La mañana de la familia Asano, como no podía ser de otra forma, se vio marcada por el mismo titular. Ni Mamoru ni Maki habían podido conciliar el sueño en toda la noche. Nada más colgar el auricular, Yoriko se dirigió sin demora a la comisaría de policía y no regresó hasta el amanecer. Su expresión era pálida, parecía agotada.

—¡No me dejaron verlo! Alegaron que no eran horas de visita. Eso no es excusa.

Era tal el temblor de sus manos, que dos pares más tuvieron que intervenir para conseguir desplegar el periódico.

—Aquí está. Debe de ser este. —Maki aún intentaba convencerse de que el incidente no había tenido lugar. A Mamoru también le costaba asimilar lo sucedido. Sin embargo, los hechos reflejados ante sus ojos no dejaban lugar a dudas. Era real. La llamada recibida a medianoche no era fruto de una pesadilla.

Mamoru se vio invadido por una sensación muy extraña al leer el nombre de «Taizo Asano» en el periódico. Fue como descubrir una fotografía suya que ignoraba que le habían tomado. Al reparar en su nombre y apellido, no pudo afirmar con certeza que se trataba de su tío. Tal vez el protagonista de tal desgracia fuera otro Taizo Asano. Tal vez su tío apareciese por la puerta en cualquier momento.

—Qué crueldad —dijo Yoriko mientras plegaba el diario.

El desayuno quedó marcado por un silencio sepulcral. Maki no tenía mucho apetito, pero permaneció sentada a la mesa con una toalla húmeda y fría contra la cara, en un intento por reducir la hinchazón de sus ojos tras una noche de lágrimas.

—Tienes que comer algo —le instó Yoriko.

—No importa, no voy a trabajar hoy.

—¡No puedes hacer eso! Me dijiste que estabais hasta arriba de trabajo. Además, ¿no has agotado ya todos tus días de vacaciones?

—¿Cómo puedes hablar así? —Maki alzó la mirada y repuso con tono enfadado—: ¿A quién le importan las vacaciones o el trabajo? ¡Han arrestado a papá! ¿Qué se supone que tengo que hacer?

—No hay nada que puedas hacer por él estando aquí.

—¡Mamá!

—Escúchame. —Yoriko soltó los palillos, apoyó sus rechonchos codos en la mesa y se inclinó hacia su hija—. Solo porque haya habido un accidente, no significa que tu padre sea culpable de nada. Está en comisaría, pero es posible que lo suelten hoy mismo. Yo confío en él. Ahora tranquilízate y ve a trabajar. —Suavizó la expresión de su cara, como si intentara reconfortar a Maki—. Si te quedas en casa, estarás todo el día ahí, angustiada. No solucionará nada en absoluto.

—Tía Yoriko, ¿y tú qué vas a hacer hoy? —intervino Mamoru.

—Iré a ver al antiguo jefe de tu tío y le pediré que contacte con el señor Sayama de nuestra parte. Es abogado, y quiero que me acompañe a comisaría. Me gustaría llevarle algo de comer y también una muda. De hecho, me dijeron que también podía proporcionarle algo de cambio para las máquinas expendedoras. Tengo que comprarle ropa interior nueva, pero me advirtieron que cortara las etiquetas y me asegurase de que no quedaba ningún cordoncito suelto…

Yoriko hablaba distraída, casi para sus adentros, hasta que se dio cuenta de que Maki y Mamoru estaban presentes. Se apresuró a recobrar el control.

—Volveré después al despacho del señor Sayama para escuchar lo que tiene que decir sobre todo este asunto.

Taizo estuvo muchos años trabajando con Tokai Taxi antes de ponerse por su cuenta. Su antiguo jefe era el señor Satomi, y Sayama, el asesor jurídico de la compañía.

Maki se levantó de la mesa a regañadientes. Echó un vistazo al reloj antes de marcharse a su habitación.

—Y ponte algo de maquillaje ¿quieres? —gritó Yoriko tras ella—. Si vas con esa cara, romperás todos los espejos con los que te cruces.

Como de costumbre, Maki y Mamoru se marcharon juntos.

—¿Te importaría llevarme a la estación? —preguntó Maki, señalando el portaequipajes de la bicicleta de Mamoru—. No quiero tomar el autobús con esta pinta.

Mamoru esperó a que su prima se acomodara en la bicicleta y le rodeara la cintura con el brazo. Al cabo de unos minutos, Maki dio voz a sus pensamientos:

—Me pregunto si darán a papá algo para desayunar.

Mamoru procuró dar una respuesta que no provocara el llanto de su prima y le estropeara el maquillaje.

—Por supuesto que sí. La policía lo tratará bien.

—¿Aunque lo hayan arrestado?

—Fue un accidente —apuntó su primo, con tono optimista—. Además, el tío Taizo tiene una hoja de servicio impecable, cuenta en su haber con todos esos premios por conducción modélica. La policía debe de estar al tanto de ese detalle. Todo irá bien, ya lo verás.

—No estoy tan segura… —Maki se rascó la cabeza, y el movimiento desequilibró la bicicleta de Mamoru, haciéndola tambalear—. Ya sabes que a mi padre no le gusta el donburi[1] y es lo único que sirven en las dependencias de la policía.

—Ves demasiado la tele. Encargarán el desayuno a algún restaurante que abra temprano.

—Quizás le den algo de arroz y sopa de miso. —Maki estaba absorta en las imágenes culinarias que invadían su mente—. En realidad, me da igual lo que coma, solo espero que esté caliente.

Mamoru había pensado lo mismo. Era una mañana muy fría, de esas que dejaban entrever que el invierno relevaba con sigilo al otoño. Dejó a Maki en la estación.

—¡No llores en el trabajo! —le advirtió con afecto.

—Lo sé, lo sé.

—Pero si ves a tu novio, no tienes por qué fingir que no estás triste. Deja que te consuele.

—¿Te refieres a Maekawa? —Maki era incapaz de guardar un secreto y ya había comentado a la familia que estaba saliendo con un compañero suyo de la oficina. Mamoru había hablado con él por teléfono en una ocasión, cuando el joven llamó preguntando por su prima.

—Sí, seguro que es un tipo de fiar. Eso me pareció cuando lo tuve al otro lado del teléfono.

Por fin, se las arregló para arrancar una sonrisa a su prima que, acto seguido, se apartó el pelo de los hombros. Mamoru se marchó en su bicicleta. Antes de doblar la esquina, se volvió y le dijo adiós con la mano. Maki, que aún lo observaba, le devolvió el gesto.

Mamoru asistía a un instituto público que quedaba a veinte minutos en bicicleta desde la casa de los Asano. El centro escolar solo llevaba dos años abierto y estaba equipado con un sistema de calefacción y de aire acondicionado de lo más moderno. Los jardines que, en perfecta armonía con los edificios blancos, se extendían frente al complejo estaban muy bien cuidados.

El aparcamiento para vehículos de dos ruedas estaba situado detrás de la cafetería, y se podía llegar hasta allí sin tener que reducir la velocidad. Cuando Mamoru aparcó, no había nadie más por la zona. No recibió otra bienvenida que la de tres fregonas que se secaban al sol en uno de los balcones.

Más animado de lo que había estado en casa, subió la escalera hacia su clase, el aula 1-A, y abrió la puerta. Sin embargo, aquella sensación de mejora no tardaría en evaporarse.

«¡Otra vez no!», se horrorizó Mamoru.

Junto a la puerta, había un tablón de corcho en el que destacaba, bien colocado y sujeto con chinchetas, la noticia que informaba del accidente en el que su tío estaba involucrado. Y, en la pizarra contigua, escrita con tiza roja y caligrafía basta, la palabra «¡ASESINO!» junto con una flecha que apuntaba hacia el trocito de papel.

Gente así abundaba adonde quiera que fuese. El chico intentó controlar la creciente sensación de rabia que le invadía. Los tipos que disfrutaban con la desgracia ajena eran como las cucarachas, tanto daba deshacerse de ellas, siempre habría cientos dispuestas a ocupar su lugar.

Mamoru pudo sentir el rencor contra quien fuera que hubiese invertido su tiempo y energía en resaltar lo que, en realidad, no era más que una breve noticia de relleno. El graciosillo se había tomado la molestia de hacer el siguiente montaje: recortar el artículo línea por línea; pegar los recortes dejando el interlineado necesario para ocupar todo el espacio; y subrayar el nombre y apellido del tío de Mamoru.

Lo mismo sucedió en Hirakawa cuando el delito cometido por su padre salió a la luz. A diferencia de la gran ciudad, los casos criminales eran poco frecuentes allí y ocurrían de forma muy esporádica. Y en lugares tan tranquilos, el menor escándalo cobraba demasiada importancia y dejaba estigmas que el tiempo difícilmente borraría. De hecho, Mamoru se convirtió en objeto de todo tipo de rumores y calumnias hasta que su madre falleció y él se marchó de la ciudad. Era conocido como «el retoño del canalla Toshio Kusaka». De ahí que la sorpresa que acababa de llevarse en el aula resultara tan amarga, no tanto por el acto en sí, sino porque estaba a punto de sufrir la misma pesadilla. Y Mamoru se hacía una idea muy clara de quién podía estar detrás de todo aquello.

Las escuelas públicas eran bastante permisivas en materia de puntualidad. Era como si dieran por sentado que, inevitablemente, una determinada cuota del alumnado llegaría tarde a clase cada día. Kunihiko Miura era aficionado a esta práctica y, de hecho, no apareció en clase hasta poco antes de que sonara el timbre que anunciaba el fin de la misma. Abrió la puerta que quedaba al fondo del aula, entró a paso lento y se tomó su tiempo para elegir un pupitre en el que sentarse.

Mamoru no se volvió para mirarlo, pero sabía que Miura lo observaba. Era alto, atlético, el típico chico que se detenía frente a cada escaparate para comprobar que llevaba bien el pelo. Conducía una moto, una 400cc, sobre la que alardeaba de pasear una chica nueva cada mes aproximadamente. Incapaz de ignorar los ojos que se le clavaban en la espalda, Mamoru se dio la vuelta. En cuanto sus miradas se encontraron, Miura esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Otros holgazanes que se acomodaban al fondo de la clase rieron con disimulo.

Había sido Miura. De eso no cabía la menor duda.

Miura y sus amigos tenían la edad mental de unos niños de diez. «Igual que los chicos de Hirakawa», reflexionó Mamoru.

—¡Miura, elija de una vez su asiento! —increpó el profesor, plantado frente a la pizarra, que gesticulaba con el libro de inglés en la mano.

Se trataba del tutor de la clase. A Mamoru le consternaba que hubiesen asignado al señor Nozaki, más conocido entre los alumnos por el apodo de señor Nonashi[2]. Ese hombre era incapaz de imponer su autoridad. De hecho, al entrar en el aula, se contentó con dedicar un leve vistazo a las acusaciones formuladas en la pizarra y, sin pedir cuentas a nadie, las borró y abrió su libro.

Sin alterar lo más mínimo la expresión de indiferencia de la cara, el señor Nonashi, añadió:

—¡Kusaka, mantenga la vista al frente!

Y a aquello le siguieron más risitas desde la parte trasera del aula.