Capítulo XIV

En sus estancias privadas del palacio de los Normandos, el rey acababa de desayunar cuando uno de sus chambelanes entró a informarle de que la flota procedente de Aragón se divisaba a media jornada de navegación.

—Perfecto —repuso él con la autoridad de la que hacía siempre gala—, preparemos a mi esposa el recibimiento que merece.

—Es que…

—¡No hay excusas! ¿Acaso quieres hacerme quedar como un bárbaro carente de modales? Espero que todo se desarrolle en el puerto exactamente de acuerdo con el protocolo establecido.

—Mi señor —insistió el chambelán—, es que las galeras enarbolan la bandera que indica epidemia a bordo. Tal vez deberíamos hacerles pasar una cuarentena antes de permitirles atracar en Palermo, con el consiguiente peligro…

—¿Te das cuenta de que estás hablando de la reina Constanza y de quinientos caballeros que representan lo más selecto de la nobleza aragonesa? —bramó Federico, cuyo carácter se parecía extraordinariamente al de esa montaña de fuego que desafiaba al cielo en el norte de su isla, escupiendo por la boca que la coronaba un humo tan negro como la ira de él—. Que una nave rápida parta inmediatamente llevando al canciller que ha de darles la bienvenida a mis dominios y que se disponga todo lo necesario para atender a esas gentes como merecen. Quiero a los mejores médicos de la corte a disposición de quienes precisen cuidados. ¿Entendido? Yo les esperaré en el muelle de atraque. Deseo causar buena impresión a esa mujer. ¡Y ahora quítate de mi vista!

Era un hombre pulcro, como digno hijo de una ciudad en la que abundaban los baños, pero además tenía una sensibilidad especial para captar el significado simbólico de ciertos gestos. No en vano había sobrevivido desde niño en la más absoluta soledad, controlando hasta el mínimo detalle de sus discursos y sus conductas.

Velaba siempre por llevar el atuendo perfecto para cada ocasión, así es que en una tan especial como aquella se mostraría con toda la pompa de su rango, emulando a sus antepasados: túnica y dalmática de seda siciliana color amarillo vivo, calzas y guantes rojos del mismo material, zapatos de terciopelo y, como remate, pese al calor propio de la estación, un manto único, irrepetible, del que estaba especialmente orgulloso y que, sobre un fondo rojo sangre, llevaba bordadas en oro las figuras simétricas de un león rampante y un camello, con una inscripción en caracteres árabes destinada a explicar que esa pieza de inigualable esplendor había sido confeccionada para el magno rey Roger, durante los año 1133 y 1134, en su capital, Palermo.

Carecía Federico de los atributos propios de la belleza masculina, pero los suplía con un extraordinario vigor y una personalidad arrolladora, que hacían de él un ser enormemente atractivo: bajo de estatura, lo que en su tiempo le acercaba más a la plebe que a la mayoría de los soberanos; de cabello pelirrojo y tez pecosa, fruto de su herencia vikinga permanentemente castigada por el sol siciliano, no era lo que se dice un galán. Tenía tendencia a las redondeces, aunque el constante ejercicio y la juventud le mantenían todavía en excelente forma. De hecho, demostraba en cada justa ser un gran espadachín, muy certero en el manejo del arco y consumado jinete, al igual que un excelente cazador.

En cuanto a su fisionomía interior, rimaba versos con bastante habilidad, pese a su corta edad; no sólo leía en varias lenguas, sino que escribía con soltura, cosa extraña en un guerrero, y también cantaba, mostraba gracia al bailar y disfrutaba componiendo canciones. Su mirada, casi transparente de puro azul, era tan intensa que resultaba imposible resistirse a ella.

Así le vio su reina al descender, con elegante parsimonia, de la galera en la que había consumido prácticamente dos meses de angustiosa existencia y de la que anhelaba huir para siempre.

También ella se había acicalado a conciencia, animando a su dama favorita a hacer lo propio.

—Lo que diferencia a una persona noble de una plebeya es su capacidad para superar las caídas y ponerse en pie con la dignidad intacta —había explicado doña Constanza a la occitana.

—¿Qué queréis decir?

—Que por mucho que hayamos pasado, por más dolor que sintamos, y sabe Dios cuánto dolor hay en mi corazón por la muerte de Alfonso, no podemos mostrarnos derrotadas ante estas gentes. Han de vernos aparecer pletóricas de esplendor, pues el modo en que nos presentemos será lo que marque su forma de tratarnos. ¿Comprendes?

—Creo que no del todo…

—Es muy sencillo. Si nosotras mismas nos dejamos llevar por la pena, pena será lo que inspiremos. Si por el contrario actuamos con seguridad, manteniendo la cabeza bien alta, infundiremos reverencia. ¿Entiendes ahora?

—Me parece que sí.

—Pues adelante. Hemos de conseguir que, al mirarme, mis nuevos súbditos vean toda la grandeza de mi linaje.

Dicho y hecho. En esas últimas horas que precedieron su llegada a tierra ambas damas se preocuparon de que les lavaran y perfumaran el cabello antes de trenzarlo, sabedoras de que se trataba de uno de sus más preciados atributos de belleza. Lo hicieron juntas, entre alguna que otra broma y comentarios picantes referidos a la noche de bodas, ante la insistencia de doña Constanza en que Braira estuviese con ella. Disfrutaba mucho más de esos pequeños placeres mundanos cuando los compartía con alguna de las damas que integraban su círculo íntimo de acompañantes.

Después del baño, escogieron entre las dos el atuendo de Braira, previo desfile de modelos, poniendo buen cuidado en que la riqueza de su vestimenta dejara impresionados a los caballeros que estaban a punto de conocerla. No podían imaginarse hasta qué punto iban a lograr su objetivo y cuánto se arrepentiría la joven de ese gesto de coquetería…, por más que en esa hora de emoción gozosa toda su atención se centrara en lograr que la nueva soberana de los sicilianos resplandeciera como el sol al hacer su aparición ante ellos.

Lo consiguieron.

Iba ataviada doña Constanza de verde oscuro, elegantísima, enfundada en un vestido de seda bordada en oro, de talle alto ceñido y mangas anchas, con caída hasta las rodillas, que realzaba su figura esbelta. El color rubio de su melena, recogida en una redecilla de perlas diminutas, enmarcaba a la perfección su rostro níveo, siempre preservado de los efectos del sol mediante el uso de velos. Lucía una diadema de oro y esmeraldas, a juego con un collar de las mismas gemas, que le enmarcaba el escote generoso y daba luz a sus ojos.

Estaba radiante.

Tenía a la sazón veinticuatro años, nueve más que su marido, pero nadie habría dicho que no era una mujer lozana. Sus dientes se mantenían todavía blancos y los conservaba intactos. Su piel seguía siendo tersa. Su rostro, de facciones pronunciadas, mostraba la nobleza de su sangre. Era toda una reina.

Con gracia aprendida desde la cuna, tendió su mano delicada al muchacho que le brindaba la suya al otro lado de la pasarela, gratamente sorprendida por lo que veía.

El esposo que le había caído en gracia parecía un hombre cortés; más de lo que esperaba. Refinado, a diferencia del primero, y, a juzgar por sus gestos, educado. No se trataba de un guerrero formidable ni tampoco de un Adonis, como su hermano Pedro, pero le gustaba su modo de sonreírle, cálido y franco a la par que altivo. Sí, decididamente resultaba interesante…

—Mi señora doña Constanza —dijo él en perfecto latín, con voz segura—, os doy la bienvenida a mi hogar, que ahora es también el vuestro. Espero que seáis muy dichosa aquí.

—Ese es igualmente mi deseo, querido esposo. Y al ver la belleza de estas tierras no dudo de que así será. Mas en este momento mi corazón se duele por los muchos hombres que han muerto y los que sufren ahora mismo a bordo de nuestras galeras a causa del mal cruel que nos acometió en la mar. Si quisierais…

—Ya han sido dictadas las órdenes oportunas. Vuestros caballeros, que han venido a luchar junto a los míos, serán alojados con todas las comodidades posibles y tratados por los mejores galenos de mi capital, que son famosos por su competencia en el arte de la sanación. Ahora tened la bondad de acompañarme y os conduciré a nuestra residencia a fin de que descanséis del viaje.

—Permitid que os presente antes a una de mis damas más queridas, Braira de Fanjau, que ha sufrido conmigo las fatigas de esta pavorosa travesía.

La aludida avanzó unos pasos para inclinarse ante el soberano, quien le tendió la mano a fin de que se la besara al tiempo que la desnudaba con los ojos. Estaba acostumbrado a comportarse de ese modo con todas las mujeres de su entorno, a las que consideraba objetos extraordinariamente hermosos creados por la mano de Dios sin otra finalidad que la de proporcionar solaz a los hombres. Y aquella criatura perfecta, más o menos de su edad, que demostraba poseer tanta gracia como belleza, era la prueba irrefutable de lo acertada que resultaba ser su concepción de las cosas.

La reina entraba en una categoría diferente. Estaba llamada a engendrar a sus hijos, perpetuando su estirpe, lo que le confería un carácter sagrado. Debía ser tratada por tanto con respeto escrupuloso, aunque sólo ella merecía tal consideración.

Tras dirigir una última mirada descarada a la joven, devolvió su atención a doña Constanza, con una sonrisa deslumbrante, ofreciéndole su brazo para conducirla hasta la silla de mano que les esperaba al final del muelle.

—Vuestra gente queda en buenas manos, podéis estar tranquila.

Marcharon los reyes en una litera llevada por cuatro esclavos negros, que más parecían colosos, dejando a la servidumbre a cargo de la intendencia. Siguiendo instrucciones de su señora, Braira se quedó para velar porque todo el desembarco se hiciera correctamente, los enfermos fuesen atendidos y los equipajes tratados con cuidado. A regañadientes, entre gruñidos y ladridos desesperados, pues no querían alejarse de su lado, Oso y Seda fueron conducidos por un chico joven, que no tardó en hacerse con ellos, hasta las dependencias que ocuparía la dama en palacio, contiguas a las asignadas a la soberana consorte.

Liberada de esa responsabilidad, la muchacha encontró al fin un instante para empaparse del aire, el olor y los colores de esa formidable urbe a la que llegaba con el alma cargada de ilusión. Se había jurado a sí misma luchar contra la nostalgia, tan destructiva como baldía, y mirar al futuro sin el lastre de lo que dejaba atrás. No paraba de repetirse que allí, en esa tierra joven, ajena al odio y la conquista, se olvidaría para siempre del miedo que había irrumpido en su vida años atrás de manera devastadora, obligándola a aprender a fingir.

Allí sería feliz, estaba segura. Emplearía todos los recursos a su alcance para labrarse un porvenir soleado, y, con suerte, contribuiría en la medida de sus posibilidades al éxito de su señora.

El puerto era, al igual que el de Barcelona, el epicentro de una actividad incesante. Todas las mercancías embarcadas o desembarcadas habían de pasar la inspección del tasador oficial de la aduana real, a fin de ser gravadas con la tasa correspondiente en función de su naturaleza. La sal, el índigo, el azúcar, la seda y el trigo, bienes de exportación abundantes en la isla, eran objeto de especial atención. De no proceder el mercader al pago del impuesto debido a las arcas del monarca, su cargamento era requisado al instante por guardias armados que revisaban hasta el último bulto.

—Los ojos de la Hacienda real llegan al rincón más apartado —le informó Guido, el paje asignado a su servicio, tan locuaz y dicharachero como casi todos sus paisanos, en un pésimo latín más cercano al italiano vulgar.

—Eso es algo que hermana a todos los reinos entre sí —replicó Braira, en su lengua de Oc, recordando lo que solía contar don Tomeu de sus viajes por el mundo.

Los dos jóvenes hablaban idiomas distintos, aunque parecidos, lo que no les impedía entenderse razonablemente bien añadiendo gestos a las palabras. El deseo de comunicarse podía más que cualquier acento.

El conjunto de la capital no desmerecía su puerta de entrada. A medida que rodaba por sus angostas calles en un carruaje de pequeñas dimensiones tirado por una yegua, la recién llegada fue descubriendo una ciudad enorme, bulliciosa, repleta de gentes diversas —un cuarto de millón, según su guía— vestidas de modos nunca vistos por ella y que hablaban una algarabía de lenguas.

En cada esquina se alzaba una iglesia o una mezquita, en una de las cuales, al parecer, se habían conservado hasta época reciente los restos mortales de un sabio llamado Aristóteles, suspendidos de una urna colgada del techo. En cada plaza, un mercado ofrecía al público los productos que millares de artesanos de todos los gremios fabricaban en sus talleres, incluida una rareza llamada papel, traída por los árabes de Oriente, que iba sustituyendo al pergamino y se producía allí mismo, en una gran nave construida expresamente a tal efecto. La lonja de pescado, que atravesaron a duras penas, exhibía su mercancía entre nubes de moscas y gritos de los vendedores. Era evidente que Palermo no dormía nunca.

Con orgullo, Guido, su acompañante, le dijo en voz baja, como quien transmite un secreto valioso:

—Yo mismo he oído decir al rey, en más de una ocasión, que la capital, por sí sola, aporta más riqueza a sus arcas de la que todo su reino junto proporciona al soberano inglés.

—Ya será menos —contestó ella displicente.

Braira puso aquella información en cuarentena, alertada de la tendencia a la exageración de los lugareños, aunque el tiempo le confirmaría que no era una fanfarronada.

Según se iban acercando al palacio, edificado poco menos de un siglo atrás, después de que los sarracenos rindieran la ciudad a los normandos, las calles se ensanchaban para hacer sitio a lujosas villas rodeadas de jardines. El perfume a jazmín que impregnaba el lugar evocó inmediatamente en su mente la imagen de la Aljafería, pues, igual que sucedía allí, en las residencias que contemplaba se notaba la mano de los artesanos moros, así como su gusto por las fuentes y los naranjos. En medio de aquel verdor, el calor disminuía de golpe hasta convertirse en una tibieza agradable y el bullicio se tornaba calma.

Tras un recorrido que se les hizo corto a ambos, llegaron finalmente a su destino.

Antes de traspasar la puerta del castillo, pues eso era lo que parecía la residencia de Federico, más que un lugar de recreo similar al que alojaba la corte de los reyes de Aragón, Braira se fijó en un edificio pequeño, aunque muy cuidado, situado justo al lado del principal, entre palmeras y macizos de flores exóticas.

—¿Forma parte del conjunto palaciego esa encantadora dependencia de ahí? —preguntó, señalando en dirección a la casita.

—Desde luego —respondió el paje con el desparpajo y la simpatía propios de los sicilianos—. Es el harén real.

—¿El qué? —se sorprendió la joven.

—El harén. El serrallo donde habitan las concubinas de su majestad.

Braira se quedó boquiabierta. No es que su Occitania natal fuese un modelo de fidelidad conyugal, pero ningún noble, ni siquiera los de sangre más elevada, que ella supiera, se habría atrevido a mantener a sus amantes encerradas en un espacio así, de forma pública y notoria. Escandalizada, siguió con el interrogatorio.

—¿Son muchos los señores sicilianos que tienen… harenes como este?

—Ahora ya no. Era una costumbre de los árabes que se ha perdido prácticamente, pues resulta muy costosa de mantener. Únicamente el rey puede permitírselo. ¡Afortunado él! Ya nos gustaría a muchos…

—¿Y cuántas concubinas tiene el rey en la actualidad, si es que puede saberse?

—Lo ignoro, mi señora. Eso es algo que no me concierne. Aunque sí puedo deciros que nuestro soberano pasa por ser un gran… vos ya me comprendéis.

—¡Yo no comprendo nada!

—Me refiero a que no es un afeminado, sino que le gustan las mujeres y él les gusta a ellas, si me permitís que os lo diga.

—¡Pero él es cristiano y está casado!

—Seguro que su alma inmortal sufre por esa debilidad de la carne que nos esclaviza a todos. ¡No sabéis cuán pesada de llevar es esta cruz! ¿Qué le vamos a hacer?

Dentro ya del recinto amurallado, situado en la parte más alta de la ciudad, aguardaba a la extranjera otra sorpresa no menos impresionante.

El edificio en sí era similar a una fortaleza, construida por etapas a base de levantar torres y conectarlas entre sí mediante un complejo sistema de puertas y pasarelas. Un parque de enormes dimensiones lo rodeaba todo, creando un clima casi irreal, como si un mundo ajeno al exterior, más parecido a la brumosa Normandía nativa de sus constructores que a la Sicilia que lo albergaba, hubiese sido reproducido a escala para solaz de los conquistadores.

Estaba Braira estirando las piernas en el patio de armas situado frente a la puerta principal que daba acceso a las habitaciones más nobles, cuando un rugido espantoso le heló la sangre. Parecía la voz de un demonio surgido del mismo infierno. Nunca había oído nada semejante, pero intuía que debía de ser peligroso.

El cansancio, unido a la acumulación de emociones, estaba haciendo mella en su ánimo. Empezaba a arrepentirse del entusiasmo con el que había desembarcado en esa tierra, que acaso no fuese tan propicia como le había anunciado el Tarot.

Aterrada, se quedó inmóvil, lívida, esperando ser atacada en cualquier momento, sin saber qué hacer, hasta que Guido se percató de su miedo y se acercó a tranquilizarla.

—No temáis, está encerrado, no puede haceros daño.

—¿Pero qué clase de criatura profiere esos sonidos, en nombre de Dios?

—Es un león, uno de los dos que posee en estos momentos nuestro señor Federico en su zoológico. Es joven y quiere una hembra; lógico. Por eso ruge. Pero no hay de qué preocuparse. Como os digo, no puede escaparse.

A Braira ya le había parecido una excentricidad convivir con dos perros de presa, por muy dóciles que se mostraran con las personas y mucho cariño que hubiera llegado a profesarles. Pero dos leones… Sin conocer exactamente su naturaleza, había leído historias sobre su ferocidad indomable. ¿Es que ese rey en cuya corte iban a vivir no tenía cabeza? ¿Cómo reaccionaría doña Constanza —se preguntaba— ante tanto disparate? El paje, divertido, la sacó de sus reflexiones.

—¿Queréis visitar el zoológico? El responsable de los animales es mi padre y estará encantado de mostrároslo. Yo también conozco a todos sus moradores. Algunos son tan raros que nadie los ha visto nunca en estas tierras…

—Otro día tal vez —declinó Braira—. Por hoy creo que he tenido suficiente. Pero te tomo la palabra. En cuanto me reponga de la fatiga y organice todas nuestras cosas vendré a verte y te presentaré a Seda y Oso, las fieras de mi señora doña Constanza, que no desmerecen en ferocidad, estoy segura, a esos leones de los que presumes —le devolvió la fanfarronada—. ¡Asegúrate para entonces de haberles dado bien de comer, no vaya a ser que tengan hambre!

—Dadlo por hecho. Será un placer conocer a vuestros perros y enseñaros a nuestros camellos, nuestro avestruz, nuestros monos, algunos de los cuales imitan los gestos humanos con extraordinaria exactitud, y la joya del parque: la jirafa.

La chica no quiso saber lo que esconderían esos nombres que no evocaban imagen alguna en su cerebro. A buen seguro serían seres de naturaleza diabólica, o cuando menos tan locos como ese Cuido que parecía no temer a nada. Haría bien, por si acaso, en mantenerse lejos de ellos.

Todavía bajo el impacto del susto que acababa de recibir, se adentró, siguiendo a un criado, que por su aspecto parecía moro, por los corredores estrechos que conducían a sus aposentos, deseando hallar un poco de tranquilidad.

A medida que atravesaba patios y subía o bajaba escaleras, se cruzaba con miembros del ejército de funcionarios y oficiales que servían a Federico en las distintas tareas de gobierno: militares, contables, consejeros, traductores de las diversas lenguas habladas en sus dominios, doctos expertos en las distintas disciplinas del saber científico, por el que el rey sentía una curiosidad insaciable… Musulmanes, conversos, judíos y cristianos con pieles de diferentes colores, y un personaje pálido, todo vestido de negro, que llamó especialmente su atención, provocándole un escalofrío. Un hombre llamado Miguel Escoto, al que no tardaría en conocer.

Finalmente llegaron a un rellano soleado, situado en la primera planta, sobre el que se abría una puerta que daba a un cuarto espacioso, iluminado por un gran ventanal en forma de arco de medio punto que se asomaba a la calle y acogía a ambos lados sendos bancos de piedra del ancho de los muros del castillo. Un lugar idóneo para sentarse a coser o a fisgar el trasiego de los viandantes.

Confortable, aunque sobria, como todo lo normando, la habitación estaba amueblada con un brasero de cobre, un escabel, un arcón de tamaño mediano y un lecho que invitaba a tumbarse en él, vestido de colchón de plumas y sábanas de lino fino. En el centro, muy erguida, aguardaba a Braira una mujer entrada en años, de pelo gris recogido en un moño bajo, manos huesudas, nariz alargada y mirada seca, que se presentó como Aldonza.

—Soy el aya de su majestad, el rey Federico, a quien he cuidado desde que era un niño. También serví a su madre, la reina Constanza… quiero decir la reina Constanza de Altavilla, señora de este castillo. Os doy la bienvenida a nuestro hogar.

—Yo soy Braira de Fanjau…

—Sé quién sois —le cortó ella, suavizando su gesto con una leve sonrisa—. He oído hablar de vos y os estaba esperando para ponerme a vuestra disposición. Si hay algo que esté en mi mano para hacer más agradable vuestra estancia, no dudéis en pedírmelo. Mi señor me ha ordenado que su esposa sea agasajada, y ella, que ahora descansa en la estancia contigua a esta, me ha remitido a vos para todo aquello que atañe a su servicio. Llamadme si necesitáis algo. Me encontraréis en las dependencias de la servidumbre.

—Hay muchas cosas que tendré que preguntaros en estos próximos días. ¿No podríais quedaros más cerca?

—Me tendréis cerca, descuidad. No voy a perderos de vista. Ahora, si me lo permitís, tengo que ultimar los preparativos de una boda.