El palacio de los Normandos parecía más sombrío que nunca. Las bailarinas, el harén, los animales exóticos, los mosaicos, todo seguía en su sitio, aunque un silencio fúnebre se había instalado en los ánimos a la espera de recibir, en cualquier momento, la orden de salir huyendo.
Con el fin de acelerar los trámites de un eventual embarque de emergencia, estaba dispuesto y sellado el equipaje real, cuya pieza principal era un arcón muy singular, forrado de plomo por fuera y acolchado en su interior, dentro del cual descansaban ya los tesoros que Federico se llevaría al exilio: las joyas de la corona, envueltas en sus correspondientes fundas, y los ejemplares más valiosos de la nutrida biblioteca en la que había bebido desde niño. En esos libros, muchos de los cuales no sobrevivirían al saqueo de los soldados de Otón, había aprendido Federico a leer y luego hablar correctamente en latín, griego, árabe, italiano y alemán, lenguas que dominaba antes de cumplir los veinte años. Con ellos había combatido la soledad durante su infancia. En sus páginas se hallaban las respuestas que ninguna persona había sabido contestar. Ellos constituían en su opinión, sin lugar a dudas, la mayor de sus riquezas.
Siempre había sido curioso, especialmente en lo concerniente a los secretos de la naturaleza. Por eso, desde que tenía la posibilidad de decidir, se había rodeado de gentes capaces de abrirle las puertas de los misterios que impregnan nuestra existencia. Eruditos sarracenos y judíos, estudiosos de ciencias ocultas, nigromantes, filósofos, galenos, poetas, traductores de diversos idiomas, juglares, matemáticos como el pisano Leonardo Fibonacci, que había introducido en Occidente la numeración árabe… Cualquiera que pudiera aportar algo al acervo cultural del rey era bienvenido a su corte. Y entre todos sus huéspedes ilustres, uno ejercía una influencia muy especial: Miguel Escoto (o Scott, tal como lo pronunciaba él), astrónomo de origen escocés formado en la Escuela de Toledo, que presumía con justicia de ser la más avanzada fábrica de ideas de aquel tiempo.
Era Escoto un hombre de estatura mediana, pelo oscuro, tez pálida y mirada intensa, capaz de traspasar las pupilas de su interlocutor para adentrarse en lo más profundo de su alma. Vestía siempre de negro, lo cual, unido a su nariz aguileña y a su extrema delgadez, le daba el aspecto de un cuervo de mal agüero. Nadie le había visto nunca sonreír.
Braira le tenía miedo. Un miedo cerval que la llevaba a evitarle siempre que podía, por más que su majestad se hubiese empeñado en que los dos intercambiaran sus conocimientos con vistas a mejorar sus respectivas artes adivinatorias. Aquel día, mientras la lluvia repiqueteaba en las láminas de alabastro que cubrían las ventanas, los dos augures de Federico medían sus fuerzas en un combate desigual, que la joven occitana habría rehuido gustosa de haber podido, pues su rival era implacable.
—Sabido es que las estrellas y los planetas proporcionan una guía imparcial y científica para interpretar o incluso predecir el comportamiento humano, sin por ello determinarlo —pontificaba él—. Más discutible me parece que tal cosa pueda decirse de unas simples piezas de cuero adornadas con toscos dibujos. Habéis impresionado al soberano con vuestras artes oratorias, lo reconozco, pero a mí no me engañáis. Os vigilo de cerca, tenedlo por seguro.
—No es mi intención engañar a nadie y menos al esposo de mi señora doña Constanza —se defendía ella—. Tampoco pretendo desplazaros en modo alguno, maestro Escoto. Vos sois un sabio, un estudioso de todo aquello que yo ignoro. ¿Cómo podría aspirar a igualaros?
—¡No finjáis falsas modestias conmigo, muchacha! Otros más inteligentes que vos han intentado deslumbrar a nuestro soberano con su falsa magia y han fracasado. Incluso quienes se dicen astrólogos y conocen los rudimentos de la rotación de los cuerpos celestes corren el riesgo de equivocarse e inducir a errores graves al dejarse influenciar en sus diagnósticos por sus propias emociones, sus anhelos, o cualesquiera otras circunstancias ajenas al designio de Dios reflejado en las esferas que habitan el espacio.
—Jamás he afirmado que mis cartas no se equivoquen. Antes al contrario, advierto siempre del riesgo que encierra cualquier lectura. Mas puesto que habláis del designio de Dios reflejado en la disposición de los planetas, os pregunto, ¿por qué no habría de permitir el Altísimo que mentes más humildes que la vuestra pudiesen conocer su voluntad a través de un juego como el Tarot? Vos habéis estudiado en esa ciudad de Castilla donde dicen que habita todo el saber acumulado desde que fue creado el mundo. Habláis el hebreo, la lengua de Jesucristo. Dicen que incluso habéis traducido al gran Aristóteles, que es, a decir de mi señora, el padre de nuestro pensamiento. ¿Qué teméis de mí? Mi pretensión es infinitamente más modesta que la vuestra. Yo sólo practico un entretenimiento inocente que, en ocasiones, procura a quienes se solazan con él alguna información valiosa. Nada más. Os suplico que contempléis esta actividad con indulgencia.
—No hay indulgencia para las falsarias como vos. Yo llevo años estudiando, he asistido a la transmutación de cobre en plata merced a la intervención de la alquimia, conozco los secretos del arco iris, he sido discípulo del gran astrónomo Al-Bitrugi… No voy a consentir que una advenediza me dispute la confianza del rey. ¿Habéis comprendido bien? Manteneos alejada de él y de mí.
Ojalá hubiese podido cumplir esa orden. Cada vez que Federico le pedía que tirara para él las cartas, lo que sucedía a menudo en esos días de tensa espera, Braira tenía que hacer acopio de prudencia y alardes de ambigüedad a fin de satisfacer a su señor sin comprometerse en exceso. El Tarot tampoco hablaba claro, lo que no facilitaba la tarea, hasta que en una de las ocasiones la Rueda de la Fortuna, seguida del Carro, vino a anunciar que las tornas se invertían.
—¿Estás segura?
—Tanto como puedo estarlo, mi señor.
—Miguel me dice que mi ascendente ha cambiado en las últimas horas y es en estos momentos el poderoso Marte, mientras el de mi enemigo ha pasado a ser Venus, débil y femenina. Según él, eso obligará pronto a Otón a suplicar la paz.
—Vuestro consejero es mil veces más sabio que yo, señor. Por mi parte, sólo puedo ratificar que los naipes os anuncian una victoria inminente.
Escoto estaba en lo cierto y Braira iba en la buena dirección. Otón tuvo que levantar su asedio y marchar precipitadamente hacia el norte, si bien la victoria no fue de Federico, sino de Inocencio, su protector, así como del soberano de Francia, que salvó el trono de Sicilia mientras seguía adelante con la aniquilación de Occitania.
El emperador güelfo había ido demasiado lejos en su afán expansionista, hasta perder el favor de su principal aliado. Amenazado en sus propios dominios, el pontífice lanzó contra él la excomunión, a la vez que tejía una alianza con Felipe Augusto, temeroso a su vez de que un Otón excesivamente fuerte decidiera volverse contra él.
Juntos, el papa y el rey arengaron a varios príncipes alemanes, que optaron por renegar del excomulgado y ofrecer el trono de Carlomagno al heredero legítimo del mismo: Federico.
Así fue como, a mediados del año 1211, el joven vástago de los Hohenstaufen pasó del infierno a la gloria, recién cumplidos los diecisiete años.
Superado el peligro de una invasión, Braira y Gualtiero pudieron al fin casarse, en una ceremonia sencilla llevada a cabo en la capilla del palacio, que, pese a ser de un tamaño más reducido, no desmerecía en esplendor, adornos y mosaicos a la catedral de Monreale en la que habían celebrado su boda sus respectivos señores.
Nadie preguntó a la novia cuál era su religión ni tampoco ella dijo nada. Había enterrado ese secreto en lo más profundo de su ser, hasta el punto de olvidarse de su antigua fe cátara. Frecuentaba los sacramentos católicos como una más entre las damas de Constanza, escuchaba misa con la misma devoción que cualquier otra e incluso rezaba más que la mayoría. Sólo ella sabía por qué lo hacía; por qué pedía perdón a Dios apelando a su misericordia; por qué se sentía culpable no sólo por sus pecados pasados, sino por el engaño en el que el destino la había obligado a vivir. Una falsedad que a menudo la hacía sentirse sucia, aunque en ese día de sus esponsales, mientras avanzaba hacia el altar luciendo un vestido de brocado rojo que le había regalado la reina, únicamente pensase en la dicha que le aguardaba junto al hombre con el que iba a compartir su vida.
Él estaba deslumbrante con una sobrevesta blanca que resaltaba su tez oscura y el color de mar de sus ojos. Sonreía, igual que la primera vez que le había hablado, tendiendo la mano a su prometida. Si en ese momento le hubiesen devuelto la heredad que por avatares de la vida le habían hurtado, no habría sido más feliz de lo que era en ese instante, mirando a la dama llamada a ser su compañera, su amada y su amante.
En cuanto recibieron las bendiciones del sacerdote, partieron a caballo, ligeros de impedimenta, hacia los antiguos dominios familiares del novio.
El bisabuelo de Gualtiero había sido compañero de armas del gran Roger, el normando, a cuyo flanco combatió en la conquista de la isla. En el reparto de botín que siguió a la victoria, a él, Norberto de Montealto, le correspondieron tierras situadas al sur, en las inmediaciones de la villa de Girgenti, que Gualtiero estaba deseoso de mostrar a su dama, a pesar de que en la actualidad fuesen propiedad de un primo lejano.
Braira no había querido preguntar el porqué de esa discriminación. Le daba igual que su hombre no fuera más que un capitán del rey, sin fortuna ni patrimonio. ¿Qué era ella, sino una exiliada carente incluso de patria?
Poco o nada le había contado a él de su pasado, excepto que procedía de Fanjau y había llegado a la corte de Aragón huyendo de la guerra. Él no había querido saber más. Tampoco había mostrado el menor interés por sus cartas. Era ella quien le fascinaba, más allá de sus habilidades.
Los dos se miraban y anhelaban avanzar en el conocimiento del otro, aunque intuían que debían ir despacio, sorteando cicatrices. Aun así, una corriente muy profunda recorría sus almas, conectándolas. Se deseaban. Se necesitaban. Muy pronto, esperaba Braira, aprenderían a confiar el uno en el otro, con lo que ella lograría al fin desprenderse de la permanente sensación de culpa que llevaba a cuestas desde que saliera de Belcamino.
El viaje les condujo por parajes de increíble belleza. En esa tierra de abundancia crecían viñas, higueras y naranjos, pero también bosques tupidos de pinos y robles, especialmente en los abruptos valles de montaña occidentales a los que habían sido desterrados los sarracenos. Allí, en su último refugio, sembraban ellos su pan amargo y plantaban olivos que se agarraban con rabia a un terreno endiablado. Allí el invierno traía hielo tan abrasador como el calor del verano. Allí lloraban los hijos de Alá el paraíso perdido, pastoreando rebaños de ovejas escuálidas.
A descender la sierra hacia Girgenti el paisaje se suavizaba y, a medida que iban desapareciendo los barrancos, se ampliaba la perspectiva hasta ver reaparecer los huertos de frutales, las cepas y las flores. Sobre las alturas, torres de piedra clara oteaban el horizonte como gigantescos vigías desplegados con precisión de estratega. El rey —pensaba Braira— protegía sus dominios con fiera determinación, hasta el punto de haber convertido toda la isla en un fortín.
No era de extrañar, dado el valor de lo que allí guardaba.
De cuando en cuando, entre la maleza asomaba un capitel o un fragmento de columna; esqueletos de piedra silenciosos, testigos de un esplendor perdido desde antiguo en el pasado.
Gualtiero conocía bien el emplazamiento de los más importantes y se los mostraba a su esposa con orgullo. Sostenía que eran vestigios de la época del Imperio Romano, del que todos en Sicilia se sentían tributarios. A ella el corazón le hablaba de una sabiduría más antigua, más sensual y más pacífica, aunque no habría sabido argumentar esa impresión.
Cuando el sol estaba en lo más alto, llegaron a un templete situado en el centro de un claro, desde el que se divisaba el mar a poca distancia. Allí desmontaron, dispuestos a tomar un refrigerio. Gualtiero ayudó a Braira a bajar de la yegua que cabalgaba, con ademán de caballero, y al tomarla en sus brazos sintió el impulso de amarla allí mismo, sin demora, sobre ese tapiz de hierba más puro que cualquier lecho. Ella no se opuso. ¿Cómo decir que no a esos ojos que le desnudaban el alma y le atravesaban el vestido?
—Te quiero. ¡Cuánto te quiero! —murmuró en su oído.
—Eres mi reina, mi mujer, mi hembra —respondió él, besando suavemente el cuello que se le ofrecía—. Eres el sueño que guía a todo hombre en la lucha por construir su existencia. ¡Júrame de nuevo que eres real, increíble doncella occitana!
—¿A ti qué te parece? —replicó Braira con coquetería—. Soy real, muy real, y soy tuya.
Entonces oyeron unos pasos acercarse desde el bosque que tenían a las espaldas y en un instante se vieron rodeados por una veintena de guerreros de aspecto amenazador, vestidos a la usanza mora.
Braira se estremeció de terror. Había oído contar historias espantosas sobre la crueldad de esos soldados de la media luna que adoraban a un dios sanguinario. Se decía que habían cometido auténticas atrocidades durante sus incursiones de castigo en las aldeas cristianas de los alrededores, relativamente frecuentes en los últimos tiempos. Tenían fama de no mostrar piedad, especialmente con las mujeres.
Instintivamente, se colocó detrás de su marido y cerró los ojos, como si al negarse a contemplar lo que estaba por suceder pudiera evitarlo. Gualtiero, por el contrario, no pareció alterarse en absoluto, pese a los gritos con los que los intrusos se dirigían a ellos chapurreando una jerigonza vagamente parecida al italiano. Le indicaban con gestos elocuentes que arrojara al suelo la espada que llevaba colgada al cinto, mientras él ignoraba las órdenes y trataba de tranquilizar a su esposa, aparentemente ajeno al peligro.
Uno de los integrantes de la partida, instigado por su jefe, se acercó receloso para intentar desarmarlo por la fuerza, hasta casi tocarle. Entonces el joven reaccionó al fin y le saludó con una extraña inclinación del torso, combinada con un movimiento de la mano derecha, a la vez que se dirigía al grupo en lengua árabe, demostrando un dominio que Braira ignoraba por completo.
En ese mismo instante la actitud de los asaltantes cambió drásticamente, hasta el punto de que, transcurridos unos instantes, se deshacían en disculpas y se ofrecían a escoltarles hasta que salieran de la zona de peligro, no fuese a ser que tuvieran otro encuentro desagradable.
—¿Me explicarás qué clase de magia has usado para amansar a esas fieras?
—Ninguna magia. Sólo les he hablado de mi madre.
—¿De tu madre?
—Sí, de mi madre, ya fallecida, que fue una princesa árabe, hija de una de las familias más ilustres de la Sicilia musulmana, afincada a dos pasos de aquí, justo donde alzan sus figuras esos edificios formidables que debieron de ser templos erigidos a algún dios pagano. Cuando mi padre la conoció, desgraciadamente, ya era una cautiva privada de sus derechos, reacia, además, a abrazar nuestra religión, por lo que él nunca la desposó. Solía decir que la quiso de verdad, pero lo cierto es que no le otorgó el rango de esposa, por lo que yo tampoco alcancé el de heredero legítimo. Te has casado con un bastardo, Braira.
—Un bastardo a cuya sangre árabe debo la vida y la dicha de esa tez morena que me vuelve loca —respondió ella en un tono que invitaba a reanudar cuanto antes lo que había sido interrumpido—. Me habría gustado conocer a tu madre. Seguro que fue una mujer valerosa.
—Lo fue, aunque también muy desdichada. La suerte de las concubinas como ella no tiene nada de envidiable. Sin embargo, se empeñó en que mi padre me llevara con él a la corte, a fin de ofrecerme un futuro mejor del que me esperaba a su lado, y lo consiguió. Apenas nos vimos en los últimos años de su vida, lo que debió de dolerle más que cualquier otra cosa, a juzgar por las cartas que me escribía.
—Cuánto has debido echarla de menos… —lo consoló Braira comprensiva, acariciando su rostro—. Ahora dime, ¿quiénes son esos hombres que iban a atacarnos?
—Rebeldes a nuestro rey. Nunca han aceptado su derrota ni la humillación que supuso para sus padres verse superados por un ejército normando de apenas cien lanceros y unos cuantos jinetes.
—¡Pero de eso hace más de un siglo!
—El calendario se detiene en ocasiones para los vencidos. Hay pueblos que no saben asumir la Historia y este es uno de ellos. Nunca han digerido ese fracaso y odian a Federico por lo que hicieron sus antepasados. De hecho, se han aliado con todos aquellos que han supuesto para él una amenaza, desde el salvaje de Marcoaldo, que quiso asesinarlo cuando era un niño, hasta Otón de Brunswick, que se juramentó con sus caudillos para que se alzasen en armas coincidiendo con su frustrada entrada en la isla.
—Entonces corremos un peligro cierto si se enteran de quiénes somos.
—Lo saben, se lo he dicho.
—Pero ¿estás loco?
—¿No confías en mí? Estos hombres descienden de los súbditos de mi abuelo y bisabuelo maternos. Su lealtad a mi sangre es inquebrantable. Por más que detesten al señor a quien hoy sirvo yo, jamás nos harían daño. Son más bien ellos quienes corren un grave riesgo, del que acabo de advertirles.
—Pues no parecen muy preocupados…
—No lo están, en efecto, y se equivocan. He oído decir al soberano que está harto de la insumisión de estas gentes y no piensa seguir tolerándola. Ahora que se siente fuerte, armará una expedición de castigo para terminar con la resistencia y no mostrará clemencia con quienes se le enfrenten. Estoy persuadido de que cumplirá su amenaza de deportarles a todos, lo más lejos posible de aquí, a fin de que dejen de hostigar a su retaguardia.
—¿Sería capaz de expulsar de sus hogares a hombres, mujeres y niños inocentes?
—De eso y de mucho más, querida. Tú aún no le conoces, pero ya aprenderás a temerle. No te dejes engañar por sus ademanes corteses y la fascinación que siente por ti. Es un hombre terrible. Fascinante en su soberbia, ambicioso hasta la locura, grandioso en su valentía y desde luego único, pero dispuesto a todo con tal de aferrarse al poder. Un hombre al que sólo se puede amar y servir con reverencia o aborrecer. No hay medias tintas posibles.
Pasaron aquella noche en Girgenti, un enclave legendario cuya fundación se perdía en la noche de los tiempos, a pesar de que no vivía en aquel momento sus mejores días.
En su calidad de huéspedes de honor se alojaron en la mejor casa del pueblo, donde les fue servida una deliciosa cena a base de pan, queso, aceitunas y pescado fresco aderezado con limón y hierbas. Luego se quedaron solos con su amor y una curiosidad infinita por satisfacer.
A la mañana siguiente reanudaron su periplo, acompañados por una discreta guardia armada que se mantenía a la distancia suficiente como para no molestarles. Iban tan felices, tan inmersos el uno en el otro, que apenas veían el paisaje, por más que este fuese digno de ser contemplado. Al atardecer llegaron por fin al lugar que Gualtiero quería obsequiar a su esposa como regalo de bodas: un acantilado de piedra blanca, colgado sobre un mar de color turquesa, cuyas paredes, altísimas, desprendían reflejos rosáceos a la luz del sol poniente.
Braira nunca había visto nada igual. Era como si una nieve cálida cubriera con su manto todo el terreno. Como si nunca nadie hubiese hollado aquel escenario, cuya contemplación la había dejado sin habla.
—Hace calor —dijo él, en tono tentador—. ¿Qué te parece si nos damos un baño?
—¿Aquí, a la vista de todos?
—¿Tú ves a alguien por algún lado? Anda, ven, no seas tímida. El agua en esta época está templada. Será algo muy agradable…
—Nunca me he bañado en el mar. Dicen que lo habitan criaturas peligrosas…
—Yo te protegeré —la convenció él, ayudándole a bajar de su montura—. Llegaremos hasta la playa nosotros solos, sin más compañía que la de esa luna que apenas empieza a dibujarse. Ven, ven conmigo…
Una suave pendiente les condujo hasta una plataforma de roca caliza, suave como la seda, desde la que se accedía con facilidad a un mar tranquilo, poco profundo. Él se desnudó con rapidez, pues estaba acostumbrado a hacerlo desde que era niño. A ella el pudor le pesó más, aunque terminó por ceder al embrujo de la situación. Su cuerpo era frágil, menudo, como el de una figura de porcelana china, tan blanca como la arena que pisaban sus pies descalzos. El de él, en cambio, estaba labrado en cobre bruñido.
Cogidos de la mano penetraron, entre risas excitadas, en esa mar acogedora que los recibió en su seno. Sin soltarse, se abrazaron hasta que el amor de Gualtiero logró borrar con su ardor todas las vergüenzas de Braira. Juntos vieron al sol acostarse sobre las aguas mansas, tras la línea del horizonte, mientras las primeras estrellas asomaban en el cielo. Y en ese instante mágico, unidos por una misma pasión, dejaron que sus pieles se dijeran todas esas verdades para las que no existen palabras.