¿Quién iba a pensar en tragedias un día como ese en Belcamino? La casa bullía de actividad por los preparativos del viaje, y ni siquiera los acontecimientos de los últimos meses, culminados con la expulsión de Lucas, podían ensombrecer la excitación de los De Laurac ante su inminente partida a la Provenza, donde asistirían, entre olivares y campos de lavanda, a la boda del rey Pedro II de Aragón con la condesa María de Montpellier. Un festejo llamado a convertirse en el acontecimiento de la década, que prometía oscurecer incluso los fastos que habían coronado, en enero de aquel mismo año, el matrimonio del conde Raimundo VI de Tolosa con la infanta Leonor, hermana del soberano aragonés.
Braira estaba a punto de cumplir los trece años y había alcanzado esa edad en la que la mente es un tobogán de sensaciones contrapuestas que suben o bajan al ritmo de cada emoción. Tan pronto se preocupaba por la suerte de los desamparados de Dios como se perdía ante el espejo, intentando en vano gustarse a base de ensayar sonrisas. Su humor oscilaba sin motivo y no comprendía el porqué de los vaivenes de su corazón. Se resistía a reconocerse en la doncella que empezaba a dibujarse en su rostro, con la que debía convivir lo mejor posible, mal que le pesara a la niña que se negaba a morir.
Aquel era su primer acto público de relieve, lo que había dado lugar a interminables discusiones con su madre relativas al atuendo.
—¡No tengo nada que ponerme! —se lamentaba ese día, nerviosa, mientras se aplicaba con torpeza a manejar la lanzadera del telar en los aposentos que ocupaba Mabilia en la planta noble de Belcamino.
—¿Nada? —se escandalizó esta—. La costurera te está arreglando tres de mis mejores vestidos, a fin de que puedas elegir. Ha aprovechado las mangas de ese traje de brocado verde que tanto nos gustaba para adaptarlas a un cuerpo dorado, casi nuevo, que se me quedó estrecho antes de poder gastarlo. También le he dicho que cosa una cenefa de tela azul al que llevé en la boda de tu tío, el de Bretaña, después de meterle el dobladillo y ocultar de ese modo la parte ajada por el roce. Te aseguro que serás la mejor ataviada de cuantas doncellas acudan al banquete nupcial.
—Me quedarán anchos y se notará que no son nuevos. Su corte está anticuado. Les faltan pliegues y adornos. Las faldas son demasiado cortas, sin vuelo…
—Te ceñirás el que más te guste con el cinturón que te trajo tu padre de Barcelona. Recuerda que está bordado por los mejores artesanos moros de aquellas tierras. Nadie tendrá uno igual. ¿Tú te crees que todas las damas pueden permitirse un atuendo nuevo para cada acontecimiento? ¡Dios nos asista! No habría bolsa capaz de sufragar semejante gasto. ¡Con el precio que alcanzan las buenas telas! Para aprovechar lo que hay están las costureras y la imaginación. Con tu figura, además, estarás radiante te pongas lo que te pongas.
—¿Y qué zapatos llevaré? ¿Cómo me arreglaré el cabello? No habrá modo de ocultar esos horribles granos que arrasan mi frente… ¡No iré, no me mostraré ante todos así, hecha un adefesio!
Llegadas a ese punto y colmada su paciencia, la señora del castillo se puso seria y recriminó a su hija con severidad una frivolidad más propia de sus años que de su religión y de su clase.
—Ya eres una mujer —le dijo—. ¡Compórtate como tal!
Estaba decidida a educarla de acuerdo con el código rígido que tendría que regir a partir de entonces su conducta, en la que no habría espacio para semejantes rabietas. Era su manera de mostrar amor a esa hija de cabellos color avellana, ojos alegres y mejillas de seda, nacida bajo el signo de la Rueda de la Fortuna: la carta de los cambios constantes, las aventuras y la superación.
Las vivencias que aguardaban a Braira a lo largo de su vida desbordarían ampliamente las murallas de Fanjau y las de su regazo, como intuía claramente Mabilia, incluso sin necesidad de recurrir a la adivinación, por el modo en que miraba a su alrededor siempre hambrienta de experiencias nuevas. A fin de que pudiera desenvolverse en los distintos escenarios que iba a depararle el futuro, era menester que aprendiera a actuar cuanto antes con arreglo a su condición social. Y para ello era indispensable la disciplina que aplicaba su madre. De momento, sin embargo, la excursión que iban a emprender las llevaría juntas, por el mismo camino, hasta Montpellier, en un recorrido de dos o tres días que no planteaba la menor dificultad. ¿Qué era entonces lo que tenía así de desazonada a la señora de Belcamino?
Los naipes, esos endiablados naipes cuya voz la cautivaba, que se empeñaban en augurar acontecimientos desagradables.
—Dejémonos de tonterías y observa detenidamente lo que voy a mostrarte —propuso a su hija, que se había quedado mustia tras la reprimenda—. Estoy cansada de tejer. Cierra la puerta para que nadie nos moleste y presta atención. Tienes que aprender a descifrar este lenguaje.
Ante la mirada de Braira, cuya curiosidad había eclipsado cualquier otra inquietud, sacó de un escondite disimulado en un arcón una baraja que conservaba como el mayor de sus tesoros, y se dispuso a consultar al Tarot.
Cada carta, hasta un total de veintidós, tenía el tamaño de una mano abierta y estaba cortada en piel de cordero nonato, curtida, tratada y pulida hasta convertirla en pergamino de la mejor calidad. Las figuras, pintadas con esmero por manos sabias, representaban a distintos personajes, encarnación de una intrincada simbología. Destacaban los colores rojo, oro, verde y azul añil.
Braira, que había convivido con ese juego desde la cuna, observaba las tiradas de su madre con una mezcla de diversión y respeto, esforzándose por memorizar comprendiendo. Mabilia la consideraba ya lo suficientemente madura como para adentrarse en el misterio de su interpretación, por lo que ponía su mejor empeño en abrirle esa puerta a la vez lúdica y mágica.
—Las cartas encierran un código que sólo las iniciadas como nosotras podemos penetrar. Esfuérzate en dominarlo. Ellas te ayudarán a tomar decisiones que de otra forma te resultarían imposibles. Te contarán historias fascinantes. Te permitirán ayudar a los demás, orientándoles en la oscuridad. Te revelarán sus secretos más íntimos. Te otorgarán el conocimiento necesario para solucionar conflictos aparentemente irresolubles. Te iluminarán el corazón y le darán igualmente acceso a pensamientos, emociones, pasiones y temores que anillan en nuestro interior sin que seamos capaces de expresarlos o incluso reconocerlos.
—¿No es contrarío este juego a las enseñanzas de nuestra Iglesia, madre? —constató la alumna, que captaba de un modo instintivo la contradicción existente entre lo que le contaba su maestra sobre esos objetos misteriosos y la fe que ella misma le había inculcado en un Dios omnipotente, principio y fin de todas las cosas.
—En absoluto, hija mía. Todo lo que nos rodea está escrito por la mano del Creador. La disposición de los astros, el zodiaco, el Tarot. Todos ellos son lenguajes que nos ofrece el Todopoderoso. Sólo hay que saber leerlos. Y en todo caso siempre puedes jugar sin dar trascendencia al juego, aunque a medida que te sumerjas en sus profundidades te será difícil tomártelo a broma.
—¿Quién te enseñó a ti?
—Mi madre, quien había recibido a su vez ese don de una esclava nacida y criada en las lejanas estepas de Panonia.
—¿De dónde?
—De tierras gélidas, paganas, donde habita el misterio.
—¿Qué he de hacer? —inquirió la chica, cautivada por esa intriga.
—Observar lo que yo hago y fijarte en las cartas, en las figuras que van apareciendo, su mirada, su posición recta o invertida, el orden que guardan con respecto a la que la precede y la sigue… Tus ojos se irán abriendo hasta que un día veas todo claro. Y ese día, hija, habrás adquirido un poder que habrás de administrar con cuidado. Un poder que los hombres buscarán y temerán, que te podrá encumbrar o que será tu ruina. En cualquier caso, serás la reina de las fiestas —concluyó, quitando hierro deliberadamente a lo que acababa de decir.
—¡Sí! —Se entusiasmó Braira—. Quiero llegar a ser tan hábil como tú. Estaré atenta.
Tras barajar lentamente durante un buen rato, Mabilia sacó cuatro cartas del montón y las dispuso ante sí en una mesita baja, una a continuación de la otra, separadas por un estrecho margen: el ayer, el hoy, el mañana y el camino. Con horror, descubrió que esta última era la Muerte, del revés. Una figura que borró instantáneamente la sonrisa de su rostro y le quitó las ganas de jugar.
La segadora aparecía con su guadaña ensangrentada, su osamenta al descubierto y su dentadura hambrienta, rodeada de cabezas y miembros amputados, con la calavera apuntando hacia el infierno. Un augurio seguro de dolor. El anuncio de hechos violentos, incluso trágicos, incomprensible en vísperas de una boda.
¿A qué vendría ese aviso?
—Otro día seguiremos —dijo a su hija—. Acabo de recordar que me esperan en la cocina para decidir lo que se servirá en la cena.
—¡Por favor! —suplicó la niña.
—Ahora no. No insistas. Por tu propio bien debemos dejarlo.
Con un sabor agridulce en el paladar y el anhelo de haber equivocado la lectura, Mabilia cabalgaba un par de días más tarde, junto a su familia, hacia la propiedad de unos conocidos, cercana a la capital del condado de la Provenza, donde se alojarían para asistir al enlace real que recogerían los historiadores.
Toda la nobleza local había sido convocada a presenciar el evento, pues, además de su carácter festivo, suponía una promesa de paz y prosperidad que el pueblo recibía con júbilo. Si no se producían guerras, como las que habían devastado la región en las décadas precedentes, no habría levas forzosas, ni incendios de cultivos, ni saqueos indiscriminados. Si la paz fuese esta vez posible… Ese sueño repicaba en los ánimos con más alborozo aún que las campanas de las iglesias.
La ciudad estaba a rebosar. En las posadas sobresaturadas de curiosos no cabía un alfiler y los más avispados hacían su agosto alquilando una cama o un balcón con vistas a la calle por precios astronómicos. Todos querían ver de cerca a ese rey apuesto, valiente, galante, amante de los bailes y del juego, libertino y derrochador, cuyas glorias en los campos de batalla y del amor cantaban en sus trovas los juglares. A ese gigante rubio, ascendido al trono antes de cumplir los veinte años, llamado a devolver a su reino la honra tras la derrota sufrida por la Cristiandad hispana frente a los sarracenos en Alarcos.
Ahora, en el esplendor de su juventud, Pedro se casaba con María a fin de incorporar a sus dominios la ansiada villa de la que ella era dueña, entregándole a cambio el Rosellón y la promesa de no repudiarla nunca. Quedaba de esa forma sellado un pacto formal que obligaba a los soberanos de Aragón y Tolosa a prestarse mutuo socorro en caso de conflicto, respaldarse, aconsejarse, unirse y asistirse ante cualquier enemigo. Un acuerdo que no tardaría en ser puesto a prueba por la fuerza brutal de los hechos, hasta las últimas consecuencias.
Pero en el día de sus esponsales nada permitía presagiar que algo malo pudiese suceder al feliz esposo. Su cuñado por partida doble, el conde Raimundo, le había prestado ciento cincuenta mil sueldos, suficientes para pagar un convite digno de su rango que haría las delicias de todos los presentes. Gracias a ellos correría el mejor vino, se asarían terneros, corderos y cabritos suficientes para saciar el apetito de nobles y villanos, los reposteros se lucirían preparando dulces de miel y almendra, perfumados con aromas de romero, e incluso habría marisco y pescado fresco, traídos entre hielos desde el litoral en carros tirados por caballos veloces, que los invitados recibirían, seguro, entre exclamaciones de admiración. ¿No era eso lo más parecido a la dicha que podía alcanzarse en esta vida? En opinión del rey, lo era sin lugar a dudas.
La familia de los De Laurac carecía de la dignidad necesaria para acceder al interior de la iglesia de los Templarios en la que los novios se juraron fidelidad, pero estaba lo suficientemente cerca de la puerta como para contemplar sus rostros a la salida. Pedro caminaba erguido, serio, con el orgullo reflejado en la mirada altiva y una media sonrisa burlona. María parecía, en cambio, triste. Pese a la riqueza de sus vestiduras de brocado y terciopelo, al resplandor de sus joyas y a la belleza de sus rasgos casi infantiles, su gesto denotaba una pena lejana. Como si se supiera arrastrada por un destino decidido a zarandearla como a una muñeca de trapo.
De tan delicada cuestión iban hablando unos días más tarde Braira y Beltrán, joven escudero a su servicio, mientras regresaban a Belcamino tras apurar el festejo.
El campo olía a tomillo y hierbabuena, cuyo aroma alimentaban las lluvias recién caídas. Todavía no apretaba el calor y la calzada estaba desierta. Aquel paseo era un regalo que disfrutaban los chicos ensayando con deleite el arte de la galantería, pues no eran muchas las ocasiones que tenían para hablar a solas.
Braira era la única hija del señor de la heredad, mientras Beltrán había nacido en las caballerizas, vástago de un palafrenero sin nombre ni fortuna. Pese a ello, ambos se frecuentaban desde muy pequeños, pues a nadie en Belcamino se le ocurría pensar que pudieran llegar a ser algo más que compañeros de juegos.
A nadie más que a Beltrán.
El chico era apuesto, espabilado, tenía ingenio y aprendía deprisa, lo que le había hecho acreedor a un puesto en la escuela de Fanjau sufragado por su amo. Bruno le tenía afecto y quería hacer de él un caballero, por lo que, una vez que había aprendido cuatro rudimentos de gramática, retórica y matemática, le obligaba a entrenarse en el manejo de las armas. A él la espada le atraía decididamente menos que los libros o la flauta, por los que descuidaba su formación militar, lo que le valía buenas reprimendas a cargo de su señor. A cambio, recitaba con verdadera pasión, era ameno al conversar e incluso bailaba mejor que la mayoría. Un perfecto trovador.
Caminaban muy juntos, llevando a sus monturas del ronzal, bajo el sol gozoso de junio. Habían partido al amanecer, con el resto de la familia y los sirvientes, pero se habían ido rezagando hasta perderles de vista, distraídos con la conversación que mantenían.
—Ninguna mujer debería ser obligada a casarse violentando a su corazón —sostenía la muchacha con firmeza, frunciendo el ceño en un gesto que a Beltrán le parecía irresistible.
—Es que el amor nada tiene que ver con el matrimonio, mi señora. De todos es conocido que una cosa son los negocios de la tierra, el patrimonio o los apellidos, y otra muy distinta los de la pasión.
—¿Y por qué han de estar reñidos? ¿No es legítimo aspirar a encontrar el amor verdadero en un esposo al que se pueda respetar, honrar y obedecer ante los ojos de Dios?
—Claro que sí, hermosa Braira, aunque no es frecuente que tal prodigio acontezca. Además sabéis tan bien como yo que a los ojos de nuestro Dios cualquier deseo carnal ha de ser combatido hasta la derrota. ¿Es posible tal sacrificio? ¿Está al alcance de nuestra flaqueza o conviene que aceptemos cuanto antes nuestra condición de pecadores, dándonos a los goces y al placer en el corto espacio de nuestra vida?
—¿Qué responde a esa pregunta vuestra trova? —le provocó ella con ingenuidad fingida.
—Os lo diré con poesía:
Es propio del amante
de una buena dama
que sea sabio y prudente
y cortés y moderado
y que no se preocupe ni se lamente…
En esas andaban, ensimismados el uno en el otro, cuando se dieron de bruces con un tronco caído que obstruía el sendero por el que transitaban.
Al principio no le dieron importancia, ocupados como estaban en sus coqueteos, pues ninguno de los dos tenía aún desarrollado el sentido del peligro. Pero cuando vieron a un grupo de forajidos descolgarse con cuerdas de los árboles que les rodeaban, con intenciones claramente aviesas, comprendieron, demasiado tarde, que habían sufrido una emboscada.
Beltrán animó a Braira a que montara, en un intento desesperado de emprender la huida. El aspecto de esos desarrapados resultaba muy inquietante. Iban armados con cuchillos, alguno llevaba una vieja cota de malla sobre el jubón y, para empeorar las cosas, no hablaban la lengua occitana, sino la de Oil, propia de franceses. Mal indicio.
Desde hacía algún tiempo, los legados papales, Pedro de Castelnau, Raúl de la Fontfría y Arnau de Amaury, antiguo abad de Poblet ascendido hasta la cabecera de la orden del Císter, recorrían la región instando a los cátaros a que regresan al redil católico y animando a sus protectores a castigar a los que se negaran a hacerlo. La propia Montpellier acababa de aprobar un decreto de expulsión de los herejes albigenses, que no se aplicaba con excesivo rigor y del cual los dos jóvenes viajeros no tenían, por supuesto, la menor noticia. Lo que sí sabían, por haberlo oído comentar en sus casas, era que esos dignatarios se desplazaban en carruajes lujosos, rodeados de boato y recubiertos de alhajas, lo cual no sólo gustaba poco a los habitantes de esa tierra que apreciaba la sencillez, sino que constituía una invitación explícita al robo para una legión de harapientos procedentes de todas partes. Chusma contratada para garantizar su seguridad y chusma de bandidos, maleantes y salteadores atraída por sus riquezas. Chusma, al fin al cabo, acudida al olor de una muerte inminente. Buitres hambrientos de carroña.
—¡Vámonos de aquí enseguida! —urgió el escudero a Braira.
—¡¿Cómo?!
Aterrada, la muchacha se puso a gritar a voz en cuello pidiendo auxilio, mientras intentaba subir a su caballo con la ayuda de un Beltrán entumecido por el miedo e incapaz de vencer el engorro de las faldas, sayas y demás ropajes que entorpecían los movimientos de su dama.
El primer golpe tumbó al chico. Le habían dado con una maza en la cabeza antes de que pudiera reaccionar, dejándole tendido en el polvo con un hilillo de sangre manando de la herida abierta. A ella la sujetaron entre dos, mientras se defendía a patadas, mordiscos y arañazos.
Sin dejar de forcejear, vio cómo revolvían sus alforjas y las de su compañero en busca de botín, cómo rebuscaban en los bolsillos de este y cómo la miraban a ella, con más que codicia en los ojos. Uno de los asaltantes, que olía a establo y exhalaba un aliento tan podrido como sus dientes, la tiró al suelo de un empujón, a la vez que se bajaba los calzones entre gorgoteos incomprensibles.
Todo parecía irreal. Unos minutos antes escuchaba palabras galantes de labios de su juglar y ahora estaba a punto de perder la honra bajo el peso de una bestia de aspecto vagamente humano. ¿Podía el hombre transformarse tanto?
Chilló y se resistió con todas sus fuerzas confiando en que llegara ayuda, pero fue en vano. Afortunadamente para ella, los secuaces de su agresor se divertían contemplando la desigual pelea, formando un círculo a su alrededor y animando con obscenidades al que trataba de violarla, en lugar de inmovilizarla. Eso le permitió propinarle un rodillazo en la entrepierna, que le arrancó un aullido lastimero y transformó su rostro en una máscara de odio.
Braira sintió entonces lo que es el verdadero terror. La bestia que tenía encima respondió a la patada con un puñetazo y el mundo que la rodeaba se desvaneció en tinieblas.