Capítulo XVII

La reina, que empezaba a adivinar en las habilidades de su dama con la baraja un arma poderosa para influir en su marido, se mostró tan sorprendida como enojada al constatar que esta le había ocultado algo tan importante.

—¡Qué callado te lo tenías! —le dijo en un tono que no dejaba lugar a dudas—. ¿Quién es el afortunado?

—Es que me ha faltado tiempo para contároslo, majestad —se justificó Braira, cuya cara se había puesto roja como el fruto de la granada—. Le conocí esta misma mañana.

—¡Su nombre! —terció a su vez Federico—. Decidme cómo se llama.

—Habla, Braira —la animó la reina satisfecha con la explicación, recuperando su cordialidad habitual—, no seas tímida.

—Gualtiero de Girgenti, señor.

—¿Y qué aspecto tiene? —se interesó doña Constanza, más como mujer que como soberana—. ¿Es apuesto?

—Es de buena estatura —se explayó la joven—, con el cabello y los ojos claros sobre una tez morena que llama la atención, gracioso, ocurrente, acaso un poco atrevido…

—Gualtiero, mi buen Gualtiero —exclamó el rey—. Tienes mal gusto, muchacha. Te has fijado en un hombre de extraordinario valor, que sin embargo carece de fortuna.

—Eso no me importa, os lo aseguro. Tampoco dispongo yo de dote ni de nombre, siendo como soy extranjera en esta tierra.

—Posees otras virtudes —salió en su defensa la reina—. ¿Qué puede darte él?

—Apenas le conozco todavía, mi señora, pero desde luego es galante, atractivo, no parece vanidoso ni tampoco fanfarrón, sabe escuchar, no me habló de batallas ni de justas durante la conversación que mantuvimos…

—Pues es un excelente guerrero, te lo aseguro —la interrumpió el monarca—. Probablemente el mejor de cuantos me rodean. Y que yo sepa no tiene compromiso alguno ni ha manifestado interés por ninguna de las damas de la corte. A mi regreso, con el permiso de la reina, por supuesto, haré los arreglos necesarios. Si él te acepta, concertaremos vuestro matrimonio. ¿Es eso lo que deseas?

—No sé qué decir…

—Pues no digas nada y no me lo agradezcas. Así podré tenerte cerca de mí… —concluyó, con un toque de misterio que no gustó nada a la chica—. También quiero que conozcas a mi consejero en materia de ciencias, Miguel Escoto, a fin de que le enseñes los secretos de tus cartas. Estoy persuadido de que le fascinarán tanto como a mí.

A partir de ese momento el corazón de Braira se convirtió en un torbellino. Eran tantas las emociones repentinamente acumuladas en su interior que le resultaba imposible ordenarlas. Había triunfado con su actuación ante el rey, sí, pero a costa de despertar un excesivo interés por su parte, que, tarde o temprano, le traería sin duda problemas. Iba a tener que enfrentarse, asimismo, con ese sujeto vestido de negro que recordaba haberse cruzado en palacio y cuya mera evocación le producía temblores.

¿Qué sucedería si descubría su verdadera religión? ¿Cómo evitaría entonces que todos vieran en ella a una bruja?

Claro que, en caso de peligro, Gualtiero la protegería. Sería su esposo y también su caballero andante. La miraría con esos ojos ardientes de deseo y admiración hasta el fin de los tiempos, haciéndola reír con sus locuras. «Un hombre valiente y leal» —había dicho el rey—. Carente de fortuna. ¡Mejor! Así se evitaría la competencia de otras damas más ambiciosas.

El resto del viaje lo hizo Braira como en una nube, mirando sin ver y escuchando sin oír. Apenas prestó atención al relato que iba haciendo Federico de los episodios bélicos acaecidos en los lugares que iban atravesando, hasta que llamó su atención la batalla desarrollada en las inmediaciones de una aldea diminuta llamada Cerami, donde seiscientos guerreros normandos habían derrotado, al parecer, a más de treinta mil sarracenos.

—¿En virtud de qué portento? —preguntó sorprendida Constanza.

—A base de disciplina, valor y la ayuda de San Jorge, que apareció en el momento decisivo, a lomos de un semental blanco, para conducir a la victoria a los soldados de Cristo —respondió orgulloso Federico—. Yo seré un digno sucesor de mis antepasados. Derrotaré en Calabria a quienes han osado rebelarse y regresaré para continuar hasta la victoria final. Os lo digo a todos: ¡El papa me ha de coronar emperador en Roma!

En la Ciudad Eterna, sin embargo, el papa tenía otras preocupaciones más urgentes. El problema planteado por los cátaros se complicaba de una manera que no había previsto, lo que le había obligado a pedir auxilio a todos los monarcas de la región a fin de zanjar el asunto. En la soledad de sus aposentos no paraba de repetirse:

—Si tan sólo quisieran entrar en razón…

Tal como había predicho la dama del Tarot, Federico regresó a su capital crecido en sus aspiraciones y determinado a cumplir un destino grandioso, tras infligir un duro castigo a su súbdito levantisco.

Claro que su alegría no duró mucho.

Recién llegado a su isla al mismo tiempo que el invierno, pletórico de entusiasmo, se dio de bruces con la realidad de una amenaza inmediata, brutal y muy cercana, mucho peor que la que acababa de dejar atrás.

—Yo en vuestro lugar no me preocuparía en exceso —le tranquilizaba esa tarde Braira, a cuyo consejo había recurrido nuevamente él—. Vuestra Estrella sigue brillando con fuerza —señaló la carta en cuestión—, y es un signo seguro de buena suerte.

—Voy a necesitar algo más que suerte para enfrentarme a ese güelfo que quiere robarme mi legado y anda soliviantando a las ciudades del norte de la península, prometiéndoles toda clase de privilegios a cambio de su apoyo, mientras desciende hacia aquí al frente se su poderoso ejército. Pretende emular a mi abuelo Federico, el Barbarroja, que extendió los confines del Imperio recurriendo a la misma estrategia.

—Refugiaos en el santo padre —terció Constanza, cuyo papel de consejera ganaba fuerza a medida que su marido se percataba de su sagacidad política—. Sois su más querido vasallo. Seguro que os protegerá de vuestro enemigo, igual que hizo durante vuestra infancia.

—Es cierto que está asustado —contestó el soberano pensativo—. Me ha escrito, refiriéndose al emperador que él mismo coronó, para decirme que «la espada que forjamos se ha vuelto en contra nuestra». O sea, que percibe a mi querido rival como una amenaza para sus propios dominios, lo que le empuja a inclinarse nuevamente a mi favor. Pero me desagrada profundamente echarme en sus brazos. Todo aquello que me dé, me lo reclamará con intereses en cuanto lo necesite. Sabéis tan bien como yo que pretende gobernar no sólo las cuestiones de la Iglesia, sino las de este mundo.

—Tal vez debáis aceptar con humildad esa supremacía… —sugirió la reina, con un punto de temor en la voz.

—¡Jamás! ¿Me oís? Jamás me someteré a su voluntad en aquello que tenga que ver con mis asuntos temporales. Prefiero pasarme la vida espada en mano, defendiendo lo que es mío.

Braira sabía que iba a ser así. El Tarot le había anunciado un conflicto irreconciliable entre el emperador y el papa, que marcaría el destino de su señor. Claro que ella no le desvelaba todo aquello que le decían los naipes. Únicamente lo que sabía que le haría bien, debidamente dosificado en función de las circunstancias.

La suya, en aquella hora, se llamaba Gualtiero de Girgenti.

Tal como prometiera hacer en aquel torreón de Enna, el monarca había llevado a cabo las presentaciones formales, fijando la fecha de la boda para la siguiente primavera, siempre que a esas alturas ambos estuvieran todavía vivos, lo que no estaba en modo alguno asegurado.

El reino se hallaba en una situación de emergencia extrema, toda vez que los espías comunicaban la presencia de un nutrido ejército enemigo en la Sicilia continental, muy cerca ya del estrecho, dispuesto a cruzar para apoderarse de la isla.

En esas condiciones hablar de amor no resultaba especialmente oportuno, ni mucho menos sensato. Pero ¿cómo iban ellos a pensar con sensatez?

Estaban enamorados.

—Decidme, hermosa Braira —inquiría él esa mañana, paseando por los jardines bajo la atenta mirada de una carabina—. ¿Qué habéis visto en un soldado de fortuna como yo?

—A decir verdad, poca cosa —le devolvió ella las puyas de antaño—, pero soy de buen conformar.

—Pues yo intuyo en vos algo más de lo que queréis mostrar.

—¿Algo más? —se inquietó ella.

—Algo profundo, diferente, que no había visto hasta hoy en las mujeres que conozco. ¡Y además no os importa la riqueza! ¿Sois en verdad real?

—¿Cuántas me han precedido?

—Ninguna que pueda competir en belleza con vuestra nariz…

Ambos tenían secretos difíciles de confesar, por lo que habrían de dar tiempo al tiempo antes de abrir sus corazones. De momento se rondaban, se observaban, hacían lo imposible porque sus manos se rozaran fugazmente, trataban de descubrirse en un gesto, en una costumbre; veían reflejadas en el otro sus respectivas soledades… Estaban empezando a vivir una aventura cuya intensidad ni siquiera imaginaban.

Braira se preguntaba en la intimidad de sus aposentos si la Estrella, que se empeñaba en aparecer cada vez que tiraba las cartas, se referiría a Federico, el sujeto de su consulta, o tal vez a ella misma, que descubría por fin la sensación a ratos maravillosa, a ratos desconcertante, de estar impregnada de amor hasta los tuétanos.

A juzgar por las noticias que llegaban a palacio, el astro de la fuerza debía referirse a ella y no a su rey, porque Otón estaba cerca. Tanto, que fue preciso armar una galera en el puerto de Castelmare, cercano a Palermo, y tenerla dispuesta para zarpar en cualquier momento, con el fin de trasladar a la pareja real al exilio en África, donde algún sultán amigo tuviera a bien acogerla.

La euforia se tornó repentinamente angustia ante la constatación de una debacle inminente. Nadie se atrevía a expresarlo en voz alta, pero flotaba en el ambiente la convicción de que, por más valerosas que fueran las escasas fuerzas militares leales al soberano, ni todo el coraje normando sería capaz de suplir la abrumadora superioridad del de Brunswick. Muy pronto no quedaría otro remedio que marchar lejos, en espera de tiempos mejores.

De nuevo experimentó Braira los retortijones, la falta de aire, los síntomas familiares de esa angustia aparejada a cada viaje que había emprendido, agravados esta vez por un dolor más intolerable aún: el derivado de una más que probable ruptura. Porque ella estaba segura de formar parte del escaso séquito que acompañaría a los fugitivos. Pero ¿y si Gualtiero era obligado a quedarse para combatir?

El mero hecho de pensarlo se convirtió en una tortura.