El día siguiente era sábado, y Mamoru solo tenía clases por la mañana. En cuanto hubo acabado, se dirigió hacia Laurel, unos grandes almacenes que quedaban a solo dos paradas de metro. Trabajaba cada sábado por la tarde y cada domingo en la Sección de Libros, ubicada en la cuarta planta del edificio. Entró por la puerta reservada a los empleados, fichó la hora con su tarjeta azul y se encaminó hacia los vestuarios. El uniforme de la plantilla de la Sección de Libros y Audio era de color naranja. La etiqueta de identificación de Mamoru lucía, además, una línea azul que indicaba su estatus de empleado a media jornada.
Antes de incorporarse a su puesto de trabajo, comprobó su reflejo en el espejo. Laurel era algo puntilloso con el aspecto de sus empleados: nada de calzar sandalias ni de llevar melena, y las mujeres hasta tenían que recogerse el pelo y llevar las uñas cortadas y sin pintar.
Subió la escalera de servicio que conducía hasta la cuarta planta y desembocaba en el almacén. La entrega de la tarde acababa de efectuarse, y los empleados andaban atareados abriendo las cajas y comprobando el contenido.
—¡Eh, Mamoru! —Sato, un compañero suyo, también empleado a media jornada, lo saludó mientras abría una de las cajas con un cúter enorme. Llevaba unos cuantos años trabajando en Laurel y fue él quien enseñó a Mamoru todos los trucos del oficio. Y es que Mamoru se ocupaba de tareas muy variopintas: procesar los albaranes, gestionar los envíos, existencias, entregas y devoluciones. Manipular la mercancía requería una gran fuerza física, de ahí que, de los veinticinco empleados que trabajaban en esa sección, veinte fueran jóvenes y no superasen los treinta años. El resto del equipo lo completaban cuatro mujeres asignadas a las cajas registradoras y el decano de la plantilla, un guarda de seguridad cincuentón que siempre iba vestido de civil.
—Takano dijo que fueras a verlo en cuanto llegases. —Sato entregó su mensaje mientras clasificaba, con suma destreza, los contenidos de las cajas. Desafiando las reglas de la empresa, se había remangado la camisa y alardeaba de unos brazos de un oscuro color tostado. En cuanto Sato lograba ahorrar el dinero suficiente, se marchaba de viaje equipado únicamente con su saco de dormir y mochila, y no regresaba hasta que se quedaba sin blanca.
Hacía un mes que había vuelto de su último viaje. Cuando Mamoru le preguntó dónde había estado esta vez, el chico contestó sin entrar en muchos detalles: «En el desierto de Gobi». Durante sus peculiares escapadas, el resto de empleados especulaba sobre su destino, y les gustaba decir que la superficie de la luna era el único lugar que podían descartar con seguridad. Al menos, de momento.
—¿Y dónde está Takano?
—Pues supongo que en la oficina. Estará preparándose para la reunión mensual. —Sato señaló con la barbilla una puerta escondida al fondo.
Hajime Takano era el jefe de la Sección de Libros, uno entre tantos otros eslabones de una larga cadena. Solo tenía treinta años. Laurel tenía muy en cuenta las habilidades de sus empleados a jornada completa para promocionarlos y, de hecho, no pocos encargados habían acabado los estudios hacía tan solo unos años.
Otro dato interesante sobre la empresa era que, en contraposición a lo que dictaba la norma en Japón, los empleados no se dirigían los unos a los otros con la deferencia que correspondía al lugar que cada uno ocupaba en la jerarquía. El rango del empleado no determinaba el trato que recibía o daba a los demás. Las funciones de cada trabajador quedaban bien detalladas, y la empresa sometía a la plantilla a frecuentes rotaciones, de modo que los rangos cambiaban a menudo. La compañía tachaba de irrelevante, de pérdida de tiempo y energía que los empleados se esforzaran en asimilar las reglas de subordinación entre compañeros. Del mismo modo, la dirección se dio cuenta de que, desde el punto de vista de los negocios, incluso favorecía las relaciones tanto con los clientes como con los proveedores. Ni siquiera se estipulaba el título del puesto en las tarjetas de identificación. La administración de Laurel priorizaba la supervivencia en la encarnizada competición que se libraba en los grandes almacenes, y cualquier cosa que se alejara de este objetivo quedaba eliminada por considerarse un desperdicio de recursos.
Era cierto que ese sistema les quitaba un peso de encima a los empleados. Mamoru llamó a la puerta de la oficina sin necesidad de adoptar ninguna postura de inferioridad o código formal alguno. Takano tenía las manos llenas a rebosar de los informes de ventas que acababa de imprimir, pero su rostro adoptó un semblante inquieto en cuanto Mamoru se presentó ante él.
—Hola. Me he enterado del accidente. ¿Estás bien? ¿Tienes noticias de tu tío? —Mamoru estuvo a punto de entrar en pánico al contemplar la idea de que, como a Maki le había sucedido, su superior lo sometiera a un duro interrogatorio. Takano prosiguió—: Si hay algo que pueda hacer por ti, dímelo. No dudes en pedirte algún día libre.
Una sensación de alivio lo invadió de inmediato, aunque matizado por una pizca de culpa: llevaba trabajando allí seis meses, el tiempo suficiente para saber que Takano se preocupaba por sus empleados.
—En estos momentos, no podemos hacer gran cosa. Un asesor jurídico está llevando el caso, pero gracias por preguntar. —Mamoru se sentó en un taburete y puso a Takano al tanto de lo sucedido.
—Entonces ¿existen dos versiones de la misma historia? —Takano se recostó en la silla, miró al techo y colocó las manos detrás de la cabeza—. ¿No hay modo de averiguar de qué color estaba el semáforo o que hizo aquella mujer?
—Bueno, nosotros creemos a mi tío. No es que le sirva de mucho, pero en fin…
—Y que los médicos del servicio de urgencias oyeran las palabras que pronunció Yoko Sugano antes de morir tampoco jugará a su favor.
—¿Te refieres a «Es horrible, horrible. ¿Cómo ha podido?»?
Takano descruzó las piernas y se incorporó.
—Sí. No me gustaría estar en el pellejo del policía que llegó a la escena. Supongo que tendría que devanarme los sesos para buscar el significado de esas palabras.
—Más bien no tendrías motivos para poner en tela de juicio las últimas palabras de una moribunda.
—Hum. —Takano alzó la barbilla. Era un gesto recurrente cuando le daba vueltas a la cabeza—. Sí, es muy probable que al escucharlas, las interpretara de la forma que a priori parece más lógica.
—¿Qué quieres decir?
—Pues eso, que lo más fácil es pensar que aquella chica culpaba a tu tío, pero puede que se refiriera a otra persona.
—Pero estaba sola cuando sucedió todo.
—Eso no lo sabes. Quizás tuvo una pelea con su novio e iba de camino a casa. Puede que algún viejo verde la acosara. En un barrio tan desértico y oscuro como ese, puede pasar cualquier cosa. Y está claro que algo sucedió… Algo que la empujó a atravesar corriendo la intersección con el resultado que conocemos. De ahí que, a punto de fallecer, gimiera: «Es horrible, ¿cómo ha podido?». Tiene sentido ¿no crees?
—Y es de suponer que quienquiera que fuera tras ella huiría al ver el atropello.
—Correcto. Me pregunto si la policía está investigando las circunstancias en las que se encontraba la víctima antes de que pasara todo esto.
—No he oído nada al respecto. —Mamoru sintió un rayo de esperanza ante esa nueva posibilidad. Entonces, recordó la llamada que recibió la noche anterior—. ¿Sabes? He recibido una llamada extraña de un tipo. —Le contó a Takano que dicho desconocido le dio las gracias por haber quitado de en medio a Yoko Sugano que, según decía, «se lo estaba buscando».
—¿Le has comentado eso al abogado? —Takano frunció sus pobladas cejas.
—Bueno, la verdad es que, hasta ahora, no le he dado mayor importancia.
—Pues tienes que decírselo. Huele mal hasta para tratarse de una broma pesada.
—Pero no sé si merece la pena…
—¿Y por qué no?
—Hay mucha gente por ahí que disfruta haciendo cosas parecidas cuando ocurre una desgracia. Es más de lo mismo, como cuando mi padre desapareció. Llamadas, cartas, todo calumnias. En algunas de esas cartas anónimas, se atrevieron a insinuar que mi padre residía en otro lugar, e incluso adjuntaban lo que resultaron ser direcciones falsas. Y por si fuera poco, la gente empezó a decir que mi padre no había cometido el delito solo, sino que fue otra persona quien concibió y llevó a cabo el plan. Otra mentira más.
Mamoru se encogió de hombros como para quitar hierro al asunto. Le costaba muchísimo hablar de su padre.
—Por esa razón no quiero tomarme demasiado en serio esa llamada.
—Entiendo.
—Aunque, sí. Es posible que hubiese otra persona presente en el lugar de los hechos. Quizás valga la pena comentárselo al abogado.
Takano era una de las pocas personas con las que Mamoru había compartido la historia de su padre. Los menores de edad debían contar con el permiso de sus tutores para trabajar. Cuando Mamoru solicitó un puesto en Laurel, le comentó a Takano que sus padres habían fallecido y que vivía con su tía. Conforme fue conociendo a Takano, empezó a depositar su confianza en él y a considerarlo un amigo, pero aún albergaba sus dudas. ¿Cambiaría de actitud si conociera la verdad sobre Mamoru? Un día, se armó de valor, se preparó para afrontar la decepción y decidió contarle toda la historia. Sin embargo, Takano ni pestañeó.
—Escucha —había sentenciado—. Si es que estás considerando la idea de buscar a tu padre para que te inicie en las artes de la malversación, quizás debiera preocuparme. Claro que, en ese caso —y se echó a reír—, ¡yo también quiero mi parte!
En cuanto Mamoru empezó su turno, reparó en un cambio visible en la decoración del departamento. Se trataba de un imponente monitor de unos dos metros de alto por dos de ancho. La pantalla gigante, en la que ahora se proyectaban imágenes de un bosque teñido de colores otoñales, quedaba colocada frente a la escalera mecánica para captar de inmediato la atención de los clientes.
—Es una pasada, ¿verdad? Lo llaman «el último arma comercial» —dijo a Mamoru una de las chicas de la caja registradora al ver que este permanecía boquiabierto ante el aparato—. Está aquí desde el lunes.
—¿Es lo que se conoce como «vídeo ambiental»?
—Me imagino que sí. Lo cierto es que queda mejor que las hojas de plástico pegadas a la pared. Y el caso es que a los clientes les gusta. Otra cosa es la inversión que supone… Dicen que es carísima.
—¿Hay una en cada planta?
—Por supuesto. Un técnico las supervisa desde una sala de control. A los jefes les ha costado decidir el lugar donde iban a colocarla pero, mira tú por dónde, al final han decidido levantar un muro en el vestuario de mujeres e instalarla allí.
—Andémonos con ojo, ¡quizás el Gran Hermano esté detrás de todo esto! —Sato, ceñudo, emergió desde un pasillo donde había estado colocando las estanterías.
Mamoru y la chica intercambiaron una mirada. «Oh, oh. Ya está con la misma canción». A Sato le gustaba casi tanto la ciencia ficción como vagar alrededor del mundo. Y nadie ignoraba que 1984, de George Orwell, era su novela favorita.
—Reíros si queréis, pero están utilizando esos vídeos para vigilarnos. Esas bonitas imágenes no son sino camuflaje.
—¡Pero si la semana pasada nos advertiste que llevásemos cuidado con lo que decíamos sobre los jefes porque, según tú, los lavabos estaban repletos de micrófonos! —replicó la chica.
—¿Y acaso me equivocaba? Los encargados sabían perfectamente quién de las chicas había planeado ratear unas chocolatinas para el Día de San Valentín.
—¡No me digas! Todo el mundo pagó sus chocolatinas. Tú también, si estoy en lo cierto.
—He dicho «ratear».
—¿Y quién fue? —preguntó la cajera, inclinándose hacia adelante.
—Ve a preguntárselo a los encargados.
Mamoru pasó junto al monitor y echó un vistazo. Ningún interruptor ni panel de control quedaba visible. No se trataba más que de una pantalla gigante que, en ese preciso instante, mostraba a turistas recogiendo castañas. En la esquina inferior izquierda, Mamoru divisó las iniciales M y A unidas en un logo. Creyó reconocerlas de algún otro sitio, pero no podía recordar de dónde.
—Y ya que están proyectando vídeos, ¿por qué no nos dejan ver 2001: Una odisea en el espacio o alguna película interesante? —refunfuñó Sato.
—¿Estás de coña? —rio Mamoru—. Los clientes se quedarían dormidos antes de comprar ningún artículo.
—¡Kusaka, tienes visita! —Mamoru se volvió sobre sí mismo y encontró a Yoichi Miyashita, un compañero de clase.
El chico parecía incómodo. Cerraba y abría los puños convulsivamente, nervioso, como si intentara armarse de valor para decir algo. Se lo veía pálido y frágil, y tenía la piel clara y ese tipo de complexión delgada que tanto gustaba a las chicas.
Mamoru apenas lo había visto hablar con nadie a la salida del instituto. Sus notas rozaban la media y solía faltar a clase. Todos sabían que Miura y sus matones tenían algo que ver con su absentismo.
—Eh ¿has venido a comprar algo? —Yoichi aparentaba tal inquietud que Mamoru deseó que Anego estuviese allí para romper el hielo—. La Sección de Arte está por allí… —El chico sabía que Yoichi era miembro del club de arte, y lo había visto leyendo la revista Arte Moderno. Una publicación especializada en la que Mamoru no hubiese reparado de no ser porque trabajaba en la Sección de Libros.
Una vez miró la revista por encima del hombro de Yoichi. Este observaba un cuadro en el que aparecían figuras sin rostro y de sexo indeterminado que se hallaban ante lo que parecía una especie de coliseo.
—¿Qué es eso? —inquirió.
A Yoichi se le iluminó la mirada.
—Las musas inquietantes, de Giorgio de Chirico. Es mi cuadro favorito.
Musas… Ahora que lo mencionaba, Mamoru se fijó en que las figuras llevaban togas. El título de la página señalada apuntaba a una muestra de la obra de Chirico en Osaka.
—Van a celebrar una exposición suya en la que han reunido numerosas obras repartidas por todo el mundo.
—Las mujeres pintan cuadros demasiado complicados —masculló Mamoru.
Yoichi, que se había dado cuenta de que su interlocutor confundía el apellido «Chirico» con el nombre japonés «Kiriko», estalló en carcajadas[4]. Aquello sorprendió a Mamoru que nunca lo había visto sonreír siquiera.
—¡No es japonesa! Es un maestro italiano. Todo un vanguardista del surrealismo.
Yoichi empezó a charlar sobre Chirico como otro lo hubiese hecho de su estrella de rock favorita. Tras aquel encuentro, Yoichi y Mamoru se hicieron amigos, aunque Mamoru no compartía la pasión por el arte de su compañero. Estaba seguro de que Miura odiaba a Yoichi solo porque manifestaba abiertamente su amor por unas obras que otros eran incapaces de apreciar.
—Entonces, ¿qué pasa? ¿Quieres que hablemos? —inquirió Mamoru—. ¿Se trata otra vez de Miura? —Él sabía que el abusón aprovechaba cada oportunidad que se le brindaba para meterse con Yoichi por su delgadez y su aire distraído. Y por supuesto, al profesor Incompetente le traía sin cuidado.
—No, no tiene nada que ver con eso —negó Yoichi en el acto—. Pasaba por la zona y me acordé de que trabajabas aquí, de modo que he venido a hacerte una visita.
Mamoru se sintió tan sorprendido como agradado. Siempre supuso que Yoichi era de los que cambiaban de acera cuando se cruzaban con algún conocido, sin importar la relación que los uniese.
—Acabo en media hora. Si no te importa esperar, podemos dar una vuelta después.
—Hum… —Yoichi empezó a balancearse sin apartar la vista del suelo—. En realidad, he venido porque…
—¡Disculpe! —Un cliente reclamaba la atención de Mamoru—. ¿Tiene el segundo tomo de esta novela?
—Mira, estás liado. Hablaremos más tarde —concluyó acuciado Yoichi y, sin esperar respuesta alguna, se apresuró hacia la escalera mecánica.
—¡Disculpe! —El cliente insistía. Aún intrigado por lo que Yoichi quería comentarle, Mamoru se encaminó aprisa hacia la sección de novela romántica para buscar el libro.