Sentada en el tren expreso que se dirigía a toda velocidad hacia Tokio, Kazuko Takagi tuvo un sueño. Sintió una tenue palpitación en las sienes y se vio invadida por un tremendo cansancio. Incluso dormida estaba exhausta.
«Kazuko, ¡estoy muerta!», Yoko estaba a su lado. Su expresión era insoportablemente triste. «Pobre Kazuko, ahora te toca a ti. Contigo se cierra el círculo».
«¡Yo no voy a morir!», gritó con todas sus fuerzas Kazuko. Podía ver a Yoko, a Fumie Kato y a Atsuko Mita. Atsuko no tenía cabeza. ¿Cómo era posible entonces que llorara de aquel modo?
«Kazuko, he perdido mi cabeza. ¡Ayúdame a encontrarla! Ayúdame», decía entre sollozos. «Pobre… Pobre Kazuko. La última será la que más sufra de todas…».
Kazuko se despertó con un sobresalto. Le dolía la cabeza y el corazón le latía con mucha fuerza. En el exterior todo estaba a oscuras, y el reflejo de su cara en la ventana se hacía nítido. Echó un vistazo a su reloj. Estaría en Tokio en una hora. Quería regresar a casa, tumbarse en su cama… Quería sentirse a salvo en su apartamento.
«¿Por qué tengo tanto miedo?», se pregunto Kazuko para sus adentros mientras intentaba calmar el ritmo de su respiración. «No me suicidaré. ¡Nunca! No hay motivos para asustarse».
Miró de nuevo el reloj. Echó un vistazo al horario que había comprado en la estación al marcharse de Tokio. De pronto, se dio cuenta de que, sí, había motivos para asustarse.
Se había marchado del velatorio de Yoko con tiempo suficiente como para coger un tren que saliese temprano. No había razón para quedarse allí o en ningún otro sitio por más tiempo, ni aunque fuera eso lo que desease.
Entonces, ¿por qué demonios se encontraba en el último tren que salía para Tokio?
Se retorció las manos.
«¿Qué he estado haciendo durante este lapso de tiempo?».