—Pero ¿qué es esto? ¿Se puede ser más imbécil?

Una vez acabó la primera clase, una de las compañeras de clase de Mamoru, una alegre chica que respondía al nombre de Anego[3], arrancó el insultante papel del tablón. Conforme lo estrujaba y tiraba a la papelera, lanzó una mirada de soslayo a Miura. El chico hizo caso omiso y siguió charlando con sus amigos que se apostaban contra las repisas de las ventanas.

La relación entre Mamoru y Miura empezó con muy mal pie nada más arrancar el año lectivo. Por más que el detonante de la discordia consistiera en un asunto bastante trivial, Mamoru se arrepentía de no haberse quedado al margen en su momento. Tenía que ver con cierta chica de la clase contigua cuya deslumbrante belleza era reconocida por todo el instituto. Mamoru se había cruzado una vez con ella y pudo comprobar con sus propios ojos que su reputación le hacía justicia.

Todo empezó un día de finales de abril, después de las clases. La chica había extraviado su cartera y no lograba encontrarla. Cuando tales casos se daban, el alumno debía dar parte al bedel y marcharse a casa. Dado que la cartera perdida contenía las llaves tanto de su taquilla como de su bicicleta, la joven decidió regresar a casa andando y traer una llave de repuesto al día siguiente. En ese preciso instante, Miura y su pandilla pasaron por allí. El chico se empeñó en llevarla a casa en su motocicleta.

Pero resultaba que aquella chica no era de las que se montaban en una moto sin pensárselo dos veces. Al contrario, era más bien tímida, obediente y responsable; el tipo de chica que prefería montar en bicicleta e ir al cine —siempre que tuviera el permiso de sus padres, eso sí— a pasear en moto o salir por discotecas. No resultó extraño, pues, que visiblemente asustada, declinara la oferta. Miura, que no estaba dispuesto a recibir un no como respuesta, la exhortó a que lo esperara allí mismo mientras iba a buscar su moto; dicho lo cual, se marchó apresurado, con una sonrisa triunfal en la cara.

Mamoru había presenciado parte de la escena, y se percató de que la chica se había quedado petrificada y estaba a punto de echarse a llorar. Temía las represalias del chico si lo dejaba plantado. Mamoru, por su parte, se ofreció a abrir el candado de la bicicleta de la joven. Así, ella podría fingir haber encontrado su cartera y escabullirse de allí.

—¿De verdad puedes hacerlo? —preguntó la chica cargada de esperanzas.

—Bueno, creo que los candados de las bicicletas son bastante endebles —respondió él con aire inocente para no aparentar ser un profesional del hurto. Cuando Miura volvió, quedó en evidencia delante de todos al encontrar a la chica acomodada en su sillín y lista para partir.

Mamoru desconocía quién podría haberle delatado y, en realidad, poco le importaba. Sin embargo, bastaron un par de días para que el rumor del incidente se extendiera como un reguero de pólvora por la clase. Lo cierto era que Miura ya no lo miraba sino con un destello diabólico en los ojos, o eso le parecía. Al cabo de dos semanas, cuando los alumnos rellenaban las fichas con sus datos personales, alguien vio que el apellido de Mamoru no coincidía con el de sus tutores legales. El rumor se extendió. Miura no iba a desaprovechar el hallazgo y empezó a urdir un plan para vengarse de su rival. En menos de una semana, había conseguido destapar la historia de Toshio Kusaka y propagado la infamia. Mamoru quedó asqueado por la retorcida energía que el chivato derrochaba en su innoble empresa.

Una mañana, al llegar a clase, encontró el viejo refrán «De casta le viene al galgo» garabateado en la superficie de su pupitre. Mamoru había anticipado una sucia jugada como aquella e incluso estuvo preparándose para encararla lo mejor posible. Fue en vano: se quedó de piedra al encontrar semejante abyección ante sus ojos.

En aquella ocasión, la ingeniosa Anego lo sacó del apuro al avisar al conserje del colegio y hacerse con un frasco de aguarrás. Mamoru se enteró de que el verdadero nombre de su bienhechora era Saori Tokida.

—Puedes llamarme Anego, como los demás. ¡Después de todo, mis padres me pusieron el nombre sin ni siquiera consultarme! —rio ante su propio comentario.

En cuanto Anego retiró el recorte de prensa del tablón, se acercó a Mamoru y se desplomó sobre la silla que quedaba a su lado. Una sombría expresión oscureció su fino rostro salpicado de pecas.

—Lo he visto en el periódico de la mañana. Debe de haber sido horrible. —Esas simples palabras de preocupación actuaron como un bálsamo en el corazón herido de Mamoru. Ambos guardaron silencio durante un instante—. Pero fue un accidente —añadió Anego con tono tranquilizador, al cabo de un rato—. Solo fue un accidente.

Mamoru asintió, agradecido, y desvió la mirada hacia la ventana.