora? —Sato parecía desconcertado.
—Nada, solo curiosidad.
Sato se rascó la nariz y reflexionó unos minutos.
—Importantes sumas de dinero… No estaría mal, aunque en estos trabajos suele haber gato encerrado. Como estafar a alguien, a riesgo de que acaben estafándote a ti. No, no me interesa. Estoy a gusto aquí en la librería. Es el trabajo perfecto para mí. Y todo lo que tengo me lo he ganado con el sudor de mi frente.
En el almacén, encontraron tareas pendientes como para no aburrirse. Tenían que hacer inventario de ciertos artículos, y una montaña de libros y revistas que preparar para su devolución. Además, la pantalla de vídeo proyectaba un desfile de moda con trajes de baño de la pasada temporada. Sato entraba y salía para poder echar un vistazo a las modelos.
—¡Deberías ver las piernas tan largas que les hacen esos bañadores! ¡Van casi desnudas! ¡Sal a echar un vistazo!
En cuestión de una hora, la camiseta que Mamoru llevaba bajo el uniforme estaba empapada en sudor, y la montaña de trabajo apenas había menguado. A Mamoru le pareció un infierno más aterrador que el de la tómbola. Al recaer en la pila de revistas abultadas en fardos, se acordó de Canal de Información.
¿Cuántas copias habrían vendido? ¿Cuánta gente habría leído ese artículo? Estaba convencido de que los ejemplares habrían acumulado polvo en alguna estantería y gran parte de la tirada habría acabado devuelta al editor.
«Nos quedaban algunos ejemplares, pero alguien los compró todos».
Al parecer, ese hombre mencionó algo sobre una denuncia que pensaba interponer contra una de las chicas, pero ¿era tan fácil llevar a alguien ante los tribunales solo por fingir que era tu novia cuando lo único que quería de ti era el dinero? Perdido en sus cavilaciones, Mamoru dejó que sus ojos vagasen por las cubiertas de otro tipo de publicaciones, las conocidas como revistas de prensa. El proceso de edición era muy básico: recortar artículos de periódicos, revistas, y tabloides, reeditarlos y publicarlos por género. Mamoru conocía un par de esas revistas, una de crítica literaria y otra sobre informática. Ambas gozaban de una gran demanda y se vendían como churros.
La revista en la que se detuvo a continuación era algo diferente. Una publicación sensacionalista llena de sucesos, crímenes, accidentes y escándalos. Su difusión era bastante limitada y no correspondía al tipo de publicación que iba dirigida a un gremio determinado. Era de suponer que alguien tan curioso como para comprar una revista como esa se hiciera él mismo sus propios álbumes de recortes. Muy pocos lectores, un precio de venta bastante elevado… En definitiva, se trataba de un tipo de publicación algo artesana. Esa en particular llegaba a las estanterías de Laurel directamente de la mano del editor que no recurría a los servicios de ningún distribuidor y se presentaba en persona a tal efecto. Takano le había pedido que se volviera a pasar a recoger las copias no vendidas tres semanas después.
Mamoru reparó en el título: «Accidentes, suicidios y demás sucesos en los meses de septiembre y octubre», y tomó un ejemplar. Se preguntaba si encontraría aquella noticia sobre el accidente de su tío.
No encontró más que una simple mención del siniestro y algún que otro recorte de los tres principales rotativos, un diario de negocios, y del Tokyo Daily News, el periódico que solían leer los Asano. Un caso de secuestro ocupaba gran parte de la página. Mamoru pensó que no debían de ser pocas las desgracias que no quedaran plasmadas en las páginas de la prensa. Aquello no era justo; cualquier incidente era igualmente traumático para las personas implicadas.
Mientras ojeaba la revista, reparó en otro titular: «Una mujer se arroja a las vías al paso de un tren de la línea Tozai». Maki oyó hablar de ese incidente en el trabajo, y Mamoru recordaba lo que su prima le había relatado del suceso.
«En la estación, dijeron que la cabeza de esa mujer fue hallada en el enganche entre dos vagones. ¡Hablo en serio!».
Intrigado, Mamoru tomó asiento en el suelo y leyó la noticia. «La víctima responde al nombre de Atsuko Mita, de veinte años, trabajadora de…».
¡Atsuko Mita! ¿No era una de las mujeres entrevistadas para Canal de Información? Mamoru alzó la cabeza, parpadeó unas cuantas veces y volvió hundir la mirada en las líneas impresas. Atsuko Mita. Suicidio. No dejó ninguna nota, ni testamento.
Octubre: Atsuko Mita se quitaba la vida al saltar al paso de un tren. Noviembre: Yoko Sugano moría en un accidente, en lo que parecía ser un suicido puesto que, se abalanzó sobre el coche. Aún con la revista en la mano, Mamoru echó a correr hacia el teléfono público que había en esa misma planta. Intentó contactar con Hashimoto, de nuevo sin éxito.
Reflexionó durante un instante y decidió llamar al editor de la revista para preguntarle si otro suceso de semejantes características había sido publicado en ediciones anteriores. Mamoru explicó lo que quería averiguar y lo pusieron en espera. Impaciente, golpeaba los pies en el suelo mientras sonaba la melodía. Finalmente, alguien le atendió.
—¿Oiga? Siento haberle hecho esperar. Efectivamente, hay algo sobre una tal Fumie Kato. Un artículo publicado el 2 de septiembre. Saltó desde la azotea de su edificio.
—¿Se menciona si dejó testamento?
—Al parecer, no encontraron nada. Aquí dice que la policía no llegó a averiguar el motivo.
De modo que Fumie Kato también se había quitado la vida sin dejar tras ella su última voluntad.
—Otra pregunta, ¿ve en esa misma edición algún artículo sobre Kazuko Takagi?
Hubo una pausa que se prolongó unos minutos. Mamoru distinguió el sonido de la mujer pasando las páginas.
—No, no aparece ese nombre por ningún lado.
Tres. Ya iban tres. De las cuatro mujeres que aparecían en el artículo de Canal de Información, tres estaban muertas.
De súbito, Mamoru se dio cuenta de que Sato había vuelto y aguardaba a su lado.
—Eh, ¿qué pasa? Parece que acabaras de donar dos litros de sangre.
—Oye… me ha surgido algo. —Mamoru salió corriendo hacia la escalera. Tenía que ir a ver a Hashimoto. Seguro que Hashimoto también había caído en la cuenta. Esa debía de ser la razón de su llamada.
Tres de cuatro mujeres… No podía tratarse de una coincidencia.