Capítulo XV

Al cabo de una semana Constanza y Federico se casaron con gran pompa en la catedral, situada a pocas leguas de Palermo, sobre una colina que dominaba la ciudad. Desde allí arriba se podía contemplar en todo su esplendor la gran bahía que acogía a la capital en su regazo, con sus aguas de color turquesa abrazando a la ciudad. Esta aparecía tranquila, segura de sí misma, como si fuese consciente de ostentar un rango muy superior al de las villas y aldeas que se colgaban de los riscos más altos en otros lugares de la isla, tratando de escapar a las incursiones piratas y batallas sangrientas que jalonaban la Historia de esa tierra.

Monreale, así se llamaba el templo, se había adornado de flores blancas, amarillas y rojas. Sus impresionantes mosaicos, elaborados por artistas bizantinos expertos en la técnica de pintar con diminutos pedacitos de piedras de colores, resplandecían a la luz de millares de candelabros colgantes. Los invitados llenaban las tres naves de la iglesia, perfumada de incienso a fin de esconder el penetrante olor a humanidad tan impregnado en las paredes como el hollín de las lámparas de aceite. Todos aguardaban a la pareja real, curiosos por ver cómo sería la infanta aragonesa que se llevaba, pese a su avanzada edad, a ese gran partido que era su príncipe.

Llegó primero él, revestido de púrpura, con la capa de su abuelo a la espalda y la corona sobre la cabeza, caminando muy erguido. Le acompañaba su guardia mora: un destacamento de gigantes sarracenos ataviados a la usanza de su pueblo, con bombachos, camisa larga, faja y turbante, portando al cinto cimitarras enfundadas en vainas adornadas con ricas joyas.

También esa originalidad formaba parte de la herencia de sus antepasados normandos, que al tomar Palermo por las armas habían aceptado el tributo de sus habitantes, consistente no sólo en oro, plata o gemas, sino en los hijos de los potentados locales, enviados a incorporarse al séquito del conquistador como prenda de sometimiento.

Inmediatamente después hizo su entrada la novia, escoltada por dos docenas de caballeros aragoneses que lucían en la sobrevesta los colores y las armas de sus respectivos escudos. Eran parte de los pocos supervivientes que había dejado la peste sobrevenida en el mar. Algunos de ellos regresarían después a su patria, respondiendo a la llamada de otras guerras, y los más servirían a su nuevo señor con devoción hasta el fin de sus días, cumpliendo con la misión que se les encomendara al partir.

Pese a su gallardía, se les notaba demacrados, entristecidos por la pérdida de tantos compañeros, empezando por el hermano de doña Constanza, que le habría servido de padrino de no haber sucumbido a un mal tan mortífero y brutal como la cólera divina.

En su ausencia, un noble de origen catalán ocupó el lugar del difunto a la izquierda de su señora, llevándola del brazo en el desfile hasta el altar donde el obispo bendijo la unión y declaró a los contrayentes marido y mujer, inmediatamente antes de que los congregados prorrumpieran en aplausos a la vez que las campanas repicaban a gloria.

No había tiempo para mucho fasto, pues el rey debía partir al continente con el fin de combatir la insurrección de un vasallo infiel; uno de los muchos que habían aprovechado su minoría de edad para apoderarse de tierras y rentas pertenecientes a la corona. A pesar de todo, el banquete nupcial no podía más que estar a la altura de lo que se esperaba de tan grandes señores y no defraudó.

El jefe de las cocinas de palacio, un musulmán converso que dominaba el arte de la confitería, elaboró un menú compuesto por veintisiete platos, a cual más sabroso, y lo remató con un surtido de dulces, servidos en forma de gotas de agua que manaran de una fuente, recurriendo para ello a un misterioso mecanismo secreto que encandiló a los invitados. Fue en ese preciso instante, al aparecer los criados portando enormes bandejas chorreantes de pasteles, cuando Braira se fijó en un joven, más o menos de su edad, que estaba sentado entre los caballeros de Federico.

Parecía de elevada estatura y cabello claro, al igual que los ojos, en contraste con una tez más oscura de lo imputable a la acción del sol. Su aspecto resultaba tan impactante que se le habría distinguido en medio del mercado. La miraba con descaro, sin molestarse en disimular, lo que hizo que ella se turbara. Y sin embargo…

Había algo en esa mirada que la atrajo como un imán. Algo poderoso. Toda la fuerza del deseo concentrada en unos ojos cuyo azul de mar resultaba absurdo sobre el fondo de esa piel morena y esos labios carnosos, impropios de la raza normanda.

Mucho tiempo después se preguntaría ella si realmente se había enamorado precisamente de esa mirada. ¿Sería pensable tal cosa? ¿Podría el magnetismo de una pupila alumbrar un sentimiento tan complejo como el amor?

Pudo.

Del mismo modo que hay miradas susceptibles de provocar terror; miradas a través de las cuales el observado percibe odio en estado puro; miradas que piden desesperadamente ayuda; miradas en cuyo fondo mora la expresión perfecta de la paz; miradas de abajo a arriba, sumisas, vencidas, reflejo de siglos de humillación… la mirada que aquel hombre lanzó a Braira contenía un mensaje cifrado destinado únicamente a ella. Una llamada muda que sonó en el interior de su alma con ecos de romería en día de fiesta grande.

Estaba segura de que, si hubiera permanecido en el banquete, habría acabado sucumbiendo al influjo de esos dos lagos. Era tan hermoso aquel caballero, tan cargado de sensualidad, que su virtud habría peligrado pese a constituir, a falta de fortuna, la única dote que podría ofrecer a su futuro esposo. Y aun así, se habría quedado, de no ser porque se había comprometido con su reina a cerciorarse de que las velas perfumadas, los pétalos de rosa, las sábanas de hilo, la camisa de noche bordada en gasa tan liviana como la bruma, el vino… todo estuviese en su sitio en el dormitorio real para la noche de bodas.

Muy a su pesar, se levantó antes de que el placer le ganara la partida al deber, para encaminarse a los aposentos del monarca, contiguos a los de doña Constanza.

Mientras recorría los interminables pasillos que conducían hasta allí, la imagen del muchacho llenaba todos sus pensamientos. El corazón le galopaba en el pecho, desbocado por la emoción. Notaba el rostro enrojecido por el sofoco e intentaba urdir mil estrategias para enterarse de su nombre y circunstancias, buscando el modo de ser presentada a él en las debidas condiciones. ¿Serían esos los síntomas del coup de foudre, ese amor a primera vista del que hablaban los poetas occitanos en sus trovas?

Entretanto, en su habitación, un extraño se había metido silenciosamente en la cama, esperando su llegada. Era de color oscuro, al igual que el doncel del convite, pero ahí terminaba el parecido entre ambos. La criatura que aguardaba escondida entre las sábanas a que la muchacha se pusiera al alcance de su boca, era del tamaño de una mano pequeña, negra, peluda y peligrosa. Una araña abundante en Sicilia, llamada tarántula, cuya mordedura podía resultar letal. Un asesino sigiloso, más eficaz que cualquier sicario armado de espada o cuchillo.

Sumida en sus ensoñaciones, Braira terminó de colocar los cojines de plumas de su señora, cubrió la estancia de flores, se aseguró de que no le faltara un detalle al entorno seductor que debía animar a Federico a cumplir con entusiasmo sus obligaciones conyugales, y se retiró a su cuarto, malhumorada, pensando en lo que se había perdido por ser tan bien mandada.

Se desnudó despacio, imaginando con secreto deleite cómo sería hacerlo ante él, realizar los movimientos precisos para provocar su pasión y aplazar deliberadamente el momento de mostrárselo todo. Había encendido únicamente una lámpara de aceite y tenía los ojos cerrados, pues lo que necesitaba ver estaba a oscuras, allá donde moran los sueños prohibidos.

Lentamente se despojó del vestido, luego de las medias, de la camisa y de la ropa interior, buscando a tientas el camisón colocado bajo la almohada.

En su escondite, la tarántula permanecía inmóvil bajo la sábana y la colcha. El instinto la llevaría a inocular su veneno en cuanto Braira se le acercara lo suficiente como para constituir una amenaza, pero la chica ni siquiera sabía de la existencia de esa especie animal, por lo que difícilmente habría podido sospechar que la muerte la acechaba en forma de algo tan aparentemente insignificante.

Nadie le había hablado nunca de arañas malignas. Las que solía ver en su infancia en los alrededores de Fanjau eran hermosas, mostraban vivos colores y tejían telas perfectas, que con el rocío de las mañana, a la luz del sol, parecían joyeles. Junto a su ayo, el Lucas auténtico, anterior a la tragedia que le había convertido en asesino, buscaba estos prodigios de Dios entre los matorrales en los que anidaban y se quedaba embelesada viéndolas trabajar, sin imaginar ni por un instante que algo tan bonito y laborioso pudiera resultar dañino.

Además, sus pensamientos estaban en ese momento en un lugar creado por su fantasía, poblado de personajes galantes, muy alejado de la realidad.

Despacio, casi con pereza, se sentó en el borde de la cama que una criada había dispuesto para su descanso doblando primorosamente el embozo. Estaba a punto de meter los pies y entregarse a sus ensoñaciones, cuando el ladrido furioso de Seda la sobresaltó.

Ya había notado a su llegada que los lebreles estaban algo nerviosos, pero lo había atribuido a la alegría que les producía verla después de todo un día de ausencia o acaso a la excitación que ella misma llevaba dentro y sus perros reflejaban. Pese a todo, aquello superaba lo tolerable.

—¡Calla, loca! —regaño a la escandalosa—. Vas a despertar a todo el palacio.

Seda siguió ladrando, coreada por Oso, que se unió con fuerza al concierto.

—¡¿Pero se puede saber qué os pasa?! Si no os calláis ahora mismo vais a dormir en la calle.

No había forma de lograrlo. Las dos bestias, en pie junto a ella, miraban fijamente al lecho y ladraban con furia, dejando escapar una baba blancuzca por las comisuras de los labios. Braira estaba a punto de llamar a un lacayo para que se las llevara de allí, cuando un leve movimiento entre las ropas, justo donde señalaban los perros con los ojos, la hizo retroceder instintivamente.

Por primera vez sintió miedo, o cuando menos inquietud. Era evidente que Oso y Seda intentaban alertarla de algún peligro. Pero ¿de cuál? En la habitación no había nadie más que ella. ¿O acaso sí?

Totalmente despierta ya, se armó de valor y comenzó a inspeccionar el lugar. Miró detrás de las cortinas, en el hueco que dejaba la ventana, a donde no llegaba la luz de la llama que iluminaba parte de la estancia, e incluso debajo de la cama.

Nada.

Entonces tiró con fuerza de la sábana y vio una cosa que le pareció enorme y peluda moverse rápidamente hacia abajo, donde la colcha abrazaba al colchón haciendo un pliegue en el que algo así podía ocultarse. El alarido que profirió superó con creces en intensidad al ladrido de los perros.

A los pocos segundos un revuelo de damas y criadas la arropaba con palabras tranquilizadoras, mientras Guido, el paje que la había traído desde el puerto, hijo del responsable del zoológico y experto en bichos de todas clases, se encargaba de atrapar a la tarántula empujándola con un palo en forma de horquilla hasta introducirla en un cesto provisto de su correspondiente tapa.

—Habéis tenido suerte, señora —le dijo risueño—, si llega a picaros, lo habríais pasado mal.

—¿Pero de dónde ha salido este monstruo? —replicó Braira, todavía asustada, aunque con la presencia de ánimo suficiente como para acercarse a contemplar a la araña de cerca.

—Es una buena pregunta… Lo cierto es que en el campo abundan y yo he visto a más de un pastor bailando la tarantella, que es como llamamos nosotros a los espasmos que sufren las víctimas de su veneno. Los infectados que no mueren sufren ataques constantes que les llevan a dar saltitos, sin poder controlar sus movimientos, en una especie de danza grotesca que a ellos no les hace la menor gracia, claro está.

—Insisto —le cortó la dama—. ¿De dónde ha podido venir?

—No tengo la menor idea, aunque buscaré por el jardín a ver si encuentro a su pareja. Siempre van de dos en dos ¿Sabéis? Es tan raro… Nunca había oído que una de ellas —señaló al cesto— fuera hallada dentro del palacio y menos que subiera hasta este piso. La verdad, no me lo explico.

—Es posible que alguien la haya traído deliberadamente —terció la reina, quien, alertada por el escándalo, había llegado justo a tiempo para escuchar la explicación del chico.

—¡Majestad! —Se inclinaron todos ante ella—. Olvidaos de esta tontería y regresad a vuestros aposentos. ¡Es vuestra noche de bodas!

—El rey todavía bebe con sus invitados. La fiesta no ha terminado, pero ni la música ni el jolgorio me han impedido oír los gritos desesperados de Braira y los ladridos de los perros.

—Ellos me han salvado la vida —explicó la interpelada, acariciando a las fieras, tan mansas ahora como dos corderos—. De no haber sido por su intervención, tal vez ahora no estuviese yo en este mundo.

—Habrá que investigar lo sucedido. Mañana mismo hablaré de ello a Federico.

—Por favor, señora, no importunéis al rey con semejante minucia. Seguro que ha sido un accidente fortuito que, gracias a Dios, ha terminado bien para todos, menos para la araña —bromeó—. ¿Quién querría hacerme daño en esta corte de amigos? Olvidad lo sucedido y regresad al banquete, os lo ruego.

—Está bien, me voy, pero tú mantén los ojos abiertos. Nunca se sabe de quién hay que desconfiar ni tampoco se es nunca suficientemente desconfiado. Hazme caso, que he vivido más que tú. Si quieres llegar a vieja, guárdate de tus enemigos y sobre todo de quienes se dicen tus amigos.

—Así lo haré, descuidad. Y ahora marchaos, por favor. ¡Disfrutad de vuestra boda! ¿Cómo podré agradecer todas vuestras atenciones?

—Lo harás, estoy segura. Ni tú ni yo sabemos cómo, pero algo me dice que sabrás estar a la altura.

Aquella noche Braira no pegó ojo. Cada vez que le venda el sueño se le aparecían criaturas espantosas subiéndosele por las piernas, que la despertaban bañada en sudor frío y le obligaban a encender las velas para comprobar que se trataba únicamente de pesadillas.

Así fueron pasando las horas, con lentitud desesperante, hasta que el alba trajo consigo algo de luz y la posibilidad de levantarse para escapar al tormento. Ese mismo día emprendía un viaje la nueva pareja real, acompañada de un amplio séquito de damas y caballeros, y era menester tenerlo todo dispuesto a la hora convenida.

Antes de que los soberanos dieran señales de vida, ya estaba ella compuesta, con la piel de la cara bien tersa después de sumergirla en un barreño de agua fría y una trenza perfecta, que le llegaba hasta la cintura, peinada en forma de corona alrededor de la cabeza. Al contemplarse en el espejo de plata que le había regalado la reina, le gustó la imagen que vio reflejada. Sí, decididamente no estaba mal. Nada mal, en realidad.

Totalmente recuperada del susto, se dirigió al gran salón de la primera planta, recogido después del convite por un batallón de siervos que no había parado de trabajar, para pedir que le sirvieran el desayuno. Iba tarareando una tonadilla de las que solía cantar Beltrán, rememorando los sucesos de la víspera, cuando de pronto levantó la vista y le vio allí, apoyado en la barandilla, mucho más apuesto aún de lo que recordaba.