El viaje de regreso se le hizo a Braira más penoso que cualquiera de los anteriores. A la angustia de siempre se unía en este caso la ausencia de alicientes para querer llegar, al igual que el martilleo constante de la memoria, empeñada en recordarle el relato que había oído contar tiempo atrás, en el palacio de la Aljafería, a ese cautivo aragonés a quien don Pedro, apiadado, terminó por donar el importe íntegro de su rescate: «Una década interminable ha transcurrido —había dicho aquel desdichado de mirada nublada— sin que haya podido hacer nada por liberar a los míos de tanta miseria como hemos sufrido: cadenas, prisión, hambre, sed y otros muchos tormentos que por pudor omito».
¡Diez años! ¿Pasarían diez años antes de que lograra ella reencontrarse con Gualtiero y Guillermo? ¿Sobrevivirían ellos a semejante prueba? ¿Qué clase de tormentos serían esos que el viejo, por pudor, omitía describir?
La mente no le daba tregua ni de noche ni de día. Cuanto más se empeñaba en borrar esos pensamientos, más vigor cobraba su asalto, retorciendo y envileciendo la naturaleza de lo que imaginaba. ¡Lo que habría dado por poder descansar, olvidar, dormir y no despertarse!
Federico tampoco gozaba de paz, aunque sus motivos eran distintos. Estaba impaciente por llegar a sus dominios e iniciar la reconquista del territorio que, según las noticias de que disponía, le había ganado su suegro en Apulia por encargo del pontífice.
—¡Intolerable! —se decía a sí mismo en voz alta—. Esta es una afrenta intolerable, que van a pagar muy cara.
Y así recorría la galera a grandes zancadas, de popa a proa y vuelta a empezar, como un león enjaulado, volcando su ira sobre quien tuviera la desgracia de cruzarse en su camino.
Necesitaba acción y la necesitaba rápido.
¿Qué nos augura el futuro inmediato?
A falta de otro entretenimiento mejor, había pedido esa mañana a su dama que le leyera el Tarot. Ella, sumisa y gélida, estaba sentada ante él, con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo, dispuesta a cumplir con el ritual conocido. La tristeza la había dejado reducida a la piel y los huesos además de marcar su rostro con profundos surcos. Había hecho tal mella en su físico que ya no inspiraba al monarca el menor deseo carnal. Sentía hacia ella, eso sí, cierto afecto, similar al que le inspiraban los animales de su zoológico. Y apreciaba su consejo. No estaba a la altura de otros doctos invitados de su corte, cuyo saber no tenía precio, pero sus pronósticos solían cumplirse, lo que le otorgaba un valor considerable a sus ojos.
Sí, decididamente aquella mujer ya no era la belleza que llegó a ser en su día, aunque seguía resultándole útil. Merecía la pena tenerla cerca.
—Escoged un naipe de la baraja, señor.
—¿Sólo uno?
—Si lo que deseáis saber es únicamente lo que os tiene reservado la suerte a corto plazo, con uno basta.
—Muy bien —asintió él, rebuscando entre las cartas dispuestas boca abajo—. Este mismo.
Y destapó el Sol, un astro rey gigantesco, de rostro humano, sereno, que proyectaba sus rayos amarillos y rojos en forma de gotas de calor sobre dos criaturas infantiles, semidesnudas y juguetonas, situadas ante un muro de ladrillos.
—Es un buen augurio, majestad —afirmó Braira, muy a su pesar, pues habría preferido desvelar un destino sombrío.
—Explícate mejor —ordenó Federico.
—El Sol os invita a tener confianza en vos mismo, pues el conflicto que os enfrenta al papa se resolverá muy pronto.
—¿Quieres decir que le derrotaré?
—Más bien que acabaréis por encontraros. Estos niños —los señaló con su dedo índice— hablan de fraternidad, del placer que proporciona la amistad y las ventajas que reporta, por muchas barreras artificiales que nos empeñemos en levantar ante nosotros con el fin de protegernos de posibles desengaños.
—Dudo mucho que Gregorio y yo lleguemos a ser amigos —rebatió el emperador excomulgado.
—Es lo que afirma el Tarot —insistió ella—. Yo sólo lo leo para vos. Os aguardan tiempos alegres, vitalidad, buena salud y, sobre todo, paz con justicia; el mayor de los tesoros que puede anhelar un gobernante.
—Hasta ahora no me has fallado —la despidió él, satisfecho—. Ojalá tengas razón también en esto.
—Una cosa más, señor —aprovechó la ocasión Braira.
—¿Qué hay? —se impacientó el soberano.
—No os olvidéis de Gualtiero…
—Eres tú quien debería olvidarle de una vez —replicó Federico elevando la voz—. Ya te he dicho que no hay nada que podamos hacer por él. Es más, seguramente a estas horas esté muerto.
—Está vivo —dijo ella con firmeza.
—¿Cómo lo sabes?
—Del mismo modo que supe que seríais coronado emperador y ahora sé que alcanzaréis un acuerdo con el papa. Me lo dicen las cartas, pero sobre todo me lo confirma el corazón. Sé que él y Guillermo están vivos. Los siento a ambos dentro de mí. No los abandonéis, os lo ruego.
—Acepta lo sucedido con resignación, Braira —le aconsejó el rey, moderando el tono hasta el punto de mostrarse afable—. Cuanto antes lo hagas, antes dejarás de sufrir.
—Jamás me resignaré a perderles —le espetó ella desafiante—. ¡Nunca! Y me gustaría pensar que tampoco lo haréis vos.
Los vaticinios de la cartomántica se cumplieron exactamente en los términos que ella había predicho.
Tras infligir el rey varias derrotas militares al campeón del papa, se entablaron conversaciones que culminaron con un armisticio satisfactorio para ambas partes. El emperador se comprometió a devolver a los templarios y hospitalarios todos los bienes que les había confiscado en Sicilia, como castigo por su manifiesta hostilidad en Tierra Santa, así como a respetar los privilegios de la Iglesia en su feudo, sin interferir en modo alguno en sus asuntos. Gregorio, a su vez, levantó la excomunión.
Federico volvió a ser el hijo bienamado de la Iglesia.
Llegaba a su fin el año 1230 de Nuestro Señor.
Braira siempre había tenido tendencia a estar sola, más como consecuencia de las circunstancias de su vida que por vocación, lo que nunca le había impedido entregarse sin reservas a las personas que la fortuna iba poniendo en su camino con el fin de paliar esa soledad. En el momento actual ese refugio se llamaba Bianca Lanza; una joven adorable, tan necesitada de cariño como ella misma, a la que visitaba con frecuencia.
Tenía Bianca a la sazón quince años recién cumplidos, una hija aún en mantillas, bautizada como Constanza en honor a la reina difunta, pupilas de esmeralda y una boca sensual, de labios gruesos, que parecía dibujada para besar.
Era la amante favorita de Federico.
La había conocido el rey antes de marchar a Tierra Santa, cuando ella acababa de alcanzar la pubertad, e inmediatamente se había prendado de su cuerpo jugoso, apretado, similar a los de las modelos de los escultores griegos. Luego había descubierto en ella la ingenuidad de una niña de origen humilde deslumbrada por su grandiosidad, lo que había terminado de seducirle hasta la médula. ¿Podía existir algo más gratificante que la admiración ilimitada que leía en esos ojos, aunque fueran ojos adolescentes?
El emperador no era, sin embargo, lo que se dice un hombre generoso en sus afectos, motivo por el cual la muchacha pasaba la mayor parte del tiempo recluida en la residencia que le había asignado el monarca, rodeada de lujos y carente de compañía. De ahí que Braira compartiera con ella a menudo lánguidas tardes de costura, paseos junto al mar y recuerdos de su pasado venerados como reliquias.
Bianca se parecía cada día más, en cierto modo, a la hija que no había visto crecer y que le habían robado. Por eso se había tragado la cátara sus escrúpulos de conciencia aceptando amadrinar a la pequeña Constanza, lo que le había obligado a mentir una vez más ante Dios y los hombres frente a la pila bautismal en el momento de pronunciar los correspondientes votos de fidelidad a la Iglesia católica.
Tal como había prometido a Gualtiero, su secreto les pertenecía únicamente a ellos. ¿A quién ofendía ella con ese gesto? El amor, quería creer la hereje, era la base de todo. La piedra angular de cualquier religión. El único requisito indispensable para acercarse al cielo. Y amor era precisamente lo que la ligaba a esa criatura a la que miraba con ojos de abuela.
—Un… Un hombre solicita veros —informó un lacayo a Braira, que a la sazón acababa de regresar de visitar a su amiga y tañía una melodía melancólica en el laúd, recluida en sus aposentos de palacio.
—¿De quién se trata? —preguntó ella con indiferencia, pues apenas mantenía relaciones con los componentes de esa corte, ahora ya completamente extranjera, de quienes se sentía infinitamente distante tanto por educación como por forma de ser.
—Dice llamarse Bernardo de Saverdún.
—No le conozco.
Dando por zanjada la interrupción, volvió a su instrumento, con el rostro vuelto hacia la ventana, mientras dejaba bailar la mente al mismo ritmo perezoso que marcaban las cuerdas.
—Perdonad, mi señora —insistió el lacayo con un carraspeo, irrumpiendo en sus pensamientos.
—¿Qué hay para que me importunes de ese modo? —se irritó ella—. Ya te he dicho que no conozco al hombre de quien me hablas.
—Es que lleva todo el día esperando a las puertas de la fortaleza. Los guardias no lo han dejado pasar, porque su aspecto no es precisamente el de un caballero, pero no hay forma de que se marche. Ni siquiera bajo la amenaza de enviarle al calabozo. De ahí que me hayan enviado a daros el recado. Os pido disculpas por mi insistencia. Si queréis que sea despachado, por supuesto, los soldados se encargarán de hacerlo ahora mismo.
—¡Espera! —le detuvo ella, que había sido extranjera en tierra extraña con harapos de mendiga.
—Se me olvidaba —dijo de repente el lacayo, llevándose la mano izquierda a la frente en señal de reproche por su mala cabeza—. Dice venir de un lugar llamado Montsegur.
—¡Hacedle pasar inmediatamente! —ordenó Braira, mientras el pulso se le disparaba.
Al poco, se presentaba ante ella un hombre más o menos de su edad, con calzas y bragas deshilachadas, pellote raído, camisa sucia, al igual que el resto de su persona, a guisa de equipaje un hatillo, del que se había negado a desprenderse, y una actitud elegantemente digna en la que reconoció, de forma inequívoca, a un componente de la nobleza occitana que había frecuentado en su infancia.
Le recibió con una sonrisa abierta.
—Disculpad la tardanza en recibiros y pasad, os lo ruego, consideraos en vuestra casa. ¿Es cierto que venís de Montsegur?
—Así es —respondió su invitado, expresándose en la lengua de Oc que casi había llegado a olvidar ella—. Os traigo la bendición de vuestra madre, que fue quien me habló de vos.
Braira sintió que un torrente de emociones se le venía encima, inundándole los ojos. De pronto, cuando todo a su alrededor se desmoronaba, cuando el mismo Dios le daba la espalda, sordo a sus súplicas, cuando su mayor y casi única alegría era poder tener en los brazos a la pequeña Constanza, engendrada por ese monarca despiadado al que se veía obligada a servir… aparecía ese fantasma de un pasado casi irreal para rescatarla de la noche.
—¿Cómo está mi madre? —inquirió ansiosa.
—Mabilia estaba bien de salud cuando partí del castillo, hará algo más de tres meses. La casa en la que habita junto a otras perfectas tiene ahora más residentes que nunca, porque la ciudadela está atestada de refugiados, pero ellas comparten con todos su pan, que de momento no falta.
—¡Gracias sean dadas al Señor! Habladme de ella, por favor. ¿Es feliz? ¿De qué modo supo deciros dónde encontrarme?
—Creo que está en paz consigo misma y con Dios —respondió Bernardo, tras un instante de reflexión—. Sí, a juzgar por su actitud, yo diría que es una mujer serena, colmada, que afronta la muerte sin miedo.
—¡Afortunada ella! —se congratuló sinceramente Braira.
—Perdonad mi descortesía —añadió el recién llegado—, pero hace días que no como. ¿Tendríais la bondad de darme un plato de sopa? Me da vergüenza pedirlo…
—Soy yo quien se avergüenza de no habéroslo ofrecido. ¡Menuda hospitalidad la mía!
Abrió la puerta, llamó a un criado e hizo traer empanadas de ave, morteruelo, capón relleno, lonjas de queso y buñuelos; una parte del menú previsto para la cena del emperador, regado todo ello con un buen vino de su bodega.
El de Saverdún, que evidentemente no era un perfecto asceta, rezó una breve plegaria de agradecimiento por los alimentos recibidos, comió con apetito de todos los platos y bebió un par de vasos de tinto rebajado con agua, que le devolvieron el color.
Tras ponderar la bondad de su anfitriona, continuó con su relato.
—En cuanto a cómo supo doña Mabilia dónde encontraros, creo que fue a través de vuestro hermano, quien le escribió hace años dándole razón de vos. Se congratuló mucho al leer que estabais felizmente casada con un caballero del Reino de Sicilia próximo al soberano. ¡Cómo festejó la noticia! Fue tan ruidoso su júbilo que toda Montsegur lo celebró con ella.
—Siempre fue una persona risueña —comentó Braira emocionada, sin entrar en detalles sobre el giro trágico que había dado su vida desde entonces—. Ahora decidme. ¿Qué puedo hacer por vos?
—Nuestra fe cátara es perseguida con saña en toda Occitania —informó el visitante a modo de explicación de lo que se disponía a pedir—. Quedan todavía algunos enclaves seguros, como el que acoge a vuestra madre, pero son cada vez menos y sufren un acoso constante. Desde que el rey francés, Luis, se hizo con el poder sobre nuestra tierra, las cosas han ido de mal en peor.
—¿Simón de Monforte es ya señor de toda la región? —inquirió Braira, dando por segura la respuesta.
—Él murió, aunque su muerte no cambió nada —replicó Bernardo—. Sin la protección del soberano de Aragón, don Jaime, que nada quiere saber de nosotros, estamos vendidos.
—¿Cómo fue el final del conde? —quiso saber ella, que había sufrido en carne propia la maldad del León de la Cruzada y se congratulaba de saberle finalmente castigado por sus muchos desmanes.
—Le mató una pedrada en la cabeza durante el asedio de Tolosa, hará algo más de diez años. Acudía en auxilio de su hermano Guy, herido por una saeta, cuando le alcanzó en pleno yelmo un proyectil lanzado desde la ciudad por una catapulta que servía un grupo de mujeres bravas. Cayó fulminado al instante.
—¡Bien hecho! —exclamó Braira desde las entrañas.
—Le sucedió su hijo, Amalrico —siguió contando el albigense, algo escandalizado ante la falta de caridad de la dama—, que carecía del talento de su padre. Pero salimos del fuego para caer en las brasas, pues el soberano de Francia, que es quien gobierna ahora, no es mejor que él y ha conseguido someter al conde Raimundo, quien le rinde pleitesía públicamente tras haber hecho penitencia.
—No cabía esperar otra cosa de él…
—Lo cierto es que estamos desamparados. Los que no se convierten y cumplen la penitencia de rigor acaban condenados. Nadie se atreve a darnos amparo. Yo mismo escapé por los pelos de varias hogueras antes de llegar a Montsegur. Habría podido quedarme allí, como han hecho otros muchos, pero sé que más tarde o más temprano también conquistarán esa plaza y no me resigno a morir.
—Tampoco en Sicilia estamos seguros —dijo Braira, bajando la voz—. No creáis que estoy en una situación mucho mejor que la vuestra. Aquí nadie conoce mi fe ni puedo yo desvelarla, pues el emperador ha dictado leyes implacables contra los herejes, a quienes considera traidores no sólo a Dios, sino a su persona.
—Dicen, sin embargo —le rebatió su huésped—, que algunas ciudades septentrionales, y en particular Milán, reciben sin problemas a los cátaros que disponen de medios para sustentarse…
—¿Y no es vuestro caso?
—He gastado todo lo que tenía para viajar hasta aquí —confesó Bernardo—, animado por las palabras de aliento de doña Mabilia, con la esperanza de recibir vuestra ayuda. Si pudierais…
—No es mucho lo que estoy en disposición de daros, pues mi marido y mi hijo se hallan cautivos de los sarracenos.
—Olvidad, en ese caso, todo lo que he dicho —se apresuró a retroceder el cátaro, con ademán caballeresco—. Tal vez debáis pagar su rescate. Ya buscaré yo otra forma de llegar hasta Milán. No os preocupéis. He salido de trances peores.
—No abandonaré a un hermano de fe enviado por mi madre —le tranquilizó su anfitriona—. Aunque, como os digo, el momento no sea el mejor…
En ese instante irrumpió en la estancia Aldonza, gritando como una loca.
—¡Al fin os tengo arpía, bruja, embustera! —le escupió a Braira cual furia, con el rostro contraído por la ira y la melena canosa revuelta—. ¡Estaba persuadida de que no erais trigo limpio! Lo supe desde el primer momento, cuando os vi embaucar a la reina y a mi señor Federico con esas diabólicas cartas vuestras. Ahora tengo la prueba.
—Sosegaos, aya —trató de calmarla la dama, preguntándose con temor qué parte de la conversación habría escuchado la anciana—. Creo que estáis confundida…
—La confundida sois vos si pensáis que vais a volver a libraros —replicó Aldonza, algo más tranquila, aunque con los ojos inyectados en sangre a causa de su odio—. Escapasteis a la tarántula y al veneno que vertí en vuestro plato, pero se os acabó la suerte. Cuando el emperador sepa que sois una hereje, que os jactáis de profesar la fe de los cátaros, se dará cuenta de que ha estado ciego ante vos, sometido a vuestro hechizo. —Se santiguó—. Él es un buen cristiano, a pesar de sus diferencias con nuestro santo padre; bien lo sé yo, que le enseñé a rezar de niño. Preparaos para pagar por todo el mal que habéis hecho.
Braira estaba atónita ante lo que acababa de oír. Era esa vieja aparentemente inofensiva, esa mujer callada, abnegada, sometida, la que había intentado matarla en dos ocasiones y amenazaba ahora con denunciarla al rey.
No habían sido accidentes después de todo. Si ella estaba viva, si había escapado a las garras de esa demente, era únicamente gracias a las sospechas de doña Constanza, que la salvó enviándola lejos, convencida de que alguien la aborrecía hasta el extremo de atentar contra su vida. Y ese alguien era la niñera de Federico. Ella era la responsable de todas las desgracias padecidas durante su embajada en Occitania. La que había arruinado su inocencia. La mano negra responsable de amargar buena parte de su existencia.
Lo que no alcanzaba a comprender era el motivo de esa fiera inquina.
Más incrédula que asustada, incapaz de digerir de golpe todo lo que suponía esa confesión de culpa por su parte, preguntó a la mujer que la observaba desafiante:
—Si eso es lo que pensáis de mí, ¿por qué no me denunciasteis a nuestro señor desde el primer momento? ¿Cómo os atrevisteis a erigiros en juez y verdugo a la vez?
—Él cayó bajo vuestro influjo malvado desde que os vio descender de la galera y no me habría creído. ¡Pobre criatura! ¿Quién sino yo iba a protegerle de vos? Le enredasteis con vuestros ardides arteros hasta convertirle en vuestro títere. Cayó inerme en vuestras redes, aunque eso ya se acabó.
—¿Por qué hacéis esto? —se sorprendió la acusada, realmente sobrepasada por la hiel corrosiva que destilaban las palabras de Aldonza, cuya mente enferma parecía haber urdido una explicación demencial a todo lo ocurrido a su señor en los últimos veinte años—. ¿Por qué me odiáis de esta forma? ¿Qué mal os hice yo?
—¿Y tenéis la osadía de preguntarlo?
—No conozco la respuesta.
—Me robasteis a aquel a quien más quería. Le sometisteis a vuestro influjo maligno. Como si no hubiera habido suficientes magos en esta corte, practicasteis con él los ritos diabólicos que encierran vuestros dibujos hasta hacerle depender de vuestra voluntad. Le hechizasteis…
—Todo eso es falso. Estáis celosa sin motivo. Yo no ejerzo ni he ejercido jamás influencia alguna sobre nuestro soberano, ni mucho menos he buscado su afecto, que siempre os ha pertenecido.
—¡Le pervertisteis! —añadió implacable el aya, que llevaba una eternidad esperando ese momento—. Y cuando os pedí que emplearais vuestro poder para salvar a doña Constanza, os negasteis. La dejasteis morir a propósito, para seducir con vuestra lascivia a mi niño adorado.
—¡Estáis delirando! —se defendió Braira dolida—. Nada pude hacer yo por ayudar a la reina, por más que hubiera querido. Sabe Dios cuánto amaba a doña Constanza…
—¡No nombréis a Dios en vano, sacrílega!
—Juro por su Santo Nombre que cuanto afirmáis es mentira —rebatió la acusada, desafiante.
—¡Basta de palabrería! Este criado —dijo, mandando entrar al que había servido la comida— y yo misma os oímos confesar a vuestro invitado que profesáis una religión herética. Llamasteis «hermano» a este hombre —señaló a Bernardo—. Os reconocisteis cátara. Cuando se entere su majestad… ¡Que Jesucristo se apiade de vuestra alma condenada!
Tanto Braira como su visitante sabían que la mujer tenía razón. Por mucho que el rey apreciara a su dama del Tarot, una acusación semejante, presentada por una persona tan respetada por él como Aldonza y respaldada por otra voz, no podría ser ignorada.
A poco que se indagara la procedencia del extranjero, la suerte de ambos estaría echada sin que pudieran hacer nada por evitar lo peor.
No habían transcurrido más que unos instantes cuando dos guardias armados, con cara de pocos amigos, se plantaron ante la puerta a fin de impedirles salir. Una demostración palmaria de que la denuncia presentada por la anciana había producido el efecto deseado. Mientras Bernardo se ponía a inspeccionar los ventanales en busca de vías de huida, acuciado por la necesidad de moverse, Braira se sumió en un profundo silencio. Había llegado al final y necesitaba hacer acopio de fuerzas para afrontarlo con honor.
A la mañana siguiente, tras una noche de pesadilla, comparecieron los acusados ante el emperador.
—Se ha presentado contra ti una imputación muy grave —le dijo el soberano a Braira, sin prestar la menor atención al hombre que la acompañaba—. Me cuesta creer que sea cierta, pero las pruebas hablan en tu contra.
—Soy inocente, señor —respondió Braira, tratando de sonar convincente, en la certeza de que no le quedaba otra salida que negar la evidencia.
—Es tu palabra contra la de Aldonza —insistió el monarca, profundamente molesto por verse obligado a dirimir ese asunto.
—Ella yerra, mi señor —alegó la occitana—. Sin mala intención, por supuesto, aunque demostrando una ligereza de juicio impropia en circunstancias tan graves. Ha debido confundirse. Con la edad se pierde agudeza en el oído, a lo que hay que añadir que nunca ha sentido hacia mí una gran simpatía…
—¡Dejad que se sometan al juicio de Dios! —tronó entonces la voz de Aldonza desde el otro extremo del salón de audiencias—. Que sea El quien decida cuál de las dos dice la verdad.
Y un murmullo de aprobación se extendió entre los presentes.
Federico no podía negarse. Por más que repugnara a su raciocinio imponer a Braira semejante prueba, el testimonio de Aldonza y del criado revestían tal contundencia que prescindir de ellos habría puesto en duda su imparcialidad.
Acababa de reconciliarse con el papa, cuya enemistad resultaba letal para sus intereses. Necesitaba el pleno respaldo de la Iglesia en su enfrentamiento con las ciudades rebeldes de la Liga Lombarda, capitaneadas precisamente por Milán. Se autoproclamaba Espada de Cristo y principal protector secular de la institución fundada por Pedro. Él mismo había dictado, no hacía mucho, leyes estrictas contra los herejes, sin pensar ni por un instante que una de ellas pudiese formar parte de su entorno íntimo y estar aconsejándole sobre los asuntos más delicados de su acción de gobierno. Tenía las manos atadas.
Lo mirara por donde lo mirara, solamente le quedaba una opción: acceder a lo que demandaba Aldonza. Por eso proclamó, solemne:
—¡Sea! Se someterán a la ordalía del fuego.
Dos pilas de leña seca, de unos tres pies de altura por treinta de largo y dos de fondo, fueron colocadas sobre la marcha en el patio de armas, dejando un estrecho pasillo entre ellas.
El aya exultaba de gozo al ver cómo los guardias conducían a su enemiga y al correligionario de esta hacia su fin, convencida de que no superaría el trance. Braira, a su vez, se esforzaba por contener el terror que le atenazaba las entrañas y controlar el temblor de su cuerpo, dirigiendo miradas suplicantes a Bernardo. Este parecía algo más sereno, seguramente por haber sobrevivido a experiencias similares con anterioridad, cuando todo parecía perdido, o acaso por la fortaleza inquebrantable de sus creencias. Pero ella no tenía la menor esperanza.
Toda la corte se fue congregando a ambos lados del siniestro escenario preparado para la ordalía, atraída por la originalidad del espectáculo. ¡No todos los días era posible presenciar una cosa semejante! Las ejecuciones de reos sí eran algo común, aunque vulgar, destinado a satisfacer los bajos instintos del populacho. Lo que iba a ocurrir ante sus ojos, por el contrario, estaba revestido de espiritualidad, en la medida en que era nada menos que la mano del Altísimo la que inclinaría la balanza de la justicia. ¡Un acontecimiento realmente excepcional!
Había comentarios para todos los gustos.
—Con lo modosa que parecía…
—Y su pobre marido cautivo en tierra de infieles.
—Es apuesto el caballero que la acompaña. Tal vez todo se reduzca a un asunto de lo más mundano.
—¡Caray, no digas eso! ¿No ves la cara de susto que lleva?
—Para mí que es una bruja.
—Pues arderá en el infierno.
—Ya decía yo que ese juego suyo no podía traer nada bueno.
—Sea como sea, esto es muy emocionante…
A la derecha del emperador se situó el obispo de Palermo, acudido a toda prisa a caballo desde el vecino palacio episcopal con el fin de emitir un veredicto definitivo en la interpretación de los resultados. A su izquierda, Federico quiso colocar a Miguel Escoto, cuyo criterio seguía teniendo en la más alta estima a pesar de haber alcanzado el astrólogo una edad muy avanzada. Alrededor de ellos, formando corrillos, se agruparon buena parte de los magnates del reino, discutiendo acaloradamente sobre el desenlace del juicio divino.
Eran escasas las opiniones que daban alguna posibilidad a la cátara. En realidad, nadie se atrevía a hacerlo. Los más piadosos se limitaban a murmurar:
—¡Pobre mujer!
Cuando todo estuvo dispuesto, el rey mandó que se prendieran las hogueras. Uno de los soldados que custodiaban a Braira trató de empujarla hacia su interior, pero desistió de su empeño al ver que el otro hereje se lanzaba con arrojo a las llamas, sin necesidad de ser arrastrado a ellas.
El cátaro no pudo evitar un primer aullido de dolor. Mordido por las lenguas de fuego, que más parecían colmillos, gritó con toda el alma, aunque siguió adelante. Justo después de ver arder su propio cabello, como si de una aureola se tratara, perdió prácticamente la visión, a la vez que la capacidad de emitir sonidos, y aun así, continuó avanzado.
Braira le miraba estupefacta. ¿Cómo podía ese hombre mantenerse en pie e incluso caminar convertido en una antorcha? ¿Se mostraría Dios tan clemente con el fin de premiar su fidelidad a la religión en la que había sido educado? ¿Tendría él una resistencia fuera de lo común? ¿Saldría vencedor de la ordalía? En cualquier caso, se dijo, ella no superaría la prueba. Ni su capacidad de aguante era comprable a la que demostraba el amigo de Mabilia, ni había sabido ella mantenerse firme en la fe. Ni en la de sus padres ni en la de su hijo. No, ella no salvaría el pellejo. Era demasiado cobarde.
La resistencia sobrehumana del reo acalló todas las voces. Al cabo de un tiempo que se hizo interminable, en medio de un sepulcral silencio, Bernardo llegó hasta el final del trayecto y salió dando traspiés del incendio. Con atroces quemaduras en todo el cuerpo, aunque respirando. Irreconocible, carbonizado, convertido en un amasijo de carne ahumada sanguinolenta… pero vivo.
Braira se preparó para morir. No le importaba ya. Ansiaba rendir cuentas al Señor, y después, una vez cumplida en el purgatorio la pena correspondiente a sus graves pecados, reencontrarse con Alicia, su niña querida, con su padre, con Beltrán, con todas las personas amadas que la esperaban en la otra vida. Confiaba en poder acogerse a la misericordia divina.
La aterrorizaba, no obstante, el tormento al que iba a someterse. Un sufrimiento físico que imaginaba insoportable e incompatible con la dignidad. La angustiaba terminar apestando como lo hacía en ese instante el pobre Bernardo, que agonizaba en brazos de un sacerdote. Como habían acabado los desgraciados habitantes de Vauro, cuyo hedor aún llevaba ella incrustado en la memoria y en el estómago.