Taizo no regresó a casa al día siguiente, ni tampoco al otro. Los Asano aguardaban tan pacientemente como las circunstancias les permitían, y eso que sus rostros reflejaban la duda y la desesperación.

Mamoru se levantaba cada mañana, se ataviaba con el uniforme del instituto y partía de casa, como de costumbre, solo que en lugar de acudir al centro, se dirigía a Laurel. Fue a ver a Takano para explicarle la situación, y este le dio carta blanca para trabajar los días que quisiera.

—No me digas que estás considerando abandonar los estudios para ponerte a trabajar —le preguntó.

—No —repuso Mamoru—. A no ser que me expulsen, claro está.

—No te preocupes. Atraparán al culpable.

Takano también manifestó su satisfacción ante el hecho de que hubiesen encontrado a un testigo del accidente en el que se había visto implicado el tío Taizo.

—Todo saldrá bien —le aseguró—. Quizá vaya para largo, pero tú no desesperes.

Los otros empleados en la Sección de Libros también se sorprendieron al ver a Mamoru entre semana.

—¿No deberías estar en el instituto? —Madame Anzai mostró su obvia desaprobación.

—Pues…

—He oído que el centro ha cerrado por un brote de algo malo. ¿Es cierto? —Sato interrumpió la conversación, dándole un ligero golpe en el hombro.

—Aún falta para que llegue el invierno. No puede tratarse de gripe. —Madame no estaba del todo convencida.

—Son paperas, ¿verdad, Mamoru? —Sato seguía en sus trece.

—¿Paperas?

—Eso es, Madame Anzai. ¿No las tuviste de pequeña?

—Creo que no.

—Pues será mejor que te andes con cuidado porque están en todos lados, contaminando el aire. Y no te olvides de avisar a ese novio tuyo. ¡Ya sabes lo que puede ocurrir cuando un hombre pilla paperas!

—¿Es eso cierto? —Ahora se la veía algo preocupada.

—Pues claro. Puede quedarse impotente para toda la vida. ¡Y no querrás que suceda algo así! —Sato se llevó a Mamoru hacia un lado, poniendo distancia entre Madame y ellos.

—Te debo una. Gracias —dijo Mamoru.

—No hay de qué. Me alegro de que estés aquí. Sé que te ocurre algo, pero no tienes de qué preocuparte. No pasa nada por perder un día o dos de clase.

Había muchísimo trabajo que hacer. Diciembre se acercaba a pasos agigantados, y acababan de recibir los nuevos calendarios y agendas que debían ser clasificados y expuestos en las estanterías. En cuanto se veía inmerso en su tarea, Mamoru se olvidaba tanto de su tío como del medio millón de yenes desaparecido.

El jueves por la tarde, durante su descanso en el almacén, Makino, el guarda de seguridad, se acercó a hacerle una visita.

—¡Chaval! ¿Estás haciendo pellas para ganarte la vida como un hombre hecho y derecho?

Sato asomó sobre una pila de cajas de cartón y empezó a tararear algún viejo himno sindicalista mientras movía los brazos al compás.

—Con eso basta —entonó Makino—. Siéntate.

—¡Gracias, señor! —Sato se estaba divirtiendo.

—¿Es cierto que tienes veintiséis años? Me compadezco de tus pobres padres.

Mamoru estalló en ruidosas carcajadas.

—¿Y tú cómo estás, Makino?

—Con las pilas recargadas y deseando pasar a la acción. No soporto tener tanto tiempo libre.

—¿Tiempo libre? ¿En una tienda llena a rebosar de clientes?

—Ve a preguntar a los otros guardas en la tienda y verás lo que te dicen —dijo este, aparentando desconcierto.

—Supongo que la economía no está en muy buena forma —terció Sato con despreocupación.

—No seas ingenuo. El ascenso de los hurtos siempre es proporcional al descenso económico. El robo es lo único que sobrevive en época de vacas flacas. Además, la economía lleva años en este estado.

—¿Y entonces qué pasa? ¿Los rateros también se contagian por el espíritu festivo? —aventuró Mamoru.

—No creo. Dudo que si no se comportan durante el resto de año, lo hagan ahora.

En ese preciso instante, Takano reclamó la presencia de Makino, quien se apresuró hacia la oficina. En cuanto Sato y Mamoru intercambiaron una mirada, Makino irrumpió de nuevo.

—¡Llamad a la policía! ¡Alguien amenaza con tirarse desde la azotea! ¡Avisad también a los bomberos! ¡Y que no hagan sonar la sirena o acabaré con ellos! —Y entonces, desapareció otra vez.

Sato agarró el teléfono y Mamoru siguió a Makino. Bajó corriendo al vestíbulo y vio que Takano y el guarda subían los escalones de dos en dos. La música que sonaba en los altavoces pasó de clásica a pop. Era una especie de código que alertaba a los empleados de una situación de emergencia.

Cuando llegaron a la azotea, reparó en que tanto el jardín en miniatura como la zona de recreo estaban abarrotados de curiosos. Mamoru agarró a otro empleado del brazo.

—¿Dónde?

—Junto al depósito de agua. Creo que es una chica.

Mamoru se giró sobre sí mismo, echó a correr hacia la planta inferior y se dirigió hacia el lado opuesto de la azotea. Había memorizado la distribución de la tienda para poder dar indicaciones cuando se las pedían, y no tardó en dar con el pasillo custodiado por un cartel de «Prohibido el paso». Al volver la primera esquina, asomaba una puerta de acero ignífuga que le cortaba el paso. Mamoru la abrió de un empujón y se precipitó hacia el tramo de escalones que conducía hasta la azotea y quedaba reservado exclusivamente a técnicos y limpiadores.

En el descansillo, una puerta de vidrio reforzado por donde se filtraban los rayos del sol le impedía llegar hasta arriba. Un simple candado la cerraba. Pese a la glamorosa decoración del interior, el edificio era bastante antiguo. Las alarmas de seguridad y las cerraduras electrónicas fueron instaladas hacía pocos años, pero aún abundaban puertas más anticuadas a las que no se podía acceder, a no ser que alguien trepara por la fachada y llegase hasta a ellas desde la azotea.

Como un niño con zapatos nuevos, Mamoru se puso a hurgar en los bolsillos. Debía de llevar algo encima que le fuera útil. Entonces, reparó en su tarjeta identificativa: el imperdible de unos tres centímetros de largo podría resultarle útil. Si el cilindro de una cerradura de tambor de pines se asemejaba a un intrincado laberinto, un candado era más bien como un camino allanado en mitad del campo. Abrió la puerta con sumo cuidado y asomó la cabeza fuera. El sol brillaba con tanta fuerza que le hizo entrecerrar los ojos. No se había equivocado, estaba en el punto exacto.

El muro de hormigón que rodeaba parcialmente el depósito de agua quedaba frente a él, y el depósito en sí justo detrás.

La chica en cuestión estaba sentada sobre el depósito, de espaldas a Mamoru. Llevaba un jersey rojo. Mamoru solo alcanzaba a ver parte del jersey y de su nuca. Distinguió que la chica avanzaba unos centímetros hacia la valla que se alzaba al borde de la azotea. Se preguntó cómo se las habría ingeniado para llegar hasta encima del depósito, de dos metros de alto. Por muchos puntos de apoyo que hubiese, subir hasta ahí debía de suponer todo un esfuerzo para una chica tan joven.

Ya se encontraba al borde del tanque, contra la valla. Una leve inclinación hacia adelante la separaba de una caída de seis pisos de altura. Estaba de espaldas a Mamoru y no parecía haberse percatado de la presencia del chico. Por lo visto, tenía la mirada clavada en la multitud de curiosos que intentaba disuadirla de cometer una locura y la instaba a bajarse del depósito.

Mamoru rodeó el depósito hasta dar con el lugar desde el que abarcaba toda la escena. La angustiada muchedumbre se encontraba a su derecha, a unos cinco o seis metros de distancia, agrupada detrás de un guarda de seguridad y una mujer ya mayor que se llevaba las manos a la cabeza. Seguramente la madre de la joven suicida. Takano se situaba casi frente a Mamoru, y Makino aguardaba tras él. Un murmullo se extendía entre la multitud.

Mamoru reflexionó un instante. Llegó a la conclusión de que tendría que trepar hasta el depósito para intentar agarrar a la chica y conducirla hasta abajo.

—Nadie va a hacerte daño. Lo que estás haciendo es muy peligroso. ¿Por qué no bajas? —Era la voz del guarda de seguridad.

—¡No se acerquen a mí! —aulló la joven.

Mamoru levantó la cabeza e intentó captar la atención de Takano. Cuando este finalmente lo avistó, puso los ojos como platos y lo miró boquiabierto. Mamoru le rogó que guardase silencio, a lo cual Takano asintió en un gesto casi imperceptible, mirando de soslayo a la chica.

Hizo un movimiento extraño, como si quisiese preguntar a Mamoru qué pretendía con todo aquello. Justo entonces, la chica gritó de nuevo:

—¡No se acerquen! ¡Si lo hacen, saltaré!

Mamoru indicó a Takano que treparía hasta el depósito e interceptaría a la chica. Del mismo modo, le dio a entender que quería que hablase con la chica para distraer su atención. Su encargado parpadeó varias veces para confirmarle que lo había entendido todo y estaba de acuerdo con él. Mamoru rodeó el depósito para que la chica no advirtiese su presencia. Treparía el muro y se acercaría a ella desde detrás. Saltó y logró rozar el borde del muro, pero no pudo sujetarse.

—Señorita —intervino Takano—. No se preocupe. No pretendemos hacerle daño. Quédese ahí, si es eso lo que quiere. Ahora bien, eso no nos impide que charlemos un rato, ¿verdad? Yo me llamo Takano, Hajime Takano, y trabajo aquí. Mi nombre viene a decir: «comienzo».

Me gustaría saber cómo se llama usted. ¿Sería tan amable de decírmelo?

—¡Misuzu! ¡Se llama Misuzu! —vociferó la madre en un grito de desesperación—. ¡Baja de ahí! ¡Misuzu, por favor, baja! —le rogaba a su hija.

Mamoru lo intentó de nuevo. Esta vez, consiguió agarrarse al borde del muro y asegurar los pies en los puntos de apoyo. Solo necesitaba un pequeño impulso para llegar hasta arriba. Distinguió la voz de Takano que proseguía con tono tranquilizador:

—Ha venido a comprar con su madre, ¿no es cierto? Dígame qué ha comprado.

Mamoru consiguió equilibrarse y asomó la cabeza. Desde el punto estratégico donde se encontraba, tenía una vista exclusiva de la escena, tanto de los empleados de la tienda que aguardaban al otro lado como de la chica. Takano había dado unos pasos hacia ella.

—¡Aléjese! —grito la chica a Takano.

Mamoru avanzó con mucho tiento para no hacer el menor ruido. El viento azotaba el jersey rojo de su objetivo. Tomó la precaución de no mirar hacia la valla de seguridad que protegía el borde de la azotea pero, aun así, se vio invadido por una sensación de vértigo.

—¿Se ha pasado por la Sección de Libros? —continuó Takano—. Es ahí donde yo trabajo. ¿Es aficionada a la lectura?

Mamoru ya estaba sobre el tanque, a dos metros de la joven.

—No, odio la lectura —susurró ella.

—¿La odia? —repitió Takano—. ¿Y cómo es eso?

Mamoru estaba preparado para abalanzarse y detenerla.

—Estoy asustada —dijo en un hilo de voz que apenas era más que un gemido—. La odio. Estoy asustada… asustada. Muy, muy asustada.

Algunos de los curiosos ya habían divisado a Mamoru. Una expresión de sorpresa se dibujó en el rostro del guarda de seguridad. El cambio no pasó desapercibido para la chica que, de súbito, se volvió sobre sí misma. Al ver a Mamoru, soltó un grito tan estridente y desgarrador que casi noquea al chico. No obstante, este se armó de valor, se lanzó a ciegas sobre ella, la agarró por el jersey rojo, y la apartó de la valla. El brusco movimiento le hizo perder el equilibrio y a punto estuvo de caer a los pies del depósito.

La chica no dejó de gritar. Conforme los curiosos se agolpaban alrededor del depósito, Takano se abrió camino hasta los jóvenes, aún en peligro, y los rodeó a ambos con sus brazos para apartarlos del borde.

—Ya está, ya está. No pasa nada. Tranquila, tranquila —canturreaba Takano cual mantra, consolando a la chica. Por fin, consiguió calmarla. La chica se rindió, dejó de forcejear y prorrumpió en llanto. Necesitaban una escalera para bajarla del depósito, y fueron los bomberos quienes se encargaron de llevarla hasta abajo y tumbarla sobre una camilla.

—¡Ha faltado muy poco! —Mamoru y Takano se quedaron un rato sentados arriba, enjugándose el sudor de sus frentes.

Takano dejó escapar un profundo suspiro mientras negaba con la cabeza.

—Un paso en falso y habrías caído al vacío con ella.

—Bueno, al final no ha pasado nada.

—¡Eh, chaval! ¿Dónde has aprendido eso, en la tele? —le gritó Makino con los brazos en jarras desde donde se encontraba, dos metros abajo junto al depósito. Mamoru, para seguirle el juego, se encogió como si el guarda acabase de descubrir su secreto—. Tendré que hablar con el encargado para que instalen más medidas de seguridad en esta zona.

—¿Cómo habrá llegado hasta aquí arriba?

—Pues como tú —repuso Takano—. Al parecer, buscaba algún tipo de instrumento musical y, por alguna razón que seguimos sin comprender, entró en una especie de trance. Se puso a actuar como un animal salvaje atrapado en una colina en llamas; siguió subiendo y subiendo, hasta acabar aquí arriba.

—¿Qué le habrá ocurrido?

—Los que la vieron dicen que daba la impresión de que alguien la perseguía. —Takano se encogió de hombros y miró fijamente a Mamoru—. Y tú, ¿cómo has llegado hasta aquí?

—Subí por la escalera de servicio.

—¿No está cerrada con llave esa puerta?

—Hoy no lo estaba. —El temblor que se había apoderado de su cuerpo empezaba a remitir, y Mamoru pudo por fin bajar al suelo. Un bombero le clavó la mirada y frunció el ceño.

—Siento el alboroto que se ha formado —se disculpó Takano, inclinando la cabeza a modo de reverencia.

—¡No podemos permitir que la gente monte espectáculos así!

Mamoru fue acribillado a preguntas no solo por parte de la policía, sino también por el departamento de bomberos. Y aún le quedaba mucho trabajo que hacer en la tienda. Necesitó alguna que otra hora extra para terminar las tareas que tenía pendientes antes de dirigirse a casa, exhausto.

Se montó en su bicicleta y tomó el camino que se extendía junto al río. Cuando, rumbo a la casa de los Asano, tomó un desvío, alguien llamó su atención. Al mirar hacia atrás, reconoció a su prima Maki que corría para alcanzarlo; su chaqueta abierta revoloteaba a su paso.

Llegaron juntos a casa, abrieron la anticuada puerta corredera, y anunciaron al unísono:

—¡Estoy en casa!

—¡Bienvenidos! —Contestó una voz familiar. Una voz que llevaban demasiado tiempo sin escuchar. Intercambiaron una mirada de desconcierto en el momento en que Taizo aparecía por la puerta del salón para recibirlos.

—¡Yo también estoy en casa! —dijo, sonriente.