El salón de audiencias del palacio de la Aljafería, de techos esculpidos y paredes similares a un jardín multicolor, estaba lleno a rebosar. Don Pedro, recién regresado de Occitania, impartía personalmente justicia a sus vasallos; un acontecimiento excepcional que nadie quería perderse.
La magnanimidad del soberano era célebre en todo el reino, lo que ya de por sí constituía un poderoso aliciente. La motivación principal para acudir a él en persona, no obstante, era que de ese modo se evitaba el justiciable tener que pagar una fortuna en abogados, escribanos y demás intermediarios en el proceso, por no mencionar los sobornos a los que tan aficionados eran la mayoría de los jueces. Unos y otros vivían de la ingente cantidad de oro empleada en engrasar la maquinaria de los tribunales, lo que les llevaba a dilatar sin medida cualquier pleito a fin de multiplicar sus emolumentos. De ahí que tener de árbitro nada menos que al rey, sin necesidad de acudir a leguleyos, hubiese atraído a gentes de todos los rincones de Aragón. Su justicia era rápida y gratuita; los dos requisitos que, junto a la imparcialidad, dan significado a esa palabra.
Sentado en su trono forrado de pieles, revestido del manto que le entregara el papa en persona el día de su coronación, con los atributos de su majestad depositados sobre un escabel a su lado y el gesto severo de quien escucha con atención, el monarca atendía las peticiones de sus súbditos, aunando el placer con la obligación.
—Se presenta ante vos Román de Vargas, antiguo señor de Manzanera, para suplicaros que expidáis la correspondiente carta de propiedad que me permita vender mis tierras a la Orden del Temple, que espera vuestra conformidad para cerrar la operación.
El suplicante era un hombre extremadamente delgado, envejecido, con el rostro surcado de arrugas, círculos violáceos alrededor de los ojos hundidos y poco pelo, completamente blanco. Un anciano prematuro que, según él mismo apuntó, no había cumplido todavía los cuarenta y cinco años. Iba ataviado con corrección aunque sin lujo. Se mantenía en pie, con la cabeza gacha, en la actitud de quien ha soportado un sinfín de humillaciones hasta verse doblegado en lo más hondo de su ser.
—¿Traes testigos que te acrediten como el verdadero propietario? —preguntó el rey.
—Los traigo, mi señor. Ellos os confirmarán que la heredad de la que os hablo la recibí de manos de vuestro padre, don Alfonso, que Dios tenga en su gloria, como pago por mis servicios en varias campañas contra los moros.
—¿Y por qué razón quieres vender lo que ganaste en buena lid, luchando por la Cristiandad?
—Es una larga historia —replicó el de Vargas, emocionado—. Tan larga como desgraciada.
—Oigámosla, me interesa. Quienes han esperado hasta ahora pueden seguir aguardando.
—Pues ahí va, ya que os dignáis escucharme, el relato de esta calamidad. No había pasado un año desde que mi familia y yo nos instaláramos en nuestra nueva casa, situada en la rica vega que baña el Ebro en su desembocadura, cuando fuimos capturados por los sarracenos en el transcurso de una expedición de castigo que llevaron a cabo desde Valencia. Vinieron en gran multitud, mataron a muchos cristianos, se cobraron rico botín y a mi esposa y a mí se nos llevaron por la fuerza, junto a los cuatro hijos que tenemos.
Todos los congregados escuchaban la narración emocionados, pues muchos de ellos conocían experiencias similares. En las tierras fronterizas no eran extrañas las incursiones de uno u otro bando, igualmente mortíferas. Los prisioneros terminaban generalmente vendidos como esclavos, o bien condenados a galeras, lo que resultaba igualmente espantoso. Correr la suerte del cautivo era uno de los peores flagelos que pudiera padecer un ser humano.
—Una década interminable ha transcurrido desde entonces —siguió contando el suplicante— sin que haya podido hacer nada por liberar a los míos de tanta miseria como hemos sufrido: cadenas, prisión, hambre, sed, y otros muchos tormentos que por pudor omito. Días y noches de vejaciones sin cuento, hasta que el señor García Ponce, compañero de infortunio durante algún tiempo, tuvo a bien prestarme quinientos metkals de oro, que vienen a ser unos mil sueldos, fiándose de mi palabra. Con ellos podré pagar el rescate de mis deudos, aunque tenga que volver a emplearme como mercenario para garantizarles el sustento. No tengo parientes ni amigos a los que acudir a fin de restituir el dinero que me fio ese buen hombre, a quien he de regresar hasta el último óbolo. Por eso me desprendo de mis fincas, operación que requiere de vuestra majestad la expedición del título de propiedad que me demanda el comprador. Haré cualquier cosa con tal de ver a mi esposa y a mis hijos, que ya son hombres, libres del yugo que soportan.
—Te voy a dar algo mejor que un título —sentenció el rey, tras cavilar unos instantes—. Tu historia me ha conmovido. Mi secretario te entregará la suma que precisas para rescatar a tu gente, sin que hayas de renunciar al dominio que te ganaste al servicio de mi padre. Ahora vete en paz por donde has venido. Mi palabra es justicia.
Braira observaba la escena desde un lugar discreto, impresionada y sorprendida por la forma de actuar del soberano, que tan pronto se mostraba magnánimo con un vasallo en dificultad como dispensaba un trato cruel a su pobre esposa, por la que sentía un rechazo enconado que le llevaba a cometer con ella las mayores iniquidades. ¿Acaso eran normales tales bandazos en un mismo espíritu?
La muchacha aprendía deprisa. Observando las reacciones de los cortesanos y justiciables congregados en el gran salón, constató que la verdadera autoridad, la que proyectaba ese monarca de imponente figura, no puede ser hija del miedo, como erróneamente había llegado a creer ella misma, sino del respeto. Y se percató de que el respeto nace siempre de un feliz encuentro entre la gratitud y la admiración, que pocas personas son capaces de propiciar en los corazones de sus semejantes.
La lección iba a serle de enorme utilidad a la hora de enfrentarse al hombre que estaba a punto de convertirse en dueño de su vida, aunque en ese momento no le dedicara más atención que la que merece una constatación fugaz, ya que inmediatamente se enredó en cavilaciones mucho más mundanas.
Don Pedro, según decían todos, siempre había sido un buen rey a quien las mujeres, empero, trastornaban hasta el punto de hacerle extraviar el norte. ¿Cómo podía explicarse semejante contraste? Ningún hombre, ni siquiera Beltrán, le había hecho perder la cabeza a ella ni había estado siquiera cerca de trastornarla, por lo que le costaba entender la naturaleza de un fenómeno que, sin embargo, resultaba recurrente en un número considerable de varones, de acuerdo con el parecer unánime de las altas damas de la corte, las burguesas amigas de Alzais o incluso las limpiadoras que adecentaban sus habitaciones. ¿Serían tan distintos los hombres de las mujeres?
Alzais… ¡Cómo la había abrazado en ese último encuentro previo a su despedida! Aquella madre adoptiva la quería de verdad e iba a echarla de menos, de eso estaba segura. Braira también a ella, por supuesto, aunque en esos momentos era presa de otras emociones más intensas. Nuevamente sentía ese cosquilleo en la boca del estómago, esas náuseas que le impedían tragar y esa familiar opresión en el pecho. Le acometía la angustia, vieja compañera de viaje, ante la inminencia del periplo que se disponía a emprender, junto a su señora, con rumbo a la isla que había poblado sus sueños desde que la oyera mencionar por vez primera en boca de Diego de Osma.
Esa era precisamente la razón de su presencia en aquella estancia grandiosa en la que don Pedro celebraba audiencia, rodeado de sus ricos-hombres.
Constanza era ya reina consorte de Sicilia, una vez celebrado en la catedral de Zaragoza el matrimonio por poderes, y únicamente dependía de la preceptiva venia real para emprender cuanto antes la marcha hacia su nuevo hogar. Por eso se encontraba allí, junto a sus más queridas damas, dispuesta a conseguir la bendición de ese hermano con el que mantenía una relación compleja y mutable, que tan pronto les acercaba, conscientes de descender de un mismo tronco, como les enzarzaba en escaramuzas derivadas de esas pequeñas mezquindades que habitan en todas las familias.
—O sea que os alejáis de nuevo de nosotros, esta vez hacia la soleada corte normanda del meridión —festejó el rey a su hermana, tendiéndole la mano para que se la besara—. Os echaremos de menos.
—Y yo a vos —mintió ella—. Mas ha de cumplirse la voluntad del santo padre, quien, como sabéis, ha dispuesto este matrimonio tras intercambiar cartas con nuestra querida madre —subrayó lo de «querida», a sabiendas de las disputas que enfrentaban constantemente al rey con ella.
—¿Os acompañará ella finalmente hasta Palermo?
—Bien sabéis que no puede hacerlo. Está postrada, gravemente enferma, junto a nuestra hermana Dulce, al cuidado de las monjas de Sijena, donde deberíais visitarla sin tardanza, si es que queréis verla antes de que rinda el alma a Dios.
—Lo haré, descuidad —mintió él a su vez—. Ahora partid. En el puerto de Barcelona os aguarda ya una flota de galeras en la que he ordenado embarcar pertrechos y suministros suficientes para vuestro séquito, incluidos los quinientos caballeros que os acompañarán. Es la flor y nata de la nobleza aragonesa, lo que incluye a los más distinguidos guerreros catalanes y provenzales. Lo mejor de cada blasón, todos con probado valor y experiencia en el campo de batalla. Espero que vuestro esposo aprecie la calidad de vuestra dote. Y os encomiendo, hasta vuestra llegada, a la custodia de nuestro hermano pequeño, el conde de Provenza, capitán de la expedición.
Constanza no respondió, pues habría roto las reglas del protocolo que el rey no se quedase con la última palabra. Tampoco hacía falta decir nada. Los carruajes de la comitiva nupcial aguardaban ya, cargados de abultado equipaje, con los ejes recién engrasados. Las caballerías lucían sus jaeces de gala, hechos de plata bruñida engarzada en cuero repujado. La luz del nuevo día daría la señal de la partida.
Cuando llegaron a la costa, tras el interminable traqueteo de rigor a través de caminos endiablados, Braira se quedó muda. Lo que veían sus ojos a través de las ventanas del habitáculo que se había convertido en un instrumento de tortura para sus huesos era lo más hermoso que había contemplado jamás: el mar. Una extensión gigantesca, de un color azul grisáceo, que llegaba hasta donde abarcaba la vista sin alterar sus contornos. Algo parecido al cielo, al alcance de la mano, que la dejó sin respiración.
Un milagro.
Había llegado el momento decisivo, el que tanto había anhelado, y con él la imagen evocadora de sus padres, que la asaltó con una fuerza brutal, casi física. Como una bofetada propinada sin previo aviso. Porque junto al contorno de sus rostros queridos, llegaron los remordimientos. Un duende escondido en su mente, provisto de un martillo implacable, le reprochaba insistentemente la manera ruin en la que había tratado a Bruno. La rabieta infantil con la que había salido de Belcamino, que le había impedido abrazarle, suplicar su perdón, explicarle… ¿Qué habría podido explicarle?
Era tarde, de todas formas, para llorar por la leche vertida. Lo mejor era reír, jugar, desechar esos pensamientos desagradables y aceptar lo que la suerte tuviera a bien depararle, sabiendo que su existencia era una rueda que giraba sin aparente compás y que su destino no le pertenecía a ella, sino a doña Constanza de Aragón, reina consorte de Sicilia, con la que se aprestaba a embarcar hacia esa isla del sol donde anhelaba encontrar, entre otras venturas, el amor con el que toda mujer fantasea a los dieciocho años.
Perdida en esas reflexiones, extasiada ante esa inmensidad de cuya existencia había oído hablar a menudo, sin llegar a sospechar siquiera su verdadero alcance, apenas se fijó en el barullo que reinaba en el puerto de Barcelona, donde una variopinta multitud de marineros, estibadores, recaudadores de tasas, viajeros, comerciantes, prostitutas, vendedores ambulantes y demás integrantes de la población habitual del lugar abrían paso a regañadientes a la comitiva real, azuzados por los guardias armados que la precedían, bajo el sol implacable del verano mediterráneo.
Para alcanzar el muelle principal, donde aguardaba la galera que las trasladaría a Palermo, flanqueada por otra veintena de naves, tuvieron que sortear toda clase de obstáculos, hasta que finalmente los caballos se detuvieron al final de un pontón de madera que no parecía muy firme. Un oficial de la guardia real les abrió la puerta y les ofreció su mano, a fin de que descendieran con comodidad. La joven occitana estaba tan embelesada con el espectáculo que la propia reina tuvo que espabilarla con una voz.
—¡Braira! ¿Estás alunada?
—Perdonadme, señora, es que jamás vi cosa semejante…
—¿Te refieres a la mar? Te vas a hartar de contemplarla, descuida. Durante las próximas jornadas no has de ver otra cosa. Ahora, haz el favor de comprobar que todo nuestro equipaje esté embarcado sin que falte nada. Yo me voy al camarote. Todo este ruido me da dolor de cabeza.
—Marchad tranquila, yo me encargaré de todo. ¿Deseáis algún remedio para vuestro mal?
—No, sólo un poco de sosiego.
Cuando ya se disponía a cruzar la pasarela que llevaba al barco, la mirada de Constanza se posó en una de sus esclavas, que permanecía en pie, parada junto a un montón de bultos, como si de una pertenencia más se tratara. Se llamaba Uta e inspiraba a la soberana cierta ternura. De sangre eslava, era sumisa, leal y hermosa cual animal exótico, sin el menor destello de inteligencia en los ojos. Formaba parte del conjunto de regalos que había recibido de su primer esposo y se la había traído con ella de Hungría. Desde entonces la seguía a todas partes llevando sujetos de sendas cadenas a dos enormes perros de presa, tan altos como potrillos, de color negro azabache, que se comportaban como corderos con los conocidos, pero mostraban una ferocidad aterradora ante cualquiera que percibiesen como una amenaza. Braira les tenía pavor y evitaba acercarse a ellos, pese a que jamás le habían mostrado la menor hostilidad.
Uta esperaba paciente, en actitud pasiva, hablando de cuando en cuando a los canes en su lengua nativa, sin dejar de acariciarles el hocico o el cuello para tranquilizarlos. De reojo lanzaba miradas furtivas al agua, y lo que reflejaban sus pupilas no era su profundidad, sino el miedo natural que le inspiraba. Ella era de tierra adentro, hija de amplias llanuras despejadas, barridas por un viento gélido. Estaba acostumbrada a pisar suelo firme. La idea de aventurarse a cruzar el océano en un cascarón de nuez como el que estaba a punto de zarpar con todos ellos a bordo le producía una desazón que a duras penas lograba disimular.
Su dueña la vio y se apiadó de ella. Enternecida, a la vez que picada en su orgullo por el gesto de generosidad que había visto protagonizar a su hermano al financiar el rescate de esos cautivos en tierra de moros, decidió en el último momento emular esa conducta, determinada a no ser menos que él. Y puesto que no tenía tesoro al que recurrir, pensó que romper las ataduras de su sierva sería una obra homologable a la de Pedro.
—¿Tú deseas seguir acompañándome allende estos mares o preferirías permanecer en Aragón? —le dijo, acercándose a ella.
La muchacha se quedó petrificada, sin saber qué responder ante lo que podía ser una trampa. La vida le había enseñado a mostrarse extremadamente cauta ante los arrebatos de los poderosos, que, incluso tratando de mostrarse bondadosos, llegaban a cometer las mayores crueldades.
—¡Responde! —le urgió la reina—. ¿Te gustaría ser libre?
—Si tal cosa os placiera majestad…
—Me place. ¿Por qué crees que te lo pregunto? Ahora contesta de una vez. ¿Quieres o no quieres que te libere de tu condición servil?
—Me haríais la mujer más feliz del mundo, señora.
—Sea pues, ya que entre las obras de caridad más apreciadas por mi confesor está la de liberar esclavos que profesen la religión cristiana, como es tu caso. Mi secretario te extenderá ahora mismo el correspondiente certificado. Aunque no sepas leer, llévalo siempre contigo, pues en él se especifica que a partir de este momento tienes facultad y licencia para comprar, vender, testar, casarte o realizar cualquier otro contrato. Eres joven y bella; no te faltarán pretendientes dispuestos a pedirte en matrimonio y ofrecerte un techo bajo el cual criar a sus hijos.
—Gracias os sean dadas, reina grande entre las grandes —respondió Uta, incrédula, mientras besaba las manos enguantadas de su benefactora—. Que Dios pague vuestra bondad colmándoos de dones en esta tierra y en el cielo.
—¡Ojalá no te arrepientas de lo que acabas de aceptar! —concluyó doña Constanza, algo incómoda ante la situación—. Ahora ve, con mi bendición, y haz buen uso de tu libertad.
La esclava partió a toda velocidad hacia la nueva vida que se le ofrecía, antes de que Constanza se arrepintiera. Esta le pidió entonces a Braira que se hiciera cargo de los canes, por los que sentía un afecto muy superior al que le inspiraban la mayoría de las personas de su entorno.
—¡Señora! —protestó la chica—. Sabéis el temor que me infunden…
—Pues ya es hora de que lo dejes atrás. Ven conmigo —le dijo con firmeza, cogiéndola del brazo y conduciéndola hacia los animales, que permanecían sentados, perfectamente quietos, tal como se les había enseñado a hacer. Cuando llegaron hasta ellos, la reina guio la mano de su dama hasta la cabeza de cada una de las bestias, y la obligó a acariciarlas mientras llevaba a cabo las presentaciones de rigor—: Este es Oso y esta, algo más pequeña, Seda. Los dos son nobles, créeme; más que muchos humanos. Y parece que les gustas. Verás cómo os lleváis bien.
Oso propinó un lametón a Braira que no sólo le dio un buen susto, sino que dejó en su vestido un rastro pegajoso de babas que marcó el comienzo de su relación. A partir de ese momento, fueron inseparables, aunque entablar amistad les costó más de lo que permitía aventurar ese entusiasmo inicial…
Con la marea, el capitán dio la orden de izar las dos velas que capturarían el escaso viento del atardecer, y simultáneamente remar, a golpe de riñón, con el fin de salir del abrigo del puerto cuanto antes.
—¡Booooga! —gritó bajo la cubierta el encargado de vigilar a los cincuenta y dos galeotes encadenados a los remos, de los cuales muchos eran cautivos sarracenos y otros delincuentes condenados por delitos graves.
El gran tambor situado frente a las bancadas, de modo que oyesen bien su voz sorda, marcó el tiempo de cada palada, al principio más rápido y luego, una vez en mar abierta, a un ritmo sostenido que permitiera a los remeros conservar el aliento sin dejar de realizar su tarea. La nave esbelta, longilínea, se deslizó sobre las aguas con la ligereza de un pez, mientras el sudor resbalaba por los rostro de aquellos desgraciados, contraídos en una mueca de dolor como consecuencia del esfuerzo brutal al que se veían sometidos.
Arriba, sobre la cubierta del castillo de proa, Braira contemplaba la maniobra luchando por controlar el nerviosismo que se había apoderado de ella. Había dejado a los perros dentro de una especie de jaula-corral destinada generalmente al ganado, pues no se sentía con fuerzas como para enfrentarse a los ladridos con los que ellos protestaban, según dedujo, no sólo por su encierro, sino por las extrañas sensaciones que debían percibir al navegar.
También a ella el corazón le galopaba desbocado. Su mente evocaba todos los posibles riesgos del viaje, sin descartar uno solo, y debía concentrarse en pensar en la aventura que tenía ante sí para olvidarse de los monstruos devoradores de personas y naos que pueblan los abismos marítimos, cuya reproducción había visto en algún libro de la gran biblioteca de la Aljafería.
Las entrañas se le habían encogido de tal modo que fue incapaz de tomar alimento alguno durante toda esa primera jornada. Se sentó a la mesa de las damas, en la que se sirvió pollo asado y pan fresco, en lugar de la galleta y cecina en salazón que constituía la dieta de la marinería, pero no probó bocado. Algo de lo que se alegró más tarde, pues así nada tenía que echar por la borda, en forma de vómitos, como varios de los pasajeros que se aferraban a las barandillas cuidando de situarse cara al mar con el viento a las espaldas.
Todos los barcos iban atiborrados de carga. En las bodegas, además de almacenarse agua dulce para la travesía, grano, equipaje y víveres, se hacinaban las quinientas monturas de los caballeros aragoneses incluidos en la dote de la esposa, los cerdos vivos y las aves de corral que serían consumidos a bordo, así como la inevitable escolta de ratas que lleva consigo cualquier nave. El hedor que se respiraba allí era insoportable, motivo por el cual los hombres y buena parte del servicio de la reina dormían al raso, sobre esteras tendidas en las tablas del suelo, aprovechando la temperatura cálida de la noche agosteña. Doña Constanza, en cambio, lo hacía en un camarote angosto, aunque lujosamente decorado, situado en el alcázar de popa, que le había cedido galantemente el capitán de la galera y del que salía lo menos posible. En las cabinas que habrían correspondido a los oficiales descansaban sus damas de honor, entre ellas Braira, y a los pies de esta, con el tiempo, aprendieron a tenderse Seda y Oso, una vez acostumbrados a los vaivenes de las olas.
Antes, sin embargo, fue preciso que la chica venciera ese miedo irracional que parecía arraigado en un lugar mucho más profundo que el de sus recuerdos o experiencias.
—Estas fieras de colmillos semejantes a los de un lobo no pueden ser de fiar —se decía para sus adentros cada vez que intentaba encontrar valor para sacarlos de la jaula, a la que cada tarde se acercaba para llevarles agua, sobras y huesos a guisa de comida.
—Guauuuuuuuuuu —respondían a coro los perros, con un aullido lastimero que suplicaba clemencia.
—¿Obedeceréis si os libero? —se sorprendía a sí misma Braira hablando con los dos animales. Todavía podía sentir el escalofrío que había recorrido su espalda cuando la reina le había obligado a poner su mano sobre el cráneo áspero de Oso; una sensación desagradable que la acometía cada vez que se acercaba a él o a su compañera.
Ellos jadeaban, se alzaban sobre las patas traseras tratando de derribar la puerta y la miraban con ojos que parecían dispuestos a todo con tal de ganarse el premio de un paseo al aire libre, aunque lo que veía Braira eran dos bocas enormes capaces de matarla a mordiscos.
Al día siguiente, lo mismo, y así sucesivamente, mientras los perros iban perdiendo peso, languideciendo e incluso mostrando alguna calva aquí y allá, como consecuencia de su condena. Hasta que la reina se acercó a verles un día, constató el lamentable estado en el que se hallaban y decretó una amnistía inmediata, no sin antes montar en cólera.
—¡Saca de ahí a estas pobres criaturas! —le conminó a su dama—. ¿No te dan pena? ¿Te gustaría a ti recibir semejante trato, obligada a revolcarte en tus propios excrementos? Si vuelvo a verlas encerradas, serás castigada. Te lo advierto muy seriamente. No me obligues a elegir entre ellos y tú…
Entre sufrir seguro la furia de doña Constanza y enfrentarse a la de Seda y Oso, que no era necesariamente inevitable, la muchacha se decidió por la segunda opción.
Armándose de valor, bajó a la cocina a por una buena cantidad de carne con la que congraciarse con los canes y, provista igualmente de un bastón, descorrió aterrada los cerrojos. Para su sorpresa, los animales no demostraron la menor agresividad hacia ella. Se limitaron a salir corriendo por la cubierta, para espanto de todos los presentes, dar unas cuantas vueltas a toda velocidad, hasta agotar la energía acumulada, y luego regresar a la que consideraban su casa, para tumbarse mansamente junto a su cuidadora. Con la lengua fuera, las orejas caídas y el enorme cabezón descansando entre las patas delanteras, ya no parecían tan terribles.
Braira les vio finalmente como lo que eran: dos seres desprovistos de maldad a los que no volvió a mirar con miedo. Ella también había salido de su encierro.
—¿Por qué razón traza el horizonte un círculo a nuestro alrededor, como si la mano de Dios lo hubiese dibujado sobre el agua empleando su brazo a modo de compás?
La que preguntaba era la joven occitana, que no se cansaba de contemplar esa belleza verdiazul, tan sorprendente a sus ojos, que a otras parecía monótona y aburrida. Ella gozaba intensamente de sentir el viento colarse entre sus ropas y erizar los poros de su piel. Inhalaba, más que respirar, el aroma a salitre que impregnaba la brisa. Dejaba volar su melena, permanentemente despeinada por más que se anudara la trenza. Disfrutaba y quería comprender.
—La tierra es como una gran naranja cortada por la mitad y vaciada de pulpa —le respondió el capitán, un veterano entrado en años que había servido al reino, tanto en la guerra como en la paz—. Un enorme cuenco lleno a rebosar de agua, sobre el cual flota la tierra firme y que se derrama en la gran catarata, allá donde se acaba el mundo.
—¿Es eso posible? —rebatió escéptica Braira, quien no terminaba de explicarse adónde iba a parar esa ingente cantidad de líquido vertido y de dónde salía el caudal necesario para remplazado, toda vez que las lluvias debían resultar insuficientes.
—La mar es como la vida —aseguró el viejo navegante, ignorando la pregunta, pues lo que le fascinaba del océano nada tenía que ver con lo que quería saber aquella mujer—. Algunas veces resulta grata y otras turbulenta, empeñada en zarandearnos, pero siempre irrenunciable. Quien penetra sus misterios acaba volviendo a ella atraído por una fuerza que es imposible vencer, aunque tantos bravos marineros hayan encontrado aquí su tumba…
Habían transcurrido apenas tres semanas de navegación cuando aquellas palabras cobraron el carácter de una profecía.