Capítulo IV

Frente a la rueca que tantas veces manejaran juntas, era Braira quien leía en esta ocasión las cartas a su madre. Se había ido convirtiendo poco a poco en una experta en este juego, que le fascinaba, aunque procuraba no tomárselo demasiado en serio. Gozaba intensamente, eso sí, de la sensación de control que le proporcionaba ese ejercicio de adivinación. ¿Cómo no iba a hacerlo? Era poder en estado puro. Aun así, le asustaba un poco el alcance de lo que podían llegar a descubrir las figuras parlantes, tan familiares ya como su propia familia. Pese a ello, de pocas cosas disfrutaba tanto como de compartir con su madre ese código secreto que había creado entre ellas nuevos y sólidos lazos. Únicamente un rincón de su vida permanecía al margen de esa intimidad, escondido en el secreto de su conspiración con Lucas, y estaba persuadida de que era por la mejor de las causas…

—¡El Colgado! —exclamó sonriente, al destapar en la posición correspondiente al mañana a un personaje colgado por el pie izquierdo, con las manos atadas a la espalda y un montón de monedas, seguramente robadas, escapándosele del bolsillo—. ¿No pensarás renunciar a tu posición, a tu esposo y a nosotros, para lanzarte a una vida de depravación asaltando a las gentes por los caminos del condado, verdad?

—Podría ser… —le siguió la corriente su madre—. Nunca es tarde si el botín es bueno, aunque dudo que ese sea el mensaje que nos quiere transmitir nuestro amigo…

—Ya sé, ya sé, el sacrificio, la transformación, la serenidad que precede a la última despedida… ¿Qué tiene todo eso que ver contigo? Tu salud es inmejorable y no existe razón alguna por la que este naipe pueda representar un augurio sombrío.

—Tal vez se refiera a las oportunidades galantes que he dejado pasar por amor a vosotros —prosiguió Mabilia con cierta coquetería, empeñada en ignorar lo que de inquietante pudiera querer decirle el Tarot. Bastante tenía con las noticias que traían los viajeros procedentes de Francia, lo que se decía en el pueblo sobre un enfrentamiento inminente, que estaría preparando el conde de Tolosa al llamar a las primeras levas, o lo que su marido comentaba en voz baja con los otros señores de la zona cuando coincidían en algún evento. Era mejor tomarse a broma el juego—. De haberlo yo querido —presumió ante su hija—, más de uno habría caído rendido a mis pies, te lo aseguro.

—¡Madre! —fingió escandalizarse Braira—. ¿Cómo puedes decir tales cosas? En fin, si tanto te preocupan los asuntos del corazón, veamos qué nos dice la baraja sobre lo que te deparará el destino.

La propia Braira palideció cuando, al ofrecer a Mabilia el mazo para que ella misma escogiera, esta sacó al azar el Ermitaño: un anciano parecido a Diego de Osma, sin su fuerza ni su alegría, envuelto en una gruesa capa y alumbrado por un farol, que se apoyaba, cansado, en su báculo de peregrino. Un anuncio cierto de soledad, viudedad, declive.

Adivinando la turbación de su aprendiza, la baronesa cambió los papeles.

—Ahí tienes la respuesta. Me aguardan días de reflexión que culminarán con un feliz encuentro. Tal vez halle ahora, en la madurez, la sabiduría que despreciaba cuando tenía tu edad. Para ello, indican los naipes, debo apartarme un poco del ruido en el que vivimos. El Eremita me dice que busque la luz, que sea prudente y me prepare para descubrir lo que se esconde en mi interior. ¡No quiere que asista a más bailes, el muy rufián —cambió el tono—, con lo que a mí me gusta la música de la zanfona, el laúd o la viola! Aunque ¿quién sabe? Tal vez se refiera a otra clase de encuentro, de índole más carnal… Pero basta ya de hablar de mí —zanjó bruscamente un asunto que intuía mucho más grave de lo que podía reconocer—. Es tu turno. Baraja despacio para que cada figura se coloque en el sitio que le corresponde.

Tras revolver meticulosamente las cartas, situadas boca abajo sobre la mesita que tenía delante, Braira extrajo al azar cuatro de ellas que dispuso lentamente en su sitio. La última, la de mayor trascendencia, era la primera y principal de la baraja: el Loco. Un viajero errante, condenado a vagar por el mundo sin meta ni destino, hoy aquí, mañana allá, en busca de respuestas para preguntas no formuladas. La carta de la libertad. Una promesa inequívoca de movimiento y experiencias inéditas.

—Parece que te aguardan gratas sorpresas, hija —profetizó Mabilia con recobrado optimismo—. ¡Cómo te envidio! Ya te imagino cruzando fronteras y surcando los mares al encuentro de aventuras fascinantes.

—¡Tonterías! —replicó Braira, temerosa de que el Tarot terminara desvelando una «aventura» muy peculiar que, según le había dicho Lucas, nadie debía conocer todavía—. La última vez que me alejé de Fanjau el encuentro que tuve no fue precisamente agradable, con lo que tengo pocas ganas de volver a marchar, la verdad. Y empiezo a estar cansada de este juego. ¿Por qué no llamamos a Beltrán para que nos recite algo hermoso o, mejor aún, nos deleite con su flauta?

—Una última tirada y así lo haremos. Veamos lo que nos dicen los naipes del futuro de Occitania, ahora que el viento de la discordia parece arreciar con fuerza. Tengo para mí que, en ciertos salones no muy lejanos, hay quien en este mismo instante urde una infame conjura. Ojalá me equivoque. En todo caso, interroguemos a la baraja. Acaso hallemos esperanza o cuando menos consejo.

Mientras Braira palidecía ante el riesgo de ser descubierta, Mabilia efectuó las maniobras necesarias para hacer hablar a las cartas, con especial meticulosidad.

¿Puede estirarse tanto el tiempo? A la muchacha se le hizo eterno ese movimiento. Incluso empezó a transpirar, cosa extraña en ella, incapaz de aguantar la tensión derivada de la angustiosa espera. ¿Qué le diría a su madre si esta le preguntaba directamente? ¿Qué excusa inventaría? ¿Traicionaría a Lucas contándole toda la verdad? ¿Sería capaz de mentir abiertamente?

La mentira era la peor de las muestras de vileza. Algo impropio de gentes de elevada condición como la suya. Así se lo habían enseñado sus padres desde que era muy pequeña y así lo había asimilado ella hasta incorporar esa creencia al código de valores que regían habitualmente su conducta. La mentira era el recurso de los débiles, de los cobardes incapaces de asumir sus propios actos. Y sin embargo, todo el mundo mentía. ¿Podía alguien sobrevivir a los avatares del destino sin recurrir a la mentira?

En esas cavilaciones se debatía su mente, cuando los naipes formularon al fin su diagnóstico, que no fue precisamente el esperado.

Siempre que el Tarot quiere avisarnos de que estamos a punto de dar un mal paso invierte las figuras. Nos las muestra del revés para que el poder de esa imagen abra nuestra mente estrecha y nos haga comprender. De esa manera sabemos que sucederá lo contrario de lo que indica la carta.

Pues bien, lo que Braira y Mabilia descubrieron al hacer su consulta fue a una dama como ellas, delicada y pensativa, que abría sin dificultades las fauces de un fiero león: la Fuerza. El símbolo de la armonía, del alma que domina al cuerpo. De la paz. La esencia misma del credo de los puros, representado en una mujer tan bella como poderosa. La figura que aconseja tacto, mesura, prudencia, diplomacia…, invertida.

El pronóstico era tan evidente como terrorífico: lo que les aguardaba era brutalidad, incontinencia, ira, furor… Todos los desastres que cabalgan con la guerra.

Y sin embargo, un desesperado último intento de diálogo, un gran debate cuyos ecos llegarían lejos, estaba convocado en aquel otoño en la villa de Montreal, plaza fuerte de la fe albigense, situada a medio camino entre Tolosa y Carcasona. Una contienda verbal que enfrentaría a cátaros y católicos con la finalidad de escuchar los argumentos de unos y otros en busca de la verdad incontestable. Un duelo dialéctico al que se habían prestado con gusto Domingo y Diego, además de Pedro de Castelnau, en el bando de los seguidores del papa, en pugna con Guillaberto de Castres, Pons Jourdá y Arnaldo Hot, en representación de los perfectos locales.

Quien convenciera a un número mayor de espectadores podría proclamarse vencedor y recoger su cosecha de conversos, logrado sin más armas que la pasión depositada en los alegatos. Cuatro árbitros laicos, escogidos de común acuerdo por ambas partes, garantizarían la limpieza del combate.

La expectación era inmensa. El emplazamiento elegido para albergar el encuentro, una de las salas más grandes de cuantas poseían allí las comunidades cátaras, olía a sudor y a humanidad hacinada en un espacio pequeño. En el centro de la estancia, calentada por una gran chimenea, había sido dispuesto un atril al que se encaramaban por turnos los oradores, sentados a ambos lados en modestos taburetes, a fin de desgranar sus discursos. Los oyentes permanecían de pie, ocupando hasta el último rincón e incluso intentando oír desde fuera a través de las puertas abiertas.

El señor de Belcamino había madrugado para obtener un puesto en primera fila que le permitiera no perder palabra de lo que iba a decirse. A su lado estaba Guillermo, vestido con sus mejores galas, orgulloso de la confianza que le demostraba su padre llevándole con él a una cita tan señalada.

La simpatía que les inspiraban a ambos los frailes castellanos les predisponía a escuchar con benevolencia lo que tuvieran que exponer, si bien debían fidelidad a la fe recibida de sus mayores, según la cual la creación del mundo y sus criaturas era obra del diablo, al igual que cualquier experiencia derivada de los sentidos; el sexo era perverso en sí mismo, estuviera o no bendecido por el matrimonio; el buen apetito se consideraba gula, y la Iglesia, sus mandatos, sus símbolos, su liturgia, carecían del menor valor. Una fe extremadamente exigente, que sólo la tolerancia o la hipocresía podían hacer llevadera.

La pugna entre los dos credos iba a librarse más en el terreno de la coherencia que en el de los principios, toda vez que ambos se remitían al Evangelio como fuente de luz y referencia. Lo que los cátaros reprochaban al clero católico era que se hubiera alejado tanto, en su modo de vida, del ejemplo de Jesús, mientras este criticaba de aquellos su negativa a aceptar con humildad el magisterio de la Iglesia.

Decidirse entre las dos opciones no iba a resultar tarea fácil. Al margen de lo que dictaran las creencias más íntimas, ya de por sí volubles al albur de las experiencias, Bruno era dolorosamente consciente de la gravedad que había alcanzado la confrontación política entre bandos y de que esta no permanecería larvada mucho más tiempo. Los tambores de la guerra resonaban ya en los confines de sus dominios. El nombre de Dios era objeto de mercadería con un descaro nunca visto. Se agotaba inexorablemente el plazo para tomar partido, sin que fuese posible determinar a ciencia cierta cuál sería la elección correcta desde el punto de vista de la salvación, ni tampoco, cuestión nada baladí, cuál resultaría vencedora en este mundo.

—La llamáis santa esposa de Cristo —rompió el fuego el anciano Arnaldo Hot, revestido de su sayo, respaldando esas palabras con gestos acusadores de sus manos huesudas—, cuando lo que enseña son doctrinas demoníacas que niegan la verdad del Evangelio. La vuestra es la Iglesia del diablo, la madre de la fornicación y de las abominaciones, ebria de la sangre de los mártires.

—¿No es acaso cierto que Nuestro Señor Jesucristo dijo a su discípulo favorito, aquel a quien llamaban Simón: «Tú eres Pedro —que significa roca— y sobre esta roca edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán sobre ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos»? —adujo Diego con aparente mansedumbre.

—Los hombres han prostituido ese legado hasta convertir la Iglesia en una gran Babilonia —rebatió el perfecto—. No hay salvación más allá del espíritu. Los sentidos nos conducen irremisiblemente al pecado. «Polvo eres, dice el Libro Sagrado, y al polvo has de regresar». Ni la púrpura de la que se reviste vuestro papa, ni el oro de los anillos que cubren sus manos, el mármol de sus palacios o el boato que acompaña a sus representantes lograrán oscurecer esta sentencia inapelable.

—«Él transfigurará este miserable cuerpo nuestro en cuerpo glorioso como el Suyo», dice Pablo en su carta a los Filipenses —replicó el de Osma, armado con su dominio de las Escrituras, mientras Domingo tomaba notas detalladas de todo—. El día de la resurrección veremos el rostro de Dios con estos ojos —señaló los suyos—, le tocaremos con estas manos, sentiremos su aliento en esta piel.

La polémica continuó durante horas. Se habló de la santa misa, de los sacramentos, del ejemplo del Nazareno y sus apóstoles… Cada alarde de elocuencia era saludado con murmullos de aprobación por parte de la concurrencia, que no se perdía detalle. Los De Laurac comentaban de tanto en tanto entre sí lo que escuchaban, confesándose más perdidos e indecisos a medida que iban desgranándose los distintos argumentos, hasta que la llamada de la vejiga obligó a Bruno a ausentarse unos instantes para vaciarla en la calle.

A duras penas sorteó a la multitud y consiguió alcanzar la salida. Tras encontrar un lugar discreto, comenzó a aliviar su necesidad, con la lentitud placentera de quien lleva mucho rato aguantándose. Entonces un clamor procedente del interior le obligó a darse la vuelta, sin haber terminado de cumplir su propósito, empujado por la curiosidad que le inspiraba semejante estruendo.

El griterío era tal que resultaba imposible comprender lo que decían. El atril estaba vacío y cada delegación se consultaba en su lado de la sala, entre muestras claras de asombro. Por fin logró llegar hasta el sitio en el que había dejado a su hijo, para descubrirle arrodillado en el suelo, con la mirada perdida, rezando con recogimiento. Parecía haber sido fulminado por un rayo y eso era exactamente lo que le había ocurrido; que una corriente invisible de formidable intensidad le había atravesado el alma.

—¿Se puede saber qué ha pasado?

Guillermo no contestó.

—¡Responde, en nombre de Cristo! ¿A qué viene tanto ruido?

—Se ha producido un milagro, padre —balbució finalmente el interpelado.

—¿Cómo que un milagro? ¿Qué clase de milagro?

—El pergamino.

—¿Qué le ha pasado al pergamino? —se irritó Bruno, sacudiendo a su hijo por los hombros y obligándole a levantarse—. Compórtate como un hombre y explícame con precisión lo sucedido.

—Los nuestros, a instancias de Guillaberto, pidieron someter los escritos de Domingo a la ordalía del fuego, con el propósito de demostrar su error. Hasta tres veces arrojaron a las llamas el pergamino que contenía sus notas, y las tres salió este de la chimenea indemne, volando hacia el techo sin sufrir daño alguno. Ese hermano dice la verdad, padre. Yo lo he visto con mis propios ojos. Su Iglesia es la favorita de Dios.

—Lo que cuentas no tiene por qué haber sido un milagro —respondió Bruno tras una breve pausa—. Es probable que en ese momento entrara a través del tiro una corriente de aire que empujara el documento. Hay muchas explicaciones posibles.

—Yo lo he visto, padre, y no tengo dudas. Su Dios es a partir de ahora mi Dios. Su credo, mi credo. Mañana mismo hablaré con él para pedir su absolución y reconciliarme con la fe católica.

Los árbitros no quisieron pronunciarse. Dejaron la contienda en tablas, aunque ciento cincuenta cátaros abjuraron de su religión a resultas del debate y otros muchos salieron de allí enfermos de duda; un mal raro en aquellos tiempos, para el que no existía cura.

En una taberna de Tolosa, a esa misma hora, el antiguo senescal se conjuraba con dos miembros de la guardia del conde Raimundo. Si su señor rehusaba responder a las provocaciones de Roma como su dignidad exigía —se decían unos a otros—, serían ellos quienes dieran un paso adelante. Con ese propósito en mente se había preocupado Lucas de informarse sobre los movimientos de los legados y sus seguidores, recurriendo para ello a la espía menos sospechosa que cupiera imaginar. Una criatura inocente, ajena en apariencia a las disputas de los potentados, a la que periódicamente visitaba a escondidas e interrogaba hábilmente a fin de extraer de ella hasta el último dato susceptible de serle útil.

Braira le contaba el contenido de las conversaciones que tenían lugar en su casa, a la que seguían acudiendo los dos monjes castellanos con alguna frecuencia. Hacía un relato meticuloso de lo que allí se decía, aunque sin comprender muy bien el alcance de sus palabras. Él se aprovechaba de ella con la conciencia tranquila, convencido de representar un papel determinante en la Historia, que su Dios le premiaría sentándole a su diestra en el cielo.

Por la chica supo el conspirador que el terreno le era favorable. ¿Acaso no debían los legados papales refugiarse en iglesias y abadías para escapar a la furia del pueblo, indignado con sus exhibiciones de opulencia? ¿No eran criticados con ardor estos excesos por el propio Diego de Osma?

Ya tenía decidido el día y la hora de su actuación. Ya estaba en su poder el arma homicida y había seleccionado a la víctima. Lucas notaba en los labios el sabor de la venganza, tanto más dulce cuanto interminable había sido su espera. Faltaba poco para que pudiera liberarse al fin de ese peso que le oprimía el pecho desde que supiera de la muerte de su hermano Pedro. Los tiempos hablarían de él. Las gentes recordarían su nombre y elevarían plegarias por la salvación de su espíritu. Ni un asomo de vacilación nublaba su anhelo justiciero.

A última hora de la tarde, una vez cumplidas sus obligaciones en el castillo, Guillermo se presentó en las modestas dependencias que ocupaban los frailes castellanos en el convento de Prouille, con uno de los mejores caballos de sus cuadras como presente para Domingo. Este lo rechazó con amabilidad, antes de interesarse por el motivo de la visita.

—Vengo a ofreceros mi conversión sincera —dijo el muchacho en actitud sumisa, como si fuera la primera vez que veía a su interlocutor o lo viera transfigurado— y a pediros que me bauticéis en la fe que profesáis. Ayer os vi obrar el milagro de salvar del fuego vuestro escrito y no puedo por menos que reconocer mi error y suplicar vuestro perdón.

—No fui yo quien obró ese milagro, sino el Señor Nuestro Dios —corrigió Domingo—. Pero, de todas formas, no deberías guiarte únicamente por una cosa así. Si tu fe no se basa en motivos de más peso, es mejor que esperemos antes de dar un paso como el que me pides.

—Os lo ruego. Aceptaré la penitencia que me impongáis, haré lo que me pidáis, pero deseo reconciliarme con la Iglesia de Roma.

—¿Y qué opinan de ello los barones, tus padres?

Guillermo calló, pues la pregunta le incomodaba. Era muy consciente de la brecha que abría entre él y sus seres queridos con una decisión como aquella, que ningún otro De Laurac tenía intención de seguir, al menos por el momento. De ahí que se refugiara en un ambiguo:

—No les he dado opción a opinar. Tengo diecinueve años y tomo mis propias decisiones.

—Muy bien —concedió el monje—. Si eso es lo que realmente deseas, habrás de demostrar tu sinceridad cumpliendo a rajatabla las condiciones de la carta de reconciliación que te haré llegar mañana mismo. Sólo así, una vez que yo haya comprobado tu obediencia, podrás recibir el agua bautismal y ser admitido como un hijo más en la gran familia católica. Pero a partir de ese momento no habrás hecho más que empezar tu andadura por una vía ardua y dolorosa.

La carta en cuestión decía así:

Puesto que deseas abjurar de tu error y consientes libre y voluntariamente en cumplir esta penitencia, yo, Domingo de Guzmán, te impongo las siguientes condiciones: los próximos tres días de fiesta te harás conducir por el sacerdote de la parroquia de Fanjau desde las puertas de la ciudad hasta las de la iglesia, desnudo de cintura para arriba, siendo fustigado con varas tiernas de nogal hasta que tu espalda muestre los estigmas de la pasión de Nuestro Señor. Desde ahora y hasta el último día de tu vida te abstendrás de comer carne, huevos, queso o cualquier otro alimento que provenga de simiente carnal excepto por Pascua de Resurrección, Pentecostés y Navidad, fechas que deberás honrar tomando estas viandas como signo de renuncia a tu pasada herejía. Harás tres cuaresmas cada año, durante las cuales prescindirás de aceite, pescado y vino. Llevarás el hábito austero de los frailes, sobre el cual coserás dos pequeñas cruces a la altura del pecho para testimoniar tu arrepentimiento. Oirás misa todas las vísperas de festivo y a ser posible todos los días. Recitarás el padrenuestro siete veces durante las horas de luz y veinte a lo largo de la noche. Serás total y absolutamente casto hasta nueva orden, y acaso para el resto de tu vida. Sí no te plegaras a todas estas obligaciones y faltaras a una sola de ellas, serías declarado perjuro, considerado hereje y excomulgado.

La prueba exigida era de tal dureza que fue recibida con incredulidad por Braira, quien se reafirmó en la convicción de que hacía bien ayudando a su antiguo ayo; sembró por un instante la duda en Guillermo, y enfureció a sus padres.

Bruno, que había contemplado seriamente la posibilidad de abrazar la fe católica, dio un paso atrás irreversible, horrorizado ante la crueldad de lo que se exigía a su hijo, sin pararse a pensar que era prácticamente lo mismo que había visto prometer solemnemente a Esclaramunda de Foix en el momento de hacer sus votos de perfecta. Mabilia, herida en su amor de madre tanto como en su orgullo de noble occitana, intentó con cariño e incluso con amenazas disuadir a su primogénito de someterse a tamaña expiación. Pero él, abrasado por el fuego que había prendido en su interior la contemplación de lo que consideraba un milagro incuestionable, aceptó finalmente el castigo con humildad y empezó a cumplir lo que se le ordenaba.

Ya se habían repartido las cartas para la partida que estaba a punto de jugarse.

Como si quisiera ahorrarle los horrores que iban a llegar, Dios llamó a su seno a Diego de Osma un 30 de diciembre de aquel año, cuando visitaba su ciudad en busca de recursos con los que alimentar su convento de Nuestra Señora de Prouille.

Las privaciones, las marchas interminables, el hambre y las disciplinas habían desgastado el cuerpo de este viejo pescador de almas, cuya red dejaba paso a la espada. Se agotaba el tiempo de las palabras y llegaba el del dolor a secas. Fuego, terror, batallas. La muerte, eterna vencedora en esta lid, tenía afilada su guadaña.

El 14 de enero de 1208, antes de despuntar el alba, fue asesinado el legado papal, Pedro de Castelnau, cuando se disponía a cruzar el Ródano, cerca de Saint Gilíes. Allí le esperaba Lucas, agazapado bajo el puente, con una lanza en la mano y un cuchillo de monte al cinto, por si era necesario rematarle.

No lo fue.

De un golpe certero propinado por la espalda, el antiguo senescal acabó con la vida del clérigo, que cayó traspasado al suelo, exangüe, mientras su agresor emprendía la huida, protegido por sus cómplices, en dirección al lugar más cercano en el que esperaba encontrar refugio La noticia corrió como la pólvora por los dominios de Raimundo, inmediatamente acusado por el papa y sus seguidores de instigar el horrible crimen. Él negó con vehemencia cualquier tipo de implicación, mientras una oleada de indignación invadía los corazones católicos, helando simultáneamente la sangre de los cátaros. Nunca nadie se había atrevido a tanto. Atentar contra un legado personal de Inocencio era atentar contra el propio pontífice; contra el mismo Jesucristo, a quien este servía de vicario. Un pecado semejante, aseguraban los ofendidos, jamás encontraría perdón en el cielo ni podía tenerlo en esta vida. Una ofensa de tal magnitud, se temían los correligionarios del asesino, desencadenaría una venganza que no dejaría resquicio alguno a la piedad. Unos y otros maldecían el nombre de Lucas de Reims con saña.

Él, entretanto, había alcanzado a galope tendido su antiguo hogar de Belcamino, situado a pocas horas a caballo, perseguido de cerca por algunos miembros de la escolta de su víctima. Sin conocer la razón de su desesperada petición de auxilio, el jefe de la guardia abrió las puertas de la fortaleza para dejarle entrar, y ordenó cerrarlas de inmediato a los soldados papales que le pisaban los talones. No en vano se trataba de uno de los suyos, perseguido por fuerzas enemigas. ¿Quién podría reprochárselo?

Convencidos de haber topado con el castillo de uno de los muchos señores herejes que infectaban, a su modo de ver, aquel paraje, los hombres de la delegación romana renunciaron a parlamentar y volvieron grupas hacia la orilla del río, donde había quedado tendido el cadáver de su amo, velado en aquel momento por Arnau de Amaury. Ya no tenían prisa. A su paso por aldeas y caseríos se detenían el tiempo suficiente para calentar los ánimos de los lugareños fieles a la doctrina católica, gritando a voz en cuello que el criminal había hallado refugio en casa de los De Laurac, quienes hurtaban a su antiguo senescal de la justicia de Dios.

La siembra de rencor produjo exactamente el efecto deseado.

A lo largo de aquel día, de manera espontánea, una muchedumbre de hombres y mujeres, en su mayoría campesinos, fue congregándose en la senda que conducía a Fanjau. Iban armados con hoces, guadañas y palos, coreando consignas cada vez más violentas:

—¡Muerte a los herejes!

—¡Entregadnos al asesino!

—¡A la hoguera con todos ellos!

Su destino era Belcamino, que pensaban tomar al asalto para sacar de su agujero al desgraciado que se escondía allí. Después ajustarían las cuentas a quienes le habían dado asilo. Muchos repetían, enardecidos, aquello que contaban sus abuelos de los días en que un santo apodado el Ermitaño había pasado por sus pueblos llamando a las buenas gentes a incorporarse a la Cruzada:

—¡Dios lo quiere!

El mismo Dios, en opinión de Lucas, había bendecido el sacrificio de Castelnau.