Para cuando Mamoru regresó a casa ya era de noche. Le pesaba la cabeza y le dolían las sienes. Por lo menos, no volvía con las manos vacías. La información que había conseguido era valiosa y jugaría a favor del tío Taizo, aunque no se sintiera en absoluto contento con ello. Yoko Sugano escapaba de alguien la noche en la que la atropello el taxi. Quizás intentara huir de sí misma. Mamoru ya se figuraba que podían ser muchas las razones que la empujaron a salir corriendo aquella noche.

Pero había muerto. Nada podía salvarla, era imposible rebobinar la cinta hasta antes del accidente. Lo que había averiguado en las últimas veinticuatro horas, de salir a la luz, supondría una condena de muerte póstuma. Mamoru quería ayudar a su tío sin tener que recurrir a esa información y mancillar así la memoria de Yoko. Todo el camino de regreso a casa, estuvo pensando en las alternativas.

—¡Estoy en casa! —En cuanto Mamoru puso un pie dentro, alguien se le acercó corriendo por el pasillo. Era Maki, de vuelta tras su breve fuga. Se le lanzó a los brazos—. ¡Espera un momento! ¿Qué ha pasado? —preguntó el chico, conmocionado.

Maki lo sujetaba por el cuello de la camisa y no podía dejar de llorar. Por fin, Yoriko apareció, con la mitad de la cara cubierta por una venda, y la otra mitad luciendo una sonrisa.

—Recibimos una llamada del señor Sayama poco después de que llegara a casa esta mañana. Ha aparecido un testigo.

Maki se enjugó la cara con la camisa de Mamoru, y finalmente se encontró la voz.

—Alguien presenció el accidente. Dice que el semáforo de papá estaba en verde, y que la señorita Sugano se le echó encima. —Maki agarró a su primo por el brazo y lo zarandeó mientras repetía—: ¿Me estás escuchando? Alguien estaba allí. Alguien que lo vio todo. ¡Tenemos un testigo!