Hacía frío en el castillo de Paterno. Levantada cerca de Catania, esa torre negra de ojos gigantescos ávidos de luz, mitad fortaleza y mitad palacio, bullía de actividad por la presencia entre sus muros del dueño y señor de la plaza. Las cocinas y el horno de pan, situados dentro del recinto amurallado aunque en el exterior del edificio, trabajaban noche y día para abastecer a tanta gente como era preciso alimentar. El cuerpo de guardia, que ocupaba toda la primera planta, había sido reforzado con la élite de los sarracenos de Lucera, cuyos rezos monocordes rompían con puntualidad impecable el silencio de la noche. Un aire indefinible, viciado, impregnaba el lugar.
Sentado junto a una chimenea que los criados cebaban constantemente con leña seca, el emperador se acurrucaba en una capa de piel de armiño que no lograba calentar sus huesos. A sus espaldas, invisible aunque cercano, un lacayo encargado de traerle y llevarse el orinal acudía a sus llamadas cada vez más frecuentes, pues la disentería le roía las entrañas y había convertido sus deposiciones en un torrente constante de líquido cuyo hedor apestaba la habitación.
Sí, hacía un frío más intenso del habitual en ese otoño inclemente. Faltaban un par de semanas para que celebrara su quincuagésimo sexto cumpleaños, pero Federico intuía que no vería la luz de ese día. La hora de su comparecencia ante el Creador estaba, lo sabía, muy cercana. Más de lo que habría querido, toda vez que ese lugar amado y sus alrededores le recordaban dolorosamente lo mucho que iba a perder al abandonar este mundo.
La amplia estancia del segundo piso en la que trataba de aferrarse a esos últimos destellos de vida parecía concebida, por su belleza, para dificultarle aún más el trance. Frente a él, un enorme mural pintado al fresco le representaba en todo el apogeo de su gloria, sentado en su trono dorado y rodeado de los nobles integrantes de su corte. A su izquierda, cuatro grandes ventanales en forma de arco de ojiva se asomaban a la montaña de fuego en la que el rey siempre había visto una metáfora perfecta de sí mismo. Un gigante de corazón ardiente y carácter explosivo, poderoso, imprevisible, único.
¡Cuánto iba a echar de menos esa cima nevada y sin embargo humeante, cuya figura imponente encarnaba el orgullo de Sicilia; los bosques dónde solía cazar ayudado por sus halcones, la batalla, que aceleraba el latido de su corazón, y por supuesto a las mujeres, como esa jovencísima Renata con la que había compartido sus últimos lances amorosos!
—Acércate, Manfredi —llamó al único de sus hijos que estaba presente—. Tengo que hablar contigo.
—Aquí estoy, señor —acudió este a toda prisa.
El bastardo amaba profundamente a ese hombre que le había regalado más tiempo, cercanía y amor que a cualquiera de sus vástagos legítimos. Se sentía en deuda con él. Había aceptado sin rechistar de sus manos una esposa escogida en función de los intereses del reino, princesa de la Casa de Saboya, y haría cualquier cosa que le pidiese, poniendo su mejor empeño.
Su padre estaba convencido de ello, por lo que le dijo en voz queda:
—Haz venir al notario. Quiero dictar testamento ahora que todavía conservo la lucidez. Tú serás mi principal testigo y albacea.
—Pensad mejor en curaros, majestad —respondió él, besándole la mano.
—¡Obedece! —se enojó el emperador—. No tengo tiempo que perder.
—Perdonadme —se sometió el joven, más por cariño que por temor—. Ahora mismo le llamo.
Al cabo de unos minutos dictaba el soberano sus últimas voluntades en presencia de sus más estrechos colaboradores, entre los que Braira ocupaba un discreto segundo plano.
—El objetivo principal de toda mi existencia ha sido preservar para mi estirpe la herencia de mis antepasados —proclamó solemnemente—. Por eso nombro heredero a los tronos germánico, de Italia y de Sicilia a mi primogénito vivo, Conrado. A su hermano Enrique, habido con la difunta Isabel de Inglaterra, lego Jerusalén, para cuya reconquista recibirá la suma de cien mil onzas de oro.
Manfredi, incapaz de ocultar su decepción, le miraba entristecido.
—No me olvido de ti —le tranquilizó su progenitor con un amago de sonrisa—. Mientras Conrado esté en Germania, tú ejercerás la regencia en nuestra querida isla. No te será fácil, pues esta es tierra de enfrentamientos enconados que enseguida llaman a desenvainar aceros, pero sé que te harás con las riendas del reino. Lo llevas en la sangre tanto como yo. Sicilia corre por tus venas igual que por las mías. ¡No dejes que nos la arrebaten! —le exhortó, agarrándole el brazo con dedos temblorosos.
—En mis manos está segura —respondió Manfredi, esforzándose por contener el llanto—. Respondo de ella con mi vida.
—Una cosa más —añadió el enfermo, cuya agonía trataba en vano de dulcificar su médico de cabecera administrándole pócimas inútiles—. Es mi voluntad que tras mi muerte se le restituyan a la Iglesia todos los bienes de los que me incauté a lo largo de estos años, sean reducidos los impuestos que gravan a mis pobres súbditos y se decrete una amnistía general para los delitos menores. ¡Ojalá logre de ese modo reparar tanto daño como hice!
Braira contemplaba la escena con una extraña mezcla de sentimientos encontrados. Por una parte compadecía al anciano que estaba a punto de encontrarse con el Juez Supremo, despojado de todos esos atributos de poder a los que se había aferrado con uñas y dientes. Por la otra, estaba segura de que esa humanización repentina no era fruto de un verdadero arrepentimiento, sino del temor al infierno que le atenazaba el alma dada su condición de excomulgado.
Viéndolo tan desvalido y sabiéndose ella misma cercana a alcanzar el mismo punto de destino, con similares tormentos de conciencia dada su condición de hereje, no era capaz de experimentar rencor, a pesar de las muchas ofensas que le había infligido ese hombre. Pero tampoco iba a lamentar su muerte. Ya se había encargado él con su comportamiento de privarla de ese dolor. No, no lloraría por su rey. Bien sabía Dios que no lo haría.
Federico de Hohenstaufen y Altavilla había sido en sus últimos años un tirano. Un autócrata rodeado de aduladores y cortesanos que alimentaban su egolatría con el fin de obtener sus favores, alejándole cada vez más de la realidad y la aceptación de sus propias limitaciones. Eso había ido transformando su ambición en descarnado apetito de poder, su grandeza en fatuidad, su majestad en despotismo, su valentía en temeridad, hasta condenarle a ese aislamiento absoluto que nace de la absoluta arrogancia. Y Braira había asistido impotente a esa mutación odiosa.
Por las cunetas de ese camino tortuoso se habían quedado abandonadas personas tan valiosas como Gualtiero, cuya lealtad callada fue desde el primer día un recorrido en una única dirección, ya que su rey la daba por descontada; la desdichada Yolanda, víctima de sus intrigas; Bianca Lancia, cuyo lecho había dejado de visitar su amante después de su tercer embarazo. Y a tantos otros.
¿Cómo explicaría su conducta al ser interrogado por el Altísimo? —se preguntaba la cátara viéndole a punto de sucumbir a la enfermedad—. ¿Sería capaz de agachar la testuz él, que jamás había retrocedido ante nadie ni ante nada?
Las mismas dudas atroces atormentaban al emperador.
Federico estaba pálido. Tenía frío. Pidió un brasero, que inmediatamente fue colocado a sus pies, bien cebado de carbón vegetal, aunque siguió temblando, también de miedo.
—Que venga Berardo, mi confesor —ordenó.
—Os escucho, majestad —respondió el obispo de Palermo, que se hallaba a su lado aunque fuera del alcance de su vista.
—¿Habrá salvación para mí? —inquirió angustiado el moribundo.
—Siempre la hay, cuando el propósito de enmienda es sincero.
—¿Incluso estando excomulgado?
—Confiad en la misericordia divina.
—No me perdono la muerte de mi primogénito —le reveló al prelado, mostrando ante él una debilidad que en otras circunstancias no se habría permitido ni loco—. Su espíritu y el de su madre me persiguen en sueños abrumándome con sus reproches.
—Es vuestra mente la que os atormenta. Ellos descansan en la paz de Dios.
—¿Estáis seguro?
—Completamente. Nuestra fe nos enseña a practicar la caridad, empezando por nosotros mismos.
—Esa no ha sido una de mis virtudes —reconoció el soberano.
—Habéis practicado otras.
—Juradme que seré enterrado en la catedral de mi capital, al lado de mis padres y de la única esposa a la que amé de verdad.
—Os lo prometo.
Tras un silencio tan largo que el galeno se acercó a tomarle el pulso y comprobar si aún respiraba, el emperador, sin abrir los ojos agotados, continuó hablando:
—Me habría gustado no tener que librar una interminable batalla contra el papa; encontrar otras formas de defender lo que siempre consideré el legítimo interés del Imperio. Ahora que me dispongo a enfrentarme desnudo al Juez de Jueces…
—Arrepentíos y Él os acogerá en sus brazos.
—He pecado tanto… —su voz se apagaba.
—Si vuestra contrición es sincera —le tranquilizó el obispo, santiguándole—, yo os absuelvo, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
Expiró un 13 de diciembre de 1250, mientras una lluvia helada bañaba los campos.
Manfredi escribió a Conrado: «El sol de la justicia se ha puesto. El artífice de la paz ha expirado». Y Braira entendió que aquello no era una figura lírica, sino un acertado diagnóstico sobre lo que aguardaba a Sicilia en el futuro inmediato. Muerto el monarca, se desatarían luchas feroces por apropiarse de su legado. Guerras que desangrarían al reino y pondrían su vida en grave peligro, dado que su protector acababa de exhalar el último aliento.
Desde el episodio de la ordalía, e incluso antes, muchos miembros de la nobleza palaciega sentían hacia ella un rechazo que no se molestaban en disimular, salvo en presencia del emperador. Despertaba envidias y recelo a partes iguales. Los supersticiosos, que eran abundantes, la rehuían atemorizados. Muchos la consideraban una bruja, otros una hereje y los más una arribista que había escalado hasta la cima embaucando a su señor. Sin su amparo, todos ellos se le echarían encima como una manada de lobos.
Era tiempo de marchar. De escapar nuevamente de las fauces hambrientas de la guerra. Pero ¿adónde?
Desaparecido su hogar en Fanjau y, con él la patria de su infancia, le quedaba la amistad de Inés. Su relación había sido breve, aunque de tal intensidad que estaba segura de ser recibida con los brazos abiertos sin tener que contestar a preguntas incómodas. No en vano durante aquellos días inolvidables de Jerusalén le había ofrecido ella su casa sinceramente, desde ese lugar resguardado que únicamente algunos privilegiados logran alcanzar al descubrir en otro ser humano un espacio en el que refugiarse.
Las personas que conocemos a lo largo de la vida, había descubierto a esas alturas Braira, van tornándose fantasmas sin cuerpo ni forma definida. Suspiros inconcretos de un pasado muerto, al que sólo algunos escogidos escapan conservando sus rasgos intactos como prueba de que un día llegaron a tocarnos el alma. E Inés era el paradigma de esa constatación. Una excepción a la regla en la memoria de Braira, que jamás había difuminado sus perfiles.
Aunque durante el breve tiempo que compartieron juntas no llegó a percatarse plenamente de lo que aquella mujer representaba para ella, ahora se daba cuenta de que su sonrisa desoladora y sin embargo franca, o sus ojos increíblemente vivos, que escapaban altivos al encierro del velo y se empeñaban en desafiar al resto de su rostro torturado, habían quedado grabados en su retina y actuaban como un bálsamo para su espíritu. Una tabla de salvación a la que se aferraría con todas sus fuerzas.
Inés era un regalo de la Luna, libertadora de desgarros ocultos a través del olvido. Un don que había llegado en el momento equivocado, pues la estrella que guiaba los pasos de Braira en aquel entonces era el Sol; astro demasiado ambicioso como para compartir su luz.
Ahora las tornas eran otras.
Iría por tanto al encuentro de su hermana de Barbastro, en esa tierra de acogida que siempre había sido Aragón. Pagaría su hospitalidad, su consuelo y compañía con la misma valiosa moneda: el amor gratuito de una amiga que nada espera ni exige. Las dos curarían con afecto sus respectivas cicatrices, pues las de Braira, con ser invisibles, no eran menos profundas ni dolorosas que las de Inés. Gozarían juntas de las cosas sencillas. ¿No era esa la receta de felicidad que ella misma se había dado después de contemplar, inerme, a la devastación de Occitania?
Embarcó a mediados de enero desde el puerto de Siracusa, llevándose en el corazón los contornos de un paisaje que Gualtiero había embellecido al compartirlo con ella. Los recuerdos de su llegada a la isla, su boda y el tiempo feliz construido junto a su familia eran, para entonces, incluso dulces. El dolor lacerante de la pérdida había dado paso a la melancolía, compañera habitual de la nostalgia. Poco a poco se había ido liberando del odio, al mismo tiempo que de la angustia. No era tan severa ya consigo misma ni con los demás. Para eso estaba la luna.
Poca cosa había metido en el equipaje, aparte de sus vivencias. Con ella viajaban, eso sí, sus viejas cartas, tan raídas y descoloridas que apenas eran reconocibles las figuras. El Tarot formaba parte de un pasado que estaba a punto de dejar atrás. Una tirada más, sólo una, y se despediría para siempre de ese talismán cuyo poder no ejercía ya sobre ella el menor influjo.
El ayer apareció marcado por el Loco; ese vagabundo provisto de bastón y hatillo que recorre el mundo en una búsqueda espiritual incansable. ¡Qué gran verdad! Su amor a la independencia, su indoblegable voluntad de escalar hasta lo más alto la habían llevado de un lado a otro por caminos no siempre gratos, desde el horror de las hogueras de Vauro hasta el sublime goce de las playas de Girgenti. Había visto lo mejor y lo peor de la condición humana, sin dejar de ser auténtica. No se arrepentía de nada, salvo tal vez de los besos robados por desidia a aquellos a quienes amaba.
La Rueda de la Fortuna fue la encargada de definir el presente. Curioso… Era la misma carta aparecida tantos años atrás, cuando había emprendido junto a su reina, doña Constanza, la travesía que las condujo a Sicilia. Ahora la rueda giraba en dirección contraria y la llevaba de regreso a Aragón. Un ciclo terminaba a fin de que otro diera comienzo, precisamente en el momento en el que ella volvía a empuñar las riendas de su existencia. ¿O acaso estaba ante un mensaje más complejo?
De Aragón a Sicilia y de Sicilia a Aragón… Posiblemente no se tratara únicamente de un viaje personal, sino de un símbolo, como lo era todo ese lenguaje cifrado. Todo lo que sube baja y todo lo que viene, va. Aragón había dado a Sicilia una gran soberana y lo mismo haría Sicilia con Aragón. La rueda volvería a girar. El destino acabaría uniendo con lazos sólidos a esos dos reinos. Estaba escrito por la mano de Dios.
Por si le quedaran dudas respecto de lo que decían los naipes, el futuro fue iluminado por la Luna, que hablaba de perdón y reconciliaciones. Ahora sí era el momento. Su tenue luz, proyectada sobre la ciudad, creaba una serie de reflejos encadenados que no hacían sino confirmar su vaticinio: una torre se espejaba en otra, un perro en su alter ego, el propio astro en el agua de un estanque, y así sucesivamente. Sicilia y Aragón irían de la mano con mutuo provecho, como lo habían hecho Constanza y Federico. La madre divina velaba por su unión.
Por último, en el espacio correspondiente al consejo del Tarot sobre el mejor modo de alcanzar la meta augurada por la fortuna, mostró su rostro el Enamorado. Ese doncel flanqueado por dos mujeres, pasión y sabiduría, deseosas de conquistar su corazón. El amor, la pareja, un matrimonio. Ese sería el instrumento empleado por el azar para llevar a cabo el enlace.
Todo cobró de repente significado.
Ella no llegaría seguramente a verlo, pero habría servido de puente. El amor, que daba sentido e identidad a la desaparecida tierra de los juglares, tejería una tupida red de complicidad entre sus otras dos patrias. Aragón vivirá en Sicilia igual que Sicilia en Aragón, y en ambas habitaría por siempre Occitania.
Era noche cerrada. La mayoría de los pasajeros dormía desde hacía rato, mientras Braira formulaba esa consulta, a la luz de una vela, en la soledad de un rincón resguardado. Se había prometido que sería la última y estaba decidida a cumplir su palabra. No quería que ese juego adictivo y peligroso influyera en modo alguno en su amistad con Inés, como tampoco había aceptado nunca que interfiriera en su relación con Gualtiero y Guillermo.
¡Cuánto les añoraba! Su ausencia permanente y constante, sufrida cada día, a cada instante, era la única herida del alma que no había encontrado cura con el transcurso del tiempo. Ni la hallaría.
Llevándoles en sus pensamientos, subió a la cubierta, prácticamente desierta a esa hora, embutida en una gruesa capa de lana. Pese a la brisa invernal, la temperatura resultaba agradable al abrigo de esa prenda. Las aguas estaban en calma. Una infinidad de estrellas hacían del firmamento un regalo para el espíritu.
Se acercó a una de las bordas y extrajo del bolsillo el estuche de plata heredado de su madre. Había cumplido con creces su función. Dondequiera que estuviese, Mabilia no se avergonzaría del uso que le había dado Braira. Pero en esa era turbulenta, y a falta de heredera a quien transmitir el saber antiguo contenido en la baraja, el mejor lugar para guardarla sería el fondo del océano, donde descansaría hasta que alguien, quién sabía cuándo, la rescatara de su sueño. Sí, allí estaría a salvo de lo que estaba por llegar.
Vio hundirse la cajita de inmediato, sin un lamento, antes de volver la vista a un horizonte infinito.
La inmensidad del mar en calma le trajo entonces a la memoria la imagen del desierto que había recorrido en Tierra Santa junto a ellos… Sus dos hombres. En algún lugar de ese yermo ardiente, se dijo, Guillermo y Gualtiero contemplarían a esa hora la misma bóveda grandiosa y se acordarían de ella. Desde alguna lejana estepa le harían llegar su amor, porque alentaba en su interior con la fuerza de mil galernas.
En algún reino remoto…
Abrazada a esa certeza se durmió.
FIN