Capítulo XXXVI

—Detened esta barbarie, majestad. ¡Ya basta! —susurró Miguel Escoto al oído de su señor. Asqueado, había roto el embrujo del momento paralizando con su atrevimiento lo que estaba a punto de suceder. Discretamente, pues era lo suficientemente viejo como para mostrarse cauto, insistió ante el emperador—: No podéis creer de verdad que Dios se manifieste de esta forma brutal. Vos no. Sois demasiado ilustrado para ello. Es más; si a un único mortal de entre todos nosotros le fuese concedida la gracia de salvarse en virtud de su sabiduría, nadie lo merecería más que vos.

Mientras los lacayos añadían leña a la pira con el fin de hacer pasar a Braira entre dos columnas de fuego, tal como había hecho Bernardo, el emperador inquirió:

—¿Y de qué forma, según vuestra docta opinión, se expresa el Altísimo? ¿Cómo podemos alcanzar a comprender sus designios? ¿Dónde mora, dónde nos es dado encontrar a Dios a fin de interrogarle?

—Me preguntáis nada menos que dónde reside el Dios de dioses; el Señor del universo, de la tierra y el cielo. ¡Pobre de mí! —dijo el sabio con la voz engolada, pues era consciente de lo importante que resultaba impresionar a su amo si pretendía convencerle—. Os responderé, siendo consciente de la complejidad de la cuestión que, si bien Él se halla potencialmente en todas partes, hay que buscarle fundamentalmente en la esfera de lo intelectual.

—¿Qué queréis decir? —repuso el rey dubitativo.

—Que os remitáis a vuestro intelecto, señor —le aclaró el astrólogo—. Sois lo suficientemente sagaz como para daros cuenta de que el Dios de la justicia que alimenta nuestra fe, el Dios verdadero, no recurriría a métodos tan primitivos y crueles como el que acabamos de contemplar. Incluso desde la propia Iglesia se cuestiona ya este procedimiento carente del menor rigor.

—Decidme vos entonces —replicó el monarca con cierto desdén— si es Braira o es Aldonza la que miente.

—Yo no tengo modo de saberlo —se zafó el escocés—. Mas si me permitís un consejo, fiaos de vuestro instinto. Apelad al recuerdo. ¿No fue el esposo de esa dama quién os salvó la vida en Jerusalén? ¿No ha sido ella la que en tantas ocasiones os ha orientado con acierto? Sabéis que nunca he avalado el rigor de sus artes adivinatorias, absolutamente heterodoxas. Los intérpretes de astros, como yo, estamos muy alejados de esas supercherías. Pero de ahí a considerarla una hereje… dista un trecho que yo no me atrevería a recorrer.

—¿Os fiais vos de ella? ¡Mirad que la herejía no es asunto baladí! —advirtió Federico severo—. Los herejes se empeñan en lacerar las vestiduras de Dios. Son escoria equiparable a los traidores y usureros. No podemos en modo alguno anteponer nuestros sentimientos al deber de corregir con el máximo rigor a personas tan hostiles al Padre todopoderoso, a sí mismas y a la Humanidad.

—Tenéis razón —concedió Escoto, deseoso de mostrarse complaciente sin por ello terminar de compartir ese juicio—, lo que no significa que la dama en cuestión sea uno de ellos. Nunca nos ha dado motivos para desconfiar. Y vos sois un gobernante de espíritu abierto, que ama la ley, se interesa por las otras religiones e incluso tiene entre sus colaboradores a judíos y musulmanes.

—Allá ellos con sus almas —rebatió Federico—. No forman parte de la Cristiandad ni deben fidelidad a sus preceptos. Mi deber es velar por mantener la integridad de nuestra comunidad. Las otras no son responsabilidad mía.

Todo el mundo miraba al rey mientras este discutía con su astrónomo, a la espera de que ordenara avanzar hacia la hoguera a la acusada. Ella se mantenía a duras penas en pie, destrozada por la incertidumbre. Él estaba confuso e incómodo. Se sentía atrapado en una situación sumamente desagradable, a la que no veía escapatoria. ¿Cómo podía rebatir o ignorar los argumentos de Escoto, con los que comulgaba en su mayor parte? Al mismo tiempo, ¿qué explicación plausible cabía dar ante sus cortesanos a una interrupción prematura de la ordalía? ¿Y si se equivocaba y libraba de la muerte a una sacrílega?

El obispo de Palermo acudió involuntariamente en su auxilio.

—Majestad, el veredicto de Dios es claro: ese hombre ha salido vivo de las llamas, por su propio pie, lo que significa que su fe es sincera.

—Pero sus quemaduras…

—Tal vez haya tenido un momento de vacilación —caviló el prelado—. Aun así, el sacerdote que lo atiende en este momento asegura que aprieta levemente su mano cuando le pide que confirme su obediencia a la Santa Madre Iglesia, lo que sin duda debemos interpretar como un gesto de aquiescencia, dado que no puede hablar.

—Os ruego pues, eminencia, que hagáis vos mismo pública la sentencia. Yo me encargaré de castigar a quienes lanzaron la calumnia.

Aldonza fue enviada a un pueblo remoto de la Calabria, entre protestas que no hicieron sino enfurecer todavía más a su antiguo pupilo. El criado que había respaldado su testimonio sufrió la misma pena, agravada con veinte azotes de látigo propinados por el carnéfice.

Bernardo sobrevivió ocho días entre atroces sufrimientos, que los galenos de palacio trataban de aliviar administrándole bebedizos y ungüentos calmantes. No recuperó ni la visión ni el habla. Fue enterrado en suelo sacro, tras una ceremonia sencilla a la que Braira asistió como ausente, víctima de un terror que ya nunca la abandonaría del todo.

Jamás llegó a saber cuánto influyó en su salvación Miguel Escoto, que en su día había encabezado secretamente su lista de sospechosos al dejarse confundir interpretando erróneamente su frialdad de erudito como una aversión hacia ella que él nunca sintió, ni tuvo ocasión de agradecerle su intercesión. Ese hombre vestido de oscuro, adusto, sombrío, tan gélido que parecía carecer de sentimientos, se le antojó siempre alguien sumamente hostil hacia ella. Uno más de los muchos enemigos que creía ver a su alrededor en palacio. No en vano había asistido impasible a la muerte de su pequeña Alicia sin mostrar el menor dolor. ¿Qué clase de ser humano se comportaba de ese modo?

Si se hubiera lanzado a preguntarle, el sabio le habría respondido que cualquiera empeñado en aproximarse de una manera objetiva a los hechos con el fin de comprenderlos; en anteponer el raciocinio a los prejuicios e incluso a las emociones. Un náufrago de la Historia a la deriva entre dos épocas. Braira no preguntó ni quiso saber. ¿Qué le importaban a ella los porqués de otro? Bastante tenía con los suyos propios.

El tiempo se difuminó a partir de entonces en la conciencia de la dama de Fanjau hasta transformarse en una espera interminable, homogénea, difusa, salpicada de rutinas insignificantes como sentarse a la mesa, dormir o leer el Tarot para su señor.

Sin noticias de su familia, se aferraba a la compañía de Bianca, a quien trataba de alertar sutilmente del peligro que corría entregándose sin reservas a Federico de Hohenstaufen, cuya capacidad de amar, le insistía, se agotaba en su propia persona.

—Te hará infeliz —le advertía—. Absorberá toda tu alegría y luego te abandonará. Los hombres de su naturaleza devoran poco a poco a las mujeres que se les acercan; les roban la luz antes de acabar con ellas. Vi cómo trató a su segunda esposa, que era tan risueña como tú y ahora está muerta. Dale tu cuerpo si lo quiere, pero niégale tu corazón. ¡Ten cuidado!

La amante del rey la escuchaba dócilmente, pues no estaba en su naturaleza entrar en polémicas, pero aseguraba que junto a él era feliz.

—Las migajas de afecto que comparte conmigo y a ti te parecen despreciables suponen mucha más pasión, aventura y experiencia de la que podría esperar con cualquier otro. Yo no soy como tú, Braira. No puedo aspirar a más ni lo pretendo. Él me colma por completo.

—Aun así —trataba de alertarla Braira— no te mires en el espejo que te ponga ante los ojos, pues siempre tratará de verse más alto a costa de empequeñecerte a ti. Evita caer en su trampa y no dejes de cultivar tu orgullo. Es lo único que nunca podrá quitarte, ya que hasta los hijos de tus entrañas son, como sabes, de su propiedad.

A la pequeña Constanza, cada día más despierta, curiosa, preciosa y diligente en sus quehaceres, se había sumado Manfredi, que apuntaba maneras de soldado con su complexión robusta y su empeño por mantener la cabeza erguida, manifestado nada más abrir los ojos al mundo que le rodeaba.

Esos dos niños constituían una fuente de alegría impagable para la occitana, víctima en esas fechas de pesadillas recurrentes relacionadas con la ordalía, que veía además con inquietud e impotencia cómo el rey de los romanos, vástago de su soberana aragonesa, se distanciaba irremediablemente de su padre.

Después de perder a Guillermo y Gualtiero en Tierra Santa, asistir inerme a la perdición de Enrique suponía otra agonía más, tan penosa como ineludible. Otro escalón hacia el infierno. El siniestro vaticinio de las cartas, que habían augurado un fin trágico a aquella criatura antes incluso de que fuera concebida, iba camino de cumplirse sin remedio.

Huérfano de madre y ayuno del cariño paterno, ensoberbecido por el desmesurado poder del que había disfrutado siempre y cegado por la adulación constante a la que era sometido, Enrique se había buscado demasiados enemigos. Desde su suegro, el duque de Austria, hasta la mayoría de los nobles germánicos desposeídos de su influencia en beneficio de una legión de funcionarios sumisos e incondicionales, sin olvidar al papa.

Había heredado el mismo carácter que el emperador e idéntica altanería, lo que le llevaba a mostrarse igualmente ambicioso, sin disfrutar, empero, de la suerte que había acompañado siempre a Federico. No escuchaba a nadie. Estaba empeñado en disputar atribuciones cruciales a su progenitor, con quien apenas había tenido otro contacto que el epistolar en toda su vida.

Este no podía ni pensaba consentir el desafío, como para mal de su paz de espíritu sabía desde antiguo Braira.

Aquella mañana de otoño de 1234 el rey decidió salir de caza. Era lo que más le gustaba hacer. Una afición a la que dedicaba ingentes recursos monetarios, empleados en comprar halcones en lugares tan dispares como Malta o la gélida Lübec, para después adiestrarlos personalmente. La única actividad capaz de abstraerle de sus múltiples preocupaciones.

Había llegado a ser un maestro de la cetrería, modalidad cinegética que practicaba desde la infancia, siguiendo la estela de sus antepasados normandos, y a la que estaba dedicando una vasta obra titulada El arte de cazar con pájaros, de la que se sentía especialmente orgulloso.

Su pasión era tal que había escrito al Gran Kan de los mongoles, quien le había enviado un embajador exhortándole a renunciar a su corona y someterse a su autoridad, para decirle, con cierta ironía muy propia de su forma de ser, que lo haría gustoso siempre que él le permitiera convertirse en uno de los encargados de alimentar a sus célebres peregrinos.

En esa ocasión, por añadidura, gozaba de la placentera compañía de Bianca y de los bastardos habidos con ella, por quienes sentía auténtico afecto; tanto más, cuanto mayores eran los disgustos que le daba su primogénito legítimo. También Braira formaba parte de la comitiva, que completaban Ricardo Blume, uno de los más de cincuenta halconeros a su servicio, un puñado de lacayos y, por último, el adiestrador de los lebreles cuya misión era auxiliar a las aves de rapiña en su labor.

Iban en busca de grullas, presas favoritas de las rapaces enseñadas con mimo por el monarca en alguno de los múltiples pabellones de caza que jalonaban sus dominios italianos. Todos llevaban vestidos de colores terrizos y se cubrían con sombreros de ala ancha, a fin de no asustar a sus víctimas. Se movían lentamente, a caballo y en silencio.

Federico llevaba al brazo su gerifalte más querido, sin lonja, manteniéndolo sólo por las pihuelas. Era el más hermoso, fuerte y capaz de todos los que poseía. El más valiente y decidido. Lo llamaba Viento.

De pronto, un ave de gran tamaño levantó el vuelo desde un cañaveral cercano.

—¡A por ella, Viento, sin piedad! —ordenó el emperador a su depredador.

Este cumplió el mandato inmediatamente, lanzándose con ferocidad contra el animal, al que no tardó en dar alcance y muerte. Al instante traían los perros entre las fauces su cadáver, mientras el halcón regresaba, obediente, a su dueño.

Viento poseía una vista extraordinaria, pero Federico ya no.

De hecho, su ceguera iba en aumento en la larga distancia, lo que le impedía distinguir con claridad, motivo por el cual había mandado a su cazador contra un aguilucho, que sorprendentemente sucumbió al ataque.

Varios de los integrantes de la partida prorrumpieron espontáneamente en aplausos, pues lo que había logrado la rapaz era una gran hazaña. Nunca se había visto que un halcón venciera en el aire a un águila, por joven que fuera esta. Todos estaban rendidos de admiración, excepto el rey, que llamó, iracundo, a su halconero:

—¡Haz que este gerifalte sea decapitado cuanto antes! —le dijo, tendiéndole el brazo en el que descansaba, tranquilo, Viento.

—Pero majestad —protestó Ricardo, que amaba a esa fiera domada tanto como pensaba que lo hacía su señor—, se ha comportado tal y como se le enseñó… Mejor incluso. ¡Lo que ha obrado es una proeza!

—¿Te atreves a discutir una decisión mía? —se enfadó aún más el soberano.

—Por supuesto que no —replicó el sirviente—. Es simplemente que no la comprendo.

—En la jerarquía de los cielos —explicó a regañadientes Federico lo que a él le parecía obvio— el águila ocupa el lugar más alto, exactamente igual que ocurre con el emperador en la jerarquía de los humanos. No puede consentirse en modo alguno que sea muerta por un simple súbdito, por noble y fiero que sea este, como es el caso del gerifalte.

Dicho lo cual, se dio la vuelta y picó espuelas. Había perdido las ganas de seguir cazando.

El de Flor, que tal era el significado del apellido Blume, sacó el cuchillo de monte para cortar, con un nudo en la garganta, el cuello del noble animal, sabedor de que la arbitrariedad absoluta, la suprema crueldad, siempre sería privilegio de los poderosos.

Braira, asqueada, se dirigió a Bianca, que trataba en ese momento de tapar los ojos del pequeño Manfredi, quien, pese a su corta edad, mostraba una clara inclinación hacia las aves de presa.

—A esto es a lo que me refiero cuando te digo que estés en guardia. Ya le había visto mandar coser los párpados a varios buitres sólo para comprobar si los de su especie se guían por la vista o por el olfato, pero no pensé que llegaría a tanto. Este hombre no tiene corazón. Lleva al diablo dentro de sí.

No iba a tardar en comprobar hasta qué punto estaba en lo cierto.

Esa tarde, al regresar a palacio enojada por la escena que acababa de presenciar, le aguardaba una sorpresa llamada a cambiar completamente su estado anímico: una carta enviada desde Prouille, que había pasado por las alforjas de un buen número de frailes itinerantes antes de llegar a Palermo. Escrita en pergamino de calidad, letra pulcra y lengua de Oc, estaba fechada en abril de ese año y decía así:

Mi queridísima hermana.

Espero que al recibir estas líneas te encuentres bien de salud, disfrutando de paz junto a los tuyos. Confío en que el Señor os haya bendecido a tu esposo y a ti con muchos hijos cuya risa sea la alegría de vuestros días, como lo fuiste tú en tu niñez para nuestros padres, que Dios abrace en su misericordia.

Por Fanjau las cosas se tranquilizan poco a poco, una vez extirpada la raíz del mal que corrompió a esta tierra durante tanto tiempo. La labor de nuestro fundador quien ya contempla la luz del Todopoderoso, ha dado frutos abundantes, hasta el punto de que el pontífice ha ofrecido a la orden organizar y dirigir el tribunal de la Santa Inquisición, que creó recientemente, encomendándole la misión de perseguir la herejía allá donde todavía infecta las almas de los recalcitrantes. Para nosotros constituye un gran honor prestar ese servicio a nuestra madre bendita, la Iglesia.

Y paso ya a exponerte el motivo de mi carta. Me dispongo a emprender con carácter inminente un viaje que ha de llevarme hasta Roma, donde el papa Gregorio va a presidir el próximo mes de julio la ceremonia de canonización de mi maestro y amigo Domingo de Guzmán, a quien sin duda recordarás. Mí corazón se regocija ante la idea de que pronto ocupará un lugar entre los santos, pues fue mucho lo que hizo en vida a fin de ganarse ese puesto a la derecha del Padre. ¿Por qué no vienes tú también? Él te recordaba con afecto y desde el cielo se complacerá, estoy seguro, de verte allí conmigo. Pero más aún gozaría yo con tu presencia a mi lado. Es probable que sea la última ocasión que tengamos de encontraros en este mundo. ¡Ojalá no la desaprovechemos!

Ruego a Jesucristo que este escrito, entregado a un monje que me precede en el camino de la Ciudad Eterna, llegue hasta tus manos sorteando todos los peligros que jalonan la ruta. Sí lo consigue, sabrás que no te he olvidado y que ocupas un puesto abrigado en mi corazón. Ten asimismo la seguridad de que soy dichoso en la vida que escogí, pues nunca me he arrepentido de mí elección.

Tuyo, amantísimo,

Guillermo

La leyó, la volvió a leer y comenzó a leerla de nuevo, incapaz de contener las lágrimas. Guillermo, ese fantasma de su pasado siempre bondadoso con ella, en quien rara vez pensaba, le había vuelto las entrañas del revés trayendo de nuevo a su memoria todos los rostros amados que poblaban su añoranza. La nostalgia la golpeó con la violencia de un puñetazo, removiendo los frágiles cimientos que sostenían su existencia en esos días. Estuvo a punto de caer, pues desde pequeña era consciente de que la tristeza es un sentimiento que debilita el ánimo mientras el enfado lo sostiene. Tenía que agarrarse a algo en su empeño de seguir adelante, buscar un motivo para resistir, y lo encontró en Enrique, que necesitaba desesperadamente su ayuda.

Aunque hubiese querido complacer a su hermano desplazándose hasta Roma, se dijo, no habría llegado a tiempo para verle, dado que la beatificación de Domingo debía de haberse producido a comienzos del verano, cuatro meses antes de la fecha en la que estaban. Al mismo tiempo, allí habría corrido graves riesgos, pues el ayuntamiento se había convertido en brazo armado de ese tribunal de reciente creación del que hablaba él en su carta, y se contaban por centenares los herejes quemados en la hoguera. Pero con ser esos dos motivos de peso, lo que más refrenaba su impulso de prescindir de todos los obstáculos y partir al encuentro de Guillermo era la preocupación que sentía por el único hijo de la difunta doña Constanza, a quien había dado una palabra que se sentía en el deber de honrar.

Braira no ignoraba que el destino del muchacho estaba sellado desde la cuna, tal como había visto ella en las cartas, pese a lo cual se volcó en su auxilio. Por pocas que fueran las esperanzas, pues los delitos de Enrique eran graves, debía intentarlo. Por eso solicitó audiencia al rey.

—No me digas que vienes a importunarme de nuevo con el asunto de tu marido —la recibió un Federico malhumorado.

—No, majestad, vengo a interceder por vuestro hijo.

—¿Acaso crees que le amas más que yo? ¿Cómo te atreves? —se enfureció el soberano.

—Porque juré a vuestra esposa, mi reina, en su lecho de muerte, que velaría por él —se justificó la dama, venciendo a duras penas su temor.

—Bien sabe Dios que me gustaría complacerte —se aplacó el monarca ante la mención de Constanza—. Sin embargo, las ofensas de mi hijo han sobrepasado el límite de lo tolerable. Hace tres años, en Aquileia, me juró fidelidad, suplicó mi indulgencia y le perdoné, a pesar de que ya había amagado una primera traición. Ahora se ha unido a mis enemigos de la Liga Lombarda en un acto de abierta sedición que por añadidura agravia al papa, mi aliado, quien ha dictado interdictos contra varias de esas villas por acoger a herejes cátaros…

—Tal vez sienta celos de su hermanastro, Conrado, o haya sido mal aconsejado —terció Braira, que había aprendido a la fuerza a no alterar el semblante ante la mención de sus correligionarios.

—Sus razones me son del todo indiferentes. Si no actúo con él de manera implacable, perderé toda mi autoridad. Nadie confiará en un emperador que aplica a los de su sangre un rasero diferente al que emplea para medir a cualquier otro de sus súbditos.

—Las cartas, señor —replicó su dama, apelando desesperadamente al último de los argumentos posibles—, auguran grandes males para ambos, el rey Enrique y vos mismo, en el caso de que vuestra justicia sea todo lo dura que puede llegar a ser.

—Tus cartas no vienen al caso ahora —se irritó él—. Mi justicia es la que es. De hecho, acaba de ser compilada en unas constituciones, que pronto serán promulgadas en Melfi, cuya redacción obedece a mi voluntad de que las leyes que contienen sean aplicadas con rigor. Si pretenden ser creíbles, han de ser iguales para todos. Y prevén que la traición se pague con la muerte.

—¡Mostraos clemente, os lo suplico! —se horrorizó Braira—. En caso contrario podríais arrepentiros.

—¿Me amenazas? —se encolerizó el rey.

—Sólo trato de advertiros —reculó ella, asustada—. Disculpad mi osadía.

—Cuando quiera tu consejo te lo pediré —la despidió Federico, ultrajado—. Hasta entonces, guárdate tus advertencias. Estás agotando mi paciencia y no creas que he olvidado ciertos episodios del pasado. ¡Ojo con lo que dices y haces!

Braira se retiró, aterrada. En cuanto llegó a sus estancias sacó el Tarot de su estuche para interrogar a los naipes sobre Federico y sobre Enrique, en un intento de calmar su angustia. La respuesta de la baraja no hizo más que incrementarla, al confirmar sus sospechas.

Por vez primera en todos esos años, la carta del Emperador apareció invertida, indicando de forma inequívoca que la seguridad, firmeza y autoestima de ataño se habían trasformado en tiranía y desorden. La terrible infancia del soberano, la ausencia de un padre durante aquellos años cruciales, se cobraba ahora su precio en forma de enfrentamiento insalvable con su propio hijo. Federico no sabía amar a su vástago, no concebía otra relación con él que la del señor hacia su vasallo. Le faltaba experiencia. ¿Cómo habría podido reconocer lo que no había conocido? Nunca tuvo otro referente amoroso al que remitirse que Constanza, y ella llevaba mucho tiempo muerta. Demasiado.

En cuanto a Enrique, el augurio resultó incluso más ominoso: el Ermitaño, cabeza abajo. Ese joven indómito, ayuno de afecto y empachado de halagos, iba a cometer una imprudencia fatal. Su futuro estaría marcado por la pérdida. A su alrededor se extendía una bruma oscura, como la que inundó a partir de ese instante el corazón de la dama que lo había tenido en sus brazos. No había nada que ella pudiera hacer por salvarlo de sí mismo. Nada en absoluto.

Con gran boato, Federico emprendió su expedición de castigo en el norte, acompañado de su benjamín, Conrado, que a la sazón tenía siete años. Con ellos marchaban no sólo los caballeros de mayor relieve del reino junto a sus mesnadas, armadas hasta los dientes, sino una pintoresca tropa compuesta por animales exóticos tales como leopardos, camellos y monos, que llevaban de la correa esclavos de piel azabache; carros dorados cargados hasta los topes de lingotes de oro y seda; purasangres de un blanco inmaculado o negros como la noche; súbditos ataviados con prendas de tonos púrpura, tan ricas como las que adornaban generalmente a la nobleza y, por supuesto, lo más selecto de su harén.

Su objetivo era impresionar a quienes contemplasen el paso de sus ejércitos, y vive Dios que lo logró.

A primeros de julio de 1235 arribó la comitiva imperial a Worms. Su poderío era tan manifiesto, tan abrumador, que los señores cuyos soldados habían respaldado al rey de los romanos le dieron la espalda sin combatir, al igual que la mayoría de las ciudades rebeldes. A Enrique no le quedaba otra salida que arrastrarse por el suelo ante su padre, y eso fue lo que hizo literalmente, durante largas horas, el día en que se vieron las caras.

Federico ignoró conscientemente a su vástago, postrado en silencio a sus pies frente al asiento que hacía las veces de trono, hasta que, al cabo de una eternidad, algunos barones le rogaron que se percatara de la presencia del monarca vencido y humillado. Sólo entonces pronunció el emperador su veredicto:

—Desde este momento quedas destronado del solio germánico de manera irrevocable. Deberás devolver de inmediato los símbolos reales, empezando por la corona y el manto.

—Me has despojado de todo lo que poseía —protestó el rey depuesto, exhibiendo una vez más esa soberbia que tanto mal le había causado—. ¿Debo renunciar también al honor? ¡No lo haré! ¡No te entregaré mi dignidad!

—Muy bien —respondió su padre sin dirigirle una mirada, sabedor de que ese último desacato público de su primogénito le impedía mostrarse indulgente—. En ese caso serás recluido en una mazmorra de la fortaleza de Heidelberg, a pan y agua, hasta el fin de tus días. Y que Dios se apiade de tu alma.

Pocos meses después se celebraban los esponsales del soberano siciliano con Isabel, hermana del rey de Inglaterra e instrumento de una nueva maniobra política destinada a reforzar su posición internacional.

Pasada la fatídica frontera de los cuarenta el año anterior, él había enterrado ya a dos esposas. Ella acababa de cumplir los veinte años y era virgen. Traía al reino de la abundancia una modesta dote de almohadones y sartenes de plata, aunque lo que buscaba en ella Federico era un vientre capaz de engendrarle herederos dignos de su sangre. Ni más ni menos.

La primera noche en que durmieron juntos el monarca no se le acercó hasta la hora exacta que habían marcado sus astrólogos como la más propicia para consumar una unión conyugal fecunda. A la mañana siguiente, pletórico de confianza, puso a su mujer bajo la custodia de una legión de viejas doncellas escoltadas por eunucos armados, con el encargo de que la vigilaran con sumo cuidado dado que estaba encinta de un varón.

Escoto había vuelto a errar en sus cálculos, pues lo que nació fue una niña.

Braira sentía lástima por esa reina que viviría y moriría sola, aunque no se veía con fuerzas para consolar a nadie. Apenas podía sostenerse a sí misma aferrándose a la ilusión de volver a encontrarse algún día con su marido y su hijo, cuya ausencia le había menguado el cuerpo y el alma en paralelo hasta hacerla más menuda, callada, pesimista y desconfiada que nunca. Incluso a ella le costaba en ocasiones reconocerse por dentro o por fuera. Notaba el peso de la edad sobre sus huesos cansados del mismo modo sañudo en que se cebaban con ella la sensación de fracaso y el miedo. Dos dragones a cual más fiero, a quienes se enfrentaba pese a todo con coraje, esforzándose por seguir las enseñanzas de la valerosa Inés de Barbastro.

Echaba de menos a su amiga. Empezaba a concebir la idea de huir de esa cárcel dorada que la retenía en Palermo para marchar en su busca, cuando se enteró de la llegada inminente de una embajada del sultán Al Kamil que hizo rebrotar de golpe sus esperanzas.

Debía prepararse para recibirla.