Capítulo VIII

Cuando se recibió en casa de los Corona una invitación a palacio dirigida no a doña Alzais, como habría sido lo natural, sino a su pupila, se desataron las especulaciones. ¿Por qué desearía la reina Constanza entrevistarse con la muchacha? ¿Qué gato encerraría tan curiosa convocatoria?

—No quiero ir, madrina —adujo Braira aterrada, recordando el episodio de Huesca—. Diga usted que me encuentro enferma, que estoy en esos días en los que el pudor impide a una mujer decente salir de casa…

—¿Pero por qué, en nombre de Dios, iba yo a cometer tal disparate? ¿No te das cuenta de la gran oportunidad que representa para ti ser recibida por la reina de Hungría?

—¿Y qué querrá una persona tan principal de mí? ¡No puede ser nada bueno!

—Sosiégate y confía en ti. Seguro que habrá oído hablar de tus habilidades con esas cartas a las que llamas Tarot y querrá comprobar por sí misma que es verdad lo que le cuentan. ¡Ya puedes esmerarte en acertar, que convertirte en amiga o quién sabe si confidente de la hermana del rey don Pedro puede traer mucha fortuna a esta casa!

—¿Y si es otra cosa la que busca la señora? ¿Y si alguien le ha ido con alguna calumnia sobre mí?

—¿Qué podrían decir sobre alguien como tú, niña? Anda, déjate de temores absurdos y vayamos a revisar tu vestuario, que mañana tienes que deslumbrar a nuestra ilustre anfitriona.

La entrevista estaba fijada para la tarde siguiente, con lo que no hubo tiempo para alimentar más nervios.

Justo cuando las campanas anunciaban la hora nona, Braira y su benefactora llegaron a las puertas de la Aljafería, que alzaba su imponente estructura fuera de las antiguas murallas romanas de la ciudad.

Habían llegado en silla de mano acompañadas de un paje lujosamente uniformado, como correspondía a personas de su alcurnia; llevaban sus mejores galas, zapatos forrados de seda y peinados semejantes a esculturas, todo lo cual le pareció poco a la joven occitana al verse bajo el gigantesco arco de piedra labrada que daba acceso al interior del palacio. La magnificencia del lugar hizo que se sintiera igual que una mendiga cubierta de harapos.

A cada lado del pórtico se alzaba una torre redondeada, como todas las que jalonaban la fortificación a intervalos regulares, cuyo tamaño habría albergado a dos o tres de las que había visto en los castillos de su tierra. Guardias armados de aspecto severo protegían la entrada, aunque les franquearon el paso en cuanto vieron el sello real impreso en lacre que rubricaba el documento que exhibieron. Se hallaron entonces en un patio a cielo abierto, de dimensiones colosales para lo que estaba acostumbrada Braira, enlosado de mármol y salpicado de fuentes que regaban jardines de naranjos, jazmines y damas de noche cuyo perfume llenaba el aire con su dulzura de azahar.

Alzais ya había estado en ese recinto, más propio de los relatos fantásticos que de la realidad de los mortales, por lo que se movía en él con cierta comodidad, pero a la occitana le parecía mágico. A cada paso se detenía a observar alguna de las muchas bellezas que llamaban su atención, cautivada por lo que golpeaba su vista a la vez que aterrada ante la posibilidad de terminar en una mazmorra. Cada estancia que atravesaban era superada en esplendor por la siguiente. Cada techo y cada pared decorados con figuras geométricas o vegetales, labradas en yeso pintado en tonos rojos, azules o dorados, le parecían más hermosos que los precedentes. Tan deslumbrada estaba por aquel entorno y tan enfrascada en su contemplación, que no vio entrar a la reina viuda de Hungría, quien la sorprendió con su voz.

—Veo que os agrada nuestra morada…

Braira enrojeció cual cereza en sazón mientras pedía auxilio con los ojos a su tutora. Avergonzada, se inclinó en una reverencia que resultó llena de gracia a pesar de su nerviosismo, musitando una disculpa cortada de cuajo por la imponente mujer que tenía ante sí.

—Quienes la construyeron —explicó con natural afabilidad—, los reyes moros de la dinastía de los Banu Hud, la llamaron Palacio de la Alegría. Un nombre muy adecuado. ¿No creéis?

—Desde luego, mi señora —se apresuró a responder Alzais, doblando la espalda ante la soberana mucho más de lo decoroso.

—Me gustaría conocer mejor a esta protegida vuestra de quien tanto hablan las damas de la corte —le respondió la reina, cortante—. Os ruego que nos dejéis solas.

Decepcionada, la de Corona se marchó, no sin antes hacer a Braira un gesto elocuente levantando los antebrazos, destinado a darle ánimos ante la prueba que se disponía a pasar.

Doña Constanza de Aragón, hermana del rey don Pedro y viuda de Aymerico de Hungría, era una mujer todavía joven, de porte impresionante, no tanto bella, cuanto de facciones agradables por la nobleza que traslucían. Rubia, como toda su familia, de ojos claros inteligentes, manos habladoras y actitud sorprendentemente cercana en una dama de su rango, siguió dirigiéndose a su invitada con sencillez, en un intento de vencer los recelos de la muchacha.

—Te decía, querida, que los moros que levantaron estos salones y trazaron estos jardines, haciendo de la Aljafería su residencia de recreo, fueron aquí tan felices como siempre lo fui yo. Aquí estaba mi hogar hasta que mi madre tuvo a bien entregarme a un esposo casi anciano, señor de la tierra que vio nacer y aún hoy venera al peor azote que ha conocido la humanidad: el Gran Tanjou, más conocido como Atila. Un demonio que se alimentaba de carne cruda, crucificaba a sus cautivos por diversión y no conocía más dios que un ídolo en forma de águila llamado Astur. Un caudillo muy propio de una nación a la que apenas se asoma el sol y en la que el rigor del invierno es tal que no había brasero capaz de calentarme el cuerpo, por no mencionar el espíritu…

—Debió de ser terrible, majestad —terció la joven, incómoda ante el silencio repentino de la reina.

—Lo fue, en efecto. Al enviudar fui hecha prácticamente prisionera por los rudos caballeros que servían a mi marido, aunque logré escapar con la ayuda de mi pariente, Leopoldo de Austria. Pero eso ya quedó atrás —exclamó la reina casi transfigurada, luciendo una sonrisa resplandeciente donde antes, durante unos instantes, había aparecido una mueca de dolor—. ¡Gracias sean dadas a Nuestro Señor!

Braira era presa de algo parecido al pánico. No paraba de preguntarse el porqué de su presencia en ese lugar en el que se sentía una extraña. ¿La habría denunciado alguna de las señoras con las que había practicado su arte? ¿Acaso la propia Alzais, en su calidad de conversa potencialmente sospechosa, con el fin de hacer méritos destinados a afianzar su situación en la corte? No, aquel pensamiento resultaba tan ruin que lo desechó de inmediato.

Se quedó muda y temblorosa, esperando lo peor.

Constanza la observó un buen rato, tratando de averiguar la causa de esa parálisis. ¿No le habían dicho que aquella extranjera destacaba por su locuacidad y su desparpajo? ¿No era ella la que desvelaba, para rubor de algunos, los secretos escondidos en lo más oscuro de ciertas alcobas?

—¿Te ha comido la lengua un gato? —preguntó desconcertada.

—Os ruego que me perdonéis, majestad. Estar ante vos, en este palacio… Es todo nuevo para mí. Seguro que os parezco una pazguata.

—Pues ya es hora de que salgas de tu azoramiento. Te he llamado a mi presencia porque siento una enorme curiosidad por comprobar si son ciertos los talentos que se te atribuyen o se trata de exageraciones propias de chismosas aburridas.

—En realidad, majestad —respondió Braira todavía asustada—, se trata de un simple juego que no creo merezca vuestra atención ni mucho menos vuestro tiempo.

—¡Tonterías! ¿Has traído esas cartas con las que dicen que lees lo que está aún por escribirse?

—Todo está escrito por la mano de Dios, señora —precisó la muchacha, recordando las palabras de su madre—. Él es quien teje los hilos de nuestro destino. Las cartas se limitan a ayudarnos a descifrarlo algunas veces, sólo algunas, igual que hacen los astros del cielo a través de las constelaciones. Habéis de saber, no obstante, que me equivoco a menudo.

—Pues veamos si esta vez aciertas. ¡Estoy en ascuas!

Braira se encomendó a todos los santos, a las sagradas reliquias de la catedral, al perfecto Guillaberto de Castres, cuya sabiduría, decían en Fanjau, no tenía parangón, e incluso a la buena suerte que la había llevado hasta allí y no podía fallarle ahora.

A esas alturas no habría sabido decir cuál era exactamente su credo, pues el cátaro y el católico se habían fusionado en el interior de su alma. Amaba a Dios, a Jesús y a la Virgen María, respetaba los mandamientos de su ley e intentaba superar los obstáculos que se interponían en su vida sin hacer daño a nadie. ¿Significaba eso que era una buena cristiana? ¿Lo era su madre, Mabilia? ¿Lo era la perfecta Esclaramunda de Foix? ¿Lo era su salvador, Domingo de Guzmán? ¿Lo eran Lucas, su buen ayo convertido en asesino, o el conde Simón de Monforte?

Ojalá existiese un lugar en el que esconderse de la sombra acosadora de su pasado, que la turbaba como sólo los secretos saben hacerlo. De la palabra «hereje», cuyo sonido le hacía estremecerse de terror cada vez que la escuchaba. De un estigma siempre pendiente de un hilo invisible sobre su cabeza.

Era muy consciente, al mismo tiempo, de la trascendencia contenida en el reto al que se enfrentaba y de las oportunidades que se le presentarían si, como le había dicho doña Alzais, lograba ganarse la confianza de la reina. Eso significaría nada menos que alcanzar la seguridad que tanto anhelaba e incluso tal vez un puesto influyente en la corte, para lo cual debía arriesgase y desplegar su talento sin dejarse vencer por el miedo. Sí, era mucho lo que estaba en juego. No podía fallar ahora.

Lentamente, como hacía siempre, exagerando deliberadamente la parafernalia previa a la lectura propiamente dicha a fin de darse importancia, sacó su cajita de plata y marfil del bolsito que llevaba prendido a la cintura; extrajo de ella los naipes y pidió a la reina que barajara antes de escoger cuatro cartas: el ayer, el hoy el mañana y el consejo para evitar tropezar.

En aquel envite le iba nada menos que el futuro.

La primera carta en aparecer fue la Luna: el astro de la noche, con rostro humano de aspecto bondadoso, en cuarto creciente. Bajo su luz se divisaban dos torreones, situados a ambos lados de la imagen, y en el centro un cangrejo, aparentemente levantado por la mera fuerza de su poder de atracción, junto a dos perros que apagaban su sed con las gotas de agua que ascendían de una laguna. Una imagen completamente hermética para Constanza.

—En el pasado atravesasteis una época de oscuridad —interpretó Braira, tocando con la punta de su índice derecho el borde de la lámina— hasta el extremo de perder el rumbo. Os refugiasteis en lo más hondo de vuestro propio espíritu, como el cangrejo en la mar, por más que quienes os rodeaban intentaran sacaros de vuestro ensimismamiento. Pero la luz de nuestra Madre divina velaba por vos.

La reina hubo de reconocer que el diagnóstico correspondía exactamente a sus años de estancia en Hungría, aunque no se dejó impresionar.

—Hablas bien y tus dibujos son ciertamente evocadores, pero cualquiera que me conozca sabe que no fui dichosa en la corte húngara, donde efectivamente busqué la paz en la oración a la Virgen María. Ella nunca me abandonó. Prosigamos.

Con parsimonia, Braira descubrió el segundo naipe de los cuatro alineados. Mostraba una torre golpeada por un rayo destructor, en el trance de perder su tejado en forma de corona. Simultáneamente, dos personajes realizaban acrobacias en su base, aparentemente satisfechos con la naturaleza de las plantas que tocaban en el suelo caminando con las manos.

De nuevo, la consultante observó el cuadro sin atisbar siquiera el significado oculto de aquel absurdo.

—Como veis, señora, en la Casa de Dios el rayo golpea el edificio sin destruirlo. Se limita a levantar su techumbre y penetrar en el interior. Del mismo modo, el conocimiento se nos revela un día de improviso, sacudiendo los cimientos de nuestro espíritu, sin dañarlos, a fin de que sepamos avanzar. En ocasiones hay que realizar movimientos a primera vista complejos y carentes de sentido, como el de estos acróbatas, si queremos hallar la solución a los problemas. Y en esas estáis en este momento: al límite de vuestras fuerzas, sin orientación ni meta, aunque alimentada por una fuente de esperanza que ha traspasado vuestras defensas, derribando incluso vuestra corona, para conduciros a esa dicha que tanto anheláis.

Esta vez Constanza se quedó muda, desconcertada por el calado de lo que acababa de escuchar. ¿Cómo podía saber aquella muchacha lo que ni siquiera sus damas más próximas conocían ni habrían de conocer mientras no hubieran llegado a buen puerto las negociaciones en curso? ¿Cómo podía estar al tanto de las discretísimas conversaciones entabladas a través de embajadores entre su madre, doña Sancha, y el papa Inocencio? ¿Quién le habría dicho que se estaba conviniendo su matrimonio con el joven Federico de Hohenstaufen, rey de Sicilia? Y, sobre todo, ¿cómo, en nombre de Dios, podía intuir esa chica que ella, la que fuera reina de Hungría, veía ese enlace como la mejor salida posible a su situación de soberana sin reino, ni marido, ni derechos ni descendientes, acogida, muy a su pesar, a la hospitalidad de su hermano? ¿Era todo eso posible o acaso le estaba adjudicando a Braira un talento inexistente, cuando lo que decía la cartomántica, bien mirado, no pasaba de ser un cúmulo de generalidades?

En todo caso, concluyó para sus adentros, esforzándose por mantener la cabeza fría, la chica era agraciada, discreta, de noble cuna y exquisita educación, lo que le otorgaba méritos sobrados para ser tenida en cuenta como dama de compañía. Por otro lado, ese juego de interpretación resultaba ser, tal como le habían anunciado, de lo más divertido que había hecho en mucho tiempo. Por eso, al cabo de un buen rato, sentenció en voz alta:

—Lo que dices no va del todo desencaminado. Parece que tu fama está bien ganada, aunque aún me falta por saber lo que me augura… ¿Cómo dices que se llama este pasatiempo?

—Tarot, majestad. Y me alegro de que hoy se muestre certero. Tened la bondad de destapar la carta que nos indica lo que está por acontecer, e intentaré desvelaros su mensaje.

La elegida era la marcada con el número XVII; la Estrella: un jardín paradisíaco, presidido por una enorme estrella rojigualda rodeada de siete astros de menor tamaño, en el que una doncella desnuda, hermosa y sonriente alimentaba el caudal de un arroyo con el agua de dos jarras doradas que llevaba en las manos.

Braira no trató de ocultar su satisfacción.

—Lo que os aguarda es luminoso, señora. Vuestro destino fluye a favor de la corriente celeste, resplandece bajo la gran bóveda. Veréis días de magnificencia, conoceréis el amor puro y seréis madre.

—¡No te atrevas a engatusarme con promesas vanas! —amenazó la reina, que a esas alturas de la tirada, pese a todas las reservas con las que había armado sus defensas, comenzaba a temer que su invitada fuese realmente capaz de leer en su interior hasta descubrir sus pensamientos—. Si me mientes, te arrepentirás.

—Yo sólo traduzco lo que ellas escriben —se justificó Braira, sorprendida y asustada por ese cambio de actitud—. Puedo equivocarme, por supuesto, pero os aseguro que la Estrella constituye el mejor de los pronósticos. Claro que esto es solamente un juego sin importancia, un mero entretenimiento. Será mejor que lo dejemos y regrese a casa de doña Alzais, que estará preocupada por mí. Os ruego que perdonéis mi atrevimiento.

—¡Deja de disculparte y levanta la cabeza! —le reconvino Constanza, cuyo corazón luchaba a brazo partido entre la necesidad de guardarse de esa occitana, probablemente interesada en embaucarla, y la simpatía espontánea que le inspiraba, acaso por recordarle a ella misma unos años atrás, recién llegada a Hungría, huérfana de afectos y rodeada de extraños—. ¿De verdad ves en mi futuro un hijo?

—Os lo juro, majestad.

—En tal caso, dejemos para luego la conclusión de esta partida y dime qué le deparará la suerte a esa criatura.

—Es que resulta muy complejo, debería de ser ella quien…

—¡Deja de disculparte, he dicho! No me gustan las excusas. Pregunta a esos extraños personajes de tu baraja lo que será de ese hijo que te has atrevido a anunciarme. ¡Y no me engañes!

Braira volvió a encomendarse a todos los santos que había venerado desde la infancia antes de realizar las oportunas manipulaciones. Alineó y fue destapando naipes en silencio, profundamente concentrada, una, dos y hasta tres veces seguidas, pues lo que atisbaba le resultaba imposible de transmitir a doña Constanza. Tampoco podía mentirle. Ella lo habría notado al instante en el temblor de sus manos y la mirada huidiza de sus ojos. De modo que le dijo la verdad, aunque no toda la verdad. Únicamente la que sabía que querría oír su señora.

—Vuestro hijo nacerá con salud y será rey.

—¡Júrame por la salvación de tu alma que lo que dices es cierto!

—Os juro que es lo que dice el Tarot. Pero os reitero que puede equivocarse en sus augurios y a menudo lo hace.

¿Hay argumento mejor para hacernos creer en algo que el hecho de que esa creencia coincida con nuestros deseos? ¿Existe algo más deseable que la bendición de un hijo, la promesa de la paz tanto tiempo anhelada o el anuncio de un periodo de abundancia? La reina de Hungría no pensó que las cartas erraran. Es más, se convenció de que no habría de tardar en ver a un vástago suyo coronado. Con veintitrés inviernos a las espaldas, sin embargo, el tiempo corría en su contra, lo que la obligaba a darse prisa en conseguirlo.

—¿Y qué he de hacer yo para ver cumplidos los felices acontecimientos que me anuncias?

—Tened la bondad de descubrir el último naipe de los cuatro que habéis elegido.

Mientras lo hacía, Constanza rebajó nuevamente el tono para mostrarse casi maternal, a pesar de que, según sus cálculos, apenas cuatro o cinco años podían separarla de esa cátara, que ella creía conversa a la religión verdadera, cuya compañía le estaba resultando más grata aún de lo que había esperado.

—Si has de sobrevivir en un mundo hostil —le aconsejó, a modo de explicación de su anterior arrebato de irritación—, tendrás que mostrarte valerosa incluso ante gente como yo. La experiencia me ha enseñado que los grandes desprecian a quienes se consideran a sí mismos pequeños y tienden a abusar de cualquiera que les muestre su debilidad. No permitas que nadie te intimide, dulce Braira. Veo en tus ojos una fuerza que sólo espera ser liberada… Ahora, dime, ¿qué nos anuncia esta… Rueda de la Fortuna, según reza el nombre de la carta?

—Que os dejéis llevar sin oponer resistencia —concluyó Braira, desconcertada ante la abierta manifestación de estima que acababa de expresarle la reina y temerosa de adentrarse en mayores profundidades sobre los vaivenes de la suerte y el modo mejor de hacerles frente—. El Tarot, majestad, anuncia cambios que habréis de aceptar, pues en ellos estará vuestra fortuna.

—Sea pues. Aguardaremos hasta ver en qué se traducen esos cambios, que tú verás conmigo, puesto que vas a trasladarte a palacio para entrar a formar parte de mi séquito. Me ha picado la curiosidad y siento el deseo de seguir jugando. Enviaremos recado a doña Alzais para que te haga llegar tus pertenencias, y tendréis ocasión de despediros, descuida. Estarás a gusto aquí. Sígueme y te presentaré a las otras damas.

La fortuna de Braira se fundió así en un mismo engranaje con la de su nueva señora, uniendo los destinos de dos mujeres marcadas por una idéntica sentencia: vagar por el mundo de aquí para allá, solitarias, traspasando una y otra vez las fronteras de lo desconocido.

La hija de Fanjau, que intentaba con todas sus fuerzas abrirse paso en esa corte de gente tan diferente de la de su tierra natal y a la vez tan parecida, no tenía la posibilidad de volver atrás. Por eso se integró en el estrecho círculo que rodeaba a doña Constanza, poniendo lo mejor de sí para aprender a comportarse como una más. Antes dijo adiós al hogar de sus padres adoptivos, quienes le habían enseñado la cara más amable de la condición humana.

—No olvides que siempre nos tendrás de tu parte, pase lo que pase —le insistió Tomeu, emocionado, tratando en vano de estrecharla entre sus brazos pese al obstáculo que suponía su enorme barriga de glotón. Conocía demasiado bien los caprichos de los príncipes como para fiarse de sus deslumbramientos, por lo que temía que la chica fuese devuelta a su casa el día menos pensado, acaso después de un susto—. Si necesitas cualquier cosa, lo que sea, envíanos un recado. Y ven a visitarnos alguna vez, siempre que tus obligaciones te lo permiten.

—Pues claro que vendrá —terció doña Alzais—. ¿No ha de venir? Ella sabe cuánto la queremos…

—Claro que sí —prometió Braira, convencida de que cumpliría su palabra—. Nos veremos con frecuencia.

—Haz honor a tu sangre y a la nuestra —añadió su benefactora, sacando a relucir una faceta de su personalidad desconocida hasta entonces para Braira—. Pórtate como la gran dama que eres. Aunque vayamos a echarte de menos más de lo que te imaginas, nos alegramos de tu suerte y creemos ciegamente en ti.

Como le ocurriera ante su padre tiempo atrás, cuando la traición de Lucas unida a la suya habían llevado la ruina a su familia, esa manifestación de fe en ella, tan incondicional como inmerecida, la desarmó por completo hasta el punto de que se puso a llorar a pesar de lo afortunada que se sentía. ¿Cómo podría jamás corresponder a tanta bondad?

Don Tomeu, que le había abierto su casa cuando llegó con las manos vacías, y doña Alzais, que la había consolado en los peores momentos de soledad, que la había visto vulnerable, escondida en lo más profundo de sí misma, la querían más precisamente por eso; porque ella necesitaba su amor. Esa era la gente de cuyo lado se alejaba para emprender una nueva aventura en la corte, donde, según le habían advertido, todo eran intrigas, maniobras, estrategias destinadas a ganar posiciones en el tablero de un juego despiadado. Ese era el desafío que tenía ante sí, y lo aceptaba gustosa.

A esos padres tan postizos como auténticos —se dijo— les debería siempre el milagro de haberle devuelto la confianza en sí misma y en los demás… aunque con reservas.

—¿Querríais compartir conmigo vuestro arte? —le pidió una tarde Laia de Tarazona, desplegando una deslumbrante sonrisa.

Era la tal Laia una de las favoritas de la reina, porque sabía cantar como nadie y había aprendido de las esclavas moras una forma de bailar que triunfaba en todas las fiestas. Ocupaba un puesto destacado entre las damas de la corte, del que era plenamente consciente. No estaba acostumbrada a recibir un no por respuesta.

—¿Qué queréis decir? —inquirió Braira.

—Si me enseñaríais a hacer hablar a las cartas.

—Eso lleva mucho tiempo, años de observación y experiencia.

—Puedo esperar y esforzarme.

—Es que se trata de un lenguaje complejo… —trató de escaparse la cátara, intuyendo que aquello no llevaría a buen puerto.

—Decid más bien que no queréis y terminaremos antes.

—No se trata de eso…

—Escuchad, Braira de Fanjau —la cortó en seco su interlocutora—. Vos sois nueva por aquí, pero no creo que os chupéis el dedo. Ese juego que habéis enseñado a la reina la tiene encandilada hasta el punto de haberos convertido en su confidente, lo que evidentemente os halaga. ¡No os hagáis ilusiones! Se le pasará. Y cuando eso ocurra, lamentaréis no haberme aceptado por amiga.

¿Cambia realmente la naturaleza de las personas en función de su origen y su posición, o es en el fondo la condición humana la que prevalece, marcándonos el alma a todos con pasiones casi idénticas? En la Aljafería, rodeada de lujos propios de leyendas orientales, Braira conoció de cerca ese universo con el que tantas veces soñara. Olió sus perfumes y también sus cloacas. Aprendió que una actitud obsequiosa suele esconder un corazón mezquino, capaz de arrastrarse por el fango a recoger las migajas sobrantes del banquete de la opulencia. Constató hasta qué punto envenena las conciencias el dolor del bien ajeno. Vio el rostro del mal cubierto de afeites carísimos… y también gozó del aprecio de quienes la quisieron bien sin razón alguna, como había ocurrido con los Corona.

La primera y principal fue la reina, a la que pronto habría llamado amiga de no ser por la diferencia de sangre y de cuna que imponía entre ellas dos una distancia insalvable. Pese a ello, doña Constanza y su nueva dama tejieron lazos estrechos que iban más allá de la práctica de un entretenimiento palaciego y se adentraban en profundidades difíciles de explicar. Eso no tardó en despertar el recelo de quienes se consideraban, por nacimiento, posición y veteranía, más merecedoras de las atenciones que la soberana dispensaba a su nueva dama.

Laia, a quien la occitana nunca introdujo en los misterios del Tarot, fue desde el principio quien manifestó más abiertamente su hostilidad hacia ella, aunque ni mucho menos la única. Otras en cambio la arroparon con su afecto. Braira nunca dudó de que estar en ese círculo mereciera la pena.

La fascinación que ejercía en ella su señora nada tenía de sorprendente. Veía el modelo a imitar, la imagen de lo que siempre había querido ser, una mezcla de madre y matriarca cuya seguridad y templanza le parecían la culminación de las más altas virtudes. Por eso la servía con devoción, no sólo agradecida, sino entregada en cuerpo y alma. Únicamente le hurtaba ese pequeño espacio en el que guardaba su secreto más odiado; la mentira sobre su verdadero credo, convertida ya irremediablemente en un callejón sin salida cuya oscuridad se agigantaba a medida que pasaba el tiempo. Se despreciaba a sí misma por esa deslealtad, pero estaba condenada a perpetuarla si quería conservar la posición privilegiada que había alcanzado a su lado. Y lo deseaba con toda el alma.

La soberana, a su vez, se preguntaba a menudo cuál sería la razón por la que esa joven extranjera había logrado calar tan hondo en su corazón. Entre todas las personas de su entorno era la única que nunca la aburría, lo cual constituía de por sí un argumento de peso. Tampoco la adulaba con el mismo descaro que las otras y, cuando lo hacía, lograba que sus lisonjas sonaran como algo espontáneo. Pero había mucho más. Más que sus cartas y sus augurios, casi siempre certeros. Más que su dulzura, su carácter alegre o su habilidad para tañer el laúd a la vez que desgranaba versos en su preciosa lengua occitana.

Seguramente Braira la había conquistado desde el primer día porque se le parecía tanto…

En un universo gobernado por y para los hombres, donde las mujeres eran meras actrices secundarias, ella había decidido trocar la resignación por astucia. No se conformaba con su papel natural. Ni siquiera era consciente aún de esa postura desafiante ante la vida, aunque la infanta de Aragón, que la aventajaba en edad, estaba convencida de no equivocarse. Se había mirado en el espejo de esa chica y sorprendido al reconocerse de inmediato.

—¿Dónde nos lleva este día? —interrogaba cada mañana a su protegida, bromeando con las dotes adivinatorias que la habían cautivado al principio.

—Adonde vos queráis ir, majestad —respondía la cartomántica, tomándose en serio la pregunta y esforzándose por dar solemnidad a sus palabras—. No hay mejor guía que la voluntad ni camino más seguro que el de la perseverancia.

Sí, se le parecía tanto…