Capítulo VII

Poco tiempo antes se había despedido Guillermo, cumpliendo así su decisión de regresar a Occitania. En Zaragoza había intentado en vano interesarse por los negocios de su anfitrión, para terminar constatando que lo suyo no era el comercio, ni tampoco la guerra, sino los asuntos de Dios. Estaba decidido a profesar en la orden del Císter, al igual que Diego y Domingo. Anhelaba acompañar a este último por los campos de su tierra, ayudarle en su misión evangelizadora, sufrir con él las penalidades del camino y entregar su existencia al Señor.

La llama que prendiera en su interior al contemplar el milagro de Montreal no había hecho sino crecer, por lo que le urgía regresar cuanto antes a entregarse a su nueva vida. Ya no se veía reflejado en absoluto en el caballero que había soñado llegar a ser. Ni siquiera su hermana le reconocía en ese hombre adusto en el que se había convertido. Su rostro reflejaba, en forma de ojeras violáceas, la transformación operada en ese lugar secreto que, en alguna rara ocasión, alberga un matrimonio perfecto entre la razón y el alma.

—Ha llegado el tiempo de marchar —comunicó solemnemente una noche a la familia.

—¿Os vais? —preguntaron Alzais y Tomeu al unísono, mientras Braira le miraba tan sorprendida como disgustada.

—Me voy —precisó Guillermo—. Braira en cambio permanecerá aquí, al menos mientras los vientos de guerra que soplan en Occitania no cambien de signo.

—Pero… —trató de protestar su hermana.

—No hay peros que valgan. Yo he de regresar cuanto antes, pues así me lo exige mi conciencia. Y además nada me retiene aquí. Tú, por el contrario, pareces disfrutar de la hospitalidad de nuestros benefactores. ¡Que Dios os premie cuanto habéis hecho por nosotros! —apostilló, dirigiéndose a ellos—. Se te ve feliz. Quédate pues en paz, cumple la voluntad de nuestro padre y muéstrate siempre dócil y agradecida con estos buenos cristianos que nos han acogido en su hogar.

Su decisión estaba tomada, aunque Braira intentó disuadirle por todos los medios, le suplicó, recurrió a los pucheros que de pequeña lograban siempre conmover el corazón de Guillermo hasta llevarle a plegarse a su voluntad, e incluso lloró sinceramente.

—No me dejes sola, por favor.

—¿Sola? ¿Cómo puedes ser tan ingrata con esta buena gente que te trata como si fueras de su sangre?

—Mi sangre eres tú. No te vayas, te lo ruego.

—Antes de una semana te habrás olvidado de mí —profetizó él. Luego se acercó a ella, la abrazó con fuerza y acariciando su mejilla, como solía hacer cuando era niña, bromeó—: Regreso a casa, hermanita, no más lejos que Fanjau. Te será fácil encontrarme.

—Pues llévame contigo.

—Ni tú deseas marcharte ni yo sería razonable si te llevara de vuelta allí en estos momentos. Tiempo al tiempo. Sé obediente y haz lo que te digo. En cuanto las cosas se tranquilicen, enviaré a alguien a buscarte. ¡Lo prometo!

No había equipaje que empaquetar, puesto que la penitencia impuesta en la carta de reconciliación seguía vigente, lo que agilizó los trámites previos al viaje. Y así, una mañana de primavera, justo al año de su partida de Belcamino, Guillermo de Laurac emprendió la senda de regreso.

La situación que dejara atrás en su día no había mejorado en absoluto. Los ejércitos cruzados se preparaban para desencadenar una ofensiva sin cuartel, haciendo acopio de hombres y pertrechos, ante la pasividad del conde de Tolosa, aparentemente incapaz de reaccionar. En todos los meses transcurridos desde su excomunión no había sido capaz de ponerse de acuerdo con su yerno, el vizconde Raimundo Roger de Trencavel, para armar una fuerza susceptible de resistir el embate, pero tampoco había logrado convencer de su sincero arrepentimiento al legado papal, Arnau Amaury. Este lo fiaba ya todo al poder de convicción del hierro, sordo a las promesas de obediencia y sumisión que reiteraba el noble, con grandes alardes de elocuencia, sin terminar de cumplir lo que se le ordenaba hacer.

Cuando el joven converso cruzó los Pirineos en dirección norte, por el valle del Ródano descendía hacia el sur una armada formidable, de al menos veinte mil jinetes y el triple de infantes, dispuesta a imponer su credo a sangre y fuego. La componían caballeros revestidos de sus resplandecientes armaduras; soldados de a pie, con sus lorigas, yelmos, escudos y espadas; lanceros, arqueros, ballesteros, palafreneros, escuderos, servidores de las terribles catapultas y demás maquinaria de asalto; herreros, carpinteros, panaderos, criados asignados a los miembros principales de aquella tropa, rameras en busca de clientela segura, mendigos, truhanes, mercenarios, maleantes, salteadores de caminos y la más variopinta chusma atraída por la certeza de poder darse a la rapiña y a la violación de manera impune. Gentuza vestida de harapos y armada de porra o cuchillo, consentida y alimentada por los mandos militares de cualquier tropa por su capacidad para sembrar el pánico con actos de bárbara ferocidad.

Aterrado ante lo que se le venía encima, en un último intento desesperado de detener la masacre, Raimundo de Tolosa había entregado siete de sus castillos a la Iglesia y se había prestado a humillarse públicamente en la abadía de San Gil, cuna de su dinastía, ante los ojos de Dios y de su pueblo. Desnudo de cintura para arriba, descalzo, cubierto de ceniza, confesó sus pecados y juró ante las sagradas reliquias obedecer la voluntad del papa, cumpliendo los mandatos de sus enviados. Antes de perdonarle, el legado Milón, maestro de la ceremonia, le obligó a recorrer la nave del templo flagelándole la espalda con varas de leña verde, en presencia de una multitud anonadada.

Nada de todo aquello sirvió para alterar el curso de un drama que estaba escrito.

El 20 de junio de 1209, estando ya el heredero de Belcamino de vuelta en casa con su familia, el conde Raimundo tomó la cruz y se puso bajo la protección del santo padre. Esto llenó de esperanzas a Guillermo, quien se había encontrado con la desagradable sorpresa de que fray Domingo de Guzmán no se hallaba en Prouille, sino en alguna misión apostólica que le hacía inaccesible. Aquel gesto del señor de Tolosa, pensó, conjuraría el peligro que se cernía sobre su gente, ya que probablemente llevaría a la desmovilización de las tropas que acampaban en las inmediaciones de Montpellier, a dos pasos de su casa.

Se equivocaba.

Su padre, Bruno, estaba lejos de compartir ese optimismo.

—Las cosas no pueden ser tan fáciles —le rebatía a su esposa, que se mostraba tan esperanzada como Guillermo con esa maniobra de última hora del noble.

—¿Por qué no? —replicaba Mabilia—. El paso que ha dado el conde va en la buena dirección. Así consigue ganar tiempo.

—Raimundo es un cobarde además de un suicida estúpido —se dolía el barón—. Tanto preparativo, tanto gasto, tanto movimiento de soldados como ha ocasionado la Cruzada no pueden terminar en esa mascarada que ha protagonizado en San Gil. ¡Parece mentira que no se dé cuenta!

Y tenía razón.

Siguiendo los pasos de su suegro, pues estaba tan asustado como él, el vizconde de Carcasona, Besés, Albi y Razés se dirigió, en los primeros días de julio, a suplicar el perdón de los legados, ofreciendo su incondicional sumisión. Su mano tendida fue rechazada de plano, lo que no le dejó otra salida que convocar a toda prisa a sus vasallos, de a pie o de a caballo, sabiendo que sería aniquilado por los soldados del papa a menos que lograra vencerles.

El tiempo de la palabra había quedado atrás. Era hora de que hablaran las armas.

El 20 de julio, bajo un sol de justicia, el formidable ejército capitaneado por Simón de Monforte se puso en marcha en dirección suroeste. Esa misma tarde pasó por la villa de Servían, evacuada por todos sus vecinos, cuyas casas desiertas contemplaron el paso de los conquistadores, y el 21 por la mañana alcanzó la orgullosa Besés, resguardada tras sus fortificaciones. Sus habitantes, animados por el vizconde, habían cerrado a cal y canto las puertas, determinados a resistir. Él lucharía con ellos hasta el último aliento, les había jurado. Jamás les abandonaría…

¡Qué poca consideración suelen merecer a los gobernantes sus propias promesas!

Trencavel huyó a Carcasona, junto a los judíos y a algunos dignatarios cátaros, en cuanto vio acercarse a los cruzados. Fue entonces el obispo de la ciudad, Reinaldo de Montepeyroux, quien se acercó a pie hasta el campamento que habían instalado las tropas francesas en las praderas que bordeaban el río, a fin de suplicar clemencia. La respuesta que recibió fue un ultimátum en toda regla: o los católicos expulsaban a los herejes, o se marchaban de la villa con lo puesto, o se preparaban para compartir el destino de aquellos apestados y perecer con ellos.

Congregados frente a la catedral de San Nazario los representantes de la población, convocados por el prelado para transmitir la mala nueva, sintieron un sudor frío recorrerles la espalda de arriba abajo.

—¿Y a quiénes entregaríamos —preguntó uno de los magistrados locales—, a los perfectos de su comunidad o a todos y cada uno de sus miembros, incluidos los niños, las mujeres y los ancianos?

—La orden es categórica —replicó Montepeyroux—. Si queremos librarnos de su furia, no puede quedar un solo cátaro en Besés.

—¡Pero eso es una locura! —protestó un tercero—. Son nuestros vecinos, nuestros amigos, los clientes de nuestros talleres, los tutores de nuestros hijos… ¿Cómo podríamos deshonrarnos hasta el punto de entregarles a una muerte segura para salvarnos nosotros? ¿En qué clase de cristianos nos convertiría ese comportamiento?

—¡No blasfemes, Tomás! —reconvino el obispo a quien acababa de hablar, maestro de la cofradía local de curtidores—. Las disposiciones de un legado papal no se cuestionan y mucho menos se discuten. Hemos de tomar una decisión y el tiempo se nos agota.

—Tengo serias dudas respecto a la fidelidad de Amaury al mandato del papa o a su voluntad —respondió el interpelado—. A mi modo de ver, su lealtad se orienta más hacia Felipe Augusto, que es quien sacará tajada de lo que aquí acontezca. Pero, sea como sea, yo no me haré cómplice de tamaña iniquidad. Me voy a casa con los míos y que Dios nos proteja a todos.

—Nos protegerán nuestras murallas —puntualizó el jefe de la modesta guarnición desplegada en la ciudad—. Son sólidas y están bien mantenidas. Tenemos provisiones de sobra para aguantar hasta que el vizconde Trencavel nos envíe los refuerzos que ha ido a buscar. Ellos, en cambio, han de alimentar veinte mil bocas y mantener el orden entre la gentuza que les acompaña. Yo os digo que antes de quince días se habrán cansado y levantarán el asedio.

—Opino lo mismo —zanjó el alcalde, que se había mantenido en silencio hasta ese momento—. Aquí hemos convivido católicos, judíos, cátaros y bogomilos desde que existe memoria, sin que nuestras diferentes creencias hayan constituido un problema. ¿Por qué habríamos de ceder ahora a la exigencia que se nos impone? Esto no es una guerra de religión sino de conquista, y por lo tanto no otorgaremos a esos soldados venidos de Francia una victoria gratuita. No les dejaremos poner sus sucias manos en el gobierno de nuestros asuntos. Defenderemos nuestra villa y nuestra tierra de esos ocupantes y lo haremos empuñando la espada, codo con codo, todos juntos por Occitania.

Su arenga fue acogida con gritos de júbilo por la mayoría de los presentes, cuyo temor inicial había ido convirtiéndose poco a poco en confianza eufórica. La decisión estaba tomada y les llevó a juramentarse solemnemente en ese mismo instante.

—¡Suceda lo que suceda, no cederemos!

Esa misma tarde el prelado Montepeyroux abandonó Besés, seguido de un puñado de católicos que llevaban a cuestas las escasas pertenencias que podían cargar. Los demás, incluidos la mayor parte de los sacerdotes, determinados a no abandonar a sus feligreses, optaron por quedarse dentro y correr la misma suerte que los cátaros.

Antes de lanzarse a un asalto que preveían sangriento, algunos oficiales cruzados preguntaron a su jefe espiritual qué debían hacer con esos hermanos de fe que estaban seguros de encontrar en la ciudad, mezclados con los herejes e imposibles de identificar en el calor de la refriega. Él vaciló unos segundos antes de responder:

—¡Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!

Simón de Monforte, el León de la Cruzada, era una criatura de extraordinaria belleza: ágil, flexible, fuerte, musculoso, despiadado, letal. Superada desde hacía años la edad dorada de la juventud, el conde atraía todas las miradas por su melena ondulada, felina, que enmarcaba la elegancia de sus facciones. Alto de estatura y ancho de espaldas, presentaba un torso bien proporcionado, con brazos esculpidos en el manejo constante de las armas, ninguna de las cuales guardaba secretos para él. Sus piernas eran semejantes a columnas. Vivo de carácter, siempre alerta, afable en el trato, buen camarada, humilde en apariencia, prudente, equilibrado en sus juicios, virtuoso en lo personal y competente en el terreno militar, devoto servidor del Señor en la persona del papa… habría sido el vivo retrato del caballero andante, de no ser por su desmesurada ambición.

Antes de embarcarse en la Cruzada, respondiendo al llamamiento del santo padre, languidecía en sus modestas posesiones norteñas, compartiendo la heredad de su esposa, Alix, hija del señor de Montmorency. Cuando los legados de Inocencio le propusieron quedarse con los títulos y dominios de Raimundo Roger de Trencavel, a cambio de derrotarle en el campo de batalla, él se apresuró a rechazar la oferta, apelando a su honor e invocando su fe. Mas fue precisamente esta última, esgrimida como argumento, la que no tardó en convencerle de la conveniencia de aceptar tan ventajoso negocio.

Como cristiano que era —le dijo el abad del Císter, Arnau Amaury, sin mencionar al soberano francés, cuya sombra planeaba sobre la propuesta— debía obediencia al papa. Tenía pues que plegarse a su voluntad, aceptando sin discusión las tierras que se le confiscaran al hereje. Y así terminó por hacerlo el conde, poniendo como condición, eso sí, que todos los nobles que le acompañaban en ese momento, muchos de los cuales habían anunciado su decisión de regresar cuanto antes a sus casas, le juraran solemnemente responder a su llamada cada vez que les necesitara.

Jugó fuerte y ganó. Sin más fortuna que su astucia ni más munición que el coraje, acababa de convertirse en general en jefe del mayor ejército de su tiempo, acampado a la sazón frente a la villa fortificada de Besés, recorrida en esa hora crucial por una oleada de fervor suicida.

—¡No podrán con nosotros! —vociferaba un herrero, enarbolando su martillo a modo de hacha de combate.

—¡Enseñaremos a esos presuntuosos de lo que somos capaces! —le secundaba el tabernero más popular del burgo.

—¡A las almenas! ¡A las almenas todos, que lleguen hasta sus tiendas los ecos de nuestro desprecio!

—¡Nada de a las almenas, seguidme, vayamos a por ellos ahora que no se lo esperan!

Era la mañana del 22 de julio. Hacía un calor aplastante. Nunca se supo quién dio aquella voz delirante, que los siglos maldecirían.

Siguiendo la arenga de algunos cabecillas ofuscados por el orgullo, un nutrido grupo de ciudadanos se aventuró a realizar una salida hasta la misma linde del campamento cruzado, donde los más audaces se pusieron a agitar sus pendones, profiriendo toda clase de insultos. No eran gentes de armas, sino hombres y mujeres ebrios de excitación. Locos.

Monforte y sus hombres se preparaban a esa hora para un largo asedio, mientras sus pajes, escuderos, mozos de espada, palafreneros y demás sirvientes se afanaban en sus tareas. Fueron ellos quienes, viendo las puertas de la ciudad abiertas, se lanzaron al asalto.

—¡Al ataque, camaradas, la Babilonia de los herejes ya es nuestra!

—¡A por el botín, hermanos, esta vez no nos conformaremos con las migajas de los señores! ¡Qué se atreva alguien a arrebatarnos el oro que se esconde tras esos muros!

No tuvieron que decirlo dos veces. La chusma que acompañaba a la tropa se unió inmediatamente a ese improvisado ejército, ávida de rapiña, y se abrió la boca negra del infierno.

Empuñando porras, cuchillos de monte o garfios de carnicero; enseñando los dientes roídos por la roña, aullando como salvajes, descalzos, semidesnudos, miles de facinerosos corrieron hacia la villa indefensa, dispuestos a cobrarse en el saqueo todo el salario que se les debía desde el inicio de la campaña.

Los vigías de Besés, viendo lo que se les venía encima, llamaron a su vez a los suyos a regresar a toda prisa al amparo de la muralla, haciendo sonar las trompetas y lanzando al vuelo las campanas. El pánico se adueñó nuevamente de los habitantes del burgo, mientras el cuerpo de guardia conseguía a duras penas cerrar y atrancar las pesadas puertas de madera reforzada con hierro, justo antes de que fueran traspasadas por aquella horda vociferante que, pese a ello, no se detuvo.

Como si una mente inteligente dirigiera su comportamiento, la turba, cuya visión recordaba lo que narraban los historiadores sobre las invasiones bárbaras que asolaron los últimos años del Imperio del Águila, se movió con la precisión de una máquina de asalto perfectamente engrasada. Unos se dirigieron al foso, a fin de rellenarlo de piedras y tierra, mientras otros intentaban minar la base de la fortificación, acometiéndola con picos y herramientas de labor, al tiempo que la mayoría se cebaba con los paños de los portones, empleando toda clase de objetos a guisa de arietes.

Besés temblaba y se encomendaba a Dios. Al mismo Dios al que adoraban cátaros y católicos. Las mujeres, los ancianos y los niños buscaron refugio en las iglesias, especialmente en la catedral de San Nazario, que con más de siete mil acogidos a sagrado no daba ya más de sí. Los propietarios de casas robustas, susceptibles de resistir una embestida, se encerraron en ellas e hicieron de los muebles parapetos, o intentaron en vano huir a través de algún subterráneo. Los más valerosos se sumaron a la escuálida guarnición de defensores, que se afanaba en repeler el ataque arrojando flechas, piedras o aceite hirviendo a los asaltantes.

Para entonces estos ya no eran únicamente un grupo de desharrapados, sino un ejército en perfecta formación de combate, dado que Monforte había ordenado a sus jinetes e infantes sumarse a la contienda en cuanto se había dado cuenta de lo que sucedía. Y no lo había hecho movido por el deseo de coartar los desmanes de esas gentes de condición vil, sino con la determinación de no dejarse arrebatar todo el fruto del pillaje que iba a sufrir la próspera ciudad occitana. Las hienas no robarían al león su parte. Él sería el primero en escoger y el más beneficiado en el reparto, como no podía ser de otro modo.

Claro que las cosas no salieron como preveía.

Desde su tienda, plantada junto a las de los demás cruzados, Raimundo de Tolosa contempló los hechos que se produjeron a partir de ese momento con la certeza de estar cediendo a la cobardía y despreciándose a sí mismo por ello. Se había unido a las tropas del francés como único modo de salvar su propia cabeza, a costa de sacrificar las de sus vasallos. Lo último que se esperaría de un caballero occitano. Por eso rehusó participar en el asalto, aunque tampoco hizo gesto alguno por evitarlo.

Al atardecer, bajo el empuje de una fuerza infinitamente superior a la de los sitiados, cayeron simultáneamente varios paños de muralla, abriendo brechas por las que aquellas fieras hambrientas se abalanzaron sobre sus presas. Estaban ciegos de ira, enfurecidos por las provocaciones y posterior resistencia de los defensores de la plaza, ávidos de venganza.

Arrasaron con todo lo que encontraron a su paso, empezando por las personas. Violaron a mujeres y niños, torturaron, antes de darle muerte, a cualquiera que tuviera aspecto de poseer algo, con el fin de obligarle a confesar dónde guardaba su dinero. Cortaron, desmembraron, trituraron. No se atrevieron a penetrar en San Nazario, pero atrancaron desde fuera las puertas y le prendieron fuego. En su interior ardieron millares de refugiados, junto a las sagradas reliquias de los santos, los tapices, los cálices y las hostias consagradas que albergaba el templo.

La noche se iluminó con las llamas que se elevaban al cielo desde Besés, una de las ciudades más pobladas de todo el condado, convertida en una gigantesca pira funeraria. Veinte mil desgraciados perecieron ese día degollados a cuchillo, estrangulados, golpeados, ensartados en una lanza de caballero o quemados vivos. Eran cátaros y católicos.

Los cruzados descansaron de su hazaña durante los tres días siguientes, contemplando desde sus tiendas cómo se iba disipando el humo, antes de levantar el campo para proseguir con su tarea.

La mayoría del botín se perdió entre los escombros.

Guillermo se enteró de lo sucedido pocos días después, cuando los ecos de la masacre llegaron hasta el último rincón de una Occitania estremecida de horror.

Seguía sin encontrar a Domingo, aunque su preocupación inmediata era preservar a sus padres de terminar sus días como los supliciados de la ciudad martirizada. Desesperado, sin saber qué hacer, escribió una larga carta a su hermana, narrándole con detalle aquellos acontecimientos, más por necesidad de desahogarse que con la esperanza de obtener alguna ayuda. La misiva fue entregada a un sacerdote que se dirigía a Zaragoza, quien prometió entregarla a su destinataria.