Capítulo XVI

—Os eché de menos en el baile —la abordó él sin preámbulos, con una sonrisa que excavaba dos hoyuelos infantiles a cada lado de su boca—. ¿Es que no sabéis bailar?

—¿Y vos desconocéis lo que es la cortesía? —fingió ofenderse ella.

—Han intentado enseñármela, pero resulta tan aburrida…

—Sí, se os da mejor el descaro —insistió Braira, luchando por mantener la actitud suficiente que se esperaba de ella.

—¿Es descarado miraros?

—¡Lo es, por todos los santos! ¿Dónde os han educado? ¿En el harén del rey?

—Casi… Tal vez os lo cuente un día. Pero antes, permitid que me presente. Mi nombre es Gualtiero de Girgenti.

—Braira de Fanjau —dijo ella, tratando de sonar seca.

—Y ahora dejad que me explique —añadió él, acercándose con gesto caballeresco para besar la mano de la dama—. Tal vez hayáis pensado que ayer os miraba por vuestra belleza, cuando en verdad lo que me tiene fascinado es esa nariz torcida…

Era más de lo que estaba dispuesta a soportar la chica. Odiándose a sí misma por haber idealizado al patán que tenía delante, le dio la espalda en señal de desprecio, con el correspondiente revuelo de telas, para regresar a su cuarto.

—¡Esperad, os lo ruego, era una broma!

Braira se detuvo, aunque sin volverse.

—¿Es que no tenéis sentido del humor? —la desafió él.

—Tal vez no coincida con el vuestro…

—En tal caso os pido perdón. La verdad es que no sabía qué pretexto emplear para dirigirme a vos y se me ocurrió el de la nariz. Aunque de verdad me fascina —sonrió de nuevo—. Nunca había visto una así.

Esta vez ella rio con él aceptando el juego, sorprendida por la forma de actuar de ese hombre tan distinto de todos los que había conocido hasta entonces.

—Me la rompió un bandido de un puñetazo hace algunos años en Occitania, mi tierra natal.

—¡Vaya historia! Soy todo oídos.

—En realidad, no hay mucho que contar. Regresaba yo de una boda junto a mi amigo Beltrán, un trovador criado en nuestra casa, cuando fuimos asaltados por un grupo de truhanes que pretendían robarnos. Yo me defendí, propiné una patada al que parecía el jefe en un lugar especialmente doloroso, y él me devolvió el golpe. Eso es todo.

—¡Bravo! ¿Y qué hada ese Beltrán que habría debido protegeros? —preguntó Gualtiero, con un deje despectivo en la voz que parecía denotar un ataque de celos retrospectivos—. ¿Recitar versos?

—¡Por supuesto que no! —se indignó Braira, a quien no se le había escapado la hostilidad espontánea que el nombre de su juglar había suscitado en Gualtiero—. Él trató de impedir que me tocaran, pero fue derribado de un mazazo en la cabeza que a punto estuvo de matarle.

—¿Y cómo acabó la cosa?

—Nos rescató mi hermano justo a tiempo de evitar males mayores. Y eso es todo. Ya sabéis cuanto queríais sobre mi nariz.

—Ahora me falta por conocer el resto de vuestra persona —la recorrió de arriba abajo con los ojos, provocándole un escalofrío—. ¿Me daréis la oportunidad de hacerlo?

—Tal vez… —replicó ella, coqueta.

Gualtiero supo que era un sí.

Al cabo de unas horas partieron a caballo los reyes y su escolta, de la que, para disgusto de Braira, no formaba parte el hombre que acaparaba ya todos sus pensamientos.

Apenas llevaban impedimenta. Encontrarían lo necesario para sustentarse a lo largo del camino, pues aquella era una tierra generosa; una auténtica despensa repleta de abundancia y de Historia, que el soberano deseaba mostrar cuanto antes a su esposa. Ella le acompañaría hasta Mesina, donde él embarcaría junto a una pequeña tropa hacia el continente a fin de poner orden en sus dominios peninsulares antes de instalarse en la corte palermitana.

Aguardar pacientemente su regreso, rezar para que no cayese en la batalla, darle hijos capaces de sucederle y criarlos para convertirlos en príncipes a la altura de sus responsabilidades serían, a partir de ese momento, las tareas encomendadas a Constanza. Claro que ella pensaba hacer mucho más, poniendo en juego su astucia y con el auxilio de Braira y de sus certeras cartas.

Aquella muchacha resultaba demasiado valiosa como para perderla, ya fuera por un desafortunado azar o por la mano de algún enemigo oculto, motivo por el cual había encomendado a uno de sus capitanes, un caballero provenzal muy cercano al difunto don Alfonso, que no le quitara ojo. Si cualquiera intentaba hacerle algún mal, sus órdenes eran protegerla con su vida.

Nada más tomar la vía que, corriendo paralela a la costa, en dirección este, conducía hasta el puerto más cercano a la punta de la bota itálica, Federico, ajeno a las preocupaciones de su esposa, se convirtió en orgulloso cicerone de su feudo.

—El 10 de enero de 1072 —proclamó solemnemente, haciendo gala de la buena educación recibida de sus maestros— mi ilustre antepasado, Roberto el Güiscardo, hizo su entrada oficial en Palermo. Fue a caballo hasta la basílica de Santa María, acompañado de un obispo, y la hizo consagrar nuevamente, después de doscientos cuarenta años dedicada al culto mahometano.

—Dios se lo habrá premiado, sin duda —respondió la soberana aragonesa, tratando de parecer interesada.

—Aún lloran mis súbditos ismaelitas la pérdida de esta isla… Y algunos todavía conspiran —endureció el tono—. Pero no será por mucho tiempo. Con la ayuda del Señor y algo de tiempo pacificaré hasta el último rincón de este vergel. ¿Sabíais que, en tiempos de los césares, las legiones del Imperio, así como los hombres de su flota, se alimentaban con el trigo de Sicilia, que también saciaba el hambre de la populosa Roma?

—Salta a la vista, mi rey, que esta es una tierra rica. Sois muy afortunado al haberla recibido en herencia y haríais bien en consolidar vuestro dominio sobre ella en lugar de escuchar los cantos de sirena de quienes pretenden embarcaros en una guerra lejana por un trono incierto.

Se refería Constanza a la disputa abierta en torno al solio del Sacro Imperio Romano, que enfrentaba al papa con algunos príncipes alemanes y a varios de estos entre sí. El pontífice seguía oponiéndose a que Federico acaparara dos coronas y movía incansablemente sus hilos, incluida la mujer que se había encargado de escogerle, para tratar de impedírselo.

Siguiendo el principio de «divide y vencerás», Inocencio apostaba por un emperador güelfo, hijo de la Casa de Baviera, frente a su pupilo, el rey de Sicilia, campeón de los gibelinos. Por eso había coronado en Roma a Otón de Brunswick.

—Esa guerra a la que os referís, mi señora —respondió el monarca con cierto enojo, adoptando una actitud altiva—, me resulta tan lejana como los campos que contempláis. ¿Olvidáis quién era mi padre? ¿Creéis que Dios me ha protegido hasta hoy para que ahora yo renuncie a guiar su imperio con mano firme? ¿Pretendéis que prive a nuestros hijos de los derechos que les corresponden por su sangre? Dejadme a mí la tarea de gobernar y vos gozad de los privilegios que os otorga vuestra condición de mujer, ajena a las preocupaciones de la cosa pública. ¿Dónde se ha visto que una dama tan hermosa como vos deba afligirse por estas cosas?

—Lejos de mí la intención de contradeciros, querido esposo —reculó inmediatamente la reina, que conocía bien el modo de influir en un hombre sin aparentarlo, convenciéndole de que era él y sólo él quien había tomado una decisión previamente susurrada por ella en su oído—. El tiempo irá poniendo a cada cual en su lugar. Pero prometedme que no me abandonaréis demasiado a menudo para dedicaros a batallar…

—No más de lo que requiera la necesidad —concluyó él todavía enfadado, con esa seriedad algo autoritaria que todo joven considera prueba irrefutable de madurez.

Braira cabalgaba detrás de su señora, lo más cerca posible, decidida a no perder detalle de la conversación que mantenía esta con su marido. Ignoraba por completo la vigilancia de la que era objeto, pues estaba demasiado ocupada en olvidarse momentáneamente de Gualtiero para aprender a marchas forzadas el sinuoso arte de la política, doblemente complejo cuando quien lo practica lo hace desde la sombra, a través de persona interpuesta.

Era un aprendizaje difícil y peligroso, lo sabía, pero precisamente por eso le resultaba apasionante. No había escarmentado del todo a raíz de su experiencia con Lucas, estaba claro, pues el poder seguía ejerciendo sobre ella una atracción irresistible, similar a la que la luz de una vela opera sobre un insecto hasta llevarle a abrasarse con su fuego. El brillo de ese talismán seguía deslumbrándola sin remedio, y para acceder a él, para experimentar la sensación inigualable que da la certeza de ejercer el control, la información era una herramienta esencial.

Había oído hablar al antiguo tutor de Federico de la soledad que acompaña permanentemente al poderoso, paradójicamente impotente ante ella, sin otorgarle la menor credibilidad. ¿Soledad? ¿Impotencia? Eran problemas de pobres. Los notables, quienes no tenían más que manifestar un deseo para verlo inmediatamente satisfecho, jamás estaban solos ni se sentían impotentes. Ese viejo —se repetía a sí misma— no decía más que tonterías. Nada había mejor en esta vida que mandar y no ser mandado. Eso lo sabía ella desde que era pequeña.

Durante los silencios de la pareja real, la joven occitana relajaba la atención y aprovechaba para pensar en el caballero de ojos descarados que le había robado la tranquilidad. Rememoraba cada una de sus palabras. Soñaba con los ojos abiertos, aunque de cuando en cuando dejaba vagar la mirada y se empapaba de un campo que le recordaba a la tierra de sus ancestros por su belleza, su voluptuosidad y sus viñas. Entonces acudía a su mente, como por arte de ensalmo, la imagen de su madre hilando junto a un ventanal o arreglando un ramo de flores, acompañada por su padre. ¿Cómo había podido ella ser tan ruin con él? —se reprochaba, llena de remordimientos—. ¿Habría llegado él a perdonarla?

Añoraba extraordinariamente el amor que le habían regalado Bruno y Mabilia; tanto que notaba ese vacío en la boca del estómago. Su ausencia hacía que se sintiera huérfana, con toda la carga de inseguridad que lleva implícita esa palabra. ¿Qué sería de ellos en este momento? ¿Cómo les habría afectado la guerra? La incertidumbre era tan dolorosa que la llevaba a huir de los recuerdos y concentrarse en el paisaje.

Allá donde el mar refrescaba el ambiente, todo lo que abarcaba la vista eran campos de naranjos salpicados de cipreses, olivos retorcidos, frutales desconocidos para ella y cepas de vino tinto espeso, de cuerpo denso, tal como había podido comprobar en la mesa de palacio. Hasta el último palmo de terreno había sido aprovechado para el cultivo, sabiendo que en la isla abundaba el agua y que todo lo que se plantara germinaría sin dificultad.

En el interior, en cambio, el calor se hacía insoportable cuando el sol estaba alto, lo que obligaba a los viajeros a detenerse en alguna alquería y buscar la sombra de una parra o una higuera para protegerse de sus abrasadores rayos. Allí no había más que trigo recién segado, al que los campesinos prendían fuego por parcelas para devolver a la tierra su vigor antes de la nueva cosecha. Y ese océano de color dorado parecía tan inmenso como el que habían cruzado al venir desde Aragón.

Esta parecía también la patria de la felicidad, igual que había sido la suya antes de la catástrofe.

Tras varias jornadas de marcha agotadora a través de barrancos, riscos y llanuras polvorientas, llegaron un atardecer a Enna, bajo un aguacero acompañado de rayos y truenos que parecía querer derrumbar el cielo sobre sus cabezas.

La villa estaba estratégicamente situada en el centro de la isla, en medio de un inmenso valle. Allí, sobre una colina explanada y limpiada de arbustos a fin de facilitar la visibilidad, el soberano había ordenado levantar una torre fortificada sobria, de piedra oscura, desde cuya cima se podía vigilar en un día claro toda la comarca. En ese austero edificio, carente de la menor comodidad, encontraron refugio los viajeros sorprendidos por la tormenta.

Parte de la guarnición fue despachada a toda prisa a buscar provisiones al pueblo, mientras otros se encargaban de adecentar en la medida de lo posible las dependencias de la segunda y tercera planta en las que solían descansar los soldados libres de servicio, a fin de que se acomodaran las damas. El monarca permaneció abajo, departiendo con sus hombres como uno más, mientras compartía su rancho y su fuego ganándose su devoción al fingir interesarse por sus circunstancias personales.

A Braira le resultaba difícil dormir en medio de ese gentío, por lo que, a medianoche, cuando todos los demás parecían descansar, sacó el estuche de sus cartas y se puso a jugar con ellas. No tardó en unírsele Constanza, que tenía el sueño ligero. Entre cuchicheos, risas ahogadas y recomendaciones de «¡baja la voz!», preguntaron al Tarot por el futuro que aguardaba a los recién casados.

—La Fuerza os augura un porvenir dichoso —anunció la cartomántica, satisfecha de que ese fuera el naipe escogido al azar por su señora. En tono jocoso, añadió—: Como veis, al igual que esta dama sujeta las fauces de un león, vos seréis capaz de amansar a la fiera de vuestro esposo, siempre que actuéis con tacto, os esforcéis en convencerle con argumentos juiciosos y le deis amor. Vuestro amor vencerá la fuerza de sus pasiones, que debe ser considerable.

—¡Y que lo digas! Yo esperaba encontrarme con un muchachito imberbe, a quien tuviera que enseñárselo todo, pero va a ser él quien me abra la puerta de muchos secretos. En lo que atañe al gobierno de su reino tiene las ideas tan claras como el que más y está dispuesto a enfrentarse con el mismo papa si hace falta. Y en cuanto a la intimidad… Me ha sorprendido gratamente, te lo confieso. No sé dónde habrá aprendido, pero sabe mucho más del arte de amar que mi primer marido y se entrega con generosidad.

—¿Sabíais que guarda a sus concubinas encerradas en un palacete cercano al vuestro? —se atrevió a confesar Braira.

—Sí, me lo dijo el primer día, y no seré yo quien se lo impida. Mientras vuelva a mí después de cada batalla y sean mis hijos quienes le sucedan, ¿qué me importa que se desahogue cuando lo desee con alguna de sus cautivas moras? Prefiero esa suerte a la de mi cuñada María, víctima del rencor de Pedro. Los hombres son así, querida, por eso hay que manejarlos con mano izquierda.

—¿Cómo somos exactamente y qué es eso de la mano izquierda?

Era Federico quien había interrumpido su conversación. Iba descalzo, apenas cubierto con un calzón y una camisa. Las miraba divertido, fijándose en Braira más de lo que hubiese sido decoroso, pues las mujeres constituían para él un potente imán al que no sabía resistirse, y la dama favorita de su esposa era bella, era virgen y poseía una aureola de inocencia que le impulsaba instintivamente a la conquista.

Constanza, que se percató de inmediato de la situación, le quitó deliberadamente importancia, por el bien de la paz conyugal, y respondió risueña:

—Sólo estábamos jugando a un juego que Braira trajo de su tierra occitana.

—Siendo así, yo también quiero jugar —replicó el rey, sentándose junto a ellas sobre la manta tendida en el suelo a modo de alfombra—. Me gustan los juegos.

—Es que se trata de uno un poco especial —terció nuevamente la reina— en el que las cartas actúan como las estrellas del cielo, formulando algo parecido a un horóscopo sobre quien consulta.

—¡Mejor que mejor! Sabes que me interesan todas las ciencias, incluidas las de la adivinación. Nunca había oído hablar de esta modalidad. ¿Quién la avala?

—Lo ignoro, mi señor —respondió Braira—. Yo la aprendí de mi madre, pero tengo entendido que procede del Oriente. Es sólo un divertimento sin mayor trascendencia.

—¡Ni hablar! —la cortó la reina—. Es un arte fascinante que permite a mi querida Braira adentrarse en el pasado de las personas tanto como en su futuro. Es sorprendente la cantidad de cosas que averigua con la ayuda de sus extrañas figuras. A mí me ha pronosticado que tendremos un hijo que será rey.

—Todo está escrito por la mano de Dios —repitió la muchacha esa vieja fórmula tantas veces empleada, pues empezaba a temer que Federico viese en ella a una bruja—. El Tarot sólo nos ayuda a leerlo.

—Me corroe la curiosidad —zanjó el monarca—. ¡Adelante! Quiero ver lo que haces con esos naipes.

Una vez realizados los movimientos de rigor, Braira habló a Federico de su pasado solitario, de sus miedos, de sus fantasmas. Era una oportunidad única y supo cómo aprovecharla.

Se esforzó al máximo por aplicar a la interpretación de la tirada todo lo que sabía de la historia del príncipe, además de lo que intuía a través de su forma de actuar. Le halagó los oídos con palabras de miel. Habló con calma y sabiduría, hasta cautivar literalmente al hombre que tenía ante ella, rendido a su magistral actuación. Para cuando fue destapada la carta del mañana, Federico ya estaba convencido de que la dama de su esposa poseía un don especial, mucho más valioso aún que su hermosura. Pero si le quedaba alguna duda, la figura que apareció ante sus ojos terminó de despejarla.

El Emperador. Lo que el destino le tenía reservado era un trono marcado con el símbolo del águila imperial, un cetro firmemente sujeto con la mano derecha, coronado por la esfera con la cruz que simbolizaba la tierra; una corona, y un collar de espigas, señal inequívoca de abundancia.

—¡¿Lo ves, Constanza?! —proclamó jubiloso—. Voy a ser emperador. Aquí está escrito: el Emperador. Ese soy yo. El águila es el emblema de mi casa paterna. El cetro me será entregado por el papa, quiera él o no.

—Bueno —intervino Braira con prudencia, sabedora de lo poco que esa perspectiva agradaba a su reina y señora—, en ocasiones las cartas nos hablan con un lenguaje encriptado, que hay que saber descifrar. Para ser exactos, se trata de personajes figurados…

—¡Tonterías! Tus cartas me gustan. Dicen la verdad. Yo nací para ser emperador y es exactamente lo que voy a ser. Sé cómo conseguirlo. Pero, ya que estamos jugando, dime, ¿qué me recomiendan tus personajes para llevar a buen puerto este empeño?

Cualquiera que fuera la carta que hubiese salido, Braira habría pronunciado palabras muy parecidas a las que dijo, que era lo que Federico quería oír. Mas quiso la providencia, aliada con ella en una causa que aún estaba por descubrirse, que la figura escogida por el rey fuese la mejor y más propicia de la baraja: el Carro.

Ante sus ojos apareció la imagen de un rey triunfador, de un guerrero poderoso, subido a una especie de litera tirada por dos corceles de color azul como el firmamento. Un soberano coronado, llevado bajo palio por dos criaturas celestiales, con su cetro en la mano derecha y una peculiar armadura, reforzada por dos cabezas humanas, cubriéndole el pecho. La imagen misma de la victoria sobre cualquier enemigo.

Braira renunció a profundizar en el significado oculto de esa figura. No quiso interpretar más allá de lo que resultaba obvio; es decir, el augurio de éxito seguro en las pruebas que aguardaban a su señor. Por toda respuesta, pues, se limitó a aconsejar:

—Enfrentaos a vuestros adversarios con arrojo y la victoria será vuestra. No vaciléis. El cielo os tiene reservada una misión que sólo vos podéis desempeñar y que os conducirá a grandes hazañas, siempre que actuéis con responsabilidad.

—Me gusta este juego y me gusta esta chica —anunció a grandes voces el rey, que estaba eufórico, dirigiéndose a su esposa—. Vamos a tener que compartirla. Dime, Braira de Fanjau ¿Hay algo que yo pueda hacer por ti?

—Sois demasiado generoso, mi rey. Yo sirvo a doña Constanza. Pero puesto que me dais pie para ello, quisiera preguntaros por uno de vuestros caballeros…