—¡No pudo haber sido Miyashita! —En un rincón de una sala del gimnasio, Iwamoto se sentaba en una silla con los pies cruzados.
—¿Miyashita? ¿Esa es la conclusión a la que ha llegado después de tanto tiempo? —Mamoru dio un paso hacia adelante.
Iwamoto jamás dejaría pasar semejante falta de respeto por parte de un alumno, pero la gravedad del asunto era tal que prefirió ignorar el arrebato de ira de Mamoru.
—Vino a mí y lo confesó todo.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Ayer, durante el descanso del almuerzo. Le pregunté sobre el incidente y me dijo que era culpable, aunque se anduvo con evasivas. Le mandé a casa para que se tranquilizase un poco. —Iwamoto frunció el ceño y prosiguió—: Se ahorcó en cuanto llegó a su habitación.
Mamoru se puso pálido como un fantasma, e Iwamoto se apresuró a matizar:
—Intentó atentar contra su propia vida. Por suerte, la soga no aguantó y el chico acabó aterrizando contra el suelo. Sus padres estaban en casa, y se encargaron de todo. Ahora está bien. ¡Borre esa expresión de su cara! ¡Si alguien entra, pensará que intento acabar también con usted!
—Pero… —Mamoru tragó saliva unas cuantas veces hasta lograr articular su frase—. ¿Dónde está ahora?
—Hoy va a guardar reposo en casa. Quiere que vaya a verlo. Se niega a decirme por qué ha inventado una confesión tan ridícula. Se empeña en hablar con usted.
—Iré a verlo ahora mismo.
—No, primero asistirá a sus clases y después podrá marcharse. Hay tiempo. Ya le dije que usted iría a su casa esta tarde. No puedo permitir que siga faltando a clase, Kusaka. —Iwamoto dio un ligero capirotazo a Mamoru y la visión de este se le nubló durante un segundo—. Eso es por haber perdido cuatro días. Considérelo un «visto bueno» extraoficial. Si duele, ya se lo pensará mejor la próxima vez que quiera faltar a clase. Me temo que, para su desgracia, es usted demasiado testarudo.
—¡Como usted!
—Touché. —Iwamoto mantuvo su expresión de enfado, pero su mirada irradiaba buen humor.
—¿Y qué ha pasado con el dinero robado? ¿Significa eso que van a acusarme?
—No sea idiota. —Iwamoto lo fulminó con la mirada—. Jamás se me pasó por la cabeza que usted fuese el responsable.
—Pero…
—Miura y sus secuaces lo planearon todo. Y lo he descubierto yo solito. No está mal, ¿eh? Pero no dispongo de ninguna prueba. He estado vagando por la ciudad todas las noches desde que ocurrió y, por fin, pillé a Miura y a Sasaki saliendo de una sala de cine para adultos. Y estaban ebrios. —El enfado de Iwamoto quedaba patente—. Aunque recurra a la policía para esclarecer el caso, no podrán hacer nada.
—Que gasten mucho dinero no significa que lo hayan robado.
—Tiene razón. Hoy en día, todos los chicos trabajan. Aunque me parece que todavía existen leyes que lo prohíben. —Iwamoto clavó de nuevo la mirada en el chico, y Mamoru agachó la cabeza—. El caso es que ellos rompen tanto las reglas del instituto como las del equipo de baloncesto. Reuní a los miembros del equipo y todos los señalan con el dedo. Cuando tienes estudiantes de primer año como ellos, te arriesgas a que suceda este tipo de cosas. El dinero robado es solo un ejemplo. Los chicos de cursos superiores deberían haber sido más cautelosos y, para que aprendan, todos han sido sancionados. Les tocará limpiar los aseos hasta las vacaciones de invierno y trabajarán para reembolsar hasta el último yen.
Iwamoto sacó un pañuelo de su bolsillo, y se sonó la nariz emitiendo un ruido ensordecedor.
—Y así se resume mi actuación en todo este asunto. Para empezar, la culpa es mía. Debería haberlos vigilado de cerca. Habrá tenido que aguantar carros y carretas, Kusaka. Lo siento mucho. —Iwamoto se levantó y le hizo una reverencia formal, inclinando la cabeza—. Es posible que el castigo parezca indulgente, pero voy a mantener a Miura y sus cómplices en el equipo de baloncesto. No les dejaré marchar aunque me lo pidan de rodillas. Esos gamberros precisan más que nadie de la disciplina del entrenamiento. ¿Entiende mi postura?
Mamoru asintió.
—Ahora, a clase. Antes de que se marche, una última cosa: acuda al señor Nozaki y discúlpese por su injustificada ausencia. Ese hombre se toma muy en serio su trabajo.
—Entendido. —Mamoru dio media vuelta, dispuesto a marcharse.
Iwamoto intervino de repente, como si se hubiese dejado algo en el tintero.
—Kusaka, yo no me trago esa teoría de que heredamos nuestro carácter.
Mamoru se detuvo en seco.
—Si los gusanos solo dieran gusanos, esto no sería más que una manzana podrida. Yo no soy ninguna lumbrera, pero lo que me empuja a seguir en este trabajo es ver cómo esos mismos gusanos se transforman en preciosas mariposas de diferentes tamaños y colores.
Mamoru sintió que sus facciones se crispaban antes de estallar en carcajadas. Era un gustazo poder liberar tensiones de aquel modo.
—Pero hay demasiados idiotas malintencionados. Ven el rabo de un elefante y gritan que hay una serpiente. Avistan los cuernos de una vaca y se convencen de que es un rinoceronte. La verdad es que no pueden ver más allá de sus propias narices. Se abalanzan sobre ti en cuanto tienen oportunidad. Hay que evitarlos a toda costa porque ellos no van a apartarse de tu camino para ponerte las cosas más fáciles.
Yoichi Miyashita vivía en un edificio de tres plantas. Sus padres, notarios de profesión, utilizaban la primera planta como despacho. El hijo había diseñado el cartel en el que, sobre un paisaje típico, se anunciaba «Trámite de todo tipo de registro. Gestión de patrimonio inmobiliario».
Yoichi se parecía mucho a su madre, una mujer bajita y de rasgos finos. La señora Miyashita condujo a Mamoru hacia la habitación de su hijo que quedaba en la tercera planta. Uno de los cuadros de Yoichi colgaba enmarcado en la pared, junto a su habitación.
Mamoru llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó una voz débil.
—Un amigo de tsurusan.
La puerta se abrió y Yoichi apareció tras ella.
—Soy un negado. Ni siquiera valgo para hacer un nudo de soga decente. —Yoichi no era capaz de mirar a Mamoru a los ojos.
Mamoru contempló el techo y reparó en la rejilla desde la cual había intentado suicidarse Yoichi: era lo suficientemente resistente como para aguantar su peso. Se alegraba de que su compañero no fuera muy hábil con los nudos. Bajo las vendas que todavía llevaba desde su accidente de bicicleta, a Yoichi se lo veía más frágil que nunca.
—¿Por qué lo hiciste?
Yoichi guardó silencio.
—El señor Iwamoto me lo ha contado todo. ¿Acaso te viste en un callejón sin salida? ¿Te asustaba que te expulsasen del instituto? ¿Intentabas ayudarme cuando dijiste que habías sido tú el autor del robo? —Se produjo un desagradable silencio. Mamoru tuvo la sensación de que los padres del chico procuraban no hacer el menor ruido hasta que Yoichi se recuperase del todo—. Pues he de decirte que has cometido un craso error. ¿Y si hubieses muerto? ¿Consideraste cómo nos sentiríamos los demás si algo así sucediese? ¡Piensa toda la responsabilidad que me hubieses dejado!
Finalmente, en un tono apenas más audible que el vuelo de una mosca, Yoichi respondió.
—Fui yo.
—¿Cómo vas a ser tú?
—Fui yo. —Yoichi no cejaba en su empeño—. Fui yo quien lo hizo. Si supieses lo que he hecho, no volverías a hablarme en la vida.
—¿Qué quieres decir con eso? —Mamoru empezaba a inquietarse—. ¿Qué es lo que hiciste?
Las lágrimas colmaban los ojos de Yoichi.
—Todo. Fui yo —repitió—. Puse ese artículo sobre tu tío en el tablón, escribí esas acusaciones en la pizarra y también la palabra «asesino» en la fachada de tu casa. Fui yo quien hizo todas esas cosas.
Mamoru se quedó mudo de asombro. Observó a Yoichi que ladeaba la cabeza, intentando ocultar sus lágrimas. Entonces, reparó en la venda de su mano.
—¿Te cortaste la mano cuando rompiste nuestra ventana?
Yoichi asintió.
De repente, Mamoru lo comprendió todo.
—Miura y los demás te amenazaron para que lo hicieses —aseveró en voz baja.
Yoichi asintió de nuevo.
—Te utilizaron para que nadie pudiese culparlos de nada. —Mamoru recordó el día en que Yoichi se dejó caer por Laurel. Quiso decirle algo en aquel momento, pero prefirió guardar silencio. Esa era la única explicación—. ¿No tuviste ningún accidente con la bicicleta, verdad? Uno de ellos se enteró de que habías ido a los grandes almacenes para ponerme al tanto de todo y te dieron una paliza.
Yoichi se enjugó la cara con la mano izquierda.
—Seguro que prometieron romperte todos los dedos de la mano para asegurarse de que no volvías a sostener un pincel. —Mamoru sintió la sangre bombeándole en los oídos.
—No sé hacer nada —dijo Yoichi—. No se me dan bien los deportes. No soy un buen estudiante, y las chicas no me hacen ni caso. Pero sé dibujar y pintar. Es lo único en lo que destaco sobre los demás. Si pierdo eso, no me quedará nada. Esos cabrones me asustaron. Creo que incluso una amenaza de muerte no me habría parecido tan escalofriante en comparación con su palabra de cortarme las manos y arrancarme los ojos. Y si eso ocurre, prefiero estar muerto. Sería como sacarme las entrañas y dejarme vacío. No podía hacer nada contra ellos.
Por fin, Yoichi pudo mirar a Mamoru a la cara.
—Me siento fatal, Kusaka. Tú sí intentaste entenderme. Fuiste el único que me tomó en serio. Y quise compensarte de algún modo.
—¿Compensarme?
—Si daba la cara y aceptaba la responsabilidad del robo, te sacaría del apuro. Lo que pasa es que ni siquiera se me da bien mentir. Pasé toda la noche en vela, tramando un plan y, aun así, no logré convencer al señor Iwamoto. Me dijo que me dedicara a mi pintura y no me preocupase por ti. Cuando llegué a casa, me sentí peor de lo que me había sentido nunca. No le encontraba ningún sentido a la vida. ¡Pero soy un negado hasta para hacer un nudo!
Mamoru respiró profundamente.
—¡Pues menos mal!