Era la una de la madrugada, y Mamoru se encontraba en el cruce donde había tenido lugar el accidente. Las estrellas brillaban en el oscuro cielo. Soplaba un aire frío, y todo a su alrededor tenía un aspecto diáfano, limpio, como la pecera a la que acababan de cambiar el agua. La ciudad dormía.
Permaneció unos minutos inmóvil, observando el juego de luces del semáforo: rojo, amarillo, verde. Un mudo espectáculo eléctrico. Durante el día, dirigía eficientemente la incesante horda de vehículos. Quizá cuando caía la noche, su tarea se limitara a guardar el orden de los sueños de las masas durmientes.
Mamoru aspiró una profunda bocanada de aire, empapándose de las fragancias de la noche. Antes de salir de casa, se había ataviado con un chándal de color gris oscuro y un viejo par de zapatillas con las suelas desgastadas. Cuando salía a correr y a fin de proteger los tobillos, utilizaba otras zapatillas de suela más gruesa, pero se decantó por las más gastadas para conjurar la posibilidad de hacer demasiado ruido en una calle tan silenciosa como esa. Llevaba además unos mitones y una toalla blanca alrededor del cuello. Tendría un buen pretexto en el caso de que alguien preguntase qué hacía allí. Cada vez más adeptos al jogging salían a correr por la noche, porque así tenían las calles para ellos solos.
En el bolsillo derecho de los pantalones llevaba las herramientas que necesitaba para completar su tarea.
El semáforo de peatones se puso en verde, y Mamoru cruzó la desierta intersección. Tal y como contó su tía, había una máquina expendedora de tabaco así como una cabina telefónica frente a una tienda que ahora estaba cerrada a cal y canto. Mamoru había estudiado bien el mapa y sabía perfectamente hacia dónde tenía que dirigirse. Dio la espalda a la intersección y echó a correr a un ritmo tranquilo.
El diminuto edificio donde una vez residió Yoko Sugano apenas quedaba a cincuenta metros al oeste, frente a una estrechísima carretera secundaria. Los baldosines de la fachada adoptaban bajo la luz de las farolas un color que se asemejaba a la sangre seca. El camino de acceso, angosto y asfaltado, culminaba en una escalera de hormigón iluminada. No había ningún vestíbulo común; todos los apartamentos disponían de sus propias entradas exteriores.
Mamoru se detuvo unos segundos, el tiempo suficiente para echar un buen vistazo a su alrededor. No había nadie. Creyó oír el lejano rumor de un tarareo; tal vez hubiese un karaoke cerca. Entonces, cruzó la carretera y se dirigió hacia la escalera. Un par de ojos dorados y brillantes lo observaban desde detrás del edificio. A Mamoru se le heló la sangre un instante. No era más que un gato negro que huía calle abajo, pero tuvo la sensación de que lo habían descubierto.
Los buzones de aluminio de los residentes se apilaban al pie de la escalera. Quedaban divididos en cuatro hileras, una para cada planta, y todos estaban equipados con un candado de combinación. Uno de los buzones de la fila superior llevaba inscrito «Sugano 404».
Mamoru se quitó los zapatos, los escondió en un arbusto y subió la escalera descalzo. A esas horas de la madrugada, corría el riesgo de que el sonido de sus pasos desgarrara el silencio de la noche. Alcanzar la cuarta planta le resultó interminable. Y eso que estaba en forma. Durante sus entrenamientos en el instituto, subía escaleras con unos sacos de arena atados a los tobillos, pero incluso aquello, jamás le había parecido tan difícil como recorrer la distancia que lo separaba del apartamento de Sugano. Tenía las plantas de los pies congeladas, y la iluminación del edificio le hacía sentirse demasiado expuesto.
En cuanto alcanzó el rellano de la tercera planta, oyó voces. No sabía de dónde procedían, de modo que se agachó y aguzó el oído. Alguien caminaba por la calle. El corazón le latió con fuerza mientras aguardaba a que el desconocido se alejase. Entonces, retomó su ascenso.
Llegó a la cuarta planta y se volvió sobre sí mismo para observar lo que le rodeaba. Adyacentes al edificio, se levantaban dos casas de dos plantas y, algo más allá, otro inmueble de similar altura. Todas las cortinas estaban corridas, y no había ninguna luz encendida.
En el diminuto rellano donde se encontraba, asomaban cinco puertas blancas que disponían de un contador de gas del mismo color. Mamoru se agazapó y se arrastró hacia la marcada con el número 404. No había ninguna placa en la puerta. Se apoyó contra la barandilla y respiró hondo. Se había acercado hasta allí para hacerse una idea del lugar donde Yoko Sugano había vivido hasta hacía bien poco. Y poseía los conocimientos idóneos para alcanzar su objetivo.
Mamoru se acordó de Gramps, el viejo amigo del que había hablado a Anego, aquel cuya pérdida había dejado un vacío que nadie había vuelto a llenar. Jamás habría imaginado que alguna vez pondría en práctica todo lo que Gramps le había enseñado.
Tras la desaparición de su padre, los amigos de Mamoru se mostraron reacios a jugar con el niño. En un principio, no logró entender el motivo, pero conforme creció y las cosas fueron de mal en peor, comprendió todo lo que se le venía encima. Ningún entrenador lo querría en su equipo de béisbol, ninguna madre lo invitaría a las fiestas de sus hijos. La discriminación empezó con los adultos, pero los prejuicios, cual enfermedad viral, no tardaron en contagiar también a los más pequeños.
Poco después de entrar en primaria, Mamoru se sintió aislado. No tenía amigos con los que jugar al fútbol cuando acababa el colegio o con los que hacer los deberes, ni siquiera a los que lanzar pelotitas de papel mascado durante las clases. El niño no se lo tomó a pecho, sino que consideró que se trataba de una reacción de lo más normal. Toshio Kusaka había estafado a los contribuyentes. Si su mujer y su hijo no eran capaces de seguir con sus vidas, eran libres de marcharse a cualquier otro lugar.
Fue en esa época cuando su madre le relató lo sucedido. No se guardó nada para sí. Mamoru jamás podría olvidar las palabras que pronunció para concluir su explicación: «Mamoru, tú no has hecho nada de lo que tengas que avergonzarte. Nunca lo olvides». El chico tuvo la firme impresión de que su madre se agarraba a esas palabras para hacer la vida más llevadera.
Por aquel entonces, Keiko trabajaba en una planta de pintura. Allí coincidió con un conocido de la familia de su marido que la ayudó a salir hacia adelante. Gracias a aquel puesto de trabajo, su madre renunció a la única alternativa que, de no marcharse de Hirakawa, le quedaba: acabar con la vida de su hijo y suicidarse después. Al menos así, las cenizas de ambos reposarían en su tierra natal.
Si bien era cierto que Mamoru no tenía nada de qué avergonzarse, aquello no aligeró la carga que iba arrastrando: la soledad.
Hasta que Gramps se cruzó en su camino. Sucedió en un caluroso día de agosto. El chico dejó la bicicleta en el patio y se sentó junto a la pared que quedaba frente a su edificio. No sabía adónde ir ni tenía nada que hacer, pero estaba harto y aburrido de quedarse solo en casa.
—Menudo bochorno, ¿eh? —Mamoru alzó la vista, sorprendido de que alguien le dirigiera la palabra. Un hombre mayor pero robusto se plantaba bajo la sombra que daba la pared. Llevaba una camisa gris abierta y sujetaba una pequeña bolsa en la mano izquierda. Su cabeza casi huérfana de pelo estaba empapada en sudor. Sacó un pañuelo para enjugársela y habló de nuevo—: Si te quedas ahí sentado, te dará un golpe de calor. Yo iré a tomar un granizado de limón. ¿Me acompañas?
Mamoru dudó un momento antes de ponerse en pie. Solo llevaba en el bolsillo las pocas monedas que su madre le había dado para comprar el almuerzo.
Y así fue como empezó todo.
Su verdadero nombre era Goichi Takahashi, pero Mamoru siempre lo llamó Gramps, que venía a significar «abuelo». Jamás supo su edad exacta, pero debía de tener más de sesenta cuando se conocieron.
Cerrajero ya jubilado, era un verdadero especialista en cajas fuertes. Nació en Hirakawa aunque una terminada la guerra se trasladó a Osaka. Empezó a trabajar de aprendiz hasta forjarse una reputación en el oficio. Regresó a su ciudad natal tras la jubilación. Y con aquello se resumía lo que Mamoru conocía sobre el pasado de su discreto amigo.
Y así fue, a raíz de compartir un vasito de granizado de limón, como nació una gran amistad. Más tarde, Gramps lo llevó a ver su casa y el pequeño taller contiguo. Estaba atestado de diminutas y brillantes herramientas de diferentes formas y tamaños, y una imponente caja fuerte en la que Mamoru habría entrado perfectamente. Aquí y allá, asomaban varias cajas con diseños de lo más llamativos aunque, según el anciano, eran «imposibles de abrir».
—Este es mi hobby —le anunció Gramps, sonriente. Mamoru quedó hechizado por cada uno de los artilugios, y su nuevo amigo se echó a reír en cuanto reparó en su expresión—. Si no fuera por todas estas cosas, me sentiría muy solo. ¿Sabes qué? Estas cajas fuertes también lo estarían si nadie las cuidara. Puedes mirar, tocar y jugar con todo lo que no entrañe ningún peligro.
Tras aquel encuentro, el anciano le dio carta blanca para hacer lo que quisiese mientras estaba en el taller. Al niño le encantaba el tacto de la «piel» de las cajas fuertes y se quedaba embobado contemplando los imposibles acertijos que escondían los mecanismos internos de las cerraduras. Una vez abrió un viejo álbum lleno a rebosar de fotografías de llaves y cajas fuertes que parecían más preciadas que cualquier objeto de valor que pudieran atesorar en su interior. Mamoru comentó lo espléndidas que eran, a lo cual el viejo cerrajero no pudo sino asentir.
Gramps andaba siempre absorto en su tarea. Una vez que Mamoru acababa sus rondas habituales por el taller y escrutaba hasta el más mínimo detalle que encerraban sus cuatro paredes, se sentaba a observar al anciano: sus manos ágiles y minuciosas, el semblante alegre que lucía al manipular cajas fuertes y cerrojos.
Un día, después de que Mamoru no hubiese aparecido por el taller en dos semanas, Gramps se volvió hacia él y preguntó:
—¿Qué me dices, Mamoru? ¿Te apetece intentarlo? —Estaba utilizando una lima fina para eliminar el óxido de una vieja caja fuerte.
—¿Crees que podría hacerlo?
—¡Por supuesto que sí! —Gramps sonrió y le tendió la lima—. Lo único que tienes que hacer es tratarla con cariño.
Mamoru pasó el resto de la semana limando con mucho tiento la caja fuerte. El discípulo despejó la capa de herrumbre acumulada con el paso de los años, revelando una superficie de un resplandeciente gris metálico. En cada esquina de la puerta asomaba una peonía tallada con sumo esmero. Cuando hubo acabado, Gramps le lanzó una sonrisa.
—Es una preciosidad, ¿verdad? —Mamoru había dejado de ser un mero espectador para convertirse en el ayudante de un maestro. Desde ese momento, solo fue cuestión de tiempo hasta que empezó a mostrar gran interés por el resto de las tareas de Gramps.
En una ocasión, Mamoru extravió la llave de su apartamento. Aún faltaban dos horas para que su madre saliese del trabajo y regresase a casa. En la ventana de la tercera planta colgaba la colada que debería haber recogido horas antes y, para colmo, el cielo empezaba a encapotarse. Mamoru fue corriendo a buscar a Gramps.
El anciano no necesitó más de cinco minutos para forzar la cerradura. Mamoru tuvo la sensación de estar presenciando un truco de magia, pero Gramps lo miró con semblante ceñudo.
—Tu madre y tú deberíais instalar una cerradura más sólida —le advirtió—. Esta parece de juguete.
Al día siguiente, Gramps apareció con una nueva cerradura para la puerta. Cuando se dispuso a colocarla, el chico intervino.
—¿Crees que sería capaz de hacerlo?
—¿Te gustaría intentarlo?
—¡Sí!
—Bien —dijo Gramps—. Serás capaz de cualquier cosa siempre que te lo propongas.
Fue así como Mamoru empezó a aprender los entresijos del oficio. Su primer cometido fue familiarizarse con los diferentes tipos de cerraduras y sus correspondientes mecanismos. Existía en el mercado una miríada de modelos muy distintos entre sí que además variaban dependiendo del país donde los fabricaran. A este vasto campo de estudio venía a añadirse el hecho de que los tipos de tecnología empleados eran tan dispares como avanzados. Mamoru empezó a tratar con dispositivos de combinación numérica así como con candados de bicicletas o cerraduras de automóviles. Después, Gramps le enseñó todo lo que sabía sobre cerraduras de tambor de pines, el tipo más común. Mamoru aprendió a abrir cerraduras con la ayuda de dos trozos de alambre e incluso se confeccionó su propia ganzúa. Fue iniciado a la impresión de llaves, a la duplicación de las mismas, materia en la que perfeccionó su destreza realizando centenares de copias. Llegó incluso a aprender la técnica de desarmar cerrojos con una llave distinta a la original. Un proceso que le recordó al de hacer entrar en razón a una persona muy tozuda. Y como colofón, aprendió a manipular una cerradura con combinación para extraer el código cifrado que la abría.
Ahora que lo pensaba, Mamoru se daba cuenta de que ni las cerraduras ni las llaves solían ser un hobby muy común entre niños, pero para él resultó ser una verdadera pasión. No tenía nada más en lo que ocupar su tiempo libre. Y lo que fue una afición nacida de la casualidad se convirtió en todo un rompecabezas al que iba a dedicar los diez años siguientes de su vida.
En el mes de octubre del año anterior, justo cuando las últimas hojas caían de los árboles, Gramps murió de un infarto. Mamoru sintió que el mundo se le caía encima.
Gramps le había regalado un juego nuevo de herramientas pocos días antes. El chico se preguntaba si, de algún modo, el anciano presintió que le había llegado su hora. Aquel día, le preguntó:
—¿Sabes por qué te he enseñado a forzar cerraduras?
Mamoru estaba tan embelesado con su nuevo juego de herramientas que no prestó demasiada atención a la pregunta.
—Por mi insistencia, supongo.
—No. ¿Acaso no recuerdas lo que te dije la primera vez que te encomendé una tarea? Puedes hacer cualquier cosa siempre que te lo propongas. —Lanzó una profunda mirada al chico antes de proseguir—: Jamás me has hablado de tu padre.
—Pensaba que ya lo sabías todo —contestó el chico, confuso—. Todo el mundo está al tanto de lo que sucedió.
—Y todavía hay personas que te lo recuerdan, ¿verdad?
—Algunas. Pero no tantas como antes.
—La gente olvida. Todos acaban olvidando tarde o temprano.
—Yo también procuro olvidarlo.
—¿Te has divertido aprendiendo los trucos del oficio?
—Sí.
—¿Por qué?
Mamoru reflexionó unos segundos antes de responder.
—¡Porque nadie más puede hacerlo!
Gramps asistió y tomó las manos del chico entre las suyas.
—¿Alguna vez has contemplado la posibilidad de usar tus conocimientos para robar o hacer daño a alguien?
—¡Nunca! —Mamoru estaba indignado—. ¿Crees que sería capaz?
—No, desde luego que no. Mira, hay muchas cosas que te he enseñado y que ya no sirven de nada. Los tiempos cambian, y cada día sacan nuevos tipos de cerraduras y llaves. Ya verás como dentro de poco, el oficio tal y como lo conocemos habrá desaparecido. —Mamoru tuvo la sensación de que el anciano estaba melancólico—. Pero eso no significa que con el tiempo olvides todo lo que has aprendido. No eres como los demás. Tú eres especial. Puedes ver cosas que otros prefieren no ver. Puedes adentrarte en lugares donde jamás se atreverían a entrar los demás. Pero tú, sí. Puedes hacer cualquier cosa que te propongas.
Gramps miró a Mamoru a los ojos.
—Podrías haber hecho lo que te viniese en gana con todo lo que has aprendido y, sin embargo, no lo has hecho. Jamás se te ha pasado por la cabeza. Creo en ti y por esa razón te he enseñado todo lo que sé. Las llaves, Mamoru, protegen todo aquello que uno considera valioso. Tu padre —continuó con tono triste—, no poseía la destreza de abrir cerraduras, ni tampoco tenía en su poder una llave maestra. No obstante, hizo lo que no debería haber hecho. Robó dinero. Alguien le entregó la llave de una caja que protegía algo importante. Depositó su confianza en él, y tu padre lo traicionó. Abrió esa cerradura cuando no debería haberlo hecho jamás.
»Tendrás que sufrir las consecuencias de lo que tu padre hizo hasta que te conviertas en adulto. No será fácil. Pero no es eso lo que me preocupa. Tu padre no era malo, sino débil. Y todos llevamos dentro esa debilidad. Tú también. Y cuando te des cuenta de que está ahí, entenderás lo que él hizo. Lo que me inquieta es que los demás presupongan que tú seguirás sus pasos.
Mamoru miró a Gramps a la cara. No pudo ni quiso interrumpir el monólogo del anciano.
—Mi experiencia me dice que existen dos tipos de personas: aquellos que no hacen lo que no quieren aunque se les presente la oportunidad y aquellos que no se rinden hasta que consiguen lo que quieren. Ignoro por cuál de los dos apostaría. Lo que sí te puedo asegurar es que cuando inventas excusas para justificar lo que has hecho o no, estás cometiendo un grave error.
»Mamoru, jamás utilices a tu padre como excusa. Ni se te ocurra. Algún día entenderás de donde viene la debilidad de tu padre y lo triste de sus acciones.
Gramps volvió a tomar a Mamoru de la mano, en esta ocasión, del mismo modo que lo había hecho la primera vez que le enseñó a empuñar las herramientas. Tenía las manos secas y lisas, y sorprendentemente fuertes.
«¿Cuál he de utilizar?». Esa fue la primera pregunta que Mamoru se planteó frente al apartamento de Yoko Sugano. No necesitaba más luz que la fluorescente que manaba de la lámpara del rellano. De todos modos, no había cerradura cuyo interior se pudiese conocer a simple vista.
No obstante, a Mamoru le bastó un solo vistazo para determinar la mala calidad de la cerradura que tenía enfrente. Miró a la izquierda, a la derecha: las puertas de los pisos vecinos llevaban el mismo modelo. Se trataba del mismo cerrojo endeble e incluso menos efectivo que el que se utilizaba para equipar las puertas de las viviendas sociales. El pestillo era la única pieza que se salvaba del conjunto. Aun así, Mamoru sabía que tanto la puerta como el cerrojo tenían sus años. Bastaría con pasar una tarjeta de crédito por la ranura y un buen empujón para abrirla. No era, ni por asomo, el tipo de material que elegiría una joven para sentirse segura en su propia casa. Las cerraduras decían mucho sobre las intenciones del propietario de un inmueble. Mamoru reparó en que la cerradura solo estaba ensamblada con dos remaches pese a que hubiese agujeros para tres.
Las cerraduras de cilindro hacían funcionar el mecanismo de pasador mediante una combinación de pines de distintas dimensiones. Al introducirse la llave correcta en la hendidura cilíndrica, los pines se veían propulsados hacia arriba y, una vez alineados, era posible hacer rotar el tambor que abría la cerradura. Mamoru no había traído consigo el llavero en el que guardaba todas sus llaves, y el corazón le dio un vuelco al darse cuenta de lo mucho que lo necesitaba ahora.
No le quedaba otra que duplicar una. Quizá necesitara regresar y, de ser así, ya no tendría que manipular la cerradura una segunda vez.
Mamoru se apoyó sobre una rodilla y sacó una caja de herramientas del tamaño de un estuche de lápices. La abrió y extrajo una llave en bruto con una única muesca. Gramps le había enseñado a salpicar hollín sobre una llave sin duplicar antes de introducirla en la cerradura, pero Mamoru prefería utilizar la levadura con la que Maki hacía sus pasteles. Sería más fácil distinguir los puntos donde necesitaba hacer las muescas.
Cubrió la llave de polvo blanco y la introdujo con sumo tiento en la cerradura. El mayor problema que podía surgir en un momento como aquel eran los propios latidos de su corazón. Cuanto más nervioso se ponía, más riesgo corría que un mero temblor de manos frustrase todo el trabajo.
Sacó la llave y divisó una fina línea en el polvo. No todos podían distinguir ese detalle; tenías que saber lo que estabas buscando. La línea representaba la silueta de la cerradura. Mamoru sacó una lima, marcó esa línea y comenzó a esculpir la silueta. El éxito residía en tomarse el tiempo necesario, probar las veces que hiciera falta, y asegurarse de que el diseño era perfecto. Para el chico, la cerradura era como la dama que destacaba por sus principios. Hacía falta paciencia y tacto para desarmarla.
Al cuarto intento, Mamoru pudo sentir que las cinco muescas encajaban con la cerradura y, hecho esto, giró la llave muy lentamente. En cuanto lo hizo, oyó que el perno se movía. Le llevó veinte minutos en total.
Guardó la llave en el bolsillo, y sopló con suavidad en el interior de la cerradura. Estaba seguro de que nadie se molestaría en comprobar nada, pero quería borrar cualquier rastro que apuntara al uso de levadura. Entonces, se puso en pie y abrió la puerta.