La ceremonia ya había comenzado cuando Kazuko Takagi llegó a casa de Yoko Sugano. El pueblo era tan pequeño como Yoko lo había descrito. Kazuko siguió las señales enmarcadas en negro que anunciaban un velatorio celebrado por la familia Sugano. Ascendió por una estrecha carretera de montaña hasta culminar en un terreno plano en el que se alzaban tres casas. La de Yoko quedaba más alejada.
El viento soplaba con fuerza. La parte superior de la carpa dispuesta a un lado de la casa para recibir a los dolientes ondeaba con asombrosa violencia a merced de los caprichos del aire.
Una chica que se parecía bastante a Yoko aguardaba sentada y hacía una mecánica reverencia a cada asistente. «Esa debe de ser su hermana pequeña», pensó Kazuko. Sabía que ella también estaba impaciente por irse a vivir a Tokio, pero Yoko había intentado disuadirla alegando que no había nada que pudiera interesarle allí.
Kazuko traía el habitual sobre de dinero que se entregaba junto con las palabras de pesame, pero no lo había firmado con su nombre real. Había tantísima gente que pensó que todo el pueblo estaba allí. Dispusieron el altar y el ataúd en una especie de veranda cuyo suelo quedaba cubierto por tatamis y donde, entre sutras, un sacerdote budista oficiaba la ceremonia fúnebre. El habitáculo estaba dotado de altos ventanales que se alzaban desde el suelo hasta el techo y que fueron abiertos para que los dolientes pudieran prender sus barritas de incienso y ofrecer sus oraciones sin tener que entrar en la casa. Kazuko se puso en la cola, esperó a que llegara su turno y, cuando le tocó acercarse, permaneció a un lado para escuchar al sacerdote. En cuanto empezó a temblar de frío, los vecinos la invitaron a unirse a la hoguera que habían prendido para entrar en calor.
—¿Es usted de Tokio? —preguntó una anciana con la distintiva entonación del dialecto local.
—Sí, he llegado aquí a las dos de la tarde. —Cuando Kazuko salió de la estación, reparó en el ancho río que se extendía ante ella. Quedó hechizada. Caminó durante un buen rato por la carretera que se alzaba en una suave pendiente, cruzó el puente y prosiguió su camino por la orilla hasta adentrarse en el bosque. Tenía la sensación de haberse quitado un peso de encima y podía notar que la tensión que crispaba sus hombros empezaba a disiparse. Cuando vino a darse cuenta, ya eran las cinco de la tarde y el cielo había adoptado un tono oscuro.
—¿Estudiaba con Yoko? —continuó la anciana.
Kazuko asintió mientras se calentaba las manos. La mujer detuvo a una chica que pasaba cargada con una bandeja llena de tazas, tomó dos y dio una a Kazuko. La taza estaba llena hasta el borde de un té suave y bien caliente.
—Yoko tenía la misma edad que mi hija —apuntó la mujer—. Le fue muy bien en el colegio y era una chica preciosa. Los Sugano querían que decidiera libremente su futuro, por eso la mandaron a la universidad.
—Sí… Lo sé.
—Y ahora está muerta. Tantos esfuerzos para nada.
Kazuko, incapaz de encontrar nada qué decir, continuó dando sorbos a su té.
—Tokio es un lugar aterrador.
—Los accidentes de tráfico son muy comunes —dijo Kazuko—. Yoko solo tuvo mala suerte.
La mujer lanzó a Kazuko una mirada inquisitiva, pero ella se concentró en la hoguera, parpadeando cada vez que uno de los leños se quebraba y crepitaba conforme ardía.
«Eso es», se aseguró a sí misma. «Yoko tuvo mala suerte. Dos suicidios y un accidente. Tres muertes, pero ni un solo elemento que los vincule».
La chica que aguardaba bajo la carpa, en la recepción, se puso en pie y se encaminó hacia la entrada de la casa. Kazuko hizo una leve y educada reverencia a la mujer, dejó la taza sobre la bandeja y se dirigió hacia la chica.
—¿Eres la hermana de Yoko?
—Sí. Me llamo Yukiko.
—Vengo de Tokio. Era su amiga.
—Agradecemos que haya hecho un viaje tan largo para asistir al funeral. —Las dos se apartaron a un lado para no interrumpir el progreso de la fila de dolientes. Kazuko se arañó con las ramas de un árbol ya huérfano de hojas.
—¿Cuándo hablaste con tu hermana por última vez? —preguntó.
Yukiko se encogió de hombros.
—La última llamada que recibimos fue hace un par de semanas. ¿Por qué lo pregunta?
—Por nada. —Kazuko intentó fingir que inquirió aquello de forma desinteresada, y esbozó una sonrisa contenida, la única permitida en una celebración de semejante naturaleza—. Ocurrió muy de repente, y hacía mucho que no había hablado con ella. Lo siento tanto…
—Yoko nos dijo que quería regresar a casa —añadió la chica.
—¿A casa?
—Dijo que se encontraba sola. Mamá habló con ella y la convenció para que aguantara allí. Solo le quedaba un año para terminar sus estudios, y las vacaciones de invierno están encima. Mamá le aseguró que iría a visitarla para ver cómo le iban las cosas.
Kazuko recordó que Yoko le había confesado lo asustada que estaba.
—Yoko me dijo que tú también querías irte a vivir a Tokio.
—Quise hacerlo durante un tiempo, pero cambié de opinión.
—¿Por qué?
—Por nada en especial. Tengo un trabajo aquí, y estudiar no entraba en mis planes. Yoko sí quería estudiar inglés y por eso se matriculó en la universidad. —Kazuko tuvo la sensación de que Yukiko estaba resentida—. Y mis padres no tenían dinero suficiente para mandarnos a las dos.
Se oía un constante murmullo y la fragancia del incienso se adueñaba del lugar.
—No puedo creer que muriera así. Qué muerte más estúpida. —Su voz sonó como la de una niña consentida; tenía los ojos llenos de lágrimas.
—De modo que no lo sabes… —dijo Kazuko en un tono apenas audible.
—¿Saber qué?
Kazuko abrió el bolso, sacó un pañuelo y se lo dio a Yukiko.
—Nada. Nada en absoluto.
Kazuko se acercó una vez más para contemplar la fotografía de Yoko y decidió regresar a la estación. «Quiero volver a Tokio».
De repente, se percató del alboroto que venía desde la entrada de la casa. Oyó gritos y el sonido de un impacto. Alguien había caído sobre una de las coronas funerarias, volcándola, y la gente se apresuraba a enderezarla.
—Es la mujer del conductor —dijo Yukiko.
—¿Te refieres al que atropello a Yoko?
—Sí, ha venido con su abogado. Oh, oh, ahí viene papá.
Yukiko echó a correr hacia ellos y Kazuko la siguió.
—¡Váyanse de aquí! ¡Márchense! —vociferaban unas rabiosas voces que se alzaban por encima de las demás. Dos personas salieron a la puerta de la casa. Él vestía un traje oscuro, ella era una mujer rolliza vestida de luto.
—¡Solo queremos expresar nuestras condolencias!
—No puede devolvernos a nuestra hija. ¡Así que, fuera! —Como dando énfasis a esas palabras, algo salió volando e impactó contra la cara de la mujer.
—¡Señora Asano! —El abogado se abalanzó sobre ella para evitar que se desplomara. Kazuko se acercó a ver lo que el padre de Yoko había lanzado. Era un zapato grande y pesado.
La mujer dio un paso hacia atrás mientras se presionaba el pómulo derecho con la mano. Estaba sangrando. Los vecinos se mantuvieron a una prudente distancia, observando la escena. Nadie acudió en su ayuda.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Kazuko.
—Está herida —dijo el hombre que no apartaba la mirada de la cara de la mujer. Parecía estar sufriendo mucho con todo aquello, como si fuese él quien hubiese recibido el proyectil. Kazuko reparó en la brillante insignia que lucía en la solapa; tal y como había dicho Yukiko, era abogado. Entre los dos, la llevaron a un lugar más tranquilo y la sentaron sobre el muro de la casa vecina.
Yoriko Asano, que pretendía quitar gravedad al asunto, hizo un gesto con su mano libre.
—Estoy bien.
—Pues a mí no me lo parece. —El abogado se volvió hacia Kazuko—. Discúlpeme, señorita. ¿Le importaría quedarse con ella hasta que regrese? Voy a llamar a un taxi. La llevaré al médico.
—Sí, desde luego.
El abogado salió disparado en dirección a la estación. Kazuko se sentía incómoda y rezó para que volviera pronto.
—Lo siento —empezó a decir la señora—. Ni siquiera la conozco y se está preocupando por mí. Por favor, márchese, me encuentro bien…
—Yo diría que tiene un buen corte. —Kazuko presionó la herida con el pañuelo que el abogado había dejado.
—¿Conocía a la señorita Sugano? —preguntó la mujer.
—Sí, he venido desde Tokio. Usted es familiar del taxista, ¿verdad?
—Así es. Soy Yoriko, su mujer.
—Debe de estar pasando por un momento difícil.
—Esa es la menor de mis preocupaciones. Ha muerto una chica —declaró Yoriko Asano, cargada de valor.
—Pero sabe que no están dispuestos a aceptar sus disculpas.
—Supongo que no ha sido buena idea aparecer acompañada por ese hombre, el señor Sayama. Es abogado. Yo solo quería hacer lo correcto y actuar con decencia para con la familia de Yoko. Y también quería que escuchasen lo que tengo que decirles.
Kazuko bajó la mirada, algo incómoda por la confianza que Yoriko se estaba tomando.
La mujer se percató del gesto.
—Siento mucho molestarla con todo esto, sobre todo teniendo en cuenta que era usted amiga de la señorita Sugano.
—No se preocupe. Yoko y yo estábamos unidas, aunque no tanto como para dejar de ser objetiva con lo que ha sucedido. —Kazuko no estaba siendo del todo sincera, pero sus palabras parecieron tranquilizar a Yoriko.
—Mi marido asegura que la señorita Sugano se le echó encima. —Kazuko se quedó sin respiración—. Corría tan deprisa que mi esposo tuvo la sensación de que intentaba huir de algo. No pudo esquivarla. Dice que fue… un acto suicida.
—Disculpe, pero…
—¿Sí? —Yoriko se armó de valor para mirar a la chica a los ojos.
—¿Usted confía en su marido?
—Desde luego que sí —repuso Yoriko, casi con tono desafiante—. Él nunca miente. —Un par de focos las deslumbraron; era el señor Sayama que regresaba en taxi. Se precipitó para ayudar a Yoriko a subir al coche, que arrancó con destino a la sala de urgencias del hospital local.
Kazuko se despidió, y a su vez, descendió por la carretera de montaña que conducía hasta la estación. Intentaba poner en orden sus pensamientos. Yoko Sugano había surgido de la nada para lanzarse bajo las ruedas de un coche. Todo había ocurrido tan deprisa que el conductor no tuvo tiempo de dar un brusco viraje y esquivarla. Las palabras de Yoko resonaron en su cabeza. «Estoy asustada. Kazuko ¿te das cuenta de lo que ha ocurrido, verdad? Ninguna de las dos se suicidó. Había alguien más…».
¡No, no es cierto! Kazuko ahogó el recuerdo. ¿Quién iba a hacer algo parecido? ¿Cómo lograr tal cosa? Asesinar a una persona podía ser factible, otra cosa era empujarla al suicidio. ¡Era imposible! Sin embargo…
En la oscura carretera, Kazuko distinguió unos pasos que no eran los suyos. Se volvió sobre sí misma para echar un vistazo a su alrededor. A corta distancia, despuntaba una pequeña silueta humana. La luz de una única farola la iluminaba, desde detrás, por lo que no pudo verle la cara.
—¿La he asustado? —habló la sombra—. Lo siento, no era mi intención.
Kazuko se quedó paralizada sin poder apartar la vista de la presencia que se acercaba.