Capítulo XXV

Felipe Augusto de Francia era un soberano con suerte. Acababa de apoderarse de las tierras pertenecientes a la corona de Aragón, con la excusa de expulsar de ellas a los cátaros, cuando la fortuna acudió nuevamente en su auxilio del modo más inesperado: brindándole una victoria aplastante sobre el emperador germánico, cuarto de los que llevaban por nombre Otón, precisamente mientras hacía retroceder a su ejército intentando huir de él.

Corría el año 1214 de Nuestro Señor.

Perseguido por el alemán, cuyos tercios de mercenarios de Brabante sembraban el pánico allá donde iban, el rey llegó un tórrido atardecer a un puente situado muy cerca de la frontera entre sus dominios y los que aspiraba a engrandecer el teutón. Su enemigo le pisaba los talones. No le quedaba otro remedio que combatir o asistir a la masacre de sus soldados en un cuello de botella que jamás podrían cruzar a tiempo, lo que le llevó a optar por la primera opción.

Tras encomendarse a Dios, el monarca se enfundó la armadura, subió a su corcel, se abrazó al estandarte de San Dionisio e hizo tocar las trompetas que llamaban a la batalla. A sus flancos cabalgaban los grandes del reino, los caballeros más ricos y valerosos, animados por los cánticos que a voz en cuello entonaban los capellanes castrenses. Frente a él se desplegaban las tropas del emperador maldito, dos veces excomulgado por desafiar a la Iglesia, quien se lanzó a la refriega precedido por la enseña imperial, enarbolada en lo alto de una pértiga: un águila dorada cuyas garras sometían a un dragón.

Con el sol a las espaldas, los franceses lucharon a la desesperada por sus vidas y lograron imponerse. Su victoria fue arrolladora. La mayoría del ejército adversario resultó aniquilada, ante la incredulidad de Otón, que huyó de allí a toda prisa hasta reventar literalmente a su caballo.

Los lanceros de Felipe se ensañaron con el dragón del pendón derrotado y amputaron las alas al águila en un ceremonial macabro, antes de que su señor ordenara restaurar la pieza a fin de regalársela a un fiero combatiente veinteañero que había peleado a su lado: Federico de Hohenstaufen, soberano de Sicilia y candidato favorito del papa al sagrado trono imperial.

No había sido fácil para el huérfano de Palermo llegar hasta ese día triunfal, pero había valido la pena. Más de dos años llevaba alejado de su tierra natal, aunque ahora estaba seguro de que la corona de su abuelo, el Barbarroja, no tardaría en pertenecerle de hecho y no sólo de derecho, tal como le anunciara en su día aquella hermosa dama de Constanza que leía el futuro en unas peculiares cartas adornadas con figuras que únicamente ella entendía.

La primera etapa de su periplo le había conducido hasta Roma, donde se había encontrado por vez primera cara a cara con su tutor, Inocencio, al que debía, entre otras muchas mercedes, el hecho de estar vivo. Nunca podría borrar de su memoria ese momento, ya que por más que hubiera oído hablar de la gloria del pontífice, la magnificencia que desprendía su persona superaba todo lo imaginable. De ahí la huella que dejaba en cuantos le visitaban, incluido él mismo.

Aquel hombre se consideraba superior en dignidad y honor a cualquier otro ser encarnado, era evidente, pues no en vano representaba a Jesús, soberano de reyes, príncipes y emperadores, tal como indicaba la tiara que adornaba su cabeza. El manto rojo que cubría sus espaldas evocaba a su vez la capa regalada por Constantino el Grande a Silvestre I, y se inspiraba igualmente en la sangre derramada por Cristo en su Pasión. El blanco inmaculado de su túnica, idéntica a la del emperador de Bizancio, simbolizaba la resurrección y los ropajes inmaculados de los ángeles. Era sinónimo de inocencia. El conjunto de su figura, enmarcado en un ambiente de vapores de incienso y clérigos silenciosos en actitud reverente, lograba que el visitante se sintiera insignificante, fuera cual fuese su rango.

Todo estaba pensado para que Federico se marchara de allí convencido de que el personaje ante el cual se había inclinado no era un humano cualquiera, sino un ser cuya naturaleza estaba a medio camino entre lo terrenal y lo divino. Claro que él, por cuyas venas corría la sangre de los Hohenstaufen y los Altavilla, tampoco se tenía a sí mismo por un hombre del montón. ¡Nada de eso! No era una persona fácilmente impresionable.

Acogido con todos los honores por su santidad, que veía en él al campeón de la causa católica, el rey le rindió pleitesía y le prestó juramento de vasallo. Reiteró las antiguas promesas de su madre sobre su disposición a respetar todas las prerrogativas de la Iglesia en sus dominios, y recibió a cambio no sólo la bendición apostólica, sino una sustanciosa suma de dinero que le permitió alquilar una flota de buques genoveses para transportar a sus fuerzas hasta Alemania, a la conquista de su trono.

El recibimiento que le dispensaron los habitantes de la Ciudad Eterna fue más caluroso aún que el de su poderoso mentor. Tanto, que no tardó en convencerse el siciliano de que no era Inocencio quien le empujaba hacia el esplendor imperial, sino el pueblo romano el que exigía de él ese esfuerzo. «Fue Roma, la gloriosa Roma —le adularían poco después en sus romances los poetas a sueldo de su corte—, quien lo lanzó a las más altas cimas del Imperio, cual madre que diera a la luz un hijo largo tiempo anhelado». Tal como escribiría siglos más tarde un insigne narrador francés: «La ingratitud es el oficio propio de los reyes». Y junto a ella, la vanidad, con la que los dioses de todos los Olimpos han cegado a los mortales con el fin de destruirles.

Desde Genova, prácticamente sin necesidad de combatir, Federico se abrió paso hasta los Alpes, sorteando la hostilidad de varias plazas fuertes güelfas y prodigando exenciones fiscales, dispensas del servicio de armas y otras suculentas concesiones entre las villas que le juraban fidelidad.

Sus capitanes, encabezados por Gualtiero de Girgenti, no daban crédito al modo en que obstáculos aparentemente insalvables se despejaban ante ellos como por arte de magia, permitiéndoles avanzar hacia la conclusión de una empresa que muchos habían contemplado al principio con el mayor escepticismo.

Fuese fruto del talento o de un azar bien dispuesto, lo cierto era que su señor les conducía con mano firme al corazón del Sacro Imperio Romano Germánico, situado en Aquisgrán, donde descansaban los restos de su fundador, Carlomagno, canonizado en tiempos del Barbarroja.

Parecía evidente que el siciliano era un ser especial; un auténtico David victorioso frente a Goliat, según la visión mayoritaria del vulgo, que le aclamó a lo largo de todo el camino hasta Maguncia, donde fue elegido formalmente rey de los romanos una gélida mañana de diciembre del año 1213.

Muy a su pesar, deslució la ceremonia el hecho de que no pudiese revestirse con los atributos propios de su condición, ya que estos obraban todavía en poder de su rival. Le resultaba indispensable recuperarlos antes de ser coronado en Roma por el papa, para lo cual necesitaba un aliado poderoso, que encontró en el soberano francés. Por eso, sólo por eso, cabalgó a su flanco hasta el puente de Bouvines, en el que derrotaron a Otón.

Sí. Felipe Augusto Capeto era un hombre con suerte. En aquel verano de 1214 acababa de librarse de la formidable amenaza que para su reino suponía la pinza formada por los estados alemanes e Inglaterra, mientras Simón de Monforte conquistaba en su beneficio la Provenza y Occitania.

Millares de campesinos cambiarían de la noche a la mañana de lengua, de señor y de soberano, siguiendo una tradición antigua. ¿Qué eran los siervos de la gleba sino complementos de la tierra comparables a los bueyes? Los nobles decidían sus destinos, impuestos por el filo de la espada; ellos les alimentaban con su trabajo; y los clérigos, entretanto, aseguraban mediante sus rezos la salvación de todas las almas. Así era como funcionaba el mundo.

La reina Constanza, acompañada de su hijo Enrique y su dama del Tarot, llegó a la antigua corte de Carlomagno justo un año después de la victoria del francés compartida por su esposo.

Atravesar buena parte de la península itálica por lo que quedaba de las antiguas calzadas romanas no había sido precisamente cómodo, pero la perspectiva de reunirse con sus hombres hacía que ambas mujeres encontraran fuerzas para soportarlo. Viajaban, además, en las mejores condiciones posibles, protegidas de los bandidos que asolaban los caminos por una nutrida escolta armada, con medios para alojarse en las más reputadas posadas y la posibilidad de descansar el tiempo que fuera necesario cuando el dolor de huesos se hacía insufrible.

Braira había recuperado poco a poco las ganas de estar viva e incluso el deseo de jugar, aunque no la ambición que había guiado antaño sus pasos. Su señora, envejecida y ajada por fuera, se mantenía sólida en sus convicciones, digna de la sangre que corría por sus venas. Entre las dos cuidaban de Enrique, que, con cuatro años recién cumplidos, era ya rey de Sicilia y aspiraría un día al solio imperial.

Cuando cruzaron la puerta de Aquisgrán, precedidas por dos heraldos encargados de anunciar su llegada a toque de trompeta, Braira sintió que se le aceleraba el pulso. Hasta entonces se había mantenido más o menos tranquila, a base de un supremo esfuerzo de contención, pero llegada la hora del encuentro su mente empezó a formularse preguntas a cuál más inquietante. ¿La habría sustituido otra en el corazón de Gualtiero? ¿La querría todavía? ¿La encontraría fea, poco deseable o incluso desagradable, tan desmejorada como estaba después de las penalidades sufridas? ¿Seguirían riendo juntos? ¿Tendrían ganas de hablar? ¿La miraría de ese modo ardiente y al mismo tiempo rebosante de ternura que la había enamorado nada más verle? ¿Sería él capaz de comprender su calvario y asumir los cambios que se habían operado en su interior? ¿Lo sería ella con respecto a él?

Sólo había un modo de descubrirlo.

Pese a verla sucia por el polvo del camino, con la ropa embarrada, el rostro surcado por la fatiga y más delgada de lo que le habría gustado, Gualtiero miró a su esposa como se contempla a una obra de arte. Como si jamás hubiera visto nada más hermoso. Como si el tiempo se hubiese detenido en su noche de bodas. Lo que veía no guardaba la menor relación con lo que percibían los ojos.

Había contado cada día de alejamiento atormentado por la inquietud ante la falta de noticias de ella. Los meses le habían parecido años y los años, siglos. ¿Cómo se puede querer tanto a alguien que apenas has llegado a conocer?, se preguntaba a menudo. Y la respuesta era una imagen: un óvalo perfecto, una boca con sabor a uva madura, un halo misterioso en forma de sonrisa equivalente a una invitación, unos ojos en cuyo interior moraba la paz que todo guerrero ansia.

—Estás más hermosa aún de lo que recordaba —le dijo sin faltar a su verdad, ayudándola a bajar del carro.

—No es cierto —respondió ella emocionada y aliviada en su angustia—, aunque doy gracias a Dios por estar viva, que no es poco. Tú sí que tienes un aspecto magnífico.

—La intendencia de su majestad funciona como una máquina bien engrasada. Hemos comido hasta hartarnos y combatido muy poco. El pueblo nos agasaja. No puedo quejarme de nada, si no es de haberte extrañado tanto. Tendrás muchas cosas que contarme, supongo.

Braira no daba crédito a tanta dicha. No quería rememorar ese pasado atroz que parecía definitivamente enterrado. Sólo disfrutar de un presente recuperado después de tan larga espera, que Gualtiero llenaba por completo en ese instante.

—Me visitaste en sueños noche tras noche… —le susurró al oído, acariciando su mejilla barbuda.

—Yo te busqué y encontré en los míos —repuso él, sin dejar de besarla—, pero ahora estás aquí. Ya pasó el tiempo de soñar. Necesito sentir el tacto de tu piel, recorrer con mis manos tu cuerpo, comprobar que eres realmente tú en carne y hueso… ¡Demasiado hueso para mi gusto!

Era él. No había cambiado.

Braira descansó en su esposo. Encontró en su calor el tiempo que le había sido hurtado. Le amó, se amaron, aunando pasión y cariño, en un abrazo que les llevó a cotas insospechadas de placer. Fueron, hasta la alborada, un solo ser; un único instante irrepetible.

Al día siguiente, la luz que había huido de su sonrisa volvía a iluminarle el rostro, tenía un apetito voraz y se sabía de algún modo capaz de interpretar nuevamente el lenguaje del Tarot. Felicidad y clarividencia habían regresado al mismo tiempo, cosa que el rey debió de percibir instintivamente, pues no tardó en ponerla a prueba reclamándola en sus aposentos esa misma mañana.

Federico ya no era el muchacho algo alocado que había conocido ella en Sicilia, sino un hombre hecho y derecho dispuesto a asumir un cometido grandioso. Su sed de conocimiento se había visto acrecentada a medida que pasaba los días y las noches en campamentos militares, ayuno de fuentes en las que saciarla, y también su afición a lo esotérico había crecido con él. De ahí que, al saber por su esposa que Braira se encontraba en palacio, la mandara llamar inmediatamente.

La cartomántica acudió presurosa, provista de su cajita de marfil y plata. De nuevo le apetecía cumplir con lo que se le ordenaba, pues no sólo estaba radiante y agradecida a la vida, sino encantada de haber recuperado esa habilidad que creía perdida. De ahí que saludara a los soberanos con la gracia que la caracterizaba, tomara asiento frente a ellos y se dispusiera, risueña, a seguir el ritual habitual: cuatro cartas boca abajo —el ayer, el hoy, el mañana y el camino—, escogidas al azar del montón por el consultante.

El primer personaje que se asomó al juego fue el Loco, una especie de juglar, con el traje lleno de cascabeles y un hatillo a las espaldas, que camina sin rumbo fijo con rostro alegre. Federico pareció molesto al verse retratado de tal modo, pero Braira le explicó:

—No sois vos, señor. Es vuestro pasado confuso, vuestro complejo linaje que mezcla diversas sangres, vuestra búsqueda incansable, los viajes que habéis debido emprender para superaros a vos mismo. Es lo que ha quedado atrás. Destapad la siguiente carta y veremos en qué momento os encontráis.

Como no podía ser de otro modo, apareció el Emperador, con su cetro, su corona, su collar de espigas de abundancia y su trono adornado con un águila.

No fue menester decir cosa alguna. Aunque la intérprete hubiese querido explicar que se trataba de un mero símbolo, de un modo figurado de representar el poder, la seguridad en uno mismo, el orden, el control y la estabilidad, el rey no la habría escuchado. Él vio la carta y se creció. Al igual que cuatro años antes, se vio reflejado en ella y dedujo que esa figura era él, Federico de Hohenstaufen y Altavilla, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

—¿Lo ves, Constanza? —se ufanó—. Hasta tu preciosa amiga reafirma lo que ya anunció tiempo atrás. Otón está muerto, aunque todavía él no lo sepa. Mañana yo seré coronado aquí, en la que fue capital del gran Carlomagno, faro de la Cristiandad, precursor de las Santas Cruzadas, verdugo de los sajones idólatras y vencedor de los sarracenos en Hispania.

—Los reinos cristianos de Hispania siguen combatiendo a los moros, mi querido esposo, desde los tiempos en que Carlomagno, con el valioso apoyo del rey Alfonso de Asturias, les infligió su primera derrota. ¡Ojalá fuese una tarea concluida!

—Lo será muy pronto, no lo dudes. Igual que mis antepasados les arrebataron Sicilia, los descendientes de tu sangre los expulsarán de Aragón y de Castilla. Pero sigamos. ¿Qué nos depara el mañana, encantadora Braira?

Mujeriego impenitente, tal como atestiguaba el serrallo que mantenía a dos pasos de su palacio palermitano, Federico era incapaz de mostrarse indiferente ante una fémina cuyas hechuras le resultaran atractivas, incluso en presencia de su esposa. Y el cuerpo menudo de esa dama no sólo le gustaba, sino que le atraía como el imán al hierro. La desnudaba con los ojos sin el menor recato. Le demostraba su deseo en cada gesto. Se notaba que estaba acostumbrado a poseer a cualquier hembra que se le antojara y que no se andaba con remilgos de juglar en la conquista.

Amaba a Constanza más de lo que volvería a amar jamás, lo que no era obstáculo para que siempre hubiera dado rienda suelta a su lujuria. Su forma de mirar a Braira era por ello una caricia burda, propinada con grosería; un manotazo en el pecho que ella soportaba indefensa, consciente de que doña Constanza veía con indulgencia esa afición de su fogoso marido, en su opinión inofensiva.

—Tened la bondad de destapar el naipe que indica el futuro, mi señor —prosiguió con la tirada, haciendo de tripas corazón.

Entonces apareció el papa. Un anciano venerable, portador de mitra y báculo, impartiendo sus enseñanzas a dos obispos arrodillados ante él en actitud de recogimiento.

—¿Qué hace aquí nuestro amado santo padre? —se extrañó el rey.

—En realidad, esta figura nos habla de aprendizaje y consejo. De lo importante que resulta tanto hablar como escuchar. Este papa es un maestro que nos ayuda a controlar nuestros sentidos —aclaró ella, tratando de aprovechar la ocasión para embridar los impulsos que percibía en el soberano.

—Lo cierto es que seguir los consejos del pontífice me ha reportado beneficios evidentes —reflexionó Federico en voz alta, interpretando nuevamente el dibujo que veía en sentido literal, sordo a las explicaciones de la cartomántica—. No tengo queja del trato que me ha dispensado hasta ahora, aunque mucho me temo que pronto o tarde nuestros caminos han de cruzarse. Él aspira a manejarme como cuando era un niño y yo no tengo la menor intención de permitírselo. Su poder debería ceñirse al ámbito de lo espiritual y dejarme a mí lo temporal, pero se empeña en reinar también sobre asuntos terrenales que nada tienen que ver con la salvación de nuestras almas. Sí, creo que terminaremos chocando…

—¡Dios no lo quiera! —intervino Constanza escandalizada—. Nunca te enfrentes a la Iglesia. Mira cómo acabó mi hermano Pedro por defender a esos herejes cátaros, por más que le advirtieron que no lo hiciera, y cómo declinó, para nuestro bien, la estrella de Otón desde que fue excomulgado. Ten cordura, te lo suplico —prosiguió la reina, que había sido instruida a conciencia—. La Historia, en su sabiduría, te marca claramente el camino a seguir. ¿Adónde le llevó al emperador Enrique IV proclamar que Gregorio era un falso papa? A ser repudiado por sus propios vasallos y tener que humillarse en Canossa ante el pontífice, hasta obtener su perdón. ¿Qué sacó tu abuelo, el Barbarroja, de su enconada pugna con Alejandro? Sufrimiento, soledad, calamidades de toda índole y finalmente una epidemia que diezmó a su ejército y le convenció de la necesidad de agachar la cabeza ante el vicario de Cristo. No repitas sus errores. Sé cauto. El papa no es tu enemigo y, aunque lo fuera, jamás podrías vencerle.

Federico oyó en silencio por respeto a su esposa, mas no escuchó. Tiempo tendría de arrepentirse en los años venideros. De momento, estaba más interesado en saber lo que le recomendaba ese peculiar juego de mesa, tan certero en sus pronósticos y a la vez tan halagüeño.

Con mano firme, animado por Braira, destapó el último naipe, descubriendo la carta de la Templanza, un ángel de gesto apacible en el trance de trasvasar un líquido de una vasija a otra.

—El Tarot coincide con vuestra esposa, señor —dijo Braira sin mentir—. Si queréis ser un emperador tan sabio como poderoso, habéis de mostraros paciente, huir de los extremos, aborrecer el fanatismo, ser humilde en vuestra grandeza, sociable hasta donde os lo permita vuestra magna condición, tolerante con vuestros súbditos…

—Tienes razón —sentenció Federico, interrumpiéndola—. Esa es una buena forma de ganarme su respaldo, indispensable para derrotar definitivamente al güelfo. Ahora puedes retirarte —la despachó, satisfecho—, pero no te vayas muy lejos. Tal vez te mande llamar más tarde…

No llegó a cumplir su amenaza. En los días siguientes estuvo muy ocupado contribuyendo con sus propias manos a la rehabilitación del sepulcro en el que descansaba el cuerpo de Carlomagno, trasladado a un esplendoroso sarcófago labrado en plata, oro y piedras preciosas, que ocuparía desde entonces un lugar de honor en la catedral de Aquisgrán.

Allí mismo fue coronado con gran pompa, aunque de nuevo sin los atributos materiales de su rango, ya que estos estaban en poder del derrotado, que se aferraba a ellos obstinadamente en su último refugio, negándose a reconocer que ya no le pertenecían.

La atmósfera que reinaba aquel día en el templo evocaba el cielo de los justos. Millares de candelabros iluminaban sus naves, perfumadas de incienso, mientras las voces de un coro infantil entonaban cánticos de alabanza a Dios. Allí dentro era más fácil sentirse cercano a Dios, percibir su poder inabarcable, imaginar el resplandor de su gloria. Sí, en ese entorno sagrado todo parecía posible…

Emocionado hasta la exaltación, agradecido al Señor que le había conducido hasta ese momento y determinado a seguir los pasos del fundador del Imperio, Federico aprovechó la ceremonia de su entronización para hacer un anuncio sorprendente, que nadie había previsto.

—Hermanos en Cristo —se dirigió a los presentes desde los pies del altar mayor, alzando con teatralidad la cruz que colgaba de su pecho—. Amados súbditos. En este día de júbilo para la Cristiandad formulo ante vosotros mis votos de cruzado y pongo en este instante mi espada al servicio de la liberación del sepulcro de Jesús.

Un murmullo de aprobación recorrió las filas de los fieles asistentes al acontecimiento, mientras Constanza se estremecía por dentro, maldiciendo la locura de su marido.

—Me siento en la obligación de devolver al Altísimo una mínima parte de los muchos dones que ha derramado sobre mí, por lo que muy pronto encabezaré una expedición que arrebate a los sarracenos la ciudad de Jerusalén. Y desde aquí os llamo a todos a sumaros a esta empresa que hemos de culminar con bien, pues Dios está de nuestro lado. ¡Marchemos a Tierra Santa! ¡Muerte a los sacrílegos!

La iglesia estalló en un único grito de júbilo.

El soberano tenía un don natural para la oratoria que le otorgaba una gran capacidad de seducción. Su entusiasmo se propagó entre la multitud como un incendio en un pajar barrido por el viento, hasta el punto de que los más osados querían partir en ese mismo instante, sin despedirse siquiera de sus familias.

El golpe de efecto le había salido a Federico a pedir de boca, aunque no gustó lo más mínimo al pontífice cuando le llegó la noticia transcurridas unas semanas. ¿Quién era ese muchacho insolente para hurtar a la Iglesia la iniciativa de una cruzada? ¿Con quién se creía que jugaba? Tendría que bajarle los humos cuanto antes, demostrándole quién mandaba en asuntos de semejante envergadura.

Por otra parte, sin embargo, los pocos enclaves orientales que permanecían en manos cristianas estaban muy necesitados de socorro, por lo que no era cuestión de revocar ese llamamiento a la peregrinación armada que muchos clérigos secundaban ya por todo el orbe.

Eso sí, obligaría a ese presuntuoso a cumplir escrupulosamente su palabra, sin admitir excusas o demoras. Federico tomaría la cruz o lo pagaría caro.