Cuando despertó, su hermano le sujetaba la cabeza taponando con un lienzo la hemorragia provocada por el golpe. De la parte baja de la frente, entre los ojos, le brotaba un dolor punzante, de una intensidad desconocida hasta entonces para ella, que irradiaba en todas las direcciones y le arrancaba un torrente de lágrimas ajenas por completo a la tristeza. Le habían roto la nariz.
Mientras recuperaba poco a poco la consciencia, entornando los párpados a fin de protegerse de la luz, interrogó a Guillermo con los ojos.
—No te preocupes, pequeña, todo está bien, ya estás a salvo.
—¿Beltrán?
—Él también está vivo, aunque tiene una brecha que ha necesitado varios puntos. Los ha recibido sin rechistar, como un valiente. —Le guiñó un ojo. Luego, señalando a una pareja de frailes que permanecía en pie a su lado, observando la escena, añadió—: Estos hombres ahuyentaron a vuestros agresores antes de que fuera demasiado tarde y enseguida llegamos nosotros. Dos de esos canallas han conseguido escapar, llevándose vuestros caballos, pero a tres los hemos cogido y pagarán con sus vidas este ultraje.
—¿Padres? —inquirió ella con voz débil.
—Se habían adelantado y no debieron de oír tus gritos. Estarán ya cerca de Fanjau, preguntándose en qué nos habremos entretenido. Afortunadamente, uno de los soldados que iba conmigo sí oyó algo y me avisó. Pero el mérito, créeme, no es mío sino de ellos.
Braira se incorporó. Aunque se sentía como si su cabeza fuese una calabaza utilizada para afinar la puntería con el arco, quería ver de cerca el rostro de sus salvadores.
Uno de ellos era un anciano de barba blanca, gesto apacible y cabello cano. El otro, en cambio, mostraba la apostura de la madurez temprana, iluminada por una mirada entre seductora y amenazante, tan intensa como indescifrable. Puro fuego surgido directamente de las profundidades de un alma inquieta.
Su porte, lejos de corresponderse con la humildad que una asociaría a un monje, era caballeresco, casi altivo, propio de la nobleza terrateniente castellana a la que pertenecía su familia, según contó él más tarde. Desprendía un magnetismo especial que la impresionó vivamente, hasta el punto de que apenas se fijó en su delgadez extrema, mal disimulada por el hábito raído que vestía.
Mientras compartían leguas camino de Fanjau, adonde también se dirigían sus salvadores, estos explicaron a los De Laurac la misión que les había llevado tan lejos de su hogar, situado en las Españas.
—Venimos de Roma, donde hemos sido recibidos en audiencia por el santo padre —relató el de mayor edad, que dijo llamarse Diego de Acebes y ser obispo de Osma, una localidad de Castilla cercana a la frontera en la que moros y cristianos peleaban por una misma tierra—. Mi hermano, Domingo de Guzmán, y yo mismo, queríamos su permiso para dedicarnos al apostolado entre los paganos eslavos, pero su santidad nos ha encomendado otra misión. —Tras una pausa destinada a beber del odre que le ofrecía uno de los sirvientes de los barones, prosiguió con su relato—: Le encontramos entristecido por las heridas que sufre nuestra querida Iglesia, además de abrumado por las preocupaciones derivadas de sus obligaciones temporales. ¡Es tanta la responsabilidad que acumula sobre sus espaldas! Ningún otro papa ha sentido como él, que yo recuerde, la necesidad de orientar la conducta de los reyes cristianos, incluso a costa de enfrentarse a ellos. Y por si esto fuera poco, ha de velar por los intereses de los estados vaticanos, sometidos a la voracidad de sus poderosos vecinos.
Los jóvenes barones escuchaban con respeto, aunque Guillermo habría puntualizado gustoso alguna de las afirmaciones que oía.
—Estando nosotros con él en Letrán, sin ir más lejos —continuó diciendo fray Diego—, recibió una embajada de su pupilo, Federico de Hohenstaufen, nieto del célebre Barbarroja. ¡Cuántos quebraderos de cabeza dio aquel hombre a nuestra Santa Madre! Pues bien, el chico ha heredado no sólo el nombre, sino la obstinación de ese emperador arrogante. Pretende hacer y deshacer a su antojo en asuntos que atañen al clero de su reino siciliano, ignorando los consejos del pontífice, y eso que aún no ha alcanzado la mayoría de edad. ¡Qué juventud, bendito Señor!
Braira escuchaba embelesada aquellas palabras, que habían logrado hacerle olvidar sus incomodidades. Roma, Sicilia eran en su imaginación parajes lejanos, legendarios, poblados de criaturas fabulosas, totalmente fuera de su alcance. Nombres que despertaban por sí solos el deseo de aventura que alentaba en ella desde que tenía memoria. ¡Lo que daría por poder visitarlos, yendo de un lado para otro como esos frailes que conocían los más recónditos parajes!
Por otra parte, siempre había sentido curiosidad por cuestiones de índole política supuestamente alejadas de la frivolidad que habría debido centrar sus intereses, dada su condición de mujer. El poder le fascinaba desde que, siendo una niña, abriera los ojos a las brutales diferencias que separaban a los nobles de los villanos.
El poder, reservado a unos pocos privilegiados, era la puerta de acceso a todo aquello a lo que ella aspiraba, pues no pensaba conformarse con un destino vulgar. No. Ella era ambiciosa, quería volar más alto y, con empeño, lo lograría. Por eso se bebía la información que transmitía el anciano con la avidez del náufrago que descubre de pronto una fuente.
—¿Te encuentras bien? —interrumpió sus elucubraciones Beltrán, acercándose a ella al trote, desde atrás, con la cabeza cubierta por un aparatoso vendaje.
—¡Vaya susto me has dado! —se sobresaltó Braira.
—Lo lamento. No era mi intención.
—No importa. Estamos vivos, que no es poco.
—Debe de dolerte muchísimo… —insistió él, sinceramente apenado, señalando al rostro tumefacto de su compañera.
—Procuro olvidarme del dolor pensando en otras cosas.
—¿Como cuáles?
—Estaba escuchando lo que narraba ese fraile, Diego creo que se llama, sobre su periplo a Roma y su conversación con el papa.
—¿Tanto te interesa lo que diga ese impostor? Creía que eras una buena cátara. No sé cómo tu hermano ha aceptado que nos acompañen a Belcamino.
—¡Acaban de salvarnos!
—¿Y qué? El papa es nuestro enemigo.
—Precisamente por eso nos interesa conocer sus movimientos y, a ser posible, sus secretos. Pero en lo que estaba pensando, ya que quieres saberlo, era en los lugares que mencionaba el fraile. Sicilia, el Vaticano. ¡Cuánto me gustaría conocerlos algún día! La vida aquí es tan aburrida…
—Ten cuidado con lo que deseas, no vaya a ser que se cumpla —la pinchó Beltrán, enfadado por haber sido excluido de sus sueños.
—¡Ojalá! —zanjó Braira la conversación, acelerando el paso de su montura para alcanzar a Guillermo y los monjes, que habían trocado sus muías por corceles prestados con el fin de acelerar la llegada a casa de los dos heridos.
Fray Diego, que pese al cambio no parecía tener prisa, seguía desgranando tranquilamente su relato:
—Poco antes de morir de fiebres, la madre viuda de Federico puso a su pequeño bajo la protección de Inocencio, quien ahora intenta en vano convencerle de que se conforme con Sicilia y olvide el legado de su abuelo. Él, sin embargo, está empeñado en reclamar la corona del Sacro Imperio Romano Germánico, por lo que también este se desgarra en luchas intestinas. Con tantos frentes abiertos, en lugar de enviarnos a las estepas heladas, su santidad nos ordenó contribuir a que la verdad del Señor sea restablecida aquí en Occitania sin tardanza, y en ello estamos.
—No tenéis aspecto de legados papales —comentó Guillermo, sin descubrir su credo, recurriendo a la ironía para no parecer descortés—. Os faltan los sirvientes, los adornos, la púrpura que exhiben habitualmente tan ilustres dignatarios…
La joven De Laurac perdió entonces interés en la conversación, que abordaba derroteros archiconocidos para ella por haber sido discutidos hasta la saciedad en los salones de su castillo familiar, y al liberar su atención de la charla se fijó en Domingo, quién, a su vez, la había estado observando furtivamente durante largo tiempo. Justo hasta el mismo instante en el que tomó la palabra para rebatir lo que acababa de oír.
—Tenéis razón —concedió a Guillermo con autoridad.
Era la primera vez que hablaba y su voz correspondía exactamente a lo que cabía esperar de su rostro: ronca, profunda, convincente. Una voz capaz de capturar la atención de cualquiera fuera cual fuese la circunstancia. De hacerse oír en medio de una feria de ganado o de predicar en el silencio de una ermita, sin alterar el tono ni el volumen.
—Tenéis toda la razón —repitió—, y precisamente por eso estamos aquí, sin más equipaje que estos sayos que nos cubren.
No se combate el mensaje de los falsos profetas cátaros dándoles argumentos con una dignidad mal entendida, sino luchando en su propio terreno, empleando sus mismas armas, siendo ejemplo de humildad y de auténtico espíritu católico. La coherencia ha de ser nuestra mejor arma contra la herejía.
—Esa que llamáis herejía es la fe de nuestros padres —le cortó tajante el noble occitano, incapaz de soportar más—. Pero no temáis. —Suavizó el gesto—. Os abrirán de par en par las puertas de nuestra casa y tratarán como se merecen a quienes han socorrido a su hija. Será un honor para todos nosotros que os convirtáis en nuestros huéspedes, tanto tiempo como lo requieran vuestros negocios en la región.
Un silencio tenso se instauró a partir de ese instante entre los miembros de la extraña comitiva y les acompañó durante el resto del trayecto. El único tema de conversación en el que pudieron coincidir, sin por ello sentirse cómodos, giró en torno a la suerte que correrían los tres malhechores capturados, que habían sido atados a la cola de un palafrén y se arrastraban, magullados por los golpes recibidos, al encuentro de un final que preveían horrible.
—Apiadaos de ellos, os lo ruego —intercedió fray Diego, que por su edad avanzada había visto morir a demasiada gente—. Al fin y al cabo, no han hecho nada irreparable…
—¿Se habrían apiadado ellos de mi hermana y del pobre escudero que la acompañaba, de no haber mediado vuestra intervención? No, no me pidáis que renuncie a verles colgar de una soga. Será mi padre el que decida, aunque no creo que tampoco él muestre compasión hacia esta escoria.
Las súplicas se repitieron más tarde, dirigidas en esa ocasión al señor de Belcamino, ante el cual se presentaron los dos monjes en una actitud fríamente educada, poniendo especial empeño en marcar las distancias. Ellos estaban allí precisamente para convertir a los nobles que, como ese barón, persistían en el error sin intención de redimirse. Eran, no obstante, sus huéspedes, lo que les obligaba a todos a guardar las formas. La buena crianza de unos y otros ayudó en la tarea, especialmente al principio, mientras se rompía el hielo.
Braira, entretanto, había empezado a sacar provecho de las noticias transmitidas por los invitados de su padre de un modo que a este, de haberlo conocido, le habría hecho enfurecer y probablemente encerrarla. Pero aún iba a tardar un tiempo en enterarse.
En cuanto a los dos bandidos capturados, pasaron una corta temporada en la mazmorra de la torre, hasta que su dueño se dejó convencer y pagó la deuda contraída con el de Osma accediendo a escuchar sus ruegos.
En la plaza de armas de su castillo no se levantó una horca, como habría sido su derecho, sino una tarima elevada a fin de que el pueblo viera con claridad el destino que aguarda a quienes desafían las leyes. Eso serviría de advertencia a los que tuvieran la tentación de convertirse en malhechores. A las gentes bajas locales y también a las foráneas, que, en opinión del barón, proliferaban últimamente como las ratas en los graneros.
No fueron muchos, mal que le pesara al señor, empeñado en escarmentar a sus súbditos, los curiosos que quisieron asistir al castigo, pues ese mismo día otros acontecimientos concitaban el interés de los lugareños en la ciudad. Tampoco Braira aceptó estar presente, porque la sangre siempre le había producido un rechazo visceral y lo que se disponían a hacer los guardias con esos desgraciados iba a ser, sin duda, muy sangriento.
Por eso se negó a mirar, pero no pudo evitar oír. Hasta sus habitaciones, situadas en la primera planta de la fortaleza, a través de las ventanas abiertas, llegaron nítidamente los alaridos proferidos por los ajusticiados cuando fueron marcados con los estigmas de los ladrones: se les cortó la nariz, a fin de que su vergüenza fuese pública, y después se les amputó la mano derecha, con la que habían perpetrado su delito. El fuego, aplicado directamente sobre las heridas, evitó que se desangraran.
Vivirían, en virtud de la piedad de su juez, aunque tal vez desearan estar muertos. Así era la justicia de los poderosos.
Enseguida se dispersó el gentío, satisfecho del espectáculo que acababa de contemplar y con prisa por llegar a la ciudad, engalanada esa mañana calurosa para una ceremonia largo tiempo esperada: la consagración como perfecta de Esclaramunda de Foix, que iba a recibir de Guillaberto de Castres, puro entre los puros, la máxima distinción alcanzable en su fe.
El evento había reunido en la plaza a más de un centenar de nobles, villanos, burgueses, campesinos acomodados, artesanos, juglares y creyentes de toda condición, acudidos desde muy lejos a contemplar cómo la hermosa hermana del conde Raimundo Roger, uno de los más altos dignatarios del país, se consagraba a Dios recibiendo el consolamentum; un bautismo de fuego y de espíritu llevado a cabo a través de la imposición de las manos, que se administraba a todos los cátaros en el trance de la muerte, pero que sólo algunos escogidos tenían el privilegio de aceptar en vida. Aquellos que resultaban dignos de ser llamados perfectos.
—Bendíceme, Señor, perdóname —recitó la neófita la fórmula que conocía de memoria, vestida de negro riguroso y con la voz quebrada por la emoción.
—Debes comprender la razón por la cual estás ante la Iglesia de Jesucristo —replicó con rigidez Guillaberto, entregándole una copia de los Evangelios—. Es el momento de recibir el perdón de tus pecados, pero también de comprometerte a mantener una conciencia limpia que se encamine hacia Dios haciendo de ti una buena cristiana. Debes amar a Dios con verdad, dulzura, humildad, misericordia, castidad y todas las demás virtudes.
La postulante escuchaba con el mayor recogimiento.
—Debes comprender, de igual modo, que tu fidelidad ha de ser idéntica en las cosas espirituales y en las temporales, pues si no lo fuera en estas últimas, no creeríamos en tu buena fe y no podrías salvarte. Por eso debes prometer a Dios que jamás cometerás homicidio, ni adulterio, ni robo, ya sea pública o privadamente. Que jamás, de manera consciente, tomarás leche, ni queso, ni huevos, ni carne de ave o de reptil o de cualquier otro animal prohibido por la Iglesia de Dios. Que habrás de aguantar sin queja, por el bien de la justicia de Cristo, el hambre, la sed, el escándalo que te achaquen, la persecución de que seas víctima, y hasta la muerte si llegara el caso. Que soportarás cualquier prueba con mansedumbre, por amor a Dios y por la salvación de tu alma…
Perdida entre la muchedumbre, Braira aprovechó que todo el mundo estaba en ese momento concentrado en seguir el desarrollo del ritual para dedicarse, con cierta tranquilidad, a los menesteres que la habían mantenido ocupada en las últimas semanas, arriesgando la propia vida. Así al menos lo percibía ella, que experimentaba la primera gran aventura de su existencia como si fuera la protagonista de una canción de gesta.
Lucas, su querido y buen Lucas, injustamente despachado de Belcamino, según su modo de ver las cosas, se las había arreglado para ponerse en contacto con ella a través de uno de los mozos de cuadras. En la misiva que le había hecho llegar, además de declararle su cariño incondicional, suplicaba que le ayudara a llevar a cabo una misión secreta de la máxima importancia para Occitania y para su propia familia, por más que el barón, en ese momento, no fuese capaz de percibirla con claridad. Con el tiempo, le aseguraba, también él se sumaría a la causa que estaba fraguando en los dominios de algunos hombres valientes, dispuestos a luchar por su fe, su pan y su patria. Pero para que la cosa llegara a buen fin era necesaria la contribución de su niña adorada, Braira, a la que pedía que llevara a cabo algunas gestiones y citaba en un rincón tranquilo de Fanjau, ese día y a esa hora, con el fin de exponerle el asunto en profundidad…
—¡Mi ángel, has venido! —la recibió Lucas cuando se encontraron en un lugar apartado, abriendo los brazos para estrecharla en ellos—. ¡Cuánto te he echado de menos!
—Y yo a ti, ayo —respondió ella algo asustada, a punto de llorar por la excitación—. ¿Cómo no iba a venir si me lo pedías tú? Ahora, que si me pilla mi padre…
—No lo hará, si tú no le dices nada, y dentro de un tiempo nos agradecerá lo que estamos haciendo. No puedo darte muchos detalles, por tu propia seguridad, pero sí garantizarte que es algo bueno y que nadie sufrirá daño alguno. ¿Cuento contigo?
Aquel hombre, a quien amaba como a su propia sangre, apelaba a su corazón, invocaba su fe, su patria, su pan, y le prometía emociones fuertes. Le ofrecía protagonismo en una hazaña sin par. ¿Cómo iba a decirle que no? Era una trampa en la que cualquier chica de su edad se habría metido de cabeza, aunque todas las alarmas de la tierra hubieran saltado al unísono.
Lucas sabía bien lo que se traía entre manos. Braira no.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó ella, dispuesta a todo.
—Por ahora, cuéntame hasta la última palabra de lo que han dicho esos dos enviados del papa que se alojan en tu casa, a los que te pedí que espiaras. Aunque te parezca que algo carece de importancia, la tiene a los efectos que nos ocupan. Haz memoria.
La joven habló durante un buen rato, esforzándose por recordar lo que con tanto interés había escuchado. Se sentía un poco culpable, especialmente al pensar que estaba perjudicando a los hermanos que le habían salvado la vida, pero se decía que nadie sufriría daño, tal como le había asegurado Lucas, y que, con su contribución, estaba haciendo algo realmente importante que su propio padre le agradecería. No podía poner en cuestión las promesas de quien le había llevado de la mano para enseñarle a caminar. ¿Cómo iba a sospechar de él? Su ayo era, para ella, el paradigma de la lealtad.
La desconfianza es un mecanismo de defensa, una reacción aprendida, que se adquiere en el transcurso de la vida a base de golpes y de traiciones. Braira, a la sazón, no estaba en condiciones de imaginar siquiera que una persona tan querida llegara a utilizarla sin recato. Tal infamia no encajaba en ninguno de sus esquemas mentales. Lucas, por el contrario, estaba curado de espanto. Por eso escuchó, tomó nota de todo y se marchó por donde había venido, no sin antes anunciar a la chica que le haría llegar nuevas instrucciones por el mismo conducto empleado la vez anterior. Entretanto, le instó a tener ojos y oídos abiertos a fin de no perder detalle.
Tenía en ella a la mejor de las cómplices posibles. A una aliada incondicional, movida por la arrogancia de una juventud ambiciosa, manejable, e inconsciente de la repercusión de sus actos. Una auténtica bicoca.
Al mismo tiempo, en la plaza de la villa, la consagración de Esclaramunda de Foix como perfecta tocaba a su fin tras un larguísimo ceremonial. Cuando Braira regresó al lugar que ocupaba entre las demás muchachas cátaras de Fanjau, sin que nadie se hubiese percatado de su ausencia, Guillaberto estaba tomando las Escrituras de manos de la aspirante, a la vez que le preguntaba:
—¿Estás dispuesta a servir a Jesucristo en la forma que te acaba de ser recordada y a no faltar a tus votos, sean cuales sean las circunstancias?
—Lo estoy —contestó ella.
—Así pues, que Dios te bendiga y derrame sobre ti su gracia.
No podía imaginar Guillaberto hasta qué punto esa gracia les iba a ser indispensable a ambos en un futuro inmediato.
Los castellanos venidos de Roma no tardaron en abandonar la comodidad de la mansión de Belcamino para instalarse en la antigua iglesia en ruinas de Prouille, que se proponían levantar de nuevo.
A pesar de todo, antes de marchar habían entablado cierta amistad con sus anfitriones, tejida con hilos de prudencia sobre una urdimbre de buena voluntad. A lo largo de varios días con sus noches, los hombres de la casa y los frailes habían ido lanzándose ganchos mutuamente, como marineros al abordaje de una nave enemiga que no se quiere dañar, hasta entablar un debate apasionado sobre la verdad del Evangelio y sus distintas interpretaciones.
En la misma estancia, algo apartadas, aparentemente afanadas en sus labores de bordado, Mabilia había ocupado una posición de segundo plano, una vez cumplida su tarea de hacer que todo el mundo se sintiera cómodo, mientras Braira se embebía de argumentos, datos, fechas y nombres.
Domingo evitaba en lo posible cualquier contacto con ellas, porque, como había confesado a su maestro, las mujeres eran una especie extremadamente peligrosa cuya frecuentación le turbaba en grado sumo, lo cual constituía una dificultad añadida a su proyecto de fundar un convento de monjas allí mismo, a dos pasos de Fanjau, en el corazón de la tierra albigense. Una prueba dura para su naturaleza ardiente, que, sin embargo, superó a base de penitencias. No fue la única.
Pasaron Diego y Domingo los dos años siguientes soportando vejaciones, escupitajos y desprecios de todo tipo, aunque también lograron las conversiones suficientes como para crear una congregación de damas entregadas a la oración y el trabajo silencioso. Unas actividades casi idénticas a las que practicaban las perfectas, con la diferencia de que estas salían a predicar por los caminos y administraban el consolamentum a los moribundos, igual que sus compañeros varones. Por lo demás, las residencias, la comida e incluso la ropa de las esposas de Cristo en una y otra religión eran muy parecidas. Cuando se encontraban en una encrucijada, de hecho, se saludaban con respeto, sin la menor animadversión. Pero, para mal de todos, había quien dedicaba todo su empeño a quebrar los caminos de la paz transitados por esas mujeres e imponer a sangre y fuego lo que Diego y Domingo intentaban cosechar como buenos hortelanos, a base de tenacidad en el cultivo.
En plena canícula del año 1207, mientras el papa se hallaba ocupado en medir sus fuerzas con las de los distintos aspirantes al solio imperial, su legado, Pedro de Castelnau, fulminó con la excomunión a Raimundo de Tolosa lanzando a la vez sobre sus tierras un interdicto que impedía a los fieles a la Iglesia de Roma impartir o recibir sacramentos.
Fue un decreto inesperado, brutal e inapelable, que condenó a justos por pecadores y sembró el desconcierto en toda Occitania.
—Hay que pasar al ataque, excelencia —clamaba esa misma tarde el antiguo senescal de Belcamino, refugiado entre los cortesanos del conde, hincando la rodilla en tierra en señal de sumisión—. No podemos tolerar más vejaciones por parte de esos enemigos de la verdadera fe que vienen aquí, a nuestra propia casa, a decirnos cómo hemos de servir a Dios y cómo debemos gobernarnos. Tenemos que pararles los pies. Llevo años preparándome para este momento, señor. Dadme la orden y no os defraudaré. Cuento con los medios necesarios para vengar vuestra honra, creedme.
—Recurriré al Vaticano —voceaba el católico señor de los occitanos en el amplio salón de audiencias de su palacio, sin escuchar a nadie, dando zancadas de un lado a otro en un intento vano de calmar su cólera—. Apelaré al mismo Inocencio. No puede hacerme esto. De hecho, estoy seguro de que esto no es obra suya, sino de ese obispo, Castelnau, que se arroga excesivos poderes. Yo he cumplido con todas las exigencias que se me formularon en su día. ¿Qué más quieren de mí?
—De acuerdo con la misiva que os ha dirigido el legado —medió el secretario—, se os acusa de no haber observado la tregua de Dios durante la Cuaresma, de haber transformado algunas iglesias en fortalezas, de haber dado cargos públicos a judíos, para vergüenza de la religión cristiana —son las palabras textuales— y de brindar vuestra protección a la herejía por negaros a golpearla sin misericordia, con todo el peso de vuestras fuerzas, en las personas de sus adeptos.
—¿Y qué sugiere que haga? ¿Qué me enfrente a la mayoría de mis súbditos? ¿Que emplee la violencia contra quienes me rinden vasallaje, traicionando con ello mi honor de caballero? ¿Qué diablos quiere ese maldito legado de mí?
—Dicen que el papa ya ha llamado a las armas a todos los barones franceses para que vengan a haceros la guerra —insistió Lucas, vislumbrando al fin la oportunidad de llevar a cabo su venganza—. Desea destruiros a vos y a todo lo que os es querido. Robaros vuestra herencia. Desposeeros de lo que os pertenece y confiscar con este pretexto las tierras de vuestros nobles para entregárselas a segundones franceses. ¿A qué esperáis para levantar un ejército? Si permanecéis quieto, aguardando a que esos lobos disfrazados de corderos muestren al fin sus dientes, será demasiado tarde.
En su fuero interno él ya había tomado una decisión que le llevaría a la gloria o a los infiernos. Llevaba años urdiendo su plan. Él, Lucas de Reims, caballero occitano por la gracia del Señor y la bondad del barón Bruno de Laurac, sería el instrumento de la gran revancha. Un golpe a tiempo en la persona adecuada bastaría, estaba seguro, para cambiar el curso de los acontecimientos. ¿Y quién mejor que él para asestarlo? Ya sabía incluso el nombre de su víctima: el mismo que el de su difunto hermano.