He contemplado de cerca el rostro de la maldad absoluta. Sentada junto a un ventanal que se asomaba al parque de palacio, Braira conversaba con Gualtiero. Una vez saciado el apetito de reencuentro que había acaparado todas sus horas durante los primeros días, parecían haber hallado el sosiego suficiente como para hablar de aquello que les pesaba en el corazón, por más difícil que le resultara a ella especialmente.
—Así son todas las conquistas —trató de explicarle su marido—. La Historia está escrita con letras de sangre. Por eso la protagonizan los hombres. Las mujeres, benditas seáis, estáis hechas para dar la vida.
—Mataron a tantas… —recordó Braira a su pesar, evocando en su mente las imágenes del horror que era incapaz de borrar—. Madres de niños de pecho, ancianas, vírgenes salvajemente ultrajadas… ¿No tendrían esposas o hermanas esos soldados?
—Sí, pero no las veían en los rostros de sus víctimas. Para ellos eran únicamente recipientes sin nombre en los que vaciar su ira.
—¿Cómo puede perder su humanidad una mirada que pide clemencia?
—Probablemente porque quienes miran han dejado de ser humanos para convertirse en bestias.
—¿Eso te ocurre también a ti en el campo de batalla?
—Me esfuerzo por evitarlo —respondió Gualtiero tras una pausa—, aunque no siempre lo consigo. Cuando se trata de matar o morir el instinto prevalece sobre el raciocinio. Sólo podemos encomendarnos al Señor y confiar en su misericordia. Por eso los clérigos perdonan nuestros los pecados y nos dan la comunión antes de entrar en combate. Nos sostienen el sentido del deber y el consuelo de la Iglesia.
Braira estaba dispuesta a confesar la verdad al hombre con el que compartía sus días, cuando sus últimas palabras la echaron atrás. Aunque él era hijo de una musulmana, su padre se había encargado de educarle en la fe católica, que profesaba con sinceridad. ¿Qué haría si se enteraba de que su mujer era una hereje? ¿Podría perdonarle tal engaño? ¿Volvería a confiar en ella, por más que le explicase las circunstancias endiabladas que la habían obligado a mentir?
Le amaba demasiado como para arriesgarse. La idea de perderle se le hacía insoportable, por lo que calló, con la esperanza de que el tiempo acabara borrando por sí solo ese capítulo de un pasado que creía enterrado para siempre.
—Lo más aterrador de pensar en la posibilidad de morir —le confesó, regresando a su relato— era no volver a estar nunca contigo. Lo demás me resultaba indiferente, pues llega un momento en el que la muerte cobra el aspecto engañoso de una liberación.
—¿Ah sí? Pues no creas que vas a librarte de mí tan fácilmente —la hizo reír él—. Tenemos mucho camino por delante y tú tienes que ayudarme a ganarme un señorío. Te casaste con un guerrero sin fortuna pero juro por lo más sagrado que nuestros hijos heredarán tierras. Y hablando de hijos. ¿Qué te parece si continuamos buscando el primero…?
Tan ocupado había estado el rey en sus asuntos alemanes, que descuidó la joya de su Imperio, Sicilia, donde la anarquía volvía a campar por sus respetos.
En ausencia de monarca, los poderosos locales esquilmaban los recursos del tesoro, abusaban del pueblo y engrandecían sus patrimonios a costa de robar a la corona. Federico no podía seguir ignorando los lamentos de sus súbditos, pero tampoco quería renunciar a la victoria plena sobre Otón, ahora que la tenía al alcance de la mano. De ahí que decidiera enviar allí al más fiel de sus comandantes, Gualtiero de Girgenti, con el encargo de imponer la autoridad en su nombre y la promesa de concederle un feudo acorde con sus servicios.
Era justo la oportunidad que el bastardo esperaba desde hacía años.
Partieron su esposa y él inmediatamente hacia Genova, desde donde pensaban trasladarse a Palermo, aunque a causa de una feroz tempestad que azotó las aguas y a punto estuvo de desarbolar su nave, llegaron finalmente a Siracusa, situada justo en el extremo opuesto de la isla. Vientos como jamás había conocido Braira les empujaron hacia el estrecho de Mesina, que atravesaron de milagro, gracias a la pericia de su capitán, para arrastrarles entre lluvias torrenciales y olas semejantes a montañas hasta el refugio de esa bahía amplia y amable. Nada más desembarcar, con el rostro de color verdoso debido al mareo y toda la ropa empapada, lo primero que hicieron fue besar el suelo que pisaban. Después se abrazaron el uno al otro, dando gracias al cielo por seguir vivos.
La fértil llanura de Siracusa, una franja estrecha situada entre colinas y mar, era un lugar habitado desde antiguo por pueblos de navegantes acostumbrados a los cambios de humor del Mediterráneo, que se habían instalado en sus riberas ajenos a esos súbitos accesos de cólera. En los últimos tiempos, aprovechando la falta de autoridad, se habían adueñado de la región ciertos mercantes genoveses que administraban el puerto a su conveniencia, ignorando los tributos impuestos por el soberano. Y el primer objetivo de Gualtiero era precisamente sujetarles. Someter a esos navieros insumisos cuya conducta era propia de corsarios. Demostrar a Federico, con una actuación resuelta, que se merecía un puesto de responsabilidad a su lado, no sólo en el combate sino también en el gobierno. Derrotar, en suma, sin contemplaciones, a quienes habían sumido al reino en la anarquía.
Claro que la grave situación política no era detectable a simple vista. Cuando Braira y él tocaron tierra, una vez aplacado el temporal, el mar serpenteaba tranquilo entre las escolleras, adoptando en los arenales un color azul turquesa que se tornaba verdoso sobre los fondos de roca. En el horizonte se confundían agua y cielo. Las intrigas de los hombres quedaban infinitamente lejanas.
—No te conté por qué me vi obligada a marchar —comentó ella, sin dar mayor importancia a sus palabras, mientras cabalgaban hacia la capital acompañados por un nutrido grupo de guerreros, atravesando el corazón pedregoso de esa tierra envejecida.
—Creía que la reina te había encomendado una embajada —se sorprendió él—. ¿No fue eso lo que te llevó a buscar a su difunto hermano?
—Eso vino después.
—¿Después de qué?
—Después de que Brunilde cayera fulminada por el veneno.
—Espera un momento —la interpeló Gualtiero en tono severo, harto de las vaguedades en las que se escudaba su mujer demasiado a menudo para eludir cuestiones que la incomodaban—. ¿Qué tiene que ver la muerte de esa dama con tu marcha a Aragón?
—Bueno —se defendió ella—, es que doña Constanza pensó que tal vez la ponzoña estuviese destinada a mi persona y quiso ponerme a salvo. Como poco antes se había producido el incidente de la araña…
—¿Me estás diciendo que alguien ha querido matarte y yo soy el último en enterarme?
—¡No, en absoluto! A decir verdad, tanto la reina como yo pensamos ahora que fueron hechos fortuitos, una trágica sucesión de casualidades que nos llevó a conclusiones erróneas. Lo más probable es que la tarántula se colara en mi cama de manera accidental y que la pobre Brunilde se intoxicara con algún alimento en mal estado o tal vez con algo que alguien dejó caer en su plato involuntariamente. Esas cosas suceden.
—No lo creo. La experiencia me ha enseñado a desconfiar y mantener alta la guardia a fin de seguir vivo, sobre todo en los tiempos que corren, con tanta gente empeñada en medrar a toda prisa.
—Lo mismo decía mi señora, doña Constanza, aunque ya no piensa igual.
—¿Y qué piensas tú? ¿Se te ocurre algún motivo por el que alguien quisiera hacerte daño?
—Ninguno en absoluto, más allá de las envidias que pudiera despertar el favor que me dispensan sus majestades… Aunque, francamente, no me parece razón suficiente. He reflexionado mucho y llegado a la conclusión de que fui víctima del azar. Un azar trágico, es cierto, toda vez que me llevó a presenciar el fin de mi familia, del único amigo que tuve hasta que te conocí, de la patria de mi infancia…
—Ya hemos hablado de ese asunto —la regañó él, en esta ocasión con cariño—. Tienes que dejar atrás esas vivencias y pensar en lo que nos espera juntos. Ahora tu familia soy yo, además de los hijos que nos envíe el Señor, y tu patria es Sicilia. ¿Serás capaz de olvidar? ¿Me dejarás que te haga feliz?
—Lo intento con todas mis fuerzas.
—Pues habrás de esforzarte más. Yo por mi parte tendré los ojos abiertos, por si se repite una de esas «casualidades», como las llamas tú. No voy a permitir que te suceda nada malo.
—Tus temores son tan infundados como lo fueron los míos en su día, créeme. No debería haberte dicho nada. Estoy segura de que nadie me quiere mal aquí.
—Mi querida e inocente esposa… —le replicó él con ternura—. Siempre hay alguien que nos quiere mal, ya sea por miedo, por celos, por odio a lo que representamos o por cualquier otro motivo. Incluso hay quien nos detesta sin conocernos siquiera. Así es la naturaleza humana.
—Pero también hay gente buena, generosa, decente, ante cuya luz palidece la ruindad de esas otras personas. Ya te hablé de los Corona, que me acogieron como a una hija en Zaragoza. De mi hermano Guillermo, de Beltrán, de mis padres, de la propia doña Constanza, a la que debo todo lo que soy…
—Lo que eres te lo has ganado. No dejes que nadie te convenza de lo contrario.
—Luego, o mejor dicho antes, por supuesto, estás tú —continuó ella, ajena al comentario de su marido—. Tú eres la prueba de que la nobleza existe y de que no todos los hombres son como el rey Federico, al menos en lo que me atañe a mí. Tú no actúas movido únicamente por el interés, no miras con lujuria a otras mujeres cuando yo estoy delante.
—Me basta con mirarte a ti, y sí, lo hago interesado… —La desnudó él con los ojos—. ¡No me provoques!
Al contrario de lo que les sucediera a ambos durante su larga separación, los meses se les hicieron en esa etapa semanas y las semanas, minutos. El tiempo voló para Braira junto a Gualtiero, del que no se separó ni siquiera durante las incursiones armadas que él hubo de llevar a cabo contra muchos feudatarios rebeldes, hasta restaurar el orden conculcado.
Al fin respiraba tranquila.
No había querido preocupar más aún a su marido contándole el modo en que el señor de ambos la miraba a ella precisamente, no a otra cualquiera de las damas de su esposa, en parte por pudor, pero sobre todo porque sabía que, de hacerlo, él se enfrentaría sin pensárselo a Federico, lo que supondría su ruina. Cuando hablaban de asuntos de estado y ella se permitía algún comentario crítico sobre su política con respecto al soberano francés, por ejemplo, él le impedía seguir, invocando la gratitud que uno y otra le debían e insistiendo en que su obligación era someterse a la voluntad real. Por el rey habría entregado su vida sin dudarlo un instante, como demostraba el coraje con el que se la jugaba defendiendo su causa. El honor, no obstante, le habría llevado a una confrontación suicida con él si hubiera sabido que trataba de seducir a su mujer, y esa certeza mantenía callada a Braira, mal que le pesara cargar con otro secreto añadido al que arrastraba desde el primer día.
Ella sospechaba que la lealtad casi nunca es un camino de ida y vuelta, especialmente cuando se trata de gobernantes, y que el monarca no habría vacilado en mandar ahorcar a su marido si este le hubiese desafiado. Lo mejor era por tanto ignorar lo sucedido o fingir que lo había soñado. Al fin al cabo —se decía—, el peligro estaba lejos. Gozar del momento, llenarse de Gualtiero con la misma voracidad con la que engullía una cola de langosta o inhalaba el perfume del azahar, era su única obligación inmediata. Todo lo demás podía esperar.
Mientras tanto, Federico y Constanza, obligados a permanecer en el norte, echaban de menos a esa dama cuya destreza con las cartas no sólo les divertía, sino que les había proporcionado más de un consejo valioso. Al monarca, por otro lado, le urgía comprobar en persona si la joven poseía otra clase de habilidades muy de su gusto, para cuya satisfacción, tal como intuía ella, Gualtiero resultaba ser un obstáculo insalvable.
A diferencia de lo que podría esperar de otros caballeros más pragmáticos, cavilaba el rey en la frialdad de sus noches alemanas, parecía claro que ese capitán extraño, tan de fiar en los lances de armas, se había enamorado de su esposa hasta el punto de que se negaría en rotundo a compartirla con él, incluso siendo él su soberano. Seguramente fuese a causa de su sangre mora, o acaso de su condición bastarda, mas lo cierto era que se interponía en su camino. Y él no podía consentir tal cosa.
Gualtiero era una molestia que convenía apartar, máxime cuando su condición de mestizo, dominio de la lengua árabe y probada habilidad militar podían ser de gran utilidad en otra parte.
En Damieta, situada en el delta del Nilo, una expedición cruzada se hallaba en graves dificultades ante el enemigo muslim. Federico se había comprometido el día de su coronación a ir en su auxilio, pero dilataba el momento de marchar invocando para ello mil excusas, con el consiguiente enfado de Roma.
Acuciado por la Iglesia, vio en su leal servidor de Girgenti un modo perfecto para ganar el tiempo que necesitaba y librarse al mismo tiempo de su presencia. Sería Gualtiero quien viajaría a Egipto, al frente de un puñado de soldados, a fin de acallar los reproches del pontífice. Lo utilizaría para cumplir su palabra, aunque fuera a través de persona interpuesta. Él salvaría su honor y combatiría en su nombre. Sería el peón utilizado para frenar por algún tiempo los continuos jaques del papa, y se iría, además, agradecido por la gran responsabilidad que se le otorgaba…
—Volveré muy pronto, no te preocupes —se despidió el capitán de Braira con un cálido abrazo en el puerto, a punto de partir hacia su nueva misión—. Derrotaremos a esos sarracenos y regresaré a tu lado.
—Te estaré esperando aquí mismo —repuso ella con tristeza—, aunque preferiría no separarme de ti. ¡Te voy a echar tanto de menos!
—Acaso sea ese nuestro destino —trató de bromear él.
—¡Calla! —le cortó ella en seco—. No deberías reírte de cosas tan serias.
—¡No me digas que has preguntado a tus cartas por nosotros!
—No lo he hecho, no, porque me ha faltado el valor. Si me dijeran que no iba a volver a verte, me quitaría la vida.
—Eso no será necesario. Te juro que he de volver antes de lo que esperas. Mientras tanto, mantén alta la guardia por si acaso.
Braira le vio marchar con un mal presentimiento. Se obligó a ahorrarle sus lágrimas, aunque no pudo evitar las náuseas que le hicieron vomitar el alma en ese océano negro que le arrebataba a su hombre. Supo entonces que una nueva vida se abría paso en su interior, mientras la suya se quebraba nuevamente en mil pedazos.