Capítulo V

En el interior del castillo de Belcamino se había desatado una tempestad tan furiosa como la que descargaba contra sus murallas.

—¿Te has vuelto loco? —vociferaba Bruno, dirigiéndose al que fuera su mayordomo—. ¿Tienes la más remota idea de las consecuencias que va a traernos tu ocurrencia? ¡¿Pero en qué estabas pensando cuando urdiste esta atrocidad, desgraciado?!

—Se lo merecía —respondió Lucas muy bajito y con la cabeza gacha, como si hablara para sus adentros—. Ya lo creo que se lo merecía. Todos ellos se lo merecen. No podíamos permanecer impasibles ante tanta ignominia.

—¡Les has dado el pretexto que andaban buscando, estúpido! —volvió al ataque el señor de la casa, parándose en seco ante su interlocutor para propinarle una bofetada—. Has firmado la condena a muerte de todos los cátaros y a nosotros, que te acogimos en nuestro hogar como si fueras de nuestra propia sangre, nos has buscado la ruina. Escucha el furor de esas gentes —añadió, señalando al gran ventanal por el que se colaban las voces de los congregados ante la tapia, deseosos de participar en el linchamiento del asesino—. ¿Qué se supone que debo hacer contigo ahora?

—¡No podemos entregarle, padre! —intercedió Braira a favor de su ayo, a pesar de que sus sentimientos hacia él se habían vuelto contradictorios al verse engañada en su buena fe.

Lucas no la había delatado todavía, aunque le lanzaba miradas de perro apaleado suplicando su mediación. ¿Qué debía hacer ella? ¿Confesar su colaboración en el crimen, ahora que conocía las consecuencias de unos actos de los que ya se avergonzaba, o callar por miedo? El miedo era hermano gemelo del embuste, le habían enseñado sus mayores. Una vileza propia de gentes sin moral, tan difundida, empero, como la mentira. Y ella tenía miedo. Estaba tan aterrada, que se limitó a constatar:

—No le podemos abandonar. La muchedumbre le haría pedazos. Mantengamos la calma. Sin máquinas no lograrán forzar las puertas del castillo y acabarán marchándose cuando el hambre y la sed empiecen a hacer estragos. Es sólo cuestión de tiempo.

—Desafortunadamente no disponemos de ese tiempo —replicó Bruno, dirigiendo a su hija una mirada cargada de ternura—. Cada vez llegan más personas y su cólera va en aumento. Nuestros guardias no conseguirán contenerles mucho más. Sé lo que va a dolerte esto, pero Lucas tiene que salir de aquí ahora mismo o entrarán a buscarle y todos correremos su misma suerte.

Ese «sé lo que va a dolerte esto» era justamente lo que necesitaba Braira para librarse del temor que la abrumaba. Desarmada por el amor de su padre, cuya fe en ella resultaba mucho más difícil de traicionar que cualquier principio inculcado en la infancia, se decidió a confesar.

—Yo soy tan culpable como él. Si le castigas, debes castigarme a mí también.

—¡¿Pero qué dices?! ¿Cómo podrías haber participado tú en algo tan repugnante?

Incapaz de resistir más tiempo la tensión acumulada en ese interrogatorio, asaltada por los remordimientos, la pequeña de los De Laurac contó lo sucedido desde el momento en el que el caballerizo le había hecho llegar la nota de Lucas. Reconoció su labor de espionaje, a la vez que pedía perdón, entre sollozos, sin lograr articular un discurso coherente.

Sus padres la escucharon atónitos. No terminaban de creerse lo que oían. Les parecía imposible que fuese cierto.

—La niña es inocente —intervino finalmente el senescal, de quien los barones parecían haberse olvidado momentáneamente, avergonzado por el respaldo y la sinceridad de su cómplice involuntaria—. Ella no sabía lo que hacía y yo le aseguré que nadie sufriría daño. No tenía la menor idea de lo que se estaba urdiendo. Lo juro por mi honor.

—Tú no tienes honor, infame —tronó Bruno—. Tú… Ojalá esa muchedumbre que te espera ahí fuera haga contigo lo que te mereces. ¡Hideputa!

—¡No me abandonéis a un destino así, señor! —suplicó entonces Lucas, convencido de que estaba a punto de ser entregado a un final espeluznante—. Estoy dispuesto a morir. Bien sabe Dios que nunca he sido un cobarde. Pero acabar de ese modo, descuartizado por una horda de villanos iracundos…

Fuera los gritos sonaban con furia creciente. Los más exaltados habían comenzado a lanzar piedras contra los centinelas que vigilaban la entrada, coreados con júbilo por todos los demás. En breve tendrían que replegarse los soldados al interior de la fortaleza o bien coger sus arcos y comenzar a disparar sobre hombres, mujeres y niños desarmados. La situación era desesperada.

—Yo saldré contigo —propuso de pronto Guillermo, que hasta entonces había permanecido silencioso, con una seguridad que sorprendió a todos.

—¡Ni hablar! —se opuso su padre—. Este gusano afrontará solo el destino que se ha labrado. En cuanto a tu hermana, luego ajustaremos cuentas.

—No puede ser, hijo —secundó Mabilia a su esposo, horrorizada—. Tu intención es buena, mas de nada serviría. Únicamente conseguirías morir con él.

Mientras Braira seguía llorando, como ausente, vagamente consciente de haber roto algo muy valioso e imposible de recomponer, su hermano se mantuvo firme en su empeño.

—Os equivocáis. Todo el mundo sabe en Fanjau que me he reconciliado con la Iglesia de Roma. Lo dicen las cruces cosidas a este sayo que llevo puesto y también la carta firmada por fray Domingo, que obra en mi poder. Yo hablaré con ese gentío, le convenceré de que nadie puede tomarse la justicia por su mano, y menos en nombre del Dios que nos invita a perdonar a quienes nos ofenden. Confiad en mí al menos esta vez. Con una pequeña escolta que me asignes, padre, conduciré a Lucas hasta Tolosa, donde el conde se encargará de él.

—Es demasiado arriesgado —dijo el barón—. Este desgraciado debería habérselo pensado antes y desde luego mejor. Ahora es tarde. No tiene derecho alguno a ponernos en esta disyuntiva. Cuanto hizo por esta familia se lo pagamos con creces, os lo aseguro. Creedme todos cuando os digo que nada le debemos, y menos ahora que sé lo que ha hecho con esta cabeza loca que tengo por hija.

El aludido temblaba de terror, arrodillado en el suelo, suplicando en silencio misericordia.

—No hay otra solución que la que yo propongo, padre —insistió Guillermo—. ¿Podrías dormir tranquilo habiendo enviado a este hombre a un suplicio como el que le espera, sin mover un dedo por socorrerle?

—¡Por supuesto que sí! Este traidor nos ha deshonrado a todos y ha condenado a tu hermana. ¿Aún pretendes defenderle?

—No discuto tu derecho, padre; apelo a tu clemencia. Es lo que enseña el Evangelio por el que los dos nos regimos. Déjame a cuatro de tus mejores hombres y reza para que todo salga bien. Cumpliré esta misión y regresaré sano y salvo, lo prometo. Tal vez sea esta una señal que me envía el Señor para poner a prueba mi fe.

Tras un momento de vacilación, Bruno de Laurac asintió de manera casi imperceptible. Estaba tan apesadumbrado por el disgusto que le había dado Braira que se veía incapaz de discutir con su hijo. Se sentía de pronto viejo, derrotado; demasiado viejo y derrotado como para oponer resistencia a los argumentos del muchacho, cargados de generosidad.

El universo se le acababa de venir encima, arrastrando con él buena parte de sus certezas, aunque de una cosa estaba seguro, y era de que al asesinato perpetrado por su antiguo servidor seguiría una represalia de los papistas que dañaría a su familia de un modo irreparable.

¡Maldito imbécil, maldita venganza absurda, maldita estupidez, la de su hija con ínfulas de heroína, maldita ley infame, esa del ojo por ojo, que escribía la Historia de los pueblos con sangre en lugar de tinta!

Antes de salir de la estancia para cursar las órdenes necesarias, abrazó emocionado a Guillermo, ese hijo que se le había hecho hombre de repente, y escupió en la cara del mayordomo homicida. A Braira no le dedicó ni una mirada. Por sus mejillas resbalaban lágrimas de rabia e impotencia ante lo que veía venir sin remedio. Su mundo, el mundo del que había gozado hasta ese día, había llegado a su fin. Y el epílogo que empezaba a conocerse en esa hora anunciaba un desenlace espeluznante.

Al abrirse con un chirrido metálico el doble portón de roble macizo que guardaba la fortaleza, la multitud prorrumpió en un aullido triunfal. Podía oler desde la distancia el miedo cerval de su víctima, saborear su carne. Era un único animal informe, un ente compacto, salvaje, hambriento y excitado por la emoción de la caza, babeando ante una presa inerme. Quien se ofreció a las fauces de esa bestia rugiente, sin embargo, no fue Lucas de Reims, sino Guillermo de Laurac. Iba a pie, con su mísero hábito de penitente y su carta de reconciliación en la mano. Levantaba los brazos en señal de paz.

Aprovechando el momento de desconcierto causado por su aparición, rogó a los allí presentes que escucharan lo que tenía que decirles y obtuvo, seguramente como consecuencia de la sorpresa causada, un paréntesis de silencio que aprovechó, haciendo gala de su valentía. Tuvo que recurrir, eso sí, a toda la elocuencia de la que era capaz para convencer a aquella masa iracunda de que lo que pretendían hacer con sus horcas, sus hoces y sus garrotes no podía ser grato a los ojos de Dios.

—¿Quiénes sois vosotros, simples campesinos, para juzgar y sentenciar un crimen de tan horrendas características? ¿No haríais bien en dejar esta tarea a quienes están facultados para llevarla a cabo con garantías?

—¡Entréganos al asesino y te dejaremos marchar! —se oyó decir a una mujer sin rostro, que por la voz parecía una anciana.

—¿Cómo vais a hurtar vosotros a la Iglesia la responsabilidad y el privilegio de castigar al hombre que ha atentado contra un legado del pontífice, sin incurrir en el pecado de la soberbia? ¿Creéis de verdad que eso es lo que desearía el padre Marcelo, cuyas homilías escucháis cada domingo? Dejad que yo lo conduzca hasta Tolosa y se lo entregue a nuestro señor el conde.

El joven barón De Laurac habló con emoción, autoridad y convicción, alternando el ruego con la amenaza, hasta lograr neutralizar el zarpazo de esa fiera que, poco a poco, fue replegando las garras. Pero cuando mencionó el nombre del conde Raimundo, los ánimos volvieron a caldearse, por lo que finalmente, después de parlamentar con quienes se habían erigido en cabecillas de aquella horda vociferante, planteó una solución aceptable para todos: Lucas sería llevado de vuelta al lugar donde aguardaba el resto de la delegación romana, con Arnau Amaury a la cabeza, a fin de que fuera este quien tomara las disposiciones que estimara convenientes para enjuiciar su conducta.

Con cierto temor partieron de Belcamino a caballo el senescal, cuyos brazos iban atados a la espalda, su protector y los cuatro soldados de su guardia, pasando entre hombres y mujeres de aspecto feroz que todavía blandían objetos cortantes, palos o simplemente puños desnudos, a la vez que les lanzaban las más obscenas increpaciones.

Todos sudaban de angustia, no de calor. Procuraban mirar al frente, en actitud gallarda, pues no hay en el campo de batalla posición más vulnerable que la de quien se reconoce débil ante el adversario. Por eso fingían un aplomo que estaban lejos de sentir, manteniendo a sus monturas a un paso corto, casi de desfile, que acentuara la superioridad de su rango con respecto al de esa chusma.

Poco a poco, a medida que se alejaban, aceleraron la marcha, hasta poner a los corceles al trote, sin dejar de mantener la formación. Fue entonces cuando Lucas cometió su último error. Tal vez acuciado por el pánico o acaso en un intento desesperado de escapar, picó espuelas y se lanzó a galope tendido en dirección a las montañas, buscando la espesura del monte sin roturar. No llegó muy lejos. Uno de los miembros de la guardia, tras consultar con la mirada a su amo, tensó su arco, apuntó, y abatió de un flechazo en el cuello al fugitivo, que quedó derribado en el suelo, boca abajo, entre convulsiones que le hacían escupir espumarajos de color oscuro.

De nuevo la muchedumbre prorrumpió en gritos eufóricos, enardecida por la contemplación de esa agonía, seguramente no tan lenta como la que habían planeado sus integrantes, pero lo suficientemente dolorosa como para saciar su apetito.

Asqueado, Guillermo ordenó al arquero que rematara cuanto antes su faena, lo que este ejecutó con diligencia, cabalgando hasta donde se encontraba el moribundo, desmontando con agilidad y degollándolo a cuchillo. A continuación, limpió a conciencia su daga con las ropas del difunto, antes de volver a guardarla en su vaina, satisfecho del deber cumplido.

Para llevar un cadáver al lugar convenido con quienes clamaban justicia no era necesaria la presencia del heredero de Belcamino, por lo que este regresó sobre sus pasos sin ser molestado, con la amargura tatuada en el rostro. Exactamente igual que su padre, intuía con claridad el fin de un tiempo conocido que daba paso a una era de tribulación ante la cual se sentía impotente.

Y luego estaba Braira, su pequeña y querida Braira, cuyo futuro pendía de un hilo.

No fue suficiente la muerte de Lucas para lavar la ofensa de lo que ya se conocía en todas partes como el martirio de Pedro de Castelnau. Henchido de santa indignación, el papa, Inocencio III, lanzó un llamamiento a las armas en forma de carta dirigida a su legado en Occitania:

¡Adelante, caballeros de Cristo! ¡Adelante, valientes reclutas del ejército cristiano! Que el grito de dolor universal de la Santa Iglesia os arrastre. Que os inflame un celo piadoso a fin de vengar semejante afrenta infligida a vuestro Dios. Dicen que, tras la muerte de ese hombre justo, la Iglesia de vuestro país está sin consuelo, sumida en la tristeza y la aflicción; que la fe ha desaparecido, la paz ha muerto, la peste herética y la rabia guerrera han tomado nuevas fuerzas; que la nave de la Iglesia está expuesta a un naufragio total si en esta nueva y terrible tempestad no le aportamos un auxilio poderoso…

Había sido llamada formalmente la Cruzada contra los cátaros. Todos los beneficios e indulgencias de que gozaban los combatientes en Tierra Santa se extendieron a quienes quisieran tomar las armas contra esos «apestados enemigos de la verdadera fe», ya fueran nobles o villanos. Sus posesiones fueron ofrecidas como botín a cualquier guerrero católico dispuesto a luchar contra ellos. Cayeron sucesivos interdictos sobre sus dominios, al tiempo que sus vasallos eran autorizados por Roma a romper el sagrado juramento feudal que les imponía obediencia.

La tierra de los juglares, la de las mujeres en cuyos labios florecía la alegría, la que rendía tributo al amor y hablaba la lengua de Oc, se convirtió de la noche a la mañana en oscuro objeto del deseo de todos los desheredados de Francia.

A la llamada del santo padre respondieron algunos grandes señores movidos por un auténtico fervor católico, como los condes de Nevers, Leicester y Saint Paul, pero también muchas aves de presa codiciosas, decididas a quedarse. De todas partes del reino de Felipe Augusto acudieron segundones sin fortuna, mercenarios carentes de escrúpulos, gentes de armas huérfanas de honor y demás chusma, atraída por la posibilidad de lanzarse a la rapiña impune, no sólo sin mala conciencia, sino con las bendiciones de Roma.

Entre esos guerreros destacaba uno, de abolengo venido a menos y sobrada maldad, cuyo nombre inmortalizaría la Historia convirtiéndolo en sinónimo de crueldad. Uno cuya perfidia no llegó a conocer límites y que nunca mostró piedad: Simón de Monforte, el León de la Cruzada.

Bruno de Laurac supo desde el primer momento lo que significaba esa carta del papa y no vaciló en tomar medidas drásticas. Tras despachar un correo a su amigo Tomeu Corona, antiguo correligionario converso que había hecho fortuna como proveedor de la corte aragonesa en Zaragoza, convocó un consejo familiar para comunicar solemnemente a su esposa e hijos sus decisiones.

—Debéis marcharos de aquí cuanto antes. Ya he dispuesto lo necesario para que os reciban en Aragón, donde estaréis seguros. Yo tengo que quedarme a cuidar de nuestros viñedos, pero vosotros partiréis mañana mismo. Llevaos lo indispensable y comprad allí lo demás. Mi contacto en la capital del rey don Pedro os proporcionará todo lo que preciséis. En cuanto a ti, Braira —añadió pesaroso—, no sé si podré perdonarte lo que has hecho, aunque me consta que no era tu intención causar la muerte de nadie. Espero que al menos te sirva de lección para actuar con más prudencia de aquí en adelante.

La chica no respondió. Nada tenía que decir. Estaba intentando desesperadamente ser indulgente consigo misma, lo que le obligaba de manera inconsciente a culpar a los demás de todo lo malo que acontecía a su alrededor. Era mejor tergiversar en su mente la realidad que verse obligada a despreciarse, por lo que muy pronto se convenció de que había sido su padre el responsable de la tragedia familiar que estaban viviendo, al mostrarse implacable con Lucas, y su hermano, por no defenderle lo suficiente…

El mundo se había confabulado en su contra y ella debía resistir, atrincherada en su orgullo de dama ofendida. No obstante, aunque fuese incapaz aún de valorar la gravedad de su herida, un tajo profundo le recorría ya las entrañas, afectando de manera especial a ese órgano invisible en el que se asientan la confianza en los demás y la capacidad para entregarse a la amistad sin reservas.

Mabilia, cuyo destino anunciado por las cartas empezaba a cumplirse en ese instante, no se lo pensó dos veces antes de rechazar con vehemencia la invitación de su esposo a escapar.

—Mi sitio está aquí, a tu lado, aunque coincido contigo en que los chicos tienen que irse. No será por mucho tiempo, tranquilos —añadió, dirigiéndose a sus hijos con una sonrisa algo forzada—. Os ayudaré a prepararos para el viaje, sobre todo a ti, Braira, porque no sé si estás en condiciones de asumir alguna responsabilidad. ¿Pero cómo pudiste dejarte embaucar por ese loco? —le preguntó, rodeándole los hombros con sus brazos sin dejar de recriminarle su grave equivocación.

Confundía el enfurruñamiento de Braira con arrepentimiento. Pensaba que el silencio de su hija era debido a la sensación de culpa en vez de a la ofuscación, por lo que le dijo al oído:

—Anda, vamos, charlaremos mientras llenamos un baúl. Desahógate conmigo y no te odies. Todos cometemos errores. Lo importante es aprender de ellos.

—Nadie tiene por qué marcharse —rebatió Guillermo—. Si quisierais convertiros, como he hecho yo, si fuerais capaces de ver la luz con la claridad con la que yo la veo, nada tendríamos que temer de los soldados de Cristo. Estoy seguro de que Domingo nos brindaría su protección…

—Ni él ni nadie puede ayudarnos, Guillermo —le interrumpió su padre—. La presencia de Lucas en esta casa nos condena, incluso sin que nadie sepa nunca, como espero que suceda, la intervención de tu hermana en este desgraciado asunto del asesinato de Castelnau. Todo el país está a punto de convertirse en una gigantesca hoguera. Obedéceme y vete con ella a Zaragoza, lejos del peligro que corréis aquí. Si tu madre desea quedarse —añadió, mirando a Mabilia con afecto casi paternal—, que así sea. Aún no se ha dicho la última palabra en cuanto al desenlace de este conflicto. Pero vosotros os vais mañana mismo. Y no se hable más.

Braira no intentó protestar. En el fondo de su corazón había esperado siempre ese momento, si bien lo había imaginado de un modo luminoso, sin rabia ni vergüenza. Había soñado con escenarios más amables, en los que no tuviera que llorar la traición y muerte violenta de su ayo, ni partir de un día para otro, ni sentir en la mirada de su padre un frío glacial, mezcla de reproche, decepción e incredulidad, ni verse obligada a odiarle, a cultivar con mimo ese odio en el fondo de su corazón, como única manera de salvarse a sí misma.

Alejarse de su hogar, al que, en todo caso, estaba segura de regresar, le producía cierta pena e inquietud, aunque también alivio. Así dejaría atrás todo lo vivido en esos años en los que había sido un instrumento en manos de poderes ajenos. Era tiempo de mirar al futuro, con las riendas de su vida firmemente sujetas. La perspectiva de ver horizontes desconocidos y vivir experiencias nuevas le excitaba lo suficiente como para compensar la melancolía del adiós, dándole fuerzas. Así es que consintió en hacer lo que le ordenaban, dócil en apariencia a la autoridad paterna.

A medida que se acercaba la hora de la verdad, sin embargo, lo que se disponía a emprender dejó de ser un proyecto para cobrar forma definida. Entonces se dio cuenta de la magnitud de lo que estaba ocurriéndole, de lo que acontecía en Occitania y de lo que significaba esa huida. Fue notando un peso creciente sobre el pecho que le dificultaba la respiración, produciéndole simultáneamente ganas de llorar, dolor de vientre y sudor frío. Con los años aprendió a reconocer y temer esos síntomas inequívocos de la angustia, que llevaría siempre en el equipaje al comienzo de los muchos viajes que iban a jalonar su vida.

El día previsto para el adiós, Belcamino era un hervidero de actividad, recorrido por un murmullo de despedidas sombrías disfrazadas de buenos propósitos.

En el patio del castillo, con una rosa recién cortada para su compañera de juegos, Beltrán parecía la viva imagen de la desolación. Controlando a duras penas sus emociones, besó castamente la mano de la chica y le entregó la flor.

—Tus deseos parecen cumplirse antes de lo que esperabas —dijo resignado.

—¿Mis deseos? —contestó Braira sin comprender.

—Aquel día, el del ataque de los bandidos, me confesaste que soñabas con alejarte de esta vida aburrida. ¿No recuerdas?

—No era esto a lo que me refería, créeme —trató de consolarle ella—. De todas formas, regresaré pronto. ¡No te vayas a poner a llorar como una damisela!

—No lo haré, pierde cuidado —se creció él—. Te deseo mucha suerte.

—Y yo a ti, querido Beltrán. Nos volveremos a encontrar antes de lo que crees. ¡Ya verás!

El juglar, que no compartía en absoluto ese optimismo, salió corriendo antes de perder la compostura, a derramar su pena en forma de poema. Tampoco Braira era del todo sincera, por más que se esforzara en mantener la misma actitud confiada con los demás habitantes del castillo. Ella también veía los nubarrones que se les venían encima.

Se desmoronó cuando le llegó el turno de decir adiós a su madre. La empalizada de soberbia que había construido a su alrededor empezaba a cuartearse, sacudida por golpes de lucidez y oleadas de remordimiento. Sentía en la boca un regusto amargo a soledad. Le costaba cada vez más engañarse a sí misma, aunque lo siguió intentando durante mucho tiempo. Todo el que pudo.

La impedimenta de los hermanos era, tal como había dispuesto el barón, de lo más liviana. Aparte de algunas provisiones, hicieron cargar en el carruaje un arcón de tamaño mediano con algunas posesiones de Braira: abrigo, vestidos, cinturones, sus afeites favoritos, zapatos, tocados y un juego de sábanas limpias para evitar las de las posadas en las que tendrían que hacer noche durante el camino. Guillermo, fiel a sus votos de expiación, no se llevó nada más que un rosario y un pequeño zurrón con documentos.

En el último momento, ya a punto de azuzar a las muías que tiraban del vehículo, Mabilia entregó a su hija una cajita de marfil con remaches de plata, cuyo contenido Braira conocía bien. No hicieron falta palabras. Ambas sabían lo que significaba aquel gesto y el valor del regalo que acababan de hacerse la una a la otra. La señora de Belcamino transmitía su saber, su poder y su visión a la carne de su carne, llamada a mostrarse valerosa en ese trance. Esta, a su vez, aceptaba perpetuar allá adonde la llevara su exilio el arte antiguo del Tarot, amenazado de muerte en esa Occitania agonizante.

Caía una lluvia fina, pegajosa, penetrante, cuando Guillermo y Braira cruzaron las puertas del castillo de sus ancestros sin mirar atrás. Tenían ante sí un largo trecho antes de llegar a Zaragoza, y no podían arriesgarse a recorrer en solitario la ruta que les llevaría hacia el sur, cruzando la cordillera pirenaica por pasos angostos e inseguros, que, en el peor de los casos, acaso estuvieran aún cubiertos de hielo. Por eso, a la altura de Carcasona, se unieron a una caravana de arrieros que se dirigía a Navarra, haciéndose pasar por peregrinos a Compostela desviados del camino habitual con el fin de visitar a unos parientes afincados en Huesca.

Al principio todo discurrió sin sobresaltos, en jornadas agotadoras sobre calzadas mal mantenidas que obligaban a los hombres a detenerse con frecuencia para retirar algún obstáculo o rellenar de piedras y grava un bache especialmente profundo.

Braira, la única mujer de la expedición, apenas bajaba de su carromato, cubierto por una lona y, cuando lo hacía, se tapaba el rostro con un velo de gasa lo suficientemente tupido como para ocultar sus bellas facciones de doncella. Al caer el sol, ella y su hermano encendían su propio fuego de campo, algo apartados de los demás, limitando al mínimo indispensable el contacto con esos seres rudos, de habla extraña, de quienes no se terminaban de fiar. Con el correr de los días, no obstante, la tensión se fue relajando, hasta llevar a los chicos a cometer una imprudencia que iba a resultar fatal.

Una noche, estando ya la luna alta, mientras Guillermo dormía profundamente, Braira sacó de su escondite el estuche que guardaba la baraja de su madre, dispuesta a matar el aburrimiento y la nostalgia preguntando a los naipes lo que les depararía esa inesperada estancia en Aragón, alejados de su casa y de todo lo que habían amado hasta entonces.

A la luz de la hoguera, se puso a tirar las cartas sin dar excesiva trascendencia al juego, aunque lo suficientemente absorta en él como para no notar la presencia de un extraño a sus espaldas, que la sobresaltó con estas palabras:

—Esa caja debe tener un valor considerable. Tal vez quieras vendérmela, junto a esas bonitas estampas con las que andas trajinando.

El tono que empleó el buhonero para hablarle, chapurreando la lengua aragonesa, no le gustó a la chica. Su mirada, menos aún. El aspecto de aquel hombre se le antojó el de un lobo a punto de abalanzarse sobre un cordero lechal, que se divirtiera olfateando previamente a su presa. Y además, ella había aprendido a desconfiar de la gente. Seguramente demasiado.

Tras unos momentos de vacilación, en los que tuvo la tentación de ponerse a gritar, optó por recurrir a la astucia y respondió, ajena a toda prudencia, forzando la voz al máximo con el fin de parecer más segura de lo que en realidad estaba:

—Ándate con ojo, arriero, que las estampas de las que hablas son mágicas y podrían acabar contigo en menos de lo que se tarda en decirlo. Observa —le ordenó, mostrándole la carta del Diablo, un ser con sexo de hombre y pechos de mujer, manos en lugar de pies, alas de murciélago y sonrisa maligna, subido a un pedestal al que permanecían encadenados dos demonios de menor tamaño que parecían condenados a servir a su señor—. ¿Te parece horrible esta figura? Pues imagínatela de carne y hueso, tan alta como un roble adulto, persiguiéndote por estos páramos con la ayuda de sus esclavos. Bastaría una orden mía para que salieran todos del pergamino en el que descansan y cobraran vida. De modo que mantente alejado de nosotros. Nos guarda todo un ejército de criaturas fabulosas cuyo poder ni te imaginas.

A la mañana siguiente Braira se reía a carcajadas contándole a su hermano la cara de pavor que había puesto el mulero tras oír su cuento para niños. Se mostraba muy orgullosa de la estratagema que se le había ocurrido. Volvía a sentirse la heroína de una hazaña digna de ser cantada, ni escarmentada ni mucho menos arrepentida.

Tan eficaz había resultado su añagaza, que el sujeto de la noche anterior ya no formaba parte de la comitiva, pues debía haber tomado las de Villadiego con el alba, antes de que despertara el campamento.

Tanto mejor, pensó la muchacha. Cuanto más lejos estuviese de ellos, más tranquilos viajarían. Guillermo, por el contrario, se percató enseguida de que aquella historia no les traería nada bueno.

Y tenía toda la razón.