Capítulo XIII

Braira estaba viendo el rostro de la muerte muy de cerca. Nadie supo en cuál de las naves se declaró la epidemia, pero antes de que los galenos acertaran a diagnosticar la naturaleza del mal que les atacaba había hombres enfermos en todas ellas.

Primero cayeron los más débiles, los galeotes, y luego, poco a poco, grumetes, soldados, marinos, oficiales, caballeros y damas de sangre noble. Los síntomas eran idénticos en todos los casos: dolor de vientre, vómitos descontrolados, diarrea líquida, incontenible, cuyo hedor impregnaba las ropas de los infectados y flotaba en el aire cual emanación del infierno; incapacidad para retener la comida o el agua, debilitamiento rápido y, al cabo de pocos días, el fin.

—¡Dios nos castiga por nuestros pecados! —se lamentaban algunos, sometiéndose a disciplinas carnales que sólo lograban agravar su estado.

—Yo dudo mucho que Dios tenga nada que ver en esto —le decía la reina a Braira, con quien compartía confidencias inusuales entre una soberana y su dama, propiciadas por lo dramático de la situación—, aunque no me canso de rezar suplicándole que nos auxilie. ¿Qué opinas tú?

—¡Ojalá tuviera una respuesta! Lo único que sé es que hay muchas personas sufriendo y que, en efecto, sin la ayuda del cielo acaso perezcamos todos. No me atrevo a ir más allá.

En el fondo de su corazón la joven cátara no descartaba en absoluto que esa peste devastadora fuese el resultado de la ira divina, pues ella misma, con su blasfema actitud, se sentía acreedora a ese castigo. Pero si la causante de semejante cólera era ella, se decía, ¿por qué razón no la fulminaba el Altísimo la primera, en lugar de permitir que tantos buenos cristianos padecieran una agonía inhumana? No encontraba explicación a ese dilema. Estaba perdida, igual que su señora, y, como esta, abrumada por el cariz que tomaban los acontecimientos a medida que más y más tripulantes o pasajeros caían víctimas del morbo asesino.

Los médicos de a bordo no se ponían de acuerdo. Muchos de ellos habían visto cuadros semejantes en otras ocasiones, que generalmente atribuían, como la mayoría de los legos, a la mano justiciera del Señor de la Venganza. Otros, de criterio más avanzado, generalmente formados en escuelas orientales, se inclinaban por achacar la enfermedad a un envenenamiento debido a la ingesta de alimentos en trance de descomposición y agua pasada, pues, de hecho, muchos de los toneles almacenados en las bodegas ya habían empezado a desprender mal olor cuando eran destapados. Y los menos, en concreto dos judíos procedentes de Granada que se dirigían a Sicilia respondiendo a la llamada del rey, aseguraban que los humores malignos responsables de tanto dolor eran propagados por las ratas y otros animales inmundos que pululaban por doquier.

Alguna voz aislada, procedente del entorno de doña Constanza, se alzó para acusar a «la bruja» que hacía hechicerías con las cartas, pero fue inmediatamente silenciada por la reina, quien advirtió a la dama en cuestión que otra insinuación semejante sería castigada con la expulsión. Y no contenta con emplear toda su autoridad en defender la inocencia de Braira, le pidió que consultase al Tarot.

Las cartas respondieron con su habitual lenguaje equívoco, al menos en lo concerniente al futuro. En una ocasión salió la Casa de Dios, con su torre coronada cayendo desde lo alto y sus acróbatas haciendo piruetas, como señal de liberación después de la angustia, de superación de una situación grave, de cambio hacia un tiempo mejor, con nuevas oportunidades. A continuación apareció el Mundo, representado por una mujer desnuda, con una aureola de santa y encerrada en un óvalo de laurel, rodeada por los símbolos de los cuatro evangelistas: el ángel de San Mateo, el águila de San Juan, el toro de San Lucas y el león de San Marcos. Un augurio seguro de éxito, final feliz, triunfo personal en cualquier empresa. En el último intento, por el contrario, mostró su rostro el Colgado, anunciando agotamiento, sacrificio y sensación de abandono.

El naipe que indica el presente, situado en segundo lugar de la tirada, se mostró, por el contrario, absolutamente elocuente. Tres veces consecutivas repitió la operación Braira, tras barajar a conciencia, y las tres mostró su rostro la Muerte, en posición invertida. Las tres se produjo idéntica advertencia respecto de lo que les aguardaba en aquellos días, hasta que la desdicha optara por mirar hacia otro lado: dolor, destrucción, miedo… Una guadaña afilada destinada a segar cabezas.

El mar perdió su colorido azul y se hizo plomizo. El rumor de las olas fue ahogado por los gemidos de los moribundos, llevados hasta el último rincón de la nao por una brisa malsana que había dejado de oler a limpio. La inmensidad se tornó amenazadora, pues habían izado la bandera que indica pestilencia a bordo y ninguna embarcación se atrevía a acercárseles. Eran náufragos a la deriva, indefensos ante un enemigo invisible que iba devorándoles uno a uno.

La reina había dado muestras de una enorme entereza desde el primer momento, al cuidar personalmente de alguno de sus capitanes más queridos, con especial dedicación a su hermano pequeño, don Alfonso, a quien adoraba y que había sido uno de los primeros en caer presa del mal. Lo lavaba, venciendo las náuseas que le provocaba el horrible olor de sus deposiciones; le daba de beber, le hablaba con dulzura de las aventuras que vivirían juntos en Sicilia, y animaba a sus damas a hacer lo mismo con los demás enfermos, lo que servía de gran consuelo a esos desgraciados.

Todos los supervivientes procuraban conservar la fe en la posibilidad de salvarse, pese al desolador espectáculo que tenía lugar a su alrededor, ya que, según los cálculos de los navegantes, no podían faltarles más de algunos días, a lo sumo una semana, para llegar a su destino. Aunque en su fuero interno no había un hombre, mujer o niño que no estuviese aterrado, pues ninguno de los pacientes mejoraba y no pasaba un día sin que se produjera algún nuevo contagio amén de varias defunciones.

—Dime que mi hermano sanará —le suplicaba esa tarde doña Constanza a Braira, mientras empapaba un paño de lino en agua de mar para refrescar la frente del conde, reducido a un esqueleto tembloroso, irreconocible en ese rostro de anciano arrasado por el sufrimiento y prácticamente inconsciente en el camastro del que no se había levantado desde la víspera—. Dame esperanzas.

—Os mentiría si lo hiciera, señora.

—¡Pues miénteme, maldita sea! ¿Para qué crees que te he traído?

—Pensaba que confiabais en mí —respondió la joven al cabo de un buen rato, tratando de reponerse del golpe que acababa de propinarle su señora con ese comentario—. Llegué a pensar que me teníais en alguna estima, no sólo por mi capacidad para hacer hablar al Tarot, sino por mi persona.

—Alfonso se muere. ¿No lo ves? —le espetó al punto doña Constanza, presa de un ataque de furia provocado por la angustia—. El más hermoso de los príncipes de Aragón se apaga lentamente en mis brazos, entre humores repugnantes, sin que nadie encuentre el modo de ayudarle. ¿Y tú me hablas de estima? A él le quiero. ¡Le quiero! ¿Me oyes? Tú me sirves.

—Deberíais llamar al galeno y al sacerdote, majestad —replicó la joven, con la voz ahogada por las lágrimas, incapaz de comprender semejante agresión completamente inesperada—. Ellos sabrán cómo obrar. Con vuestro permiso, yo voy a ver si puedo llevar algún alivio a los moribundos que están en la cubierta.

En cuanto salió del camarote, estalló en sollozos.

—¡Estúpida! —se dijo a sí misma—. ¿Cómo has podido creer por un instante que una reina, una dama de sangre real, fuese otra cosa para ti que tu ama? ¿Cómo te has atrevido a buscar su amistad? ¿Es que no aprenderás nunca?

Alegrándose de no haberle confiado un secreto que la habría llevado a la ruina, o tal vez incluso a la hoguera, se dispuso a cumplir lo que había anunciado. Pero antes se dirigió al diminuto habitáculo que le servía de camarote, donde Seda y Oso permanecían recluidos desde que se declarara la epidemia.

Los perros la recibieron con muestras evidentes de alegría. Aunque en esta ocasión no les llevaba nada, los dos acudieron a festejarla meneando la cola a modo de saludo, dándole golpecitos con el hocico en las manos a fin de ganarse una caricia. Ellos sí que la querían. Captaban de un modo instintivo su tristeza y trataban de combatirla del único modo que estaba a su alcance: demostrándole ese cariño. Braira los abrazó con ternura; primero a ella, la más celosa, y luego a él.

—Sí, preciosos, lo sé, yo también siento lo mismo por vosotros…

Luego se recompuso, cubrió su vestido con un delantal enorme que había pedido prestado a una de las sirvientas, y se dirigió hacia la popa de la galera, donde una masa de carne humana doliente se hacinaba, bajo toldos improvisados, tratando de aguantar un poco más, unas horas, un instante.

Alfonso, conde de Provenza, expiró al amanecer del día siguiente. Pasó del sueño febril al sueño eterno sin un lamento, como si las oraciones de su hermana hubiesen sido escuchadas. Esta quiso velarle con la solemnidad debida a su rango, al menos hasta la noche, aunque finalmente se dejó convencer por los médicos de la necesidad de desprenderse del cadáver cuanto antes, ante la rapidez con la que el calor descomponía los restos mortales de esas pobres criaturas.

—Su alma ya está en el cielo, contemplando la luz de Dios —la consoló el capellán, que había proporcionado al difunto los últimos sacramentos.

—Sea pues —cedió la reina, dolorida—. Ojalá encuentre en la vida eterna la paz que le faltó en sus últimos días aquí.

Era norma de obligado cumplimiento en toda la flota que los cuerpos de los fallecidos fuesen arrojados al mar a la mayor brevedad, con el fin de impedir males mayores. Al principio, cuando aún no se había cebado la parca con tamaña voracidad, se les envolvía en un sudario e incluso se celebraba una misa en su honor. Luego, a medida que fue creciendo el número de víctimas, los sacerdotes que se mantenían en pie empezaron a rezar un breve responso mientras dos voluntarios agarraban el despojo, uno por los brazos y otro por los pies, para lanzarlo por la borda sin miramientos.

Desde entonces una siniestra escolta de escualos acompañaba a los barcos en su fantasmal travesía. Se les veía perfectamente desde las bordas, dando vueltas alrededor de las naos, como buitres acuáticos en espera de su presa, con las aletas dorsales traspasando la superficie a guisa de penacho guerrero. En cuanto caía al mar lo que les llevaba a formar esa ronda ominosa en torno a la flota, se abalanzaban sobre el alimento con una ferocidad aterradora, provocando un torbellino de espumas y sangre capaz de helar las entrañas al más templado.

Constanza no quería que su hermano acabara así. Le producía un desasosiego insoportable pensar que el benjamín de su casa, el mejor de todos ellos, fuera pasto de esas bestias monstruosas y tuviera que presentarse ante el Creador, el día del Juicio Final, hecho trizas por sus mordeduras. Así es que ideó la forma de darle una sepultura digna, sin por ello incumplir las reglas.

Antes de entregarlo a las aguas, lavó ese cuerpo amado con sus propias manos y lo perfumó. Luego lo peinó, lo vistió con sus mejores galas y, ayudada por un escudero, le colocó la armadura y el yelmo, adornados de plata y oro, que habría de lucir en su última batalla. Protegido de los pies a la cabeza con acero toledano, estaría a salvo de cualquier profanación. Descansaría tranquilo, en el fondo de ese océano tibio, cuna de su estirpe de reyes, hasta que llegara el momento de reencontrarse con todos sus seres queridos.

Al cabo de algún tiempo mandó llamar a Braira.

—Hace mucho que no vienes a verme.

—Decidme en qué puedo serviros, mi señora.

—Sigues enfadada.

—¿Qué os hace pensar tal cosa?

—¡Basta ya! ¿Quieres que me disculpe? No lo haré. Deberías comprender que hay situaciones en las que se justifica cualquier reacción y se perdona todo exceso.

—Lamenté sinceramente la muerte del conde, majestad. También me apena, bien lo sabe Dios, no haber sido capaz de ayudaros en un trance tan doloroso para vos.

—En eso te equivocas. Es verdad que Alfonso ha dejado en mi corazón un vacío imposible de llenar, pero no es menos cierto que su enfermedad me dio una lección en lo que a ti respecta que tiene un enorme valor. En ese momento no me di cuenta de ello, pues mi mente no veía claro, pero ahora lo sé y lo agradezco.

—¿Una lección, majestad?

—Así es. Al decirme la verdad descarnada sobre el final que aguardaba a mi pobre hermano, cuando yo deseaba oír lo contrario, me demostraste una lealtad que pocas personas están dispuestas a mostrar a un gobernante.

—Es lo natural, señora. Siempre pensé que la lealtad no consiste en decir aquello que el otro quiere escuchar, sino lo que de verdad se piensa.

—Pues estás en lo cierto, por más que esa forma de actuar se prodigue poco. La mayoría de los cortesanos que nos rodean, ya sean hombres o mujeres, confunden la lealtad con la sumisión o, lo que resulta todavía más peligroso, con la adulación.

—Tal vez sea porque hay soberanos a quienes les gusta ser adulados —se atrevió a replicar la muchacha, animada por esas palabras de su ama que le devolvían, cuando ya no lo esperaba, la fe en ella y en sí misma.

—Los hay, y son numerosos, pero no es mi caso. Por eso vamos a hacer un pacto. Tú no me halagarás nunca el oído con la intención de obtener algún favor y yo no te castigaré cuando tus palabras me desagraden. Tal vez me enfade, porque mi naturaleza me lleva fácilmente a la cólera, pero no tomaré represalias. Así podremos confiar la una en la otra. ¿Estás de acuerdo?

—¿Cómo no habría de estarlo? —se felicitó Braira—. Sois la reina más grande que han conocido los tiempos.

—Mal empiezas, jovencita. ¡Hemos dicho que nada de halagos! Y ahora cuéntame ¿Cómo están mis queridos Seda y Oso?

Por el modo en que le respondió, Constanza supo que la dama había adoptado definitiva e incondicionalmente a sus lebreles.

Al principio nadie se fijó en la neblina anaranjada que se divisaba en el horizonte, apenas iluminado por la luz del amanecer. Los que se mantenían sanos estaban demasiado ocupados atendiendo a las faenas propias de la marinería o cuidando de los enfermos, y estos bastante tenían con mantenerse vivos entre retortijones que les abrasaban las entrañas. Los grumetes baldeaban las cubiertas de continuo, en un intento desesperado de expulsar la pestilencia que se había instalado entre ellos, mientras el clérigo que viajaba con la reina, su confesor personal, quemaba incienso en su camarote, y salmodiaba oraciones destinadas a mantenerla a salvo de todo mal.

Poco a poco, la bruma se hizo más densa, más parecida a una formación de nubes de tormenta, y se vieron algunas gaviotas volando en la lejanía. Entonces el vigía encaramado a la cofa de la nave capitana gritó:

—¡¡Tieeerra!! ¡Tierra a la vista!

Señalaba con el brazo hacia el sureste, donde empezaban a dibujarse los contornos de Sicilia. Y aquel anuncio sacó de su reclusión a Constanza, que se precipitó al castillo de proa para contemplar con sus propios ojos la que iba a ser su nueva patria. A su lado estaba Braira, quien no pudo contener la emoción y se puso a llorar como una niña, pues había llegado a temer que no viviría para ver ese instante.

Las dos mujeres se abrazaron, rezaron un padrenuestro para dar gracias al Señor y luego se dispusieron a acicalarse como correspondía al encuentro que estaba a punto de producirse al fin. No tenían la menor intención de presentarse ante Federico, el soberano que iba a regir sus destinos a partir de ese momento, con el aspecto deplorable que tenían.