Capítulo XXXIV

La fue a buscar un lacayo al huerto que tenía la hospedería en uno de los patios, donde Braira leía a la sombra de una higuera.

—El emperador desea veros.

—Decidle que ahora mismo voy.

En un abrir y cerrar de ojos estaba en la estancia habilitada como salón de audiencias, provista de su estuche plateado, dando por hecho que Federico querría consultar al Tarot.

—¿Deseáis que interprete para vos las cartas, majestad? —inquirió con la delicada cortesía de la que siempre hacía gala.

—Hoy no —respondió el rey—. Tengo que darte una mala noticia.

El corazón de Braira se puso a galopar desbocado, pues el rostro del rey mostraba un gesto desacostumbradamente sombrío que anunciaba lo peor.

—Tu esposo y tu hijo no han regresado de la misión de reconocimiento en la que participaban.

—¿No han regresado? —repitió ella incrédula, negándose a comprender lo que oía—. ¿Qué queréis decir?

—Que no están aquí. No han vuelto con los demás. Te lo digo personalmente por el afecto que os tengo a ambos.

—¿Han muerto? —preguntó la dama con un hilo de voz.

—No, que yo sepa. El destacamento del que formaban parte tuvo un encontronazo con una partida de sarracenos, aparentemente seguidores de un caudillo faccioso que en la práctica es quien gobierna Bagdad, o acaso de algún otro enemigo de Al Kamil. La cuestión es que hubo un choque, tras el cual Gualtiero y su escudero, que era vuestro hijo, fueron capturados.

—¿Ellos solos?

—Junto a dos más de los nuestros. Me asegura el capitán con el que he hablado que eran inferiores en número, en proporción de tres a uno, lo que no les dejó más opción que la huida.

—¿Abandonaron a sus compañeros?

—No podían hacer otra cosa. Tienes que comprenderlo. De haber ofrecido resistencia los habrían aniquilado.

—¿Y qué vais a hacer vos? —pregunto ella, apenas capaz de mantenerse en pie, mientras lágrimas de sangre le caían por las mejillas.

—Enviaré un emisario al sultán. Si están en su poder, nos los entregará enseguida.

—¿Y si no?

Federico calló.

—¿Y si no? —repitió Braira con la garganta rota por el llanto—. ¡Decidme que enviaréis a un ejército a rescatarlos, que los buscaréis hasta encontrarlos!

—¡Tienes que tranquilizarte, mujer! —se impacientó el monarca—. Disponer a la tropa para el combate iría claramente en contra de la tregua acordada y sería interpretado, con justicia, como un gesto hostil hacia los musulmanes, que ni quiero ni puedo permitirme. Tendremos que ser pacientes. Los intereses del Imperio, de la Cristiandad entera, no pueden ser amenazados por un incidente como este. Debes comprender que hay razones de estado que nos superan.

—Él os salvó la vida —le reprochó ella llena de desprecio, sin temor a provocar su ira—. ¿Acaso no merece ser pagado con la misma moneda?

—¡Ya basta! —bramó él—. Esperaremos a ver qué resultado dan las gestiones diplomáticas, sin olvidar que dentro de poco hay previsto un amplio intercambio de prisioneros. No pierdas la esperanza y contén la lengua. Por hoy he pasado por alto tu impertinencia en atención al dolor que sientes, mas no volveré a consentirlo. Recuerda quién eres, que me debes obediencia y que soy tu soberano, emperador de los romanos, césar augusto, señor de los reinos de Italia, Sicilia, Jerusalén y Borgoña.

Braira lo sabía bien. ¿Por qué si no habría soportado sus caprichos y su lascivia? ¿Por qué habría compartido con él a las personas que más quería en el mundo? Él era su amo y señor, sí. Su emperador. Un demonio grandioso.

Sin tener conciencia de ello, las piernas la llevaron por el mismo camino que había recorrido junto a su marido el día de la coronación, a través de calles desiertas.

Su mente era un hervidero de emociones que oscilaban entre la tristeza absoluta y la posibilidad de una pronta solución, perspectiva a la que se aferraba con desesperación. ¿Cómo podría seguir viviendo de otro modo, huérfana de todo lo que daba sentido a su vida? Si no hubiera creído que sus dos amores retornarían a casa, se habría arrojado de inmediato al vacío desde la torre más alta. Pero le quedaba la esperanza; el último asidero al que agarrarse para mantenerse en pie.

Era tarde cuando llegó a las puertas del Santo Sepulcro, incapaz de recordar cómo. Anochecía. Los perfiles del templo antaño tan orgulloso, con sus tejados de plata, sus joyas y sus valiosas reliquias, se difuminaban en la luz incierta del ocaso, que tendía un velo pudoroso sobre los destrozos causados por el expolio.

Desde las mezquitas circundantes, los almuédanos llamaban a los fieles a postrarse para proclamar que Alá era el más grande. La ciudad, pensó Braira llena de rabia, parecía seguir siendo propiedad suya, lo que les envalentonaba hasta el punto de atacar impunemente a un destacamento del emperador. ¿En qué cabeza cabía? ¿Qué clase de patraña era esa Cruzada amañada?

Casi en trance, causado por la hondura de su pena, entró en la iglesia, prácticamente vacía como consecuencia de la hora avanzada y del interdicto que prohibía la práctica del culto. Después de atravesar, bajo el eco de sus pasos, la nave principal, rodeada a ambos lados de capillas, llegó al altar del Calvario, levantado en el punto exacto en el que había estado clavada la cruz de Cristo.

Una grieta profunda, provocada por el terremoto que sacudió la tierra en el momento en que Él expiró, recorría de forma visible la roca sobre la que había sido edificada la basílica siglos atrás. Y frente a esa oquedad sagrada se tumbó ella, mujer y madre escarnecida, mordiendo el polvo, en el mismo lugar desde el cual María debió de contemplar, impotente, el terrible sufrimiento de su hijo.

Perdió la noción del tiempo.

Así, humillada ante su Dios, al que estaba segura de haber ofendido gravemente, suplicó misericordia con toda la devoción de la que era capaz. Rogó, pidió perdón, apeló a la Virgen, abogada de los afligidos, prometió entregar su fortuna e incluso su vida al servicio de los pobres entre los pobres, si Gualtiero y Guillermo aparecían…

Allí la encontró, al alba de un nuevo día, doña Inés de Barbastro, que también acudía a implorar clemencia.

Se había levantado antes que el sol, porque rara vez salía a la calle después de las primas o antes de las completas. La deformidad que padecía desde su nacimiento le producía una vergüenza tal que incluso a esas horas, en las que era difícil encontrarse a alguien, iba velada como algunas mahometanas rigurosas, sin mostrar más que unos ojos de color azul claro que habrían delatado su procedencia occidental aunque no hubiese llevado un rico vestido de seda negra, ajustado a la cintura, que llamaba la atención por su suntuosidad. La acompañaba su hermano, un hombre joven con modales y atuendo de comerciante acomodado, que se quedó algo rezagado con respecto a ella a fin de respetar su intimidad.

La presencia de ambos en el templo respondía a la fe inquebrantable de la mujer en la posibilidad de obtener una curación milagrosa si peregrinaba hasta el Santo Sepulcro de Nuestro Señor y a los pies de la cruz invocaba su auxilio. Tan grande era su confianza y tan insistentes sus solicitudes, que la familia, compuesta por la madre viuda y cuatro hijos más aparte de ellos dos, había terminado por acceder a financiar el precio del viaje, que representaba una fortuna. Y allí estaban al fin, después de innumerables vicisitudes, dando cumplimiento a la promesa involucrada en ese trato cerrado tácitamente con Dios.

Podían permitírselo. El negocio de la seda, con la que estaba tejida la prenda que adornaba a la enferma, prosperaba en su localidad natal, situada no lejos de Huesca, donde bosques enteros de moreras alimentaban a gusanos que, antes de convertirse en feas mariposas pálidas, fabricaban sus capullos con esa impagable materia prima. De no haber sido por la desgracia que aquejaba a la pequeña de la casa, que a la sazón contaba veinte primaveras, podrían haberse considerado auténticos benditos de Dios. Pero Él, en sus inescrutables designios, había impuesto a Inés esa carga, que ella sobrellevaba con tanto dolor como entereza.

Estar en Jerusalén, en el hogar de Jesús, ante sus mismos ojos, la llenaba de emoción. Cumplía con ello un sueño alimentado desde la niñez. Un último resquicio de ilusión, dado que la medicina no le ofrecía remedio alguno para su mal. Si no se obraba el milagro que había ido a implorar, habría de vivir desfigurada el resto de sus días, renunciar al matrimonio y resignarse a la soltería; un horizonte ciertamente gris para cualquier hija de Eva, pues la vida monástica no la atraía en absoluto.

Se disponía a hincarse de rodillas con el fin de empezar a rezar, profundamente impresionada por la atmósfera del lugar, cuando se percató de que en el suelo yacía una dama aparentemente desmayada. Asustada, se acercó a tocarla.

—¿Estáis bien? ¿Necesitáis ayuda? —preguntó espontáneamente en la lengua de Aragón.

—¿Quién sois? —respondió Braira sorprendida, con una voz que parecía provenir de otro mundo.

—Me llamo Inés de Barbastro y soy una peregrina llegada de muy lejos.

Con torpeza, debida al entumecimiento, la antigua pupila de los Corona se levantó, encontrando cierto consuelo en el hecho de oír un idioma muy querido por ella, que le traía entrañables recuerdos. Al fijarse en su interlocutora y ver el tupido velo que la cubría, olvidó sus modales.

—¿Qué os ocurre en la cara? —exclamó.

—No me gusta enseñarla —replicó la aludida, ofendida.

—Perdonadme —se disculpó Braira—. Estoy tan cansada y confusa que os he faltado al respeto. No me lo tengáis en cuenta. Mi nombre es Braira de Fanjau, y me alegra conocer a una aragonesa. Yo me siento en cierto modo parte de esa tierra también.

En ese momento fue Inés la que se percató de los ojos hinchados por el llanto, las mejillas enrojecidas y la expresión de infinita tristeza de la dama que se había encontrado.

—Debéis sufrir mucho… —le dijo, conmovida.

—Más de lo que se puede expresar con palabras —reconoció ella.

—¿Deseáis compartir conmigo esa pena? He tardado mucho en llegar hasta aquí y desearía dedicar algún tiempo a elevar mi plegaria al Señor, pero después me complacería escucharos, si es que queréis hablar. Tal vez pueda serviros de ayuda.

Aquella extraña dispuesta a acompañarla en el trance espantoso en el que estaba sumida era justo lo que necesitaba Braira en ese momento. Sentía una repugnancia insalvable hacia cualquiera relacionado con Federico, y no conocía en aquella ciudad a nadie que no lo estuviera. Por otra parte, no se veía capaz de sobrellevar su angustia en solitario, por lo que respondió de inmediato:

—Os esperaré en el atrio.

—No tardaré.

Empezaba a apretar el calor cuando la de Barbastro salió de la iglesia. Los escasos fieles que se dirigían a ella se mostraban perplejos ante su figura estilizada y elegante, digna de una gran señora de la nobleza cristiana, irreconciliable con el paño de tela tupida que cubría sus facciones como en el caso de algunas mahometanas. Más de uno se le quedó mirando fijamente, como si se tratara de un fantasma.

—¡Cómo me fastidia la gente que se comporta de ese modo! —comentó con despecho a la mujer que acaba de conocer, quien la esperaba en la plazoleta a la que se asomaba la basílica—. ¿No se darán cuenta de lo mucho que incomoda una agresión semejante?

—Probablemente no —apuntó Braira, cuidando de no volver a mencionar el velo—. Sólo somos sensibles, en general, a lo que nos afecta personalmente.

—¡Cuánta razón tenéis!

—¿Dónde os alojáis? —cambió de tema la occitana—. Podría acompañaros y compartir vuestro desayuno, si os parece bien.

—En el albergue de los hermanos hospitalarios. ¡Unos santos! ¡Si vierais la cantidad de limosnas que reparten! La verdad es que hemos tenido mucha suerte, porque aunque se trata de un complejo enorme, dicen que capaz de alojar a más de mil huéspedes, está prácticamente copado por el emperador, que se encuentra aquí estos días. ¿Sois vos también peregrina en Tierra Santa?

—No exactamente. Formo parte de la comitiva de su majestad, a cuyo servicio estamos mi marido y yo.

—¡Vaya! —terció con evidente enfado Ramón, el hermano, que caminaba con ellas una vez hechas las oportunas presentaciones—. Pues por su culpa no nos hemos podido confesar, ni oír misa ni comulgar, después de venir hasta aquí. ¡Supongo que estará satisfecho…!

—Sus relaciones con el pontífice son complejas —se zafó Braira, que no estaba en condiciones de entablar una discusión política.

—Complejas no —rebatió el mercader—. Son desastrosas. No se excomulga a un monarca por menudencias. Si el papa ha llegado a este extremo tendrá motivos de peso. A nosotros, de cualquier manera, nos ha perjudicado gravemente. ¡Tanto tiempo, tanto oro como nos robó por el pasaje el capitán de ese buque en el que nos embarcamos en Genova, para nada!

—¡No digas eso, Ramón! —le regañó su hermana—. Aunque no hayamos recibido los sacramentos, estoy segura de que Dios nos habrá escuchado. ¿Acaso no percibes su presencia?

—Si tú lo dices… —concedió él, remiso.

—Por otro lado, nuestra amiga no es responsable de los actos de su señor, como tú no lo eres de los de nuestro rey, don Jaime. ¡Haz el favor de mostrarte más cortés!

Iban caminando deprisa hacia la hospedería, a fin de escapar del sol y de los curiosos, pero aún les faltaba un buen trecho por recorrer.

—Don Jaime… —repitió Braira, evocando de golpe la tragedia a la que había asistido en Muret, la muerte violenta del rey Pedro, padre de ese príncipe que entonces era todavía muy niño, y la preocupación que parecía sentir en aquel entonces su hermano Guillermo por la suerte de ese huérfano—. ¿Llegó a alcanzar el trono, pese a todo?

—¿A qué viene esa pregunta? —se extrañó Ramón—. ¿Por qué no habría debido alcanzarlo?

—Es que yo conocí a don Pedro, su padre, que no parecía sentir por él un gran afecto —respondió la cátara, eludiendo dar mayores explicaciones—. Pero eso forma parte del pasado —añadió, forzando una mueca a guisa de sonrisa—. ¿Qué clase de soberano es él?

—¡Es el hombre más apuesto que jamás se ha visto, os lo aseguro! —se entusiasmó Inés—. Más de seis pies de altura, rubio de pelo, blanco de piel, de ojos negros como carbones, bien proporcionado, derecho y gallardo. ¡No hay mujer que se le resista!

—Entonces se parece a su progenitor —constató Braira—. Él también era muy atractivo, además de valiente y culto.

—En lo de valiente este no le va a la zaga —intervino el miembro masculino del grupo—. Cuando partimos de Aragón estaba a punto de emprender la conquista de las islas Baleares, que supongo estará ya concluida felizmente. Es un gran guerrero…

—Sí, mejor soldado que esposo —le interrumpió su hermana—. Se casó con doña Leonor de Castilla, que le dio un heredero sano y vigoroso, cuyo nombre es Alfonso, lo que no le ha impedido repudiarla de forma artera, después de hacerle la vida imposible.

—En eso también tiene a quién parecerse —intervino nuevamente Braira, perpleja ante la exactitud con la que se repetía la historia.

—Claro que es lo normal —constató la aragonesa—. ¿Existe algún hombre que trate a su esposa como trata a su espada?

—Existe —respondió la de Fanjau, sin poder evitar que se le escapasen las lágrimas—. Se llama Gualtiero. Gualtiero de Girgenti, y es mi marido.

Habían llegado al albergue. Ramón se despidió de ellas, alegando que iba a intentar unas gestiones comerciales, lo que llenó de alivio a las dos mujeres, deseosas de abandonar esa charla insustancial y hablar de las cosas importantes.

—¿A qué viene ese llanto si tenéis la dicha de un esposo que os ama? —preguntó Inés a su nueva amiga, una vez que estuvieron solas en sus aposentos.

—Es precisamente su ausencia lo que me atormenta.

Braira le contó con detalle lo sucedido en los últimos días; las circunstancias en las que habían desaparecido los dos hombres de su vida de golpe, cuando menos se lo esperaba; la conversación mantenida con el emperador; la fría indiferencia de este, más pendiente de sus arreglos con el sultán que de la suerte de su caballero; su frustración y el miedo cerval que le atenazaba el alma.

—Si no regresan —concluyó—, me mataré. No podré vivir sin ellos.

—No digáis eso —la regañó con dulzura la aragonesa—. ¡Que no nos imponga el Señor todo el dolor que somos capaces de soportar!

—Vos no comprendéis…

—¿Estáis segura?

Acercándose al amplio ventanal que daba luz a la habitación, la de Barbastro se despojó del paño que le cubría la cara para descubrir una enorme mancha de color púrpura que lo atravesaba de la frente al mentón en diagonal, creando una siniestra simetría. Una especie de lunar sanguíneo, desproporcionado, que convertía el rostro de la muchacha en una máscara horrenda.

—Así nací y así sigo. Os repugno ¿verdad?

—¡Por supuesto que no! —mintió piadosamente Braira.

—No es necesario que me lo digáis. Lo leo en vuestros ojos. ¿Seguís pensando que no puedo comprender lo que significan las palabras sufrimiento o miedo?

Avergonzada, la dama de Fanjau calló. No sabía qué decir.

—Conozco el miedo desde que era chica —continuó hablando Inés, tomando las manos de Braira tiernamente entre las suyas—. El mío y el de los demás ante mí. Por eso me escondo. Detesto causar una emoción tan destructiva.

—Creo que no sois justa ni con vos misma ni con los demás —trató de argumentar Braira.

—He dedicado mucho tiempo de reflexión a este asunto —prosiguió la peregrina—. La ausencia de vida social tiene esa ventaja, ¿sabéis? Dispongo de tiempo para pensar y sentir. Cuanto menos se existe hacia fuera, más se cultiva el espíritu… Y he llegado a conclusiones que pueden resultaros útiles.

—¿Sobre el espíritu?

—No, sobre el miedo. Es un impulso poderoso, de eso no hay duda. Mas, debidamente encauzado, no sólo no os destruirá, sino que os hará más fuerte.

—No veo cómo, la verdad.

—Miradlo de frente. No le deis la espalda. Aprended a convivir con él, a sentir en vuestro interior el orgullo de domeñarlo, a crecer con cada día que pasa sin que cedáis a la tentación de huir, ya sea quitándoos la vida o de cualquier otro modo ruin. El miedo mal encauzado paraliza. El que se doblega a nuestra voluntad nos convierte en héroes y heroínas. Es verdad que las canciones de gesta hablan únicamente de ellos, pero nosotras somos tan valientes como cualquiera de los protagonistas de esas historias, creedme. Todas llevamos dentro una guerrera invencible.

—¡Ojalá fuese cierto!

—Lo es. Os lo digo yo, que llevo veinte años luchando contra mi suerte. Confío en la misericordia de Dios. He pedido con devoción un milagro y aún espero que se obre. Pero de no ser así, no pienso rendirme. Me enfadaré cada vez que alguien me insulte con su actitud, pero no me dejaré humillar. Son dos cosas muy distintas.

—¿Y qué hago con esta angustia, cómo me sobrepongo a la tristeza?

—Recurriendo al coraje y a la fe. Debéis ser valerosa, querida. Yo os ofrezco mi mano, mi casa y mi amistad, si eso os sirve de acicate para seguir adelante.

Braira la abrazó con todo el vigor que le quedaba. ¿Por qué se sentía tan próxima a esa mujer que acababa de conocer? ¿Qué era lo que las hermanaba, aparte de su lengua común?

Ambas estaban unidas por la experiencia de un dolor lacerante y ambas eran seres solitarios, obligados a refugiarse en sí mismos de los avatares de un destino caprichoso. Las bendecía, eso sí, una inteligencia poco común, unida a una voluntad férrea. Y habían tenido la fortuna de encontrarse.

Desde el primer momento la occitana omitió conscientemente cualquier referencia al Tarot. Hacía muchos años que esa herramienta le había abierto toda clase de puertas al precio de condicionar definitivamente sus vínculos con las personas a las que había accedido de ese modo. Sus amigos auténticos, no obstante, quienes la habían querido de verdad, siempre habían estado al margen: sus padres, su hermano, Gualtiero, su hijo Guillermo, doña Alzais y don Tomeu Corona…

Las cartas creaban lazos de dependencia interesada y ella deseaba mantener una relación pura con Inés. Una amistad sin otro fin que el contenido en la palabra misma. Por eso se dejaba deliberadamente en su habitación la baraja guardada en su estuche de plata cada vez que iba a buscar a la aragonesa al otro extremo de la hospedería en la que se alojaban las dos, acuciada por la necesidad de charlar.

Fueron conversaciones intensas, alguna vez placenteras y casi siempre sinceras, trufadas de largos silencios. Una experiencia prácticamente inédita para Braira, que por una u otra razón había sobrepasado con creces los treinta años de edad sin conocer el sencillo, pero inmenso placer contenido en el encuentro con un alma femenina parecida a la suya. Un alma que percibió desde el principio como un refugio siempre abierto, y a la que se acercó con humildad, dispuesta a entregarse a fondo.

El tiempo volvió a fluir con naturalidad, aunque no iba a tardar mucho en estancarse de nuevo.

Una tarde, transcurridas apenas tres semanas desde que se conocieran, Inés le anunció, apenada, que se iba.

—Ramón ya no aguanta más aquí. El patriarca no levanta el interdicto y los negocios le apremian para volver a casa. Mañana partimos hacia Haifa, donde embarcaremos en un buque veneciano.

—Voy a echarte mucho de menos —le confesó Braira, que seguía sin noticias de su familia y había encontrado un gran consuelo en esa mujer extraordinaria.

—Ya te he dicho que nuestra casa en Barbastro es tuya. Siempre serás bien recibida allí.

—Lo mismo te digo de Girgenti, en Sicilia. Tal vez no sea igual de rico, pero es un paraje de gran belleza. ¡Seguro que te encantaría!

—En algún lugar volveremos a vernos, no lo dudo. Hasta entonces no olvides lo que hemos hablado. ¡Sé fuerte!

—Rezaré para que Dios obre el milagro que le has pedido.

—Y yo para que regresen pronto tu hijo y tu esposo.

Al besar la mejilla deforme de su amiga, Braira no sintió asco; ni siquiera rechazo. Sólo amor. Un cariño agradecido tanto a ella como a la vida, que la rescataba de su naufragio mediante esa preciosa tabla de salvación.

Esa mujer excepcional, cuyo rostro era la antítesis de su esencia, hacía del mundo un lugar más habitable. ¿Habría muchas como ella en Barbastro? ¿Las habría en Sicilia? No, no creía que las hubiera. De ahí que Inés permaneciera en su recuerdo en el espacio reservado a quienes constituían un don merecedor de ser conservado, cerca de Guillermo y de Gualtiero.

El emperador no la había mandado llamar en todo ese tiempo. Estaba muy ocupado visitando la ciudad, y toda Jerusalén se hacía lenguas de la escandalosa conducta que había exhibido en los santuarios mahometanos, donde su cinismo había llegado a ofender a católicos y muslimes por igual.

En la Cúpula de la Roca, a la que acudió en compañía de uno de sus preceptores árabes, experto en filosofía, se fijó en las rejas de las ventanas y preguntó cuál era su objeto.

—Son para impedir el paso de los gorriones —le contestaron. A lo que él replicó, empleando el término despectivo con el que los sarracenos se referían a los cristianos:

—Dios os ha enviado ahora cerdos.

Aquel comentario, y otros de corte similar, no hicieron gracia a nadie. Si pretendía congraciarse con los seguidores de Alá, cuya cultura admiraba sinceramente, había equivocado el camino. Ellos podían respetar a un adversario fiel a sus propias creencias, pero nunca a un hombre sin religión, que era lo que parecía ese rey sacrílego.

Su aspecto, por otra parte, tampoco resultaba admirable a ojos de los lugareños. Según el rumor que circulaba por los bazares, en el mercado de esclavos no habría valido más de doscientos dirhems, con la piel quemada por el sol, su incipiente calvicie, una estatura mediocre y esa vista deficiente que le obligaba a fruncir el cejo constantemente.

No, no había caído en gracia ni a propios ni a extraños, lo que irritaba profundamente a su orgullo.

—¡Ingratos! —se repetía a sí mismo a toda hora.

Puesto que no merecían su presencia, les privaría de ella.

Le habían llegado noticias alarmantes de los estados italianos, donde las tropas del papa, encabezadas por su suegro, Juan de Brienne, habían invadido la parte peninsular de Sicilia. El viejo guerrero se cobraba al fin la venganza, poniendo en peligro la integridad de su feudo más querido. Era tiempo de volver y enfrentarse a su adversario.

Cuando Braira supo que se marchaban, fue ella quien pidió ser recibida en audiencia por Federico.

—¿Es cierta la noticia que corre de boca en boca, majestad? —le interpeló con el mínimo de cortesía admisible—. ¿Regresamos a Europa?

—Así es. Graves asuntos me reclaman allí.

—¿Y qué hay de los que faltan? —insistió ella, desesperada.

—Como ya te he explicado en más de una ocasión —añadió él, evidenciando su impaciencia—, los intereses del reino están muy por encima de los intereses personales. Lamento la pérdida de Gualtiero tanto como tú. Era uno de mis mejores capitanes, pero no significa nada en comparación con la liberación de Jerusalén o la guerra en Sicilia. ¿Es que no lo comprendes? Hazte a la idea y olvídale. Ya te buscaré otro marido.

—Vos dijisteis, señor —recordó Braira, sollozando—, que escribiríais al sultán, que habría un canje de prisioneros…

—Y así lo hice. Yo siempre cumplo mi palabra. Al Kamil me contestó que no sabía nada de nuestro hombre y, en efecto, no estaba entre los últimos liberados. Sin embargo, uno de ellos, por el que se pagó rescate, aseguró haber visto a tu esposo y a tu hijo con vida.

—¡¿Cómo no me lo habíais contado?!

—Tengo otras preocupaciones, aunque te pido disculpas —rebajó el tono el rey, acaso conmovido por la desolación de su dama—. Es verdad que debería haber enviado a alguien a informarte de ello, mas lo cierto es que se me pasó. ¡Me abruman los problemas!

—¿Puedo hablar con ese soldado?

—Me temo que no. Llegó prácticamente agonizante por el largo periodo de esclavitud sufrido a manos de los sarracenos de Persia, y murió en el hospital de los frailes en cuya casa nos alojamos. Según mis noticias, apenas tuvo tiempo para relatar, entre estertores, que se había cruzado en el camino de regreso con dos cautivos que, por la descripción que hizo, bien pudieran ser Gualtiero y Guillermo. Los llevaba hacia el este una partida de guerreros orientales que, con toda probabilidad, fue la que les atacó.

—Os suplico… —Se hincó de rodillas Braira.

—¡Levántate, mujer! —le ordenó Federico enérgico, tendiéndole la mano—. Y haz honor a tu sangre noble. Debes sobreponerte. Regresamos con urgencia a Sicilia, donde voy a librar contra el pontífice una batalla a muerte para la cual necesitaré el consejo de tus cartas. Así son las cosas. Podrás conservar el feudo que entregué a tu esposo o, si lo prefieres, casarte de nuevo. Lo dejo a tu elección. Ahora prepara el equipaje pues mañana mismo partimos hacia Acre.

Estaban vivos, Gualtiero y Guillermo seguían vivos, tal como le aseguraban el emperador y el corazón. En algún lugar de esa tierra más martirizada que bendita, sus dos amores respiraban el mismo aire, veían el mismo sol… A esa noticia se aferraría para seguir adelante. La empuñaría con fuerza para vencer sus temores. Si ellos seguían vivos, ella también viviría.

Acre era un hervidero de descontento. Los barones locales se sentían ultrajados por la conducta de ese monarca incapaz de respetar ni sus leyes ni las de la Iglesia. El pueblo llano le reprochaba su irreverencia. Las órdenes militares, su desafío abierto al papa.

Ante un conato de insubordinación, el rey tuvo que poner guardias en las puertas de la ciudad, además de mandar a sus tropas acordonar el palacio del patriarca y el cuartel general de los templarios. Se habría llevado con gusto, encadenado, al gran maestre de esos monjes que habían conspirado contra él, pero este se hallaba demasiado bien protegido dentro de su fortaleza de Athlit.

La fortuna parecía haberle dado la espalda. Lo mejor era partir sin tardanza y conformarse con la tregua de diez años arrancada mediante argucias al sultán. Mucho mejor eso que nada. ¿Por qué no lo comprendían sus súbditos?

Pretendía embarcar discretamente, antes del alba, después de llegar a un acuerdo de mínimos con los principales representantes del reino sobre la identidad del regente y otras cuestiones de gobierno, pero quiso el destino que su fuga se frustrara. Al atravesar el barrio de los carniceros en dirección al puerto, fue reconocido por la plebe, que al percatarse de la maniobra le arrojó a la cara lo que tenía a mano: vísceras de animales y estiércol, mientras le llenaba de insultos. Ni toda su guardia sarracena logró impedir que llegara finalmente a la galera cubierto de sangre mezclada con excrementos, que tardaron una eternidad en ser limpiados de su orgullo.

Braira no pudo evitar alegrarse de ese escarnio.