Nevaba sobre una Tolosa que empezaba a perder la fe. También el interior de Braira estaba frío, voluntariamente congelado, como los campos yermos que rodeaban la ciudad. No quería pensar. Evitaba sufrir poniendo su corazón en barbecho. Mataba la angustia leyendo, durmiendo mucho más de lo razonable, jugando al ajedrez o tañendo el laúd, resignada al papel secundario que le tocaba desempeñar.
Puesto que nada podía hacer por acelerar la respuesta de don Pedro —se decía—, de nada le valía irritarse. Era mejor convertirse en vegetal, reducir al mínimo sus emociones, alejarse de su propio yo para esconderse en un lugar abrigado, en espera de tiempos mejores.
Había escrito innumerables cartas a Constanza y a Gualtiero, sin obtener respuesta, lo que significaba que los correos encargados de entregarlas, casi siempre comerciantes o peregrinos, no habían logrado superar las múltiples dificultades que entrañaba tal empeño. Sólo le quedaba el remedio de cultivar la paciencia, pese a ser consciente de que no era una de sus virtudes.
¿Qué sería de su esposo? —se preguntaba su mente sin que ella quisiera, en cuanto el esfuerzo de voluntad al que sometía a sus pensamientos cedía un ápice—. ¿A qué peligros estaría expuesto? Apenas llegaban noticias a la capital apestada por el interdicto vaticano, y las que lo hacían se referían casi exclusivamente a su tragedia. No había por tanto manera de saber en qué punto se hallaba la pugna por el solio imperial germánico o dónde acampaba Federico con sus leales, aunque Braira se agarraba con fiereza a la esperanza de que estuvieran a salvo.
Su marido la visitaba en sueños con frecuencia para llevarla de la mano hacia el mar en el que se habían amado por primera vez. En la soledad de su alcoba, sentía su deseo y su añoranza gritarle con tanta fuerza como ella lo llamaba a él sin palabras. Percibía su presencia casi física, su olor, el cobre cálido de su piel… Todo lo demás le parecía irreal; una pesadilla que pronto o tarde terminaría, liberándola de esos grilletes que la mantenían presa entre un ayer poblado de fantasmas y un mañana que no acababa de llegar.
Le habían robado el presente, único espacio que nos pertenece.
La agonía concluyó finalmente en agosto del año 1213, cuando el rey de Aragón cruzó los Pirineos al frente de sus mesnadas para defender a los occitanos del acoso de Monforte, quien desde la primavera incendiaba cultivos y hacía sacrificar ganados a fin de rendir a Tolosa por hambre.
La flor y nata de los nobles del reino, tanto aragoneses como catalanes y provenzales, cabalgaba a sus flancos. Sus fuerzas sumaban más de mil jinetes, con sus correspondientes escuderos y pajes, al igual que un buen número de mercenarios de soldada.
Había tenido que endeudarse hasta el cuello con sus prestamistas judíos para pagar a ese ejército, pero valía la pena su ruina. Lo que iba a jugarse ante el francés era el honor de Aragón y el suyo de caballero. Católico ferviente y devoto, aunque pecador, no iba a luchar, como le achacaban los enviados papales, a favor de unos herejes cátaros por quienes no sentía la menor simpatía, sino para defender a su vasallo y amparar a unas gentes indefensas.
Así entendía él su deber y nada le impediría cumplirlo.
Ante las puertas de Muret, don Pedro instaló su campo y mandó llamar a Raimundo, como al resto de sus aliados, decidido a tomar la plaza cuanto antes. Los condes de Comenje y de Foix no tardaron en llegar, seguidos de cerca por el de Tolosa, con sus contingentes de ciudadanos.
También Monforte se puso en camino, en auxilio de su guarnición, que había enviado un mensaje desesperado ante la magnitud de las fuerzas que la acometían.
Cerca de una abadía salió al encuentro del cruzado un tal Maurín, sacristán de la iglesia de Pamiers, aterrado por la aplastante superioridad numérica de sus enemigos.
—Leed este documento —le tranquilizó el León, tendiéndole una carta que le había hecho llegar uno de sus espías. En ella el propio don Pedro se dirigía a una noble dama de la campiña tolosana para, con la galantería que le era propia, jurarle que había venido a luchar contra los franceses por el placer de encontrarse con ella; exclusivamente por su amor, y no por minucias políticas.
—¿Qué queréis decirme con esto? —replicó el hombrecillo, igual de asustado, sin entender cómo podían mermar las aventuras amorosas del rey su formidable capacidad militar.
—¿Lo que quiero decir? —se indignó Monforte, severo censor de las tentaciones de la carne—. ¡Por Cristo! Lo que digo es que no albergo el menor temor hacia un rey que viene por una cortesana, por una adúltera carente de honra, a combatir en una guerra que dirime la verdad de Dios.
Esa noche la pasó el soberano aragonés en compañía de la dama en cuestión, con la que compartió lecho y vigilia. Los soldados que montaban guardia oyeron sus risas, jadeos y suspiros hasta el amanecer, cuando el monarca salió de la tienda ojeroso, aunque con aspecto satisfecho, para escuchar misa y comulgar antes de la batalla.
Tan derrotado estaba por los lances de la pasión, que, aunque se apoyaba en la lanza, tuvo que sentarse durante la lectura del Evangelio, y sobre el duro escabel que le recibió se quedó dormido unos minutos. El tiempo justo de recuperar fuerzas antes del gran consejo que ordenaría la batalla.
—Deberíamos fortificar el campo con una valla de estacas capaces de soportar un ataque de la caballería francesa, y esperar a que los cruzados se pongan al alcance de nuestros ballesteros —propuso el conde de Tolosa, con la aprobación de algunos occitanos—. Así podríamos diezmar sus filas antes de perseguirles, aprovechando que muchos estarían heridos.
—¡¿Y qué gloria tendríamos en ello?! —replicó al punto Miguel de Luesia, que había peleado a la diestra de don Pedro en las Navas de esa otra Tolosa, ya castellana, ganada al moro en las condiciones más adversas—. Atrincherarse detrás de una barrera es indigno de un rey y más parece la estrategia de un cobarde. No me extraña que hayáis permitido que os despojen de vuestras tierras…
—Contén la lengua, Miguel —le recriminó el monarca. Luego, dirigiéndose a su cuñado, sentenció—: Atacaremos en campo abierto. No se hable más. ¡A las armas!
Era costumbre que el rey vistiera en combate los colores de otro cualquiera de sus capitanes, con el fin de no facilitar su identificación al adversario. En el caso del de Aragón, empero, no era tarea fácil mimetizarse con el entorno, habida cuenta de que medía más de seis pies de altura, cabalgaba un corcel de alzada descomunal, capaz de soportar su peso añadido al de la armadura, y lucía una melena rubia, inconfundible, que volvía locas a las señoras.
Aun así, intercambió sus vestiduras con las de su escudero, aunque se negó en rotundo a situarse en la retaguardia, tal como le aconsejaban los más prudentes. Él iría en el segundo cuerpo, donde pudiera templar su espada con la sangre enemiga, justo al lado de la enseña real.
También en las filas cruzadas había prisa por entrar en liza, a pesar de que algunos clérigos insistían en intentar una última aproximación al monarca, a fin de evitar una masacre en sus propias filas. Uno de ellos era Guillermo, acudido a la desesperada desde Prouille, que suplicó a Monforte una moratoria de apenas unos minutos.
A regañadientes, este accedió a concedérsela, sabiendo que sería en vano.
El converso se descalzó en señal de humildad, tomó en las manos una cruz de madera de considerable tamaño, y con ella a cuestas se dirigió al campo de los de Tolosa, sin saber que allí estaba su hermana Braira, junto a otras damas de la corte, confiada en que, en la euforia resultante de la victoria, el rey le diese al fin la respuesta que llevaba años esperando.
En los últimos tiempos Braira había recibido malos augurios de las cartas, que presagiaban acontecimientos sombríos. Claro que no creía que se refirieran a lo que estaba a punto de acontecer. ¿Quién podía imaginar otra cosa que un éxito arrollador, si la proporción de tropas era de diez soldados a uno y estaban encabezados por el mejor guerrero de su tiempo?
Guillermo ni siquiera llegó a traspasar la primera barrera de guardias. Tal como había llegado, fue reenviado de vuelta hacia el burgo amurallado, y únicamente su hábito de fraile, unido a la devoción de los aragoneses, le salvó de morir linchado por la turba de tolosanos que se había congregado con el fin de participar en un saqueo que anticipaban abundante.
La suerte estaba echada. Jinetes de uno y otro bando cabalgaban ya al encuentro de la muerte, bajo el sol de ese viernes, 13 de septiembre.
A la cabeza de los atacantes iba el conde de Foix, seguido muy de cerca por la mesnada del rey, cuyo estandarte actuó de reclamo irresistible para los franceses. Sobre él se abalanzaron como un sólo hombre todos los escuadrones, abriéndose paso entre los componentes de la vanguardia que habría debido hacerles frente, desarbolada por la furia de la embestida.
Los más insignes integrantes de la nobleza aragonesa, entre quienes estaban Aznar Pardo, su hijo Pedro, Gómez de Luna, Rodrigo de Lizana, el mencionado Miguel de Luesia y algunos otros, hicieron un círculo alrededor de su señor, intentando protegerle sin conseguirlo. El ardid de las ropas no engañó a los guerreros con mejor vista, uno de los cuales gritó:
—El rey de Aragón es mejor jinete que ese que lleva sus armas.
—Evidentemente él no es yo —exclamó entonces don Pedro, blandiendo una maza enorme—. Pero aquí me tenéis. ¡Yo soy el rey!
Fueron derribados muchos cruzados por sus golpes. Se defendió como un titán, empuñando la espada en la diestra y el garrote en la siniestra, aunque terminó por sucumbir a la bestial acometida dirigida contra su persona.
Con él fueron sacrificados todos los hombres de Aragón, después de pelear con bravura.
Los condes de Tolosa y Foix, al ver caer muerto al monarca, salieron huyendo hacia sus castillos.
En el campamento, entretanto, los sirvientes hacían los preparativos necesarios para celebrar la victoria que creían segura, dirigidos por las damas de más alto rango, entre las que se encontraba Braira. Mientras, varios centenares de ciudadanos, integrados en las milicias urbanas, se habían lanzado al asalto de Muret.
La caballería cruzada, ebria tras su inesperado triunfo sobre unas tropas occitanas en desbandada, cargó contra ellos sin mostrar piedad. Jinetes acorazados contra infantes sin experiencia. Una diversión macabra, aunque fugaz, para esos guerreros curtidos, que los remataron a lanzadas antes de darles tiempo a encomendar a Dios sus almas.
Liquidada cualquier resistencia, no tenían más que dirigirse hacia las tiendas con el fin de violar, asesinar y saquear a su antojo.