—Cercioraos de que el primer golpe resulta definitivo. El emperador debe morir y no habrá una segunda oportunidad para el ejecutor. —Descuidad, señores, nuestra gente está bien adiestrada. No fallarán.
—Lo mejor será que actúen durante la ceremonia de coronación en la iglesia del Santo Sepulcro. El lugar resulta tan oscuro y estará tan atestado de fieles que les será fácil a vuestros secuaces disimularse ente la multitud e incluso huir una vez cumplido su cometido. Ahora bien, si yerran…
—No lo harán. Y si por una fatalidad surgiera algún inconveniente, no hablarán. Ni siquiera conocerán los motivos por los que actúan. Sabemos cómo conseguir que nuestros adeptos se muestren obedientes hasta el sacrificio. Estáis en buenas manos.
Tres hombres compartían mesa en una taberna como otra cualquiera, situada cerca de la puerta de Damasco, dentro de lo que antaño había sido la rica ciudad amurallada de Jerusalén.
Antes de la llegada de Saladino, las casas de los potentados del reino, que incluía toda Palestina, exhibían alfombras y colgaduras de Damasco, cofres con incrustaciones de marfil, vajillas de oro y plata, cuchillería de acero reluciente, fuentes de porcelana traídas desde la China y otras maravillas semejantes, propias de la prosperidad de la época. Pero ahora, en ese 1229 de Nuestro Señor, las viejas fortificaciones yacían esparcidas por los barrancos de los alrededores, en forma de escombros, y las calles que solían acoger talleres y comercios cuya prosperidad competía con los de la capital de Siria no mostraban ya más que casas ruinosas, tenderetes de tres al cuarto y tugurios repletos de moscas, como el que albergaba la reunión de los parroquianos en cuestión.
Sentados a ras de suelo sobre cojines raídos, los tres personajes bebían té muy caliente azucarado y perfumado a la menta; un brebaje estimulante, obtenido a partir de una planta procedente del lejano Oriente, que todos los habitantes de la región consumían en grandes cantidades porque, paradójicamente, ayudaba a combatir los efectos demoledores del calor. Entre sorbito y sorbito de los minúsculos vasos de cobre depositados sobre una mesa baja, que un esclavo rellenaba cada poco tiempo, urdían su conspiración, en lengua árabe, con la naturalidad de quien está cerrando el precio de un cargamento de corderos.
—Tened en cuenta que Federico llevará puesta la armadura, lo que significa que únicamente su cuello y cara serán vulnerables —advirtió el más joven de los tres, un franco rubicundo, de no más de veinte años, ataviado a la usanza de los barones cristianos locales: una peculiar mezcla de formas híbridas y tejidos orientales, que daba lugar a amplias túnicas de algodón ligero más adecuadas al clima riguroso de la zona que los paños de lana gruesa empleados en Europa para coser sayas y pellotes.
—¿Quién nos garantiza que en el último momento no os echaréis atrás? —inquirió el que se sentaba a su izquierda, reconocible como caballero templario por el manto que le cubría, blanco aunque muy sucio, bordado con la cruz roja característica de su orden. Al igual que la mayoría de sus compañeros, hedía incluso de lejos, pues era práctica arraigada entre los suyos no lavarse jamás, ni en verano ni en invierno. Llevaba el pelo cortado a cuchillo sobre el mismo cuero cabelludo, una barba hirsuta que le alcanzaba el pecho, la piel del rostro y las manos convertida en pergamino, a fuer de soportar las inclemencias de la climatología, y una espada de considerables proporciones colgada al cinto, sin la cual no habría salido de su acuartelamiento. Era imposible precisar su edad, aunque se le veía sólido, en la flor de la vida. Su gesto era de absoluta desconfianza.
—Si fuera nuestra costumbre faltar a los compromisos que adquirimos, no tendríamos la reputación que os ha movido a acudir a mí. ¿No os parece? —respondió con amabilidad sobreactuada el que, por sus gestos, parecía más viejo. A diferencia de los otros, él era inequívocamente árabe y como tal vestía. Iba cubierto de la cabeza a los pies con prendas de color claro y textura suave, que dejaban ver poco más que sus ojos oscuros, de ave de presa. Sin abandonar el tono obsequioso, añadió—: No hace mucho que eliminamos, por cuenta de vuestros hermanos los hospitalarios, al patriarca católico de esta ciudad sagrada, Alberto, así como al hijo mayor del príncipe Bohemundo, pues uno y otro, al parecer, perjudicaban los intereses de nuestros clientes. Preguntadles a ellos si tienen alguna queja de nuestros servicios… Por mi parte, estoy en condiciones de garantizar que el encargo se cumplirá según los términos establecidos, siempre que recibamos las contrapartidas acordadas. ¿Tengo vuestra palabra?
—Ahí va junto a ella mi mano —replicó con vigor el franco, tendiéndole la diestra.
—El pacto está sellado —añadió el templario, más lacónico.
—Siendo así, que la paz sea con vosotros —se despidió el muslim, levantándose con la torpeza que imponen los huesos envejecidos.
—Esperemos no tener que volver a encontrarnos —musitó el monje guerrero para sus adentros.
Cuando se quedaron solos, el joven pareció perder algo de su anterior aplomo.
—¿Estáis seguro de que hacemos lo correcto? —inquirió, en busca de la aprobación del caballero que representaba, a sus ojos, a la más pura, abnegada, generosa, valiente y gloriosa de cuantas fuerzas pugnaban por mantener la presencia cristiana en Tierra Santa.
—Sin la menor duda —lo tranquilizó su interlocutor—. Este emperador ha perdido la cordura y nos ha deshonrado a todos. Incluso se ha atrevido a desafiar a nuestra Santa Madre Iglesia hasta el extremo de seguir adelante con su cruzada, digo bien «su» cruzada, que no la nuestra, a pesar de estar excomulgado. Les ha entregado a los sarracenos el Templo, nuestro Templo, que conquistamos con la sangre de tantos hermanos. ¿Os dais cuenta de lo que significa ese gesto?
»¿Cómo ha podido cometer tal vileza? ¿Acaso ignora que somos nosotros, los templarios, quienes protegemos a los peregrinos en los caminos, suministramos permanentemente soldados a la causa de verdadero Dios, la sostenemos con nuestras riquezas y morimos por Él con las armas en la mano? ¿Es que en su estulticia no sabe que sin nosotros no existirían ya los Santos Lugares o habrían sido profanados por los ismaelitas? ¿Qué otra cosa podemos hacer sino dar muerte a quien nos ultraja de este modo?
—Lo sé, tenéis razón —concedió el noble, cuyo rostro estaba encendido por efecto de la bebida unida a la elevada temperatura—. Hace pocos días me llegaron noticias urgentes de Chipre, donde el soberano hizo un alto en su camino hacia aquí, dando cuenta de una conducta incalificable por su parte. Dicen que se presentó en el palacio del rey niño con aires despóticos y ofendió gravemente a don Juan de Ibelin, quien había acudido a recibirle en nombre del pequeño que, como sabéis, es su protegido.
—¿Don Juan de Ibelin? ¿El dueño y señor de Beirut? ¿El hombre más respetado de Ultramar?
—El mismo. Federico lo invitó a un banquete suntuoso, servido a instancias suyas por los propios vástagos de la nobleza local, y aprovechó la ocasión para exigirle rentas y títulos que en modo alguno le corresponden legalmente, según nuestros estatutos. Ante la negativa de nuestro señor, cortés aunque firme, le hizo prender por sus soldados, que acabaron liberándole de mala gana, aunque se han llevado como rehén a su primogénito. ¿Os dais cuenta? Ha vulnerado las normas más elementales de la hospitalidad, nuestro código ético, nuestros usos y nuestras costumbres, en nombre de un presunto derecho a la corona de Jerusalén que no es suya, sino de su hijo Conrado.
—¡Maldito sea! ¿Y aún dudáis de que haya que acabar con él?
—Es que, según ha transmitido ese mensajero enviado desde Limassol por uno de mis parientes, la indignación de los barones locales fue tal que inmediatamente se ofrecieron los más furiosos a darle muerte ellos mismos, propuesta que fue rechazada de inmediato por don Juan.
—Tal vez no quisiera que los suyos se mancharan las manos con la sangre de ese traidor…
—No. Era una cuestión de principios. El señor de Beirut montó en cólera ante sus súbditos y amenazó con golpear personalmente a cualquiera que se atreviera a mencionar nuevamente ese asunto en su presencia. Dijo que toda la Cristiandad habría renegado de los felones que osaran matar a su emperador, los cuales se habrían cubierto para siempre de infamia. Añadió que, muerto este y vivos ellos, sus razones se habrían convertido en pruebas de culpabilidad, al margen de cuál fuese la verdad, y al final, para asombro de los presentes, concluyó afirmando que, hiciera lo que hiciera Federico, siempre sería su soberano.
—Aprecio y admiro a Juan de Ibelin, pero no le debo obediencia. Los caballeros del Temple respondemos únicamente ante el papa, que ha condenado a este autócrata impío. En lo que a vos respecta, mi buen amigo, apelad a vuestra conciencia, en la certeza de que vuestro señor nunca sabrá quién movía la daga que degolló al tirano…
Federico desembarcó en el puerto de Tiro después de una travesía apacible, e inmediatamente puso rumbo al sur, hacia Jerusalén, rodeado de su vistosa guardia sarracena; una paradoja rayana en la provocación, muy en sintonía con su idea de lo divertido, que desagradó profundamente a los cristianos del lugar e incluso a muchos mahometanos, convencidos de estar ante una burla de ese extranjero fanfarrón.
El ejército imperial se componía de unos cinco mil efectivos entre jinetes e infantes. A la vanguardia cabalgaba el rey, rodeado de su séquito, compuesto por nobles alemanes e italianos, algún clérigo que había viajado con él desde Sicilia y una nutrida representación de caballeros teutónicos, cuyo gran maestre, Germán de Salza, era amigo íntimo del emperador. Por eso ellos ignoraban las consignas del sumo pontífice y se mantenían leales al excomulgado. Por eso, y por los múltiples privilegios que les fueron otorgados en el empeño de mantener al menos a una de las órdenes militares vinculadas a esa desdichada Cruzada.
Cerca de su señor, como siempre, cabalgaba Gualtiero, seguido de su hijo, que le servía de escudero. Y detrás de ellos iba Braira, junto a otras damas de la corte, montada en una yegua alazana que levantaba la cabeza al piafar, dirigiendo los ollares hacia el cielo, con la misma altanería con la que su amazona presumía de sus hombres.
El amor que le inspiraba Guillermo no había variado desde que este era pequeño, pues así seguía viéndole ella: como a un niño grande, audaz, ambicioso, carente de dobleces, tenaz, valiente, igual de seductor que su padre y no menos bondadoso que él. Como al más valioso regalo que le había hecho la vida. Sus sentimientos hacia su esposo, por el contrario, habían experimentado una evolución curiosa, que le había dado qué pensar en las largas jornadas de navegación que acababan de terminar al fin.
Vencidos los recelos iniciales debidos a los augurios de las cartas, se había decidido a vivir intensamente el tiempo de felicidad que les era dado compartir prácticamente por vez primera. Ese presente que tan a menudo les había sido escamoteado en el pasado. El Tarot alertaba de algún peligro en el que ella no quería pensar, por lo que guardó la baraja en su estuche. Ya tendría tiempo para preocuparse si llegaba el caso. Era hora de disfrutar.
De momento, se dijo, nadie le privaría del placer de contemplar la destreza de Guillermo con el hacha, la espada o la maza, mientras se ejercitaba con otros jóvenes en cubierta, y comprobar su perfecta dicción en italiano y árabe, lengua que practicaba con su padre, durante las conversaciones que mantenían al atardecer. Tampoco la apartaría nadie del cuerpo fibroso de Gualtiero, al que regresaba cada noche.
¿Por qué se había enamorado de él? Por su mirada. Eso lo sabía con certeza. La carga de sensualidad, el deseo, el misterio que descubrió en esos ojos eran los que la habían llevado hasta él. Después, ambos habían gozado del placer de descubrirse, encontrarse, coincidir y sorprenderse. Él la había salvado de los sarracenos que creía bandoleros, se habían bañado en las aguas turquesas de Girgenti… Habían soñado despiertos, en suma, hasta que la guerra se lo había robado.
¿Se había convertido Gualtiero a partir de entonces en una imagen tan ideal como irreal del amor que evocaban los juglares en sus trovas y anhelaban sus sueños adolescentes? Se lo había preguntado a menudo, pero ahora estaba convencida de que la respuesta era no.
Su esposo merecía ser amado. Esa era la razón por la que siempre le había querido. El dolor, el cautiverio, las incontables penalidades sufridas habían hecho mella en él, naturalmente, mas, aun así, seguía siendo digno de ocupar todo el espacio de su corazón de mujer.
Tal vez no fuera tan galante como antaño, ni tan apuesto, ni tan irresistiblemente descarado, ni tan gallardo o arrojado, ni tampoco tan confiado. Era, no obstante, generoso, comprensivo, dispuesto a escuchar incluso sobreponiéndose a la ira, leal a sus ideales, fiel a su señor, valiente, sincero, fuerte, luchador. Era incapaz de rendirse. Y, además, por encima de todo, la quería. ¿Cómo no iba ella a devolver, multiplicado, ese afecto?
Movida por un resorte incontrolable, clavó los talones en los costados de su montura, hasta ponerla a un trote ligero que enseguida la llevó a donde estaba Gualtiero. Una vez allí, le pidió que se detuviera un instante y, ante la estupefacción envidiosa de todos los presentes, se inclinó hacia él, atrayéndolo hacia sí para plantarle un beso en la boca.
Luego regresó a su sitio, sorprendida de lo que acababa de hacer, mientras su marido se pellizcaba con el fin de comprobar si no acababa de sufrir una alucinación; los germanos y sus señoras reprochaban a la pareja semejante atrevimiento, los clérigos se escandalizaban de tanta desvergüenza y la mayoría de los meridionales, empezando por Federico, fantaseaban aventuras inconfesables junto a esa sorprendente dama cuya fogosidad, imaginaban, no debía conocer límites.
Braira pensó que le debía a su hombre ese homenaje. Que se soltaran las lenguas y fluyeran las murmuraciones. ¿A quién podía importarle? Al fin y al cabo, se dijo, ella era hija de Occitania, la bella, la próspera, la de las mujeres en cuyos labios madura el fruto de la alegría… La patria del amor y del goce.
Occitania viviría siempre en ella.
Era mediodía. Acababan de llegar a un altozano pelado que dominaba un amplio valle, donde el emperador ordenó hacer un alto. Sus servidores se apresuraron a improvisar un toldo a fin de que pudiera resguardarse del sol mientras comía, pero él quería caminar con el propósito de estirar las piernas. De modo que toda la comitiva se detuvo en medio de la nada, maldiciendo esos rayos implacables que caían a plomo sobre ellos, trazando una vertical perfecta, enemiga de la ansiada sombra, para permitir que su majestad desentumeciera los músculos.
El aire era puro fuego que abrasaba la piel tanto como los pulmones. Hombres y mujeres se cubrían la cabeza y el rostro a la usanza sarracena, buscando en vano el modo de escapar a ese castigo, aunque el padecimiento de las damas y los eclesiásticos no era nada en comparación con el de los combatientes vestidos de acero, que sentían el roce de la cota de malla en la piel como el mordisco de un hierro calentado al rojo vivo.
Desprenderse de esa defensa habría equivalido a un suicidio, toda vez que se sabían vigilados por pequeñas partidas de bandidos o rebeldes Al Kamil, dispuestos a hostigarles sin tregua a lo largo de todo el camino. Por eso, los soldados acorazados rodeaban a los componentes civiles del séquito real, a modo de escudos humanos, soportando lo indecible en el cumplimiento de su deber.
El agua escaseaba y estaba estrictamente racionada, lo que convertía cada gota de sudor en una gota de muerte. Cualquier esfuerzo, por mínimo que fuese, suponía un desgaste terrible de energía. Únicamente la fe en la salvación eterna con la que serían premiados, unida a la obediencia ciega debida a su señor natural, mantenían en pie a esos guerreros cuya resistencia superaba los límites de la condición humana.
Todos agradecieron pues la parada, por inconvenientes que fuesen así la hora como el lugar, y la aprovecharon para beber apenas lo suficiente como para quitarse el polvo de la garganta y descansar unos instantes.
Cualquier cosa era mejor que cabalgar en ese infierno.
El rey, que sufría prácticamente lo mismo que su gente, se benefició de una cantidad más generosa de líquido, mezclado con vino, después de lo cual se acercó andando hasta el borde de la pequeña meseta que se asomaba a la desolación circundante. Allí mandó llamar al obispo de Palermo, que le acompañaba desde que iniciara su largo periplo, al igual que otros prelados de su feudo.
—¿Es esta la tierra que Dios prometió a su pueblo, la que en tantas ocasiones exaltó, asegurando que manaba leche y miel? —inquirió con evidente desprecio en el tono.
—Así es, majestad —respondido el mitrado, sin darse por enterado del cinismo con el que había sido formulada la pregunta.
—¿Esta costra requemada, grisácea, estéril, desértica, dónde nada crece ni vive si no es a la vera de alguno de los raquíticos riachuelos que la recorren? —insistió el monarca.
—Bueno —argumentó el obispo, molesto—, el río Jordán, en el que Juan el profeta bautizó a Nuestro Señor, no es precisamente un riachuelo, si su majestad me permite decirlo…
—¿Esta es la tierra de la que está escrito en la Biblia que de todas es la más valiosa y entre todas, la bendita?
—Así es, mi señor. Es la Tierra Prometida que Moisés sólo llegó a divisar desde el monte Nebot, situado muy cerca de aquí, antes de que el Altísimo le llamara a su presencia.
—Entonces, es evidente que Dios no había visto Sicilia —concluyó Federico tajante—. Si hubiese conocido la Calabria, la Apulia o no digamos ese vergel que es mi isla, jamás habría ponderado del modo en que lo hizo esta tierra que entregó en herencia a los judíos.
Y con las mismas ordenó levantar el campamento y marchar sin tardanza hacia Jerusalén.
Había esperado un recibimiento digno de un libertador, pero sólo encontró calles desiertas. La gran mayoría de los musulmanes se había refugiado en sus santuarios o bien huido, mientras los cristianos permanecían en sus casas, recelosos del personaje que venía precedido de tan pésimas credenciales.
Por su causa pesaba sobre la ciudad un interdicto que impedía celebrar sacramentos y actos litúrgicos, lo que constituía un motivo de irritación para los habitantes del lugar, amén de una auténtica tragedia para los peregrinos que tenían la mala fortuna de llegar precisamente en esos días.
No, decididamente el emperador no era lo que se dice una figura popular entre los súbditos de Ultramar que pretendía sumar a las incontables almas sobre las que reinaba.
Le recibió a las puertas de la ciudad el cadí Shams al Din, de Nablus, que le entregó las llaves en nombre del sultán. Sus tropas habían instalado las tiendas extramuros de la urbe, cerca del monte de los Olivos, aunque los caballeros que le acompañaban eran suficientemente numerosos como para ocupar buena parte del albergue que mantenían los hospitalarios en un viejo edificio próximo a la semiderruida torre de David, que enseguida empezó a reconstruirse por orden del soberano. Allí, en la parte más noble de la hospedería, fijó el monarca su residencia temporal, y muy cerca, en dependencias contiguas, se alojaron Gualtiero y Braira. Guillermo, simple escudero, hubo de contentarse con un jergón de paja en el suelo del patio, habilitado como estancia común para los miembros de la guardia.
Al día siguiente, muy de mañana, se dirigieron todos, ataviados con sus mejores galas, al templo que acogía el Santo Sepulcro de Cristo, donde Federico anhelaba ser coronado rey de Jerusalén, ignorando los derechos legítimos del hijo habido de la desdichada Yolanda.
Braira y su esposo recorrieron la distancia que les separaba de la iglesia con profunda emoción. Aquel era un camino muy parecido al que había seguido el Señor durante su martirio, con la cruz a cuestas, en dirección a la colina del Gólgota en la que sería clavado al madero. En esas mismas calles había derramado su sangre por la salvación de los pecadores. Y su espíritu, la esencia de esa pasión redentora, impregnaba las piedras y hasta el mismo polvo de un modo inexplicable, invisible, intangible e innegable.
—¿Sientes lo mismo que siento yo? —preguntó ella emocionada, sin saber definir con precisión a qué sentimiento se refería.
—Creo que sí —respondió Gualtiero—. Se respira algo especial en este lugar. Parece que Dios está más cerca de uno o uno más cerca de Dios. No es como en Damieta. Allí era todo lo contrario, lucha, dolor y sobre todo odio. Aquí, por el contrario, se percibe la presencia divina por encima de las miserias humanas. Tal vez por eso sea esta la Ciudad Santa de las tres religiones. Es evidente que Él está aquí en su casa.
—¿Tendrá el emperador la misma sensación?
—No sé qué responderte. Probablemente así sea, pues sé que es un hombre devoto. Claro que las preocupaciones políticas le tienen tan absorbido el pensamiento que tal vez le impidan escuchar su voz interior. Lo que sí puedo decirte con seguridad es que está empeñado en no ofender en modo alguno a los seguidores del Al Corán.
—¿A qué te refieres?
—A que ayer noche echó en falta la llamada del almuédano a la oración, y cuando le informaron de que el sultán había dado la orden de que, por delicadeza, se suspendiesen los rezos mientras él estuviese aquí, se enfadó mucho. Envió inmediatamente un emisario a comunicar a las autoridades muslimes que no pretendía alterar sus costumbres y que gustaba de escuchar al muecín en las horas de oscuridad. ¿Te das cuenta? Cuando esto llegue a oídos del patriarca no le va a hacer ninguna gracia…
—Nunca aprenderá a contener esa lengua suya desbocada ni a embridar sus apetitos, ya sean físicos o intelectuales. Es un ser algo salvaje.
—Lo es. Un hombre fuera de lo común. De lo contrario, no habría llegado hasta donde está.
—Hablando de llegar —concluyó Braira—, parece que también nosotros lo hemos hecho. Voy a ver si logro encontrar el sitio que se me ha asignado.
—Yo me quedaré aquí a esperar al rey. Nos veremos más tarde —dijo él con una sonrisa franca—. Te buscaré.
El templo estaba oscuro y casi vacío. Ni un solo sacerdote cristiano había desafiado el entredicho papal. Los caballeros teutónicos eran, por tanto, los únicos consagrados presentes en tan solemne ocasión, con sus armaduras, sus sobrevestas blancas y sus cruces latinas de color negro en el pecho, subrayando su entrega a la causa de la guerra santa. Aparte de ellos, los integrantes de la comitiva real y una representación de la soldadesca completaban el reducido público congregado para presenciar la coronación.
El emperador disimuló a duras penas la cólera al hacer su entrada en el recinto y darse cuenta de la situación. Furioso, aunque aparentemente impertérrito, mandó al lacayo que portaba su corona en un cojín de terciopelo rojo colocarla sobre el altar mayor y, con gesto decidido, él mismo la tomó en sus manos para ceñírsela a la cabeza.
Braira estaba muda de asombro. Muda y sorda, pues la escena que se desarrollaba ante sus ojos resultaba tan insólita que no le permitió escuchar el contenido del panegírico que leyó, primero en alemán y luego en francés, el maestre de la Orden Teutónica y buen amigo del rey, Germán de Salza.
Gualtiero tampoco escuchó, aunque por otros motivos. Se había fijado en dos personajes de aspecto extraño, situados cerca de la puerta, que le daban muy mala espina. Iban vestidos a la usanza de los cristianos del lugar, pero sus facciones eran árabes. Asimismo, en contra de lo que hubiera sido previsible, no había allí más representantes de la Cristiandad local que ellos. A la tenue luz de los candelabros colgados del techo, sus pupilas brillaban de un modo extraño. Se cubrían, pese al calor, con sendos mantos. Mantos que podían esconder un arma.
Todo su instinto de veterano en los campos de batalla y las intrigas de corte se puso alerta.
Antes de que concluyera el discurso del monje, se situó muy cerca de esos hombres, de manera que pudiera intervenir de inmediato en caso de que fuera necesario. Ellos le ignoraron, o fingieron que lo hacían, mientras el rey emprendió su salida triunfal, aureolado de nueva gloria, caminando lentamente como correspondía a su dignidad.
Todo sucedió, a partir de entonces, muy deprisa. Cuando el monarca se encontraba a unos cinco pasos del más alto de los sospechosos, este se abalanzó sobre él empuñando un cuchillo de hoja curva y filo capaz de cortar un pañuelo de seda en el aire. Rápido como un felino, Gualtiero se interpuso entre el atacante y su señor, desenvainando a su vez la espada que llevaba al cinto. Se llevó una puñalada, que impactó contra su pectoral sin penetrarlo.
El revuelo ya era enorme. Varios soldados acudieron en auxilio del De Girgenti, que se batía fieramente con los dos agresores, protegiendo al emperador con su cuerpo. Este pedía a gritos una espada, pues la que llevaba era un armatoste de empuñadura enjoyada, más decorativo que otra cosa, y repetía:
—¡Vivos, los quiero vivos!
Su orden fue obedecida. Al cabo de unos instantes, los agresores yacían atados en el suelo del atrio, conscientes e incólumes, apenas algo magullados. Habrían preferido estar muertos.
Trasladados a las mazmorras de una antigua fortaleza, comenzaron a ser interrogados de inmediato, sin que el verdugo encargado de hacerlo lograra arrancarles una palabra.
—¿Quién os envía? —inquiría un secretario real en lengua árabe y francesa alternativamente.
—…
—¿Para quién trabajáis?
—…
—Acabaréis hablando en cualquier caso, creedme, cuanto antes lo hagáis más dolor os ahorraréis.
Ni los golpes, ni las quemaduras, ni el látigo, ni las tenazas aplastando una a una las falanges de sus dedos pudieron quebrar su fiera resistencia. Aguantaron la tortura en silencio, únicamente roto por algún alarido agudo, más bien aullidos, que casi parecían de animales.
Desesperado, el sayón recurrió a la más eficaz de sus técnicas, que era también la más cruel. Con precisión de cirujano, afeitó los cráneos de sus prisioneros hasta dejarlos pelados, después de lo cual les practicó múltiples cortes calculados, lo suficientemente profundos como para sangrar, pero no tanto como para desangrarles. Luego untó meticulosamente todas sus heridas con miel. Y así, convertidos en reclamos irresistibles para toda clase de bichos voladores, fueron expuestos al sol, encadenados, sobre el tejado de la ciudadela.
Tardaron mucho en morir, pero murieron callados.
—¿Quién es capaz de soportar tanto? —exigió saber el emperador, que había mandado ser informado personalmente del contenido de cualquier confesión que hiciesen los detenidos.
—Un miembro de la secta de los Asesinos —respondió su secretario, que a su vez había formulado la misma pregunta a los carceleros conocedores de la realidad local.
—¿Asesinos? ¿Qué o quiénes son esos Asesinos?
—Su nombre procede de la palabra hashishiyun, que, como sabéis, significa «bebedor de hachís». Al parecer, son jóvenes reclutados y entrenados por un hombre al que llaman el Viejo de la Montaña, que ejerce su poder en toda la región enviando a estos implacables mensajeros de la muerte a cualquiera que ose desafiarle.
—¿Y quién es ese Viejo de la Montaña? —se encolerizó Federico—. ¿Qué tengo yo que ver con él?
—Según me han explicado, majestad —trató de aplacarle su servidor—, es una denominación genérica con la que se conoce al caudillo de ese grupo ismaelita, relacionado con prácticas esotéricas, que tiene su principal enclave en la fortaleza persa de El Alamut, el Nido del Águila. Allí son adiestrados sus adeptos en el manejo del puñal, su arma preferida, así como en el arte de infiltrarse en cualquier lugar y pasar desapercibidos. Con el fin de asegurar su inquebrantable adhesión a la causa, durante su etapa de formación se les hace caer en trances inducidos por la droga y, una vez en ese estado, se les proporcionan mujeres de gran belleza para su solaz, con la promesa de que su vida en el paraíso será una eterna orgía con ellas, en jardines perfumados, si mueren por su fe.
—Sigo sin comprender cómo han logrado sobreponerse a semejante tortura sin confesar.
—Probablemente ignoraran por qué se les había encomendado daros muerte, y aunque lo supiesen, cosa harto improbable, serían conscientes de que, en caso de hablar, renunciarían al edén prometido. Por añadidura, cuando les cogimos estaban narcotizados, a juzgar por su mirada extraviada, y es casi seguro que permanecieran en ese estado la mayor parte del tiempo.
—¿Pero por qué querría ese Viejo matarme a mí, si acabo de firmar un tratado con Al Kamil?
—A eso no puedo responderos, pero me consta que los Asesinos actúan contra musulmanes igual que contra cristianos, y no siempre lo hacen para vengar agravios propios, sino por cuenta ajena. Las gentes de por aquí saben que, con el oro o el poder suficientes, se les pueden encomendar determinadas misiones con la certeza de que las llevarán a cabo.
Federico no era estúpido. Sus relaciones con el sultán eran notablemente mejores que las que mantenía en ese momento con el papa o los barones de Palestina, por lo que, si alguien había urdido su fin, era en esa dirección donde debía buscar.
¿Quién se habría atrevido a tanto?
Devanándose los sesos en busca de una explicación plausible, recordó algo que le había augurado no hacía mucho su dama del Tarot, a la que mandó llamar.
—¿Has traído tu baraja? —le espetó a modo de saludo.
—Por supuesto, majestad —respondió ella con una reverencia forzada—. Me complace encontraros pletórico de salud.
—Algo ha tenido que ver tu marido en ello —acusó el golpe Federico—. Ya le he dado las gracias y ofrecido una recompensa, que ha declinado asegurando que sólo cumplió con su deber. Nuestro buen Gualtiero es un hombre de honor…
—Lo es, mi señor. No he conocido otro mejor ni tenéis vos caballero más afecto, podéis estar seguro.
—Sí, sí, lo sé —se zafó él del compromiso de mostrar una gratitud que su vanidad le impedía sentir—. Ahora vayamos al asunto que te ha traído aquí. ¿Recuerdas que me recomendaste, antes de partir de Sicilia, guardarme de la cruz que mostraban las manos de esa figura tuya?…
—El Papa.
—Sí, eso era. ¿Puedes enseñármela?
—Desde luego. Aquí está —le mostró ella la carta en cuestión, ya familiar para ambos.
El rey la observó durante unos instantes, se fue con ella hasta la ventana para acercársela a los ojos, pues su vista era muy deficiente, y se la devolvió a Braira.
—¿Tú dirías que esa cruz es la de los templarios?
—Tal como he tratado de explicaros a menudo, majestad, los naipes contienen símbolos; no retratos exactos, sino mensajes cifrados, transmitidos mediante un lenguaje hecho de metáforas que no es posible leer textualmente.
—Pues precisamente por eso —se impacientó el emperador—. La cruz del Temple es de color rojo, como todo el mundo sabe, mientras estas que lleva tatuadas tu personaje son negras. ¿Podrían referirse a los miembros de esa orden?
—Podrían.
—Eso es todo. Puedes retirarte. Te enviaré recado si te necesito.
Ellos eran los culpables, estaba seguro, por más que no tuviera pruebas. A partir de ese momento tendría que redoblar su guardia, pues el peligro le acecharía a cada paso, pero no se quedaría quieto. Ya se encargaría él de que el gran maestre de esa orden soberbia, que desconocía lo que era la obediencia, fuese puesto a buen recaudo. A poco que pudiera hacerse con él, se lo llevaría encadenado a Sicilia.
¡Qué difícil resultaba gobernar —se lamentaba para sus adentros—, cuando sus propios vasallos se negaban a reconocer que él, Federico de Hohenstaufen y Altavilla, estaba investido de autoridad divina para llevar las riendas del Imperio a su antojo! ¿Por qué no aceptaban todos con humildad lo que para él resultaba obvio?
Gualtiero se despidió un par de días más tarde de su mujer con un beso apasionado.
—¡Cualquiera diría que vuelves a marcharte a la guerra! —bromeó ella, gratamente sorprendida por su ardor.
—No necesito irme lejos para echarte en falta —se justificó él—. Pronto me tendrás de regreso; a lo sumo una semana. Vamos a dar una batida por los alrededores para echar un vistazo y matar el tiempo.
—¿Tanto te aburres conmigo? —dijo ella zalamera.
—Yo no, pero otros no comparten la suerte de tener a sus esposas consigo y necesitan acción.
—Cuida de Guillermo. ¿Lo harás?
—Descuida. No tienes motivos para preocuparte. El chico es fuerte, ha aprendido todo lo que necesita saber y es capaz de cuidarse solo.
—Aun así, prométeme que le vigilarás de cerca.
—Lo prometo —replicó él antes de abrazarla de nuevo.
Cuando, transcurridos algunos días más de los previstos, regresaron los integrantes de la expedición, faltaban cuatro de los hombres que habían partido. Entre ellos Guillermo y Gualtiero.