En la noche del 16 de julio del año 1216 el papa Inocencio rindió el alma a Dios en su residencia veraniega de Perugia. Su cuerpo fue amortajado con ornamentos preciosos, que incluían manto, báculo y mitra, antes de ser depositado para el velatorio de rigor en la catedral de la ciudad. Al día siguiente yacía desnudo y en trance de putrefacción sobre las losas del suelo. Los ladrones le habían despojado de los atributos de su grandeza terrenal, mientras el calor se cebaba con sus restos mortales.
Sic transit gloria mundi.
Al enterarse de la noticia, Federico mandó llamar inmediatamente a Braira. Le había impresionado tanto ese funesto presagio, al que atribuía un significado mucho más complejo que el derivado de la simple codicia aliada con el verano, que necesitaba la guía y consejo de sus cartas. Además, ella empezaba a recuperar sus formas, transcurridos varios meses desde que diera a luz a un niño robusto, por lo que su visita siempre le resultaba grata. Volvía a mirarla con ojos golosos.
Poco después de la partida de Gualtiero a Damieta, Constanza había enviado recado a su dama occitana para que embarcara sin tardanza hacia el norte, desde donde una escolta enviada a buscarla la acompañaría nuevamente hasta Aquisgrán, de donde había marchado apenas unos meses antes.
El desplazamiento, ya de por sí repleto de incomodidades, resultaba casi insoportable unido a las molestias propias del embarazo, tanto más penosas cuanto agravadas por la angustia que suponía la falta de noticias de Gualtiero. No cabía empero otra respuesta que la obediencia inmediata, de modo que Braira se armó de valor, mandó que le cosieran a toda prisa ropa adecuada para ocultar su estado, y escondió con igual esmero su pena, antes de partir rumbo a la ciudad en la que la esperaban sus soberanos.
Por respeto a su preñez la reina la dispensó durante algún tiempo de cualquier tarea, incluido el juego del Tarot, colmándola de atenciones. Luego, sin gran dolor, nació Guillermo, que fue el nombre escogido por la madre para bautizar al pequeño, honrando con él a su hermano y de paso al abuelo favorito del rey, que había sido apodado el Bueno.
¡Cuánto le hubiera gustado a Braira gozar en ese trance de la compañía de su esposo! Le habría presentado orgullosa a su heredero, juntos lo habrían llenado de caricias y luego él la habría besado a ella con dulzura para agradecerle el regalo de un hijo varón. Sí, ¡cuánto habrían disfrutado los dos de ese momento, si el destino hubiese dispuesto las cosas de otra manera! Le extrañaba tanto. Se le hacían tan largas las noches sin él…
Ahora el bebé descansaba tranquilo en brazos de su nodriza, mientras Braira, dócil a la voluntad del monarca, se hallaba ya en su presencia, provista de su estuche de marfil y plata.
—¿En qué puedo serviros, mi señor? —inquirió solícita, disimulando la turbación que le producía una intimidad no deseada, ni mucho menos buscada, con ese hombre al que empezaba a temer.
—Haz que hablen los naipes. Quiero saber qué interpretación hacen ellos de lo acontecido al santo padre, cuyo terrible final no se me va de la cabeza. ¡Ojalá tuviera aquí a Miguel Escoto para conocer su docta opinión!
—Yo me entrevisté con él justo antes de venir —se alegró de informar ella—, y puedo aseguraros que era muy optimista con respecto al futuro.
—¿¡Cómo no me lo habías contado antes, estúpida mujer!? —bramó el emperador—. ¿Qué te reveló exactamente?
Braira recordó su fugaz encuentro con el astrólogo, acaecido de manera fortuita en el palacio de Palermo, coincidiendo con una visita suya a la cancillería real destinada a organizar los pormenores de su viaje.
Ella se había cruzado con él en uno de los pasillos que recorrían el lúgubre edificio y, consciente de su vulnerabilidad ante la ausencia de Gualtiero, había aprovechado la ocasión para intentar vencer la hostilidad del sabio, recurriendo a una estrategia generalmente infalible: la adulación.
—Maestro Escoto —le había interpelado, acentuando el tratamiento que implicaba veneración—. ¿Podríais dedicarme unos instantes de vuestro valioso tiempo?
—¿Y para qué querría una poderosa vidente como tú consultar a un pobre estudioso de las estrellas como yo? —le había respondido él con irónica displicencia.
Entonces Braira había desplegado encanto, humildad, fragilidad y súplicas a partes iguales, hasta convencer al escocés de que realmente necesitaba su ayuda. Estaba sola —le había dicho—, embarazada de su primogénito, sin noticias de un marido enviado a combatir en tierra de infieles y alejada de su señora, la reina, cuya protección le resultaba imprescindible en esa corte extranjera. ¿Qué podía esperar de los designios del cielo?
Escoto, incapaz de resistirse a semejante acumulación de artimañas, había accedido a utilizar su astrolabio, desplegar sus mapas astrales y observar detenidamente el firmamento, antes de responder, con suficiencia paternal, a las demandas de la dama…
—No sabría reproducir exactamente sus palabras —contestó finalmente esta a Federico, que la apremiaba con gestos de impaciencia—, aunque recuerdo perfectamente que auguraban grandes dichas. Habló de una venturosa conjunción de planetas, citó varios nombres de constelaciones alineadas a vuestro favor y anunció un eclipse de luna inminente, que interpretó como signo inequívoco del declive del Islam y el avance del cristianismo.
—Así será, con la ayuda de Dios y la fuerza de mis ejércitos, descuida. Ahora dime ¿qué misterio encierra el final atroz de nuestro amado pontífice?
Braira procedió a cumplir con el ritual de rigor, invitando al rey a seleccionar cuatro cartas que fue colocando boca abajo en perfecto orden. Como él ya conocía el mecanismo del juego y tenía prisa, prescindió del pasado y urgió a su cartomántica a proporcionarle información útil; es decir, referida al presente y el futuro.
Era un hombre pragmático, acostumbrado a la acción, no por ello ajeno al influjo de lo misterioso. Cualquier elemento o circunstancia que se saliese de lo cotidiano le producía la suficiente fascinación como para llevarle a utilizar todos los medios a su alcance, que eran cuantiosos, con el fin de desentrañar el arcano. Necesitaba respuestas a las innumerables preguntas que llamaban constantemente a las puertas de su curiosidad, y no solía conformarse con las explicaciones al uso, basadas en atribuir a la voluntad divina todo aquello que escapaba a la comprensión humana. Él no se rendía nunca. Era ambicioso hasta para eso.
El primer naipe que destapó estaba invertido y contestaba a sus inquietudes con respecto al difunto papa.
—El Mundo, en esta posición —le dijo la cartomántica—, nos indica que el tiempo del pontífice había llegado a su fin y que este debía de ser de algún modo conflictivo.
Braira tampoco era ya una muchacha inocente. Había aprendido a sobrevivir en medio del horror, había visto de cerca el rostro más feo de las personas y estaba decidida a utilizar todos sus recursos, empezando por el Tarot, para salir adelante en un universo hostil. Ahora cargaba, además, con la responsabilidad de un hijo, lo que le daba una fuerza y determinación desconocidas.
Si tenía que fingir, fingiría. Si tenía que mentir, mentiría. Si tenía que manipular, manipularía. Si tenía que vengarse, se vengaría. De hecho, según su forma de ver las cosas, había sido Inocencio, precisamente, el instigador de la ola de brutalidad que había devastado su tierra. ¿Le habría castigado el Juez Supremo por ser fuente de tanto dolor? Tal vez sí o tal vez no. En todo caso, era ella quien tenía la potestad de interpretar a su antojo lo que mostraban las cartas.
—Esta es la última figura de la baraja —prosiguió con la lectura, aunando ambigüedad y prudencia—. Si estuviera al derecho sería sinónimo de inmortalidad, pero de este modo me inclino a pensar que el difunto tenía algún pecado que purgar, algún fracaso por el que le serán pedidas cuentas…
—Fue un gran papa, de eso no hay duda, pero esa forma de acabar, pudriéndose a la vista de todos y exhalando un hedor que, según cuentan, ahuyentaba de la iglesia incluso a sus cardenales… En fin. Prosigue. ¿Qué dice el juego de lo que nos aguarda con el anciano Honorio, a quien atribuyen sencillez y bondad? ¿Será más fácil entenderse con él?
—Veamos lo que os auguran el mañana y el camino con vistas a esta nueva etapa…
Sobre la lujosa mesita que se interponía entre ellos, apareció primero el Ilusionista, con la mirada perdida, provisto de dados, cuchillos, cubiletes y una varita mágica; a su lado, marcando un feroz contraste, la Justicia, una vieja coronada, en actitud hierática, que empuñaba con la diestra la espada azul de la autoridad, el rigor y la disciplina, sosteniendo con la zurda la balanza del equilibrio.
—Vais a tener que librar una gran batalla, mi señor.
—¿Contra qué enemigo? ¿Quién se atreverá a desafiarme?
—Contra vos mismo, me temo. Vuestra naturaleza —explicó Braira, señalando al Ilusionista— os empuja a la acción, a la transformación de cuanto os rodea, a la consecución inmediata de todo aquello que os proponéis, infundiéndoos al mismo tiempo un entusiasmo ilimitado en el empeño de cambiar vuestro destino.
—¿Y por qué debería luchar contra esa energía que tan buenos frutos me ha permitido cosechar hasta la fecha?
Braira no le dijo nada de la enorme carga sexual contenida en ese personaje, anuncio seguro de inminentes aventuras eróticas, que no amorosas. No tenía más que mirarle a la cara para ver el deseo crecer en sus labios carnosos o en esas manos pequeñas, y a pesar de ello fuertes, que a duras penas resistían en ese preciso instante a la tentación de profanar sus más sagrados santuarios. Omitió esa parte de la revelación y se centró en la Justicia, que le abría la posibilidad de influir exactamente en la dirección deseada, sin necesidad de falsear el mensaje cifrado del Tarot.
—No se trata tanto de derrotar cuanto de embridar, majestad. El entusiasmo es un impulso positivo, siempre que se deje dominar por el intelecto, especialmente en un ser tan poderoso como vos —aprovechó para halagarle—. Buscad el encuentro con la verdad y la rectitud. Actuad de la manera justa. No olvidéis que la virtud de un soberano se sitúa a medio camino entre el amor a su pueblo, la severidad, la misericordia y la imparcialidad. Nunca os dejéis arrastrar por el afán de venganza. Como veis, el desafío está a la altura de vuestra grandeza. Si queréis alcanzar el destino que os espera, no despreciéis a vuestros rivales ni los confundáis con vuestros amigos.
—¿Te refieres al papa?
—Eso no puedo desvelároslo yo, pero vos sabéis la respuesta. Lo que indica esta carta —apuntó a la Justicia— es que aún debéis recorrer la senda del aprendizaje, profundizando en dos rasgos indispensables para un emperador: La paciencia y la capacidad de perdonar.
Federico oyó pero escuchó sólo a medias.
Braira recogió su juego, se levantó de la silla y pidió permiso para salir, una vez cumplida la tarea que se le había encomendado. Deliberadamente encorvada, cual gusano a punto de encerrarse en su capullo, con las manos húmedas por el nerviosismo y un molesto tic incontrolable en el párpado izquierdo, oía latir sus sienes como si alguien tocara el tambor dentro de su cabeza. Sabía que algo malo estaba a punto de suceder. Presentía el estallido de un temporal, pero no podía hacer otra cosa que aguardar, impotente, a que su amo se decidiera.
Este la miraba embelesado, reflexionando sobre las misteriosas palabras que acababa de pronunciar y relamiéndose por dentro ante la miel y la pimienta que intuía bajo el brocado de seda que cubría las formas delicadas de la dama. Su esposa Constanza seguía siendo el mejor de sus consejeros, pero hacía tiempo que había dejado de satisfacerle en otros aspectos no menos importantes de su relación. Por eso recurría habitualmente a una cualquiera de sus concubinas, siempre dispuestas a complacerle a cambio de un pequeño favor, lo que, con el transcurso del tiempo, también había llegado a aburrirle. A él le gustaba lo prohibido. Lo salvaje. Lo vedado.
Y estaba acostumbrado a conseguirlo.
—Acércate —ordenó a Braira con un gesto de la mano derecha, mientras la izquierda recogía del suelo un objeto envuelto en un pañuelo de gasa—. Tengo algo para ti.
Ella obedeció, temerosa, buscando desesperadamente la forma de zafarse de lo que veía venir sin remedio.
—¿Te gusta?
Era un collar de perlas purísimas, cada una de las cuales valía una fortuna, con el cual Federico pensaba comprar la virtud de esa remilgada que aún se le resistía. Si eso no funcionaba, tendría que pasar a mayores.
—Ven, deja que te lo ponga…
—Majestad, no puedo aceptarlo. Es demasiado.
—¡Ven aquí te digo! —endureció el tono—. No agotes mi paciencia.
Fue una inspiración repentina. Una idea que se abrió paso a través del pánico, en una clara demostración de que no hay mejor incentivo a la imaginación que la necesidad absoluta. Con un aplomo que la sorprendió a ella misma, Braira se creció, enderezándose de golpe para advertirle, enérgica:
—Debéis saber, mi señor, que si mantenemos una relación carnal, aunque sólo sea una, perderé definitivamente la capacidad de interpretar las cartas para vos.
—¿Qué cuento es ese? —replicó él tan incrédulo como excitado.
—Es la verdad. Lo juro por lo más sagrado —mintió Braira sin inmutarse—. Por eso tuve que recurrir al maestro Escoto y rogarle que me iluminara sobre la suerte de mi esposo, que a mí me resulta invisible. Ya me lo advirtió mi madre —volvió a mentir—. Si cedo a vuestras pretensiones, lo que me complacería más de lo que me atrevo a confesar —mintió por tercera vez—, desapareceréis para siempre de mis visiones y no seré capaz de ayudaros cuando solicitéis mi consejo.
Federico dudó un instante, sorprendido por ese inesperado argumento que le había dejado frío. Era tal la convicción con la que se había expresado su adivina que parecía sincera. Y le resultaba mucho más útil como augur que como amante; de eso no cabía duda.
Procurando disimular su frustración, por no mostrar más interés del decoroso en un hombre de su rango, la despachó con fingida indiferencia.
—Muy bien. Tú te lo pierdes. Ya habrá otra que acepte mi presente.
Se había salvado por esta vez, aunque estaba segura de que él volvería al ataque. Su naturaleza le empujaría a hacerlo, tan seguro como que le llevaría a enfrentarse al papa. Lo acababa de augurar el Tarot y ella lo leía igualmente en el fuego que desprendían sus ojos. Si no regresaba pronto Gualtiero, cuyo destino ella no se atrevía a consultar sencillamente por miedo a la respuesta que pudieran darle las cartas… sólo Dios sabía lo que se encontraría al llegar.