Superada por los acontecimientos, Braira se sumó a la marea de prófugos que buscaba el resguardo de la capital y se dirigió a pie hacia Tolosa, desde donde intentaría hallar el modo de regresar a Zaragoza. Era inútil tratar de alcanzar Montsegur. Si lograba escapar con vida al derrumbamiento del mundo que la había visto nacer, podría darse por satisfecha. Debía salir de allí cuanto antes, cumplir la misión que le había llevado hasta Aragón y regresar a Sicilia, a Gualtiero, a la existencia que anhelaba recuperar tan lejos como fuera posible de aquella locura.
La violencia que pudiera sufrir en la isla le parecía insignificante en comparación con lo que acababa de contemplar. Su reina se le antojaba la más dulce de las soberanas. Estaba ansiosa por hacer girar la rueda de su fortuna hacia delante, siempre hacia delante, puesto que el pasado yacía a su alrededor destrozado, muerto y enterrado para siempre, o acaso conservado en esa piedra de ámbar precioso que eran los ojos de Beltrán, cuyo brillo guardaría hasta el fin de los días la magia de esa era de poetas que había llegado a su final.
Cosidos a la camisa, dentro de una bolsa de terciopelo pegada al pecho, llevaba sus naipes, silenciosos desde hacía una eternidad, junto a las cartas de recomendación que le había dado doña Constanza. Los objetos más valiosos que poseía. Los que le abrirían puertas que de otro modo jamás podría franquear.
Gracias al sello de la reina, que pasó de mano en mano hasta llegar a las de un alto funcionario de palacio, mientras ella esperaba en la calle, fue recibida por el conde Raimundo con la pompa debida a una dama de alcurnia. Antes la invitaron amablemente a comer algo, descansar, bañarse y cambiarse de ropa, pues el aspecto que presentaba al llegar era el de una indigente. Una vez aseada, sin embargo, la transformación obró el milagro.
El poder, ese talismán que la fascinaba de niña, volvía a demostrar su capacidad para alterar la realidad así en lo bueno como en lo malvado. La ambición por conseguirlo o acrecentarlo era causa de atroces matanzas, de conjuras asesinas que a punto habían estado de poner fin a sus días, pero simultáneamente, como por arte de ensalmo, le bastaba con invocar el nombre de don Pedro, poderoso entre los poderosos, para recuperar de golpe la dignidad pisoteada y convertirse en huésped de honor de la residencia condal en la capital occitana. ¿Dónde quedaba la lógica?
Antaño, la magia inaprensible e indescifrable contenida en esa palabra la había deslumbrado, llevándola a cometer auténticas locuras. Ahora se daba cuenta de su error y habría retrocedido en el tiempo de haber podido…, aunque ni al mismísimo emperador le era dado conseguir esa proeza. El poder, después de todo, era finito.
Empezaba a pensar, en cualquier caso, que la reina tenía razón al recomendarle que renunciara a entender el porqué de los acontecimientos.
En el castillo tolosano moraban dos hermanas de su señora, llamadas Leonor y Sancha, casadas respectivamente con el conde Raimundo y con su hijo. Ellas le abrieron los brazos como viejas amigas, invitándola a instalarse en su corte.
—Decidnos, dulce Braira, ¿cómo se os ocurrió meteros en el avispero de Vauro? —la regañó la condesa esa misma noche, animándola a sentarse cerca de ella junto al fuego.
—Me aseguraron que allí encontraría a mi padre —respondió ella cansada, sin ganas de extenderse en las explicaciones.
—¿Y lo hallasteis? —se interesó Sancha.
—Allí estaba, sí, como otros muchos caballeros occitanos, defendiendo con su vida la plaza.
Había un deje claro de reproche en su voz, dirigido al conde, que había abandonado a su suerte a tantos buenos vasallos.
—¿Qué fue de él? —insistió la infanta.
—Allí le vi morir —recordó Braira, rompiendo en llanto—, y con él se fueron mi infancia, mi mejor amigo y la paz de mi espíritu. Todas esas cosas ardieron aquella noche en las hogueras de Vauro, cebadas con sangre inocente.
—¡Pobre criatura! —la consolaron las dos—. Debéis tratar de olvidarlo todo y volver a Sicilia, donde os aguarda vuestro esposo.
—Ese es exactamente mi deseo —aseguró ella, tras secarse las lágrimas con un pañuelo, haciendo esfuerzos ímprobos por contenerse—, aunque primero he de entregar un mensaje al rey. Debería marchar a Zaragoza cuanto antes, a fin de cumplir mi misión.
—Lo haréis apenas sea posible, estad segura de ello. Pero ahora contadnos. ¿Cómo es la vida en la isla? ¿Qué es de nuestra hermana Constanza?
—Os tiene presentes en sus oraciones —improvisó una respuesta Braira.
—¡Las aventuras que habréis vivido a su lado!
—No creáis que es para tanto. En realidad, la vida en Palermo es tranquila.
Lo decía convencida, una vez olvidados los incidentes que la habían llevado de vuelta a su tierra, ahora martirizada, sin imaginar lo que le esperaba a su regreso.
Abrumada por la generosidad de sus anfitrionas, que hacían todo lo posible por endulzar el amargo trance en el que se hallaba, Braira se preguntaba a menudo si la perversión inherente a la potestad de mandar sería un maleficio que aquejaba exclusivamente a los hombres, o si serían Sancha, Leonor y Constanza excepciones que no hacían sino confirmar una regla inefable. ¿Acaso conocían modos de servirse de esa herramienta sin caer bajo su influjo maligno, o es que, sencillamente, no eran ellas quienes gobernaban, sino que lo hacían sus maridos? ¿Era posible, en definitiva, utilizar ese instrumento de manera equitativa? Braira albergaba sus dudas.
El invierno se había echado encima, lo que le impedía cruzar la cordillera que la separaba de Aragón. No tenía más remedio que aguardar pacientemente a que mejorara el tiempo, matando la espera con juegos de salón como el Tarot, siempre impactante para quien lo descubría, y placeres cortesanos que se practicaban con alegría y despreocupación impostadas, dado que Tolosa padecía todos los rigores de una ciudad asediada.
Refugiados procedentes de los cuatro puntos cardinales de la tierra de Oc se hacinaban en sus calles y plazas, desbordadas por su creciente número. Muchos campesinos habían llevado con ellos sus ganados, únicas posesiones de algún valor que conservaban, y se negaban a separarse de ellos. Las bestias languidecían de ese modo en hedionda convivencia con los mercenarios contratados para luchar, los fugitivos de los burgos arrasados y los propios habitantes de la capital, hasta que las autoridades, a falta de otro espacio disponible, convirtieron en cuadras y albergues los claustros, las iglesias y los conventos evacuados por los clérigos. Tampoco tenían estos otra utilidad mejor, dado el interdicto que pesaba sobre la villa desde hacía años.
Braira supo que su viejo conocido, Domingo de Guzmán, el que la había salvado de los salteadores y había convertido a su hermano, estaba a un tiro de piedra de allí, en el campamento de los cruzados. Pese a todo, no fue a su encuentro, porque su seguridad, pensó, estaría gravemente comprometida entre aquellos seres despiadados, de cuyas garras acababa de escapar de milagro.
Pero Domingo… ¿Cómo podía haber cambiado tanto?
Cuando le contaron que Prouille crecía y se agrandaba con las generosas donaciones que Monforte apartaba del botín para beneficio de su alma, sintió una honda pena mezclada de incredulidad.
Según le había asegurado Guillermo en el transcurso de su última conversación, la mayoría de los bienes de la congregación procedía de gentes humildes, buenos católicos o conversos sinceros, que buscaban la salvación compartiendo con los frailes lo poco que tenían o incluso entregándose ellos mismos al servicio del convento. Y él no sabía mentir.
¿Dónde estaba pues la verdad?
Probablemente en esa tierra de nadie que separa a los vencedores de los vencidos. Desaparecida entre los escombros de la guerra. Enterrada bajo las cenizas de los mártires de uno y otro bando.
A ella había dejado de importarle.
Verdearon de nuevo los campos y Braira se dispuso a partir, cuando el propio Raimundo le hizo saber que el rey don Pedro marchaba en ese momento hacia Castilla, donde se disponía a dar batalla a los moros almohades que atacaban las fronteras de la Cristiandad.
Él mismo le había suplicado ayuda en calidad de vasallo, de cuñado y de suegro de una de sus hermanas, ante la dureza de la ofensiva que sufría, pero había tenido que conformarse con buenas palabras y la recomendación de mostrar prudencia.
De modo que hubieron de aguardar ambos con paciencia largos meses más, hasta que finalmente, en enero de 1213, el soberano aragonés, victorioso en la batalla de las Navas de Tolosa, se desplazó personalmente hasta la capital occitana, desafiando al invierno, con el fin de zanjar de una vez por todas el enojoso asunto que abrumaba a sus vasallos del norte.
La Cruzada, hábilmente convertida por Felipe Augusto en una guerra de conquista, amenazaba con privarle de todos sus dominios ultra pirenaicos, pieza esencial de la política expansiva puesta en marcha por su padre, lo que constituía a todas luces una afrenta intolerable.
Asimismo, pesaba en su ánimo la cuestión no menor de la herencia de sus sobrinos, y sobre todo su elevado sentido del honor, que le obligaba a velar por unas gentes cuya veneración le había convertido en héroe de leyenda: todos los juglares, todos los cantores de Occitania desgranaban las glorias de Pedro, el rey galante y valeroso, ponderando sus dotes de caballero. Todas las mujeres anhelaban ser escogidas por él, cuya reputación como amante traspasaba los confines del reino. Los nobles, los ricoshombres, los poetas, las damas cultas de alta cuna se deshacían en elogios de ese monarca, encarnación de las más altas virtudes masculinas, tan distinto del francés rudo y fanático que aspiraba a gobernarles.
¿Cómo no iba a agradecerles su cariño?
Consciente de su responsabilidad, el rey se dirigió al papa para denunciar los excesos de los cruzados y obtuvo de Inocencio el compromiso de detener a sus soldados mientras se investigaba la cuestión. Pero sus legados no estaban dispuestos a facilitar pacto alguno, por lo que se encargaron de sabotear a conciencia cualquier intento de arreglo pacífico.
Y mientras iban y venían los embajadores, Braira se propuso aprovechar la presencia de don Pedro en palacio para entregarle al fin la carta de doña Constanza. Esa misiva en la que su hermana le pedía su respaldo para Federico en la lucha que este había emprendido por alcanzar el trono imperial, que parecía tan ajena a la realidad allí, tan fuera de lugar y de tiempo como lo habrían estado en Tolosa los leones del rey siciliano o sus concubinas.
No era fácil, empero, acercarse al soberano de Aragón. Todo el mundo tenía algo que pedirle o que proponerle, por lo que obtener una audiencia privada resultaba poco menos que imposible. Eso la obligaba a abordarle sin previo aviso, valiéndose de la libertad de movimientos de la que disfrutaba en la corte, y eso fue lo que se propuso hacer sin tardanza.
Aquella mañana, el rey recibía a sus más allegados en las dependencias que le habían sido asignadas en el castillo de Narbona, residencia condal. Entre los presentes estaban Sancha y Leonor, a quienes Braira había suplicado que la llevaran con ellas. Bien humorado, como era costumbre en él, animado por la jarra de vino terciada que se había echado al coleto antes del almuerzo, relataba su hazaña ante los almohades, desgranando los pormenores del lance con la satisfacción dibujada en el rostro.
—Al-Nasir, el Miramamolín, había salido de Marruecos al frente de un gran ejercito, después de jurar sobre el Al Corán que conduciría a sus tropas hasta Roma y abrevaría sus caballos en el Tíber.
Una exclamación de horror recorrió la estancia.
—¡Roma! Antes debía atravesar ese fanfarrón Castilla y aún Aragón, lo que ni Alfonso ni yo íbamos a consentir. Por eso fui el primero en llegar a Toledo, con tres mil quinientos hombres de a caballo y veinte mil peones, a fin de esperar a orillas del Tajo a las demás tropas que habrían de participar en la batalla.
—¿Es cierto que entre estas destacaron los caballeros franceses, tal como presumen algunos de los que regresaron de allí? —preguntó uno de los presentes.
—¡¿Los franceses?! —tronó el rey—. Ya en Toledo empezaron a causar problemas, asaltaron la judería, la saquearon e incluso asesinaron a muchos de sus moradores, lo cual llenó de pesar al rey de Castilla. Más tarde, cuando llegamos a las inmediaciones de Calatrava, volvieron a las andadas. La plaza estaba bien defendida, por lo que no era fácil acometerla, aunque la atacamos y logramos conquistar su parte más accesible. Los defensores parlamentaron y se les concedió franquicia para retirarse salvando sus vidas además de algunos bienes, cosa que indignó a vuestros franceses, que ya se estaban repartiendo el botín. No habían dejado de quejarse de la calor excesiva del estío, de las arideces de la meseta y de las privaciones que desde hacía unos días venía sufriendo el ejército, mientras los nuestros, aragoneses, castellanos, navarros e incluso ultramontanos al mando de Diego López de Haro, bregaban con las tareas más duras en aras de mantener la concordia.
—¡Cobardes! —exclamó un barón cuya propiedad había sido arrasada por las tropas de Monforte.
—No sabéis hasta qué punto… —confirmó don Pedro—. El día de San Pablo Apóstol, se retiraron de la Cruzada junto a los demás extranjeros, tras anunciarnos que regresaban a sus países. Los más exaltados pretendían tomar la capital desguarnecida de Castilla a fin de cobrarse sus servicios, pero finalmente, según he sabido recientemente, se conformaron con saquear las juderías de las poblaciones por donde pasaron. Su deserción nos dejó gravemente mermados de efectivos, pese a lo cual seguimos adelante. Y es que no es lo mismo pelear contra guerreros curtidos en el combate y dispuestos a morir por su dios, como los sarracenos, que asesinar a campesinos o asaltar ciudades repletas de mujeres y niños indefensos, que es lo que han hecho estos soldados de pacotilla aquí.
Un aplauso espontáneo saludó estas últimas palabras. Algunos lloraban de emoción, mientras otros llamaban a levantarse en armas de inmediato contra los opresores. El rey, sin embargo, no había concluido su narración, por lo que pidió silencio para seguir contando lo sucedido en aquellos días gloriosos del verano anterior, en los que juntos, los tres soberanos de las Españas cristianas, apoyados por efectivos de todas las órdenes militares, habían infligido una humillante derrota a los combatientes de Al-Ándalus.
La expectación era tal que en la sala no se oía volar una mosca. Don Pedro se echó al coleto un generoso trago de clarete, se ajustó la ropa y enderezó el cuerpo, consciente de la admiración que suscitaba entre el bello sexo, antes de abordar la recta final del relato, casi tan exaltado como si reviviera la emoción del combate y el dolor de la lanzada recibida en una pierna. Una herida dolorosa, de la que todavía cojeaba, pero que no le había impedido seguir propinando mandobles a lomos de su corcel, hasta ver al último ismaelita cautivo, agonizante o muerto.
—Nuestras dos primeras líneas —retomó el relato— penetradas por caballería ligera del enemigo, se hallaban al borde del colapso. Todo parecía perdido, cuando el rey de Castilla dijo al arzobispo de Toledo: «Vos y yo aquí muramos». Y, sin más, cargó al frente de la tercera línea para socorrer a los que estaban batallando en la ladera del palenque del Miramamolín. Tras él nos lanzamos todos, con la fuerza que da la fe, dispuestos a vencer o perecer en el intento.
»La carga resultó imparable. Llegamos hasta la tienda bermeja, en menos de lo que se tarda en contarlo, y allí dimos muerte a sus guardianes, que sucumbieron en sus puestos, fieles a su juramento de resistir hasta el final. La degollina fue tal que, al término de la acometida, nuestros caballos apenas podían abrirse paso por la colina, de tantos cadáveres como había amontonados. Al Nasir había desaparecido, mientras su ejército se desintegraba. Tomamos abultado botín de oro, joyas, armas, seda y cuantas riquezas podáis imaginar, pero la abundancia era tal que aún dejamos más de lo que nos llevamos. Jamás podrán reponerse los sarracenos de esta debacle. Este triunfo de la santa cruz será recordado por la Historia.
Se hizo un silencio denso que Braira aprovechó para acercarse en actitud respetuosa. Tras identificarse, entregó el escrito de Constanza al monarca, quien lo leyó sin dificultad, pues había sido instruido en las artes del saber por voluntad de su padre, quien, además de guerrear, cultivaba la música y la trova.
—¿Por qué me importuna tu señora en estos momentos con semejante demanda? —reaccionó él, molesto—. ¿Acaso no tengo suficientes problemas con el pontífice como para inmiscuirme en asuntos que me son ajenos?
—El rey Federico, mi señor —explicó la embajadora—, goza del favor de su santidad, que respalda plenamente sus aspiraciones. Si vos, que como él sois vasallo de Roma, quisierais apoyarle con algunas tropas…
—Lo pensaré. Ahora déjame que resuelva otros asuntos más urgentes. Cuando tenga una respuesta que darte te haré llamar. Hasta entonces, disfruta de la hospitalidad de Raimundo, que no desmerecerá, espero, la de mi cuñado siciliano.