En el castillo de Belcamino, mientras tanto, una carreta similar a la que había transportado a Braira hasta el puerto de Barcelona, aunque mucho más modesta, se disponía a partir precipitadamente hacia Montsegur, la roca más inexpugnable del catarismo, a fin de alejar a Mabilia de la furia de los hombres de Simón de Monforte.
—Te lo suplico, ven conmigo —rogaba esta una última vez a su marido, mientras él le urgía a marchar cuanto antes, so pena de no lograr escapar al cerco—. ¿No te das cuenta de que eres demasiado viejo para luchar? ¿Qué vas a hacer tú solo frente a todo un ejército?
Se la notaba envejecida, más delgada, con el pelo visiblemente encanecido, pese a estar parcialmente cubierto por un velo de color oscuro, y dos arrugas marcadas en la comisura de los labios, apuntando hacia la barbilla, que otorgaban a su rostro, todavía hermoso, un rictus de amargura que a punto estuvo de quebrar la determinación de Bruno.
Nunca la había visto comportarse de ese modo. Sabía que no era el pánico lo que la impulsaba a descontrolar su gesto siempre contenido, fruto de la exquisita educación que había recibido, sino el amor. O acaso un sentimiento más apacible, igualmente valioso, que les había mantenido juntos desde que habían empezado a vivir.
Haciendo acopio de todo su valor, respondió a su mujer con firmeza, tratando de vencer, con los argumentos que se repetía a sí mismo cada día, el pesimismo que se había apoderado de ella en los últimos tiempos. Esgrimía esa letanía como si de una plegaria se tratara, en un intento desesperado de salvar de la destrucción los últimos rincones de su mundo, aunque fuera del único modo que estaba a su alcance: conservándolo intacto en su corazón.
—Si nos unimos los señores occitanos tal vez tengamos una oportunidad —trató de sonar convincente—. La mayoría de los nobles que acompañaban a Monforte le han abandonado para regresar a sus dominios. Estaban cansados de esta masacre de la que el único beneficiario es él, que va acumulando tierras, súbditos y rentas mientras se gana el respaldo del papa a base de contarle mentiras y enviarle el oro robado a nuestra gente a través del saqueo o bien con ese nuevo impuesto que grava a todas las familias residentes bajo un mismo techo.
—Nadie quiere saber nada de nosotros. ¿No te das cuenta? Quienes toman las decisiones en Roma y en París han decretado nuestra aniquilación.
—Los embustes tienen las piernas cortas, Mabilia. Más pronto que tarde dejarán de funcionarle a nuestro verdugo esas tácticas rastreras y se encontrará sin gentes de armas con las que hacernos frente.
—Los señores occitanos no quieren luchar —insistió la baronesa, quien, a diferencia de su esposo, distinguía claramente entre sus deseos y la realidad—. ¿Por qué no lo quieres ver? Incluso el valiente Trencavel intentó pactar antes de entregarse. El conde Raimundo se ha unido a la Cruzada con tal de salvar el cuello y el rey Pedro se halla lejos, ocupado en otros asuntos. ¿Qué más tiene que pasar para que me escuches? Todo está perdido. Asúmelo y ven conmigo o un lugar tranquilo en el que podamos morir en paz.
—Nadie va a morir aún. Estamos a tiempo de salir con bien de esta locura —trató de animarla él.
—Mi único consuelo es que nuestros hijos están a salvo —replicó ella sombría.
—Yo también amo a Guillermo y a Braira, lo sabes perfectamente. Y por eso no me resigno a privarles de su herencia; del patrimonio de tierra, de honra y de cultura que acumularon nuestros antepasados a lo largo de generaciones, sin ni siquiera intentar combatir. ¿Qué nos queda en esta vida terrenal si renunciamos a la dignidad? Tú, al menos tú, querida esposa, deberías comprenderme. Dios Nuestro Padre me juzgará en el cielo, a buen seguro no tardando mucho, pero hasta entonces yo soy juez implacable de mí mismo y te digo que no me rendiré así como así. Además, no soy el único que piensa así. Es verdad que han sido muchos los que han optado por aceptar las condiciones que se les imponían, expulsando a los herejes de sus tierras, pero no es menos cierto que algunos castillos se preparan para resistir.
—Os matarán a todos. Ellos son más numerosos, carecen de escrúpulos y también se dice que están a punto de recibir el refuerzo de mercenarios comprados con el botín que obtuvieron en Carcasona. No tenéis nada que hacer. Deja que otros más jóvenes defiendan esa dignidad de la que hablas.
—¿Qué clase de dignidad sería entonces? ¿Cómo podría pedir a esos muchachos que hicieran aquello de lo que yo no soy capaz? ¿Qué ejemplo les estaría dando?
—Cada edad tiene sus afanes y cada afán su edad. Ahora eres viejo, asúmelo. Si la honra entendida como tú lo haces alcanza siempre un precio impagable, a estas alturas de nuestra existencia es un lujo que no podemos permitirnos. Un sacrificio inútil. Sálvate, por favor. —Le apretó la mano que agarraba con desesperación a través de la ventana del coche—. Hazlo por mí. Acompáñame a Montsegur, donde ya nos esperan buenos amigos como Esclaramunda, el venerable Guillaberto y otros prófugos de esta tierra que se muere sin remedio. Allí estaremos seguros hasta que nos llegue la hora de un modo natural y si Dios quiere apacible.
—Sabes que no iré —le respondió él, entristecido—. Las cosas que no tienen precio, las que pocos están dispuestos a pagar, son las que de verdad merecen la pena. Por eso voy a intentarlo, aunque ni siquiera tú confortes mi corazón con un respaldo comprensivo.
Bruno soltó esa mano a la que se había aferrado hasta entonces como si de ese modo pudiera retenerla un poco más. Dejó de percibir su calor. Comprendía que había llegado la hora del adiós, que intuía definitivo, y esa certeza le causaba un dolor tan hondo que le resultaba imposible describirlo.
¿Se puede morir de tristeza? Hasta entonces siempre había pensado que no, pero al mirar a Mabilia acurrucarse en el interior carruaje que iba a llevársela lejos de allí, supo que estaba equivocado.
Le habría gustado decir a esa mujer todo lo que a lo largo de los años había dado por supuesto, hurtándole el placer de una caricia para los oídos. Confesarle el amor que siempre sintió sin expresarlo. Pedirle perdón por sus silencios, por la distancia que había creado entre ambos, por sus esporádicas traiciones debidas a la lujuria… Habría dado todo lo que poseía por regresar atrás en el tiempo, pero sabía que era tarde. De modo que corrió el cerrojo de la portezuela que se levantaba entre ellos dos como una montaña y, dejando a un lado los sentimientos, le comunicó sus planes.
—Beltrán estará conmigo a caballo, junto a una docena de infantes armados que he podido reunir gastando hasta el último sueldo que teníamos. Defenderemos Belcamino cueste lo que cueste, probablemente con la ayuda de algunos vecinos que se acuartelarán aquí. A ti no te faltará de nada en Montsegur, pues aún quedan almas caritativas dispuestas a compartir su techo y su pan con quienes llaman a su puerta. Nosotros conservaremos esta heredad o moriremos en el intento.
—Puesto que es tu última palabra —concluyó Mabilia tras un prolongado silencio, procurando enmascarar su dolor con una frialdad impostada—, no me queda sino darte mi bendición. En cuanto llegue a mi destino, si es que consigo llegar, pronunciaré mis votos de perfecta. Cuando nos volvamos a encontrar, seré una mujer entregada a Dios.
Sabía con certeza que estaba tratando de engañar al destino al mencionar un reencuentro que seguramente no llegaría a producirse. Ahora comprendía con descarnada lucidez lo que significaba ese naipe que había extraído al azar de la baraja del Tarot al practicar el juego con Braira: el Colgado.
Entonces había tratado de restar gravedad al augurio, pero en ese momento se daba cuenta de que el sacrificio que anunciaba el personaje siniestro que representaba su suerte iba a ser total, absoluto y despiadado. Una renuncia resignada a los pequeños placeres que habían llenado sus días de luz. Una apuesta irreversible por la noche tenebrosa. Un desprendimiento radical de todas las sensaciones y emociones humanas. Exactamente el camino que preconizaba su fe como garantía de salvación. Una vía dolorosa para la que no estaba en absoluto preparada, aunque no tuviera otro remedio que aceptarla.
—Nuestro Señor será tu mejor guardián en esta hora amarga —puso fin a la despedida Bruno, incapaz de soportar más—. Ahora ve, antes de que sea tarde —añadió, dando la orden de partir al cochero—. Las tropas del invasor están muy cerca.
Guillermo vio arder Fanjau desde el convento de Prouille, llorando a escondidas su aflicción y su impotencia. Los propios habitantes de la villa habían prendido fuego a sus hogares para librarlos del pillaje, antes de marchar hacia el exilio llevando a cuestas las escasas pertenencias que habían podido salvar. Seguían así el ejemplo de los de Saissac, Montreal y tantos otros, perseguidos como ratas por los valles y los bosques de la que había sido hasta entonces la patria de la alegría.
Ardió Fanjau durante tres días con sus noches, que el fraile converso pasó rezando, incapaz de descansar. Luego la lluvia apagó las llamas y la ciudad destiló su dolor en forma de barro negruzco, pegajoso, mezcla de tierra y hollín, que se pegó a las botas y los rostros de los soldados de fortuna enviados por Monforte a tomar lo que quedaba de una plaza antaño tan próspera. Eran mercenarios aragoneses. Una paradoja grotesca de la Historia, dado que nadie como el rey de Aragón había intentado amparar a esos desventurados vasallos suyos.
El joven De Laurac, que acababa de tomar los hábitos, cumplía con aquella visión devastadora una penitencia mucho más severa que la que le impusiera tiempo atrás su maestro, Domingo, a cuyo lado había empezado a trabajar. Sólo así, asistiendo al fraile en sus viajes de predicación por Tolosa y su comarca, dando testimonio de su propia reconciliación, compartiendo con el castellano la dureza de la vida monacal, lograba conjurar el fantasma de la soledad, que le asaltaba con frecuencia en la oscuridad de su celda, en ocasiones acompañado del mucho más terrible espectro de la duda.
Nunca había estado cerca de abandonar su nuevo credo o renegar de la autoridad del papa, aunque le costaba un esfuerzo supremo de humildad aceptar que el Dios al que servía, al que se dirigía en sus oraciones y por el que había renunciado a su pasado y su futuro, aprobase los desmanes de las hordas comandadas por el conde francés. De ahí que declinase el honor de conocerle personalmente cuando se le brindó esa posibilidad, coincidiendo con la visita que el guerrero realzó a Prouille para solicitar la bendición del fraile de Guzmán, mientras todavía humeaban los restos mortales de Fanjau. Él prefirió mantenerse al margen, oculto en la cocina del monasterio, luchando con todas sus fuerzas contra la tentación de coger un cuchillo afilado y clavárselo a esa alimaña allá donde tenía una piedra en lugar de corazón.
Alguna vez había comentado sus escrúpulos a Domingo, quien tampoco se encontraba cómodo entre los soldados de la cruz. No es que desaprobara la guerra contra la herejía desencadenada por el pontífice, a quien todos debían obediencia, sino que rechazaba la brutalidad con la que se estaba llevando a cabo. Estaba seguro de que no era ese el modo de conducir a esas almas perdidas al redil de la verdad evangélica. De ahí que nunca participara en las refriegas, como hacían tantos otros hombres de Iglesia, empuñando la espada para mancharse las manos de sangre sin el menor remordimiento.
Lo suyo era la palabra, que empleaba con ardiente elocuencia. Sus victorias: cada una de las reconciliaciones que logró. Rara vez se cruzó en el camino de los guerreros, aunque con el tiempo se hizo amigo íntimo del León de la Cruzada, hasta el punto de convertirse en capellán de su familia. Eso causó un hondo disgusto en su discípulo, quien había de esforzarse al máximo cada día para sobreponerse al odio que le inspiraba aquel hombre de melena dorada, tan bello como brutal, al que habían visto sonreír de satisfacción mientras prendía fuego personalmente a las piras en las que ardían los cátaros caídos en sus garras.
Por si no hubiera tenido suficiente Guillermo con la barbarie que se veía constantemente obligado a justificar o cuando menos minimizar en aras a conservar la fe, de todos los lugares que podría haber escogido Monforte para instalar su cuartel general, eligió precisamente Belcamino. Allí sentó sus reales el León, entre los muebles, los tapices y las vajillas que pertenecieran a los De Laurac. Cada noche dormía en la cama de Bruno, después de beberse sus mejores vinos. Las rosas que plantara con sus propias manos Mabilia adornaban los aposentos de su esposa, que lucía algunos de sus mejores vestidos.
Al mismo tiempo, el hijo y legítimo heredero de la casa, testigo silencioso del ultraje, daba gracias al Señor de que tamaña humillación les hubiese sido ahorrada a sus padres, a los que seguía queriendo igual que siempre, aunque una distancia infinita le alejara ahora de ellos. Ignoraba dónde se encontraban en ese momento, pero su espíritu trataba de alcanzarles a fin de brindarles consuelo, reprochándose no haber sabido convencerles de que se apartaran de la herejía. Hubiera querido estar cerca de su madre más incluso que de su padre en ese trance atroz, aunque era consciente de que la brecha abierta por su conversión jamás podría salvarse.
Su hermana era cosa distinta. Dada su naturaleza y situación, estaba seguro de que valdría la pena lanzarse al rescate de su alma inmortal, a poco que tuviera la oportunidad de acercársele. Claro que, desde que la abrazara por última vez en Zaragoza, nada había sabido de ella.
¿Dónde estaba esa cabeza loca que parecía haberse esfumado y no contestaba a sus cartas?