Capítulo XXIX

Los excelentes presagios pronosticados por Braira y Escoto no tardaron en empezar a cumplirse. Sintiéndose próximo a morir, el viejo Otón de Brunswick aceptó resignado su derrota y entregó a Federico la antigua corona forjada en oro esmaltado que habían llevado su padre y su abuelo, así como la lanza sagrada; el bien más preciado de cuantos poseía la Casa de los Hohenstaufen, que, de acuerdo con la tradición, había sido la empleada por el centurión Longino para traspasar el costado del Señor durante la crucifixión.

Era una de las reliquias más veneradas de la Cristiandad. Un tesoro de incalculable valor que ahora, después de tan larga espera, era devuelta al fin a su legítimo propietario. Tocarla, percibir el tacto áspero de su metal, sentir el magnetismo que desprendía, acariciarla, estrecharla contra su pecho, eran gestos que proporcionaba al rey un placer muy superior al que pudiera esperar de cualquier hembra. ¿Acaso existía algo más sensual que el poder ilimitado? No. No a ojos de Federico.

La falta de esos objetos, cuyo significado iba mucho más allá de lo tangible, pues su posesión santificaba y otorgaba prestigio, era el último obstáculo que se interponía entre el emperador electo y su proclamación solemne por el papa. Ya nada le impedía emprender el camino de regreso a su añorada isla, previo paso por Roma para cumplir con ese gozoso trámite.

Y así, a mediados del 1220, partieron de Aquisgrán los soberanos, junto a su nutrido séquito, dejando tras ellos a su hijo Enrique, de apenas nueve años de edad, bajo la custodia de vasallos leales. Constanza se alejó del niño con un desgarro que aceleraría lo que estaba próximo a suceder, tal como había entrevisto tiempo atrás su dama del Tarot sin atreverse a desvelárselo. ¿Para qué? La reina suplicó a su esposo que no le infligiera esa herida, pero él tramaba sus propios planes; planes de gobierno y de perpetuación de la estirpe, en los que el amor no tenía cabida.

La verdad era que aunque el monarca había reiterado recientemente al santo padre la promesa de respetar las libertades de la Iglesia y mantener separados los tronos de Sacro Imperio y de Sicilia, tal como había exigido siempre la Santa Sede, sus auténticos proyectos no contemplaban tal renuncia. Él divisaba un futuro grandioso para su único vástago legítimo, que ya ostentaba el título de heredero al solio siciliano. Por eso había sugerido a algunos nobles de su confianza que el pequeño Enrique fuese coronado rey de los romanos en cuanto él se hubiese ido; es decir, en su ausencia y aparentemente al margen de su voluntad. Así pudo declararse inocente ante el vicario de Cristo sin faltar abiertamente a la verdad.

Los vientos, en todo caso, soplaban a su favor. Incluso la climatología se puso de su parte, pues el sol lucía en la Ciudad Eterna con mucha más intensidad de lo normal esa mañana del 22 de noviembre, cuando, desde lo alto del Monte del Gozo, emprendió su camino de gloria hacia la basílica de San Pedro y la culminación de sus aspiraciones, recorriendo a caballo la antigua vía Triunfal en la que antaño eran aclamados los césares victoriosos.

La ciudad se recogía tras las murallas Aurelianas, que delimitaban un espacio gigantesco, en su mayor parte vacío, poblado de ruinas y descampados. La urbe, que en la Antigüedad albergara un millón largo de almas, había quedado reducida a poco más de treinta mil habitantes, lo que le confería un aspecto un tanto decadente pese a la magnificencia de ciertos monumentos, como el formidable Coliseo, que asomaban aquí y allá sus moles desafiantes.

La mayoría habían sufrido siglos de expolio de sus mármoles y adornos, destinados a dar vida a otras obras igualmente admirables, aunque esta norma general tenía algunas excepciones. Así, las termas de Caracalla habían proporcionado el material necesario para la construcción de la iglesia de Santa María in Trastevere, mientras la columna de Trajano, considerada «un bien que habrá de permanecer íntegro mientras exista el mundo, en salvaguarda del honor del pueblo romano y de su Iglesia», gozaba de la protección de un edicto municipal que amenazaba con terribles castigos a quien la dañase.

Así era la Roma imperial, la Roma misteriosa y única, magna en sus luces y en sus sombras.

Las calzadas pavimentadas para las legiones del Imperio seguían estando abiertas, al igual que las calles, con una amplitud infinitamente superior a las de cualquier otra villa, incluida Palermo. Allí hundía sus raíces la Historia, inasequible al olvido de los hombres, y allí se asentaba igualmente la Iglesia de Dios, cuya autoridad indiscutida era la única capaz de investir de poder temporal a un soberano cristiano. Esa era Roma, la Eterna.

A su llegada a la plaza sobre la que se elevaba el templo dedicado a San Pedro, Federico, sumido en un profundo trance, fue recibido por un cortejo de notables digno de su rango. A su derecha se colocaron los senadores, que en señal de respeto le sujetaron las bridas del corcel mientras él descendía de la montura con elegancia, para subir hasta lo alto de los escalones donde le aguardaba el papa, rodeado de sus cardenales.

A esas alturas de la ceremonia apenas podía contener la emoción, consciente de haber logrado alcanzar todas las metas que se había fijado, incluida la de ser proclamado emperador.

Siguiendo la usanza habitual, besó los pies del pontífice a la vez que le ofrendaba oro, que este aceptó con un abrazo fraternal. Luego ambos se encaminaron hacia la capilla de Santa María in Turribus, donde tuvo lugar la unción sagrada de la espalda y brazos del monarca, como protector de la verdadera fe. Finalmente, Honorio impuso sobre su cabeza la corona, que el rey sintió tan de su medida como si hubiese sido forjada para él, y, tomando en sus manos la espada, le nombró soldado de San Pedro con los mismos gestos empleados en armar a los caballeros. Todos los presentes unieron entonces sus voces para entonar el cántico de rigor:

Salud y victoria a Federico invicto, emperador de los romanos y siempre augusto.

Tenía veintiséis años.

Bajo el influjo de los sentimientos que le embargaban, el soberano renovó públicamente su juramento de tomar cuanto antes la cruz y partir a Tierra Santa, lo que llenó de esperanzas a Braira, quien anhelaba marchar con él a fin de reunirse con Gualtiero. A continuación, pronunció otros votos bien distintos, que helaron la sangre de la dama. Los herejes capturados en sus tierras —juró— serían expulsados de inmediato y verían confiscados sus bienes. Los recalcitrantes arderían en la hoguera. Su edicto se aplicaría en todas sus posesiones, que abarcaban ya buena parte del orbe conocido.

¿Es que no iba a terminar nunca la pesadilla? Braira volvió a notar cómo se le erizaba el vello, mientras que un escalofrío le recorría la espalda. El miedo se le agarró a las entrañas como el fruto de una violación diabólica.

Preso de una necesidad imperiosa de reafirmar su autoridad, Federico dictó, nada más pisar su viejo reino, un conjunto de leyes que abarcaban todas las facetas de la vida. Desde la confiscación de los castillos levantados tras la muerte de su abuelo materno, hasta la imposición de su derecho de veto a cualquier matrimonio de la nobleza. Desde la revocación de los privilegios que le habían sido arrancados durante sus años de debilidad, hasta la marginación de ciertos colectivos considerados peligrosos para la moralidad pública, como los judíos y las prostitutas. A los primeros se les obligó a vestir ropas específicas y dejarse barba. Las rameras se vieron abocadas a abandonar los núcleos urbanos con la prohibición expresa de acercarse a ellos, excepto para una única visita semanal a los baños públicos. La ordenanza no afectó, por supuesto, a las integrantes del harén real, que se desplazaban con el monarca a donde quiera que fuera.

El emperador se sentía pletórico de vigor, lo que le otorgaba aún más fortaleza de la que ya de por sí detentaba. En su descenso hacia la Sicilia insular muchas fortalezas se le rindieron sin combatir, mientras los hombres y mujeres del pueblo llano le bendecían al grito de «¡Viva nuestro David! ¡Viva el Doncel de Apulia!». Y esa veneración le resultaba más suculenta que cualquiera de los manjares preparados por su cocinero. Era pura ambrosía para su espíritu ególatra, cuya inflamación enfermiza causaba hondo pesar en las personas de su entorno íntimo, empezando por su esposa.

Constanza cabalgaba a su flanco, visiblemente cansada y entristecida, sostenida en la medida de lo posible por Braira, quien intentaba consolarla con las gracias de su pequeño Guillermo, anécdotas rescatadas de los tiempos felices o engaños piadosos que elaboraba sobre la marcha leyéndole las cartas. Hacía tiempo que no le auspiciaban nada bueno a su señora las figuras del Tarot, pero no sería ella quien ensombreciera más su amargura. Ella no. Aquello no hubiese sido signo de lealtad, sino de crueldad gratuita. Y ella no se merecía eso.

Cruzaron el estrecho por Mesina, empleando enormes barcazas para transportar a la tropa con sus pertrechos, pero no se dirigieron inmediatamente a Palermo, como habría sido el deseo de la reina. Antes quería pasar el soberano por Siracusa, para ajustar definitivamente las cuentas a aquellos genoveses que, desde los tiempos de Marcoaldo, habían instalado allí su base de operaciones sin pagar el diezmo debido a su señor.

Ya Gualtiero había llevado a cabo una primera operación de castigo contra ellos, frustrada antes de concluir por su precipitada marcha a Egipto e insuficiente para aplacar el rencor del emperador. No pensaba tener piedad con esas gentes que se habían aprovechado de él en la infancia, chupándole la sangre como vampiros, y, a decir verdad, no la tuvo.

Braira recordaba la paz del lugar apenas unos años antes, cuando había disfrutado de sus aguas claras al llegar junto a su esposo. En esta ocasión, sin embargo, nada resultó como en aquel entonces. Vio al rey expulsar violentamente de allí a los mercantes que, según él, se daban a la piratería. Vio quemar sus almacenes y expropiar sus tierras sin contemplaciones. Vio cómo un rey absoluto impone su potestad. El puerto de Siracusa sería a partir de entonces una propiedad de la corona, que percibiría en exclusiva las tasas correspondientes a los derechos de aduana. Y para garantizarlo mandó construir Federico un castillo imponente, que llevaría su impronta grandiosa y serviría de aviso a navegantes.

Muchos años después, tras un sinfín de batallas y aventuras que aún están por contarse, la refugiada occitana admiraría esa obra terminada y se quedaría asombrada del efecto que le producía. A la entrada de la ensenada, donde antes estuvo la roca volcánica, contemplaría la imponente figura de una fortificación avanzada de forma cuadrangular, con cuatro torreones a modo de vigías, cuyos pequeños ojos oscuros miraban hacia levante. Observaría sus muros de piedra blanca recortarse sobre el cielo límpido del atardecer… y permanecería un buen rato embelesada, preguntándose en virtud de qué extraño azar un edificio levantado para la guerra podía encajar de un modo tan perfecto en un entorno creado para regalar belleza, sosiego y armonía a quienes tuvieran la fortuna de transitarlo.

¿Cómo entender tal desafuero?

Una fría mañana de comienzos del 1222, Aldonza despertó a Braira a gritos.

—¡Rápido, venid conmigo, la reina se muere!

Se precipitaron las dos a las habitaciones de la soberana, contiguas a las de su dama, donde el escenario resultaba desolador. Doña Constanza yacía en su lecho inmóvil, como una muñeca de trapo, con la cabeza inclinada hacia un lado y la boca torcida en una mueca siniestra que dejaba escapar un hilo de baba amarillenta. Sólo sus ojos conservaban algo de vida, desesperada, que empleaba para llamar en su auxilio a la mujer que con el correr de los años se había convertido en su compañera y amiga.

—Tranquilizaos, ya estoy aquí —le susurró ella al oído, disimulando su espanto, y tomando entre las suyas la mano inerte de su señora—. Ya he mandado llamar al galeno y también a vuestro confesor, por si deseáis poneros a bien con Dios, aunque seguro que muy pronto estaréis recuperada…

Era demasiado inteligente, demasiado lúcida y demasiado valiente la infanta de Aragón como para creerse ese embuste piadoso. El fin le había sobrevenido de manera fulminante, en forma de parálisis, que apenas le dejaba musitar, con un esfuerzo titánico:

—Nnnrrrr, mmmmjjjjjj…

—Sosegaos, os lo ruego, no debéis hacer esfuerzo alguno —insistió Braira, bajo la mirada atenta de Aldonza, que parecía querer decir algo sin atreverse a dar el paso.

—¿Habéis avisado al emperador? —se dirigió a ella la occitana sin dejar de sostener con su calor a la agonizante.

—Sí, he enviado un jinete a buscarle, aunque tardará en llegar. Ayer salió a cazar y debe encontrarse a muchas leguas de palacio. ¿Por qué no…?

—¿Por qué no qué? ¡Habla, di lo que tengas que decir!

—Mmmmmjjjjjj… —seguía balbuciendo con un murmullo apenas audible la reina, sin que las palabras lograran traspasar la barrera de su boca muerta.

—¿Por qué no empleáis la magia de vuestras cartas para ayudar a la señora? —escupió finalmente la vieja nodriza, al tiempo que se santiguaba.

Braira sintió una mezcla de ternura y de lástima hacia esa mujer que siempre le había parecido una roca, pero que ahora expresaba de ese modo su desamparo ante una situación que, preveía, iba a resultar terriblemente penosa para su querido Federico; el hombre al que seguía viendo como un niño por más que le reverenciara como rey.

—Si estuviera a mi alcance hacerlo —le explicó con dulzura—, lo haría, creedme; pero las cartas no sirven de nada ahora. El único modo que tenemos de ayudar a nuestra señora es acompañarla en el trance y aliviar hasta donde nos sea posible su sufrimiento. Por favor, ved qué ocurre con el sacerdote y el galeno. ¡Es preciso que lleguen ya!

Cuando Aldonza salió, no muy convencida, a cumplir con lo que se le había encomendado, Braira se volvió hacia su protectora, haciendo esfuerzos ímprobos porque esta no la viera llorar. Un sudor apenas perceptible perlaba la frente gélida de Constanza, que se aferraba, obstinada, a ese último hálito de vida para mascullar:

—Nnnnnnrrrr. Nnnnrrrr.

—¿Queréis decir Enrique, señora? ¿Os referís a vuestro hijo?

Con los ojos, la reina asintió de un modo tan explícito que impulsó a su dama a seguir tratando de interpretar su angustia.

—¿Os preocupa la suerte del príncipe?

De nuevo la respuesta fue un sí inmóvil y silencioso.

—No hay motivo —mintió una vez más la cartomántica, como siempre había hecho en lo relativo al niño. Ella tenía motivos sobrados para compartir la preocupación de su protectora, pero lo último que pensaba hacer era agravar su tortura revelándoselos—. Descansad en la certeza de que don Enrique reinará con tanta gloria al menos como la que rodea a su padre.

—Ttttttt…

—Yo velaré por él, os doy mi palabra de honor. No dejaré que nada malo le suceda. Vuestro hijo vivirá largos años y tendrá una existencia dichosa que perpetuará la presencia de vuestro linaje en Sicilia. Ese es su destino.

Como si el augurio la hubiera liberado de las últimas ataduras que mantenían su cuerpo inútil unido a este mundo, mientras ya su espíritu se elevaba hacia territorios más luminosos, Constanza entornó los párpados y redujo el ritmo de su respiración a un leve jadeo, cada vez más débil, que se apagó de repente.

Braira sintió un desconsuelo similar al que la había abrumado al tomar conciencia de la muerte de su padre y de la pérdida definitiva de su madre, Mabilia, entregada a la oración en un monasterio cátaro de Montsegur. De nuevo se quedaba abandonada a un futuro incierto, sin marido que la protegiera y con la tarea de cuidar en solitario del pequeño Guillermo, que crecía felizmente ajeno a cualquier problema. Ahora, por añadidura, se había echado a las espaldas la responsabilidad de un príncipe marcado por una suerte fatal, sin tener la menor idea de cómo cumplir su promesa.

Esa soberana orgullosa, inteligente, generosa y culta que la había amadrinado dejaba tras de sí un vacío imposible de llenar. Una ausencia que a su dama iba a dolerle de por vida, como duelen los huesos que alguna vez se han quebrado. Con ella moría una parte de su existencia en la que la fortuna había rodado de manera caprichosa, encadenada a esa rueda que no deja de girar, pero moría, sobre todo, una persona a la que había querido profundamente.

Otra más, y ya eran muchas.

Para Federico no fue más fácil. El fallecimiento de la que había sido esposa fiel, sustituía de una madre desaparecida prematuramente, consejera tan sagaz como discreta, y compañera infatigable, le sumió en un estado de postración aún más tenebroso que el que se apoderó de Braira. Un paréntesis de oscuridad del que únicamente salió para dar rienda suelta a su pena de un modo incontrolado y feroz, propio de su naturaleza salvaje.

Tal como había previsto su aya, no llegó a tiempo para despedirse de la que había compartido sus idas y venidas a lo largo de trece años decisivos. Se la encontró amortajada con el mismo traje escarlata que llevaba al casarse, oculto el rostro por un velo destinado a ocultar la deformidad causada por el ataque sufrido, y un sinfín de pebeteros de incienso perfumando la estancia en la que eran velados sus restos.

La lloró durante horas, hasta caer exhausto, y pagó después espléndidamente a las mejores plañideras de la ciudad para que le garantizaran un duelo digno de su rango. Antes de darle tierra en la catedral de Palermo, dentro de un suntuoso sarcófago de mármol rescatado del esplendor romano, le rindió un último tributo de amor depositando sobre su pecho la corona que había lucido al ascender al trono siciliano. Un objeto de incomparable belleza, forjado por los más diestros artesanos de Palermo, en forma de casquete de oro enriquecido con incrustaciones de zafiros, esmeraldas, rubíes, perlas y otras gemas preciosas dignas de una emperatriz. Así descansarían juntas esa joya y ella, la única mujer que había encendido sus sentimientos, hasta el día de la resurrección.

Braira también derramó lágrimas negras, no sólo de tristeza sino de inquietud. Ahora sí que se avecinaban días de zozobra. ¿Qué sería de ellos en caso de que Gualtiero no regresara de Damieta? ¿Cómo podría honrar la palabra dada a su señora respecto del príncipe Enrique, cuyo porvenir, como bien sabía ella, estaba marcado por la nefasta figura del Colgado, si ni siquiera estaba segura de poder salvarse a sí misma?

El palacio se le antojaba un lugar inhóspito. Refugiada en sus aposentos, veía pasar el tiempo a través de los ventanales, rehusando participar en los actos de una corte en la que había vuelto a sentirse extranjera.

Sabía, porque la murmuración era una constante capaz de imponerse a cualquier luto, que Federico ahogaba su angustia entregándose a los brazos de sus concubinas, sin dejar de encargar misas y responsos por la salvación del alma de su amada, cuyo acceso al paraíso de los justos debería de verse acelerado por las donaciones efectuadas a la Iglesia a tal fin. Donaciones tan devotas como innecesarias, según el modo de ver las cosas de Braira, toda vez que su señora se había ganado con creces un lugar privilegiado a la diestra de Jesús.

En esas cavilaciones andaba un atardecer igual a otro cualquiera, matando el aburrimiento con una labor de bordado que intentaba imitar la filigrana moldeada en yeso que adornaba los muros de la Aljafería. Como de costumbre, se hallaba sola. Entonces irrumpió él a medio vestir, con el cabello despeinado y la mirada vidriosa, dando tumbos al andar. Era evidente que se había excedido con el vino fuertemente especiado que le habían recomendado sus médicos para combatir la melancolía, pues estaba borracho como una cuba.

No dijo nada. Sólo fijó en Braira sus ojos; los ojos del halcón que ha localizado a su presa, y se lanzó a por ella.