LA HUIDA DE DYMCHURCH

Con el crepúsculo, una débil lluvia de setiembre comenzó a caer sobre los lúpulos. Las madres sacaron de los jardines los bamboleantes cochecillos de los niños; se pusieron al abrigo los cuévanos y se hicieron las cuentas de la jornada. Las jóvenes parejas volvían a sus casas dulcemente, una bajo cada paraguas, y los que iban solos las seguían riendo. Dan y Una, que habían estado paseando después de dar sus lecciones, se dirigieron al secadero para asar patatas. El viejo Hobden, con Bess, su perra coja, estaba muy ocupado todo el mes con el secamiento del lúpulo.

Como de costumbre, se sentaron frente al fuego, sobre el catre cubierto de sacos, y cuando Hobden levantó la tapa del horno contemplaron con grandes ojos, como siempre, el rescoldo, que lanzaba su calor hasta lo alto del horno de anticuada forma. Lentamente, tomó unos trozos de carbón y los introdujo en el lugar donde habían de ser más útiles; también lentamente echó el brazo hacia atrás, para que Dan dejase caer en su mano, parecida a un cucharón de hierro, las patatas; las colocó con cuidado en torno al fuego y después permaneció un instante de pie, destacándose en negro sobre el resplandor rojo. Cuando volvió a cerrar la tapa, el secadero volvió a ensombrecerse, aunque no había anochecido todavía, y encendió la mecha de la linterna. Los niños le tenían cariño a todas estas cosas, las cuales conocían perfectamente.

El Niño Abeja, el hijo de Hobden, que no estaba muy cuerdo, pero que hacía lo que quería de las abejas, se deslizó de la casa como una sombra. Le adivinaron tan sólo cuando la punta de rabo de Bess comenzó a moverse entre ellos.

Una voz potente cantó de pronto, afuera, bajo la llovizna:

La vieja Duermelana ha un año que murió,

ve que va bien el lúpulo y asoma la cabeza.

—Solamente hay dos que sepan cantar de esta forma —exclamó el viejo Hobden, volviéndose.

Dice: «Aquellos que he visto siendo joven y bella

aún cosechan el lúpulo alegremente, y yo…».

Un hombre apareció en el umbral de la puerta.

—Bien, bien… Se dice que la cosecha del lúpulo despierta hasta a los muertos; y ahora lo creo. ¿Eres tú, Tom? ¡Tom Shoesmith! —y Hobden bajó la linterna.

—Eres un poco tardo, Ralph.

El recién llegado cruzó el umbral; era sus buenas tres pulgadas más alto que Hobden, un gigante de bigote cano, de rostro cetrino y claros ojos azules. Se estrecharon las manos, el roce de cuyas palmas oyeron los niños.

—Tu mano no ha perdido nada de su antigua fuerza —dijo Hobden—. Hará treinta o cuarenta años que me abriste la cabeza en la feria de Peasmarsch, ¿no es cierto?

—Sólo treinta, pero ningún asunto ha quedado pendiente entre nuestras cabezas. Lograste el desquite con una estaca para el lúpulo. ¿Cómo conseguimos llegar a nuestras casas aquella noche? ¡A nado!

—Del mismo modo que el faisán en el bolsillo de Gub… Con un poquito de suerte y mucha magia —y el viejo Hobden rió a carcajadas.

—Veo que no has olvidado tu camino por los bosques. ¿Haces siempre lo mismo? —y el extraño hizo el ademán de mirar a lo largo de un fusil.

Hobden contestó con un rápido movimiento de su mano, como si tendiera un lazo para cazar liebres.

—No. Esto es todo lo que me queda ahora. Los viejos hacen lo que pueden. Y tú, ¿qué me cuentas al cabo de todos estos años?

—Muchachos, en Plymouth y en Dover he estado

y por todas partes he correteado.

—repuso el hombre alegremente—. Me parece que conozco a nuestra vieja Inglaterra mejor que muchos —y se volvió a los niños con un guiño picaresco.

—Entonces, apuesto a que te han llenado la cabeza de mentiras. Yo solamente me metí por Inglaterra una vez, hasta Wiltsheer. Y me engañaron completamente en unos guantes de cortar setos —dijo Hobden.

—Se cuentan historias por todas partes. Tú nunca has abandonado tus lindos y limitados alrededores, Ralph.

—No puede cambiar de sitio un viejo árbol sin que muera —dijo Hobden, riendo quedamente—. Y yo tengo tantos deseos de morir como tú de echarle una mano a mis lúpulos esta noche.

El hombrón se apoyó contra la mampostería de ladrillo del horno y movió los brazos.

—Contrátame —fue todo lo que dijo, y levantó los brazos riendo.

Los niños oyeron el roce de las palas sobre el lienzo donde los lúpulos amarillos estaban secándose al fuego, y todo el secadero se llenó de ese dulce y adormecedor perfume que desprende cuando se mueven.

—¿Quién es? —murmuró Una, dirigiéndose al Niño Abeja.

—Lo sé tanto como vosotros, si no lo sabéis por vosotros mismos —dijo, y sonrió.

Las voces, sobre el secadero, hablaban y reían con un pequeño rumor, y los pesados pasos iban de un lado a otro. No tardó en resbalar por la tronera un saco que se atiesó e hinchó a medida que iban llenándolo a paletadas. «¡Clac!», y la prensa aplastó todo aquel ligero montón en una galleta compacta.

—¡Despacio! —oyeron decir a Hobden—. Te estallará la cabeza si aprietas de ese modo. Tienes tanto cuidado, Tom, como el toro de Gleason. Ven, siéntate cerca del fuego. Ya está bien por ahora.

Ellos bajaron, y mientras Hobden abría la portezuela del horno, para ver si las patatas estaban asadas, Tom Shoesmith dijo a los niños:

—Echadle mucha sal. Eso os demostrará qué clase de hombre soy.

De nuevo hizo un guiño; el Niño Abeja se echó a reír, y Una miró a su hermano.

—Sí, sí, yo sé la clase de hombre que eres —dijo el viejo Hobden, buscando a tientas las patatas en torno al fuego.

—¿De verdad? —preguntó Tom a sus espaldas—. Ninguno de nosotros puede sufrir las herraduras, las campanas de iglesia o el agua corriente; y, por lo que respecta al agua corriente —y se volvió hacia Hobden, que se apartaba del horno retrocediendo—, ¿recuerdas la gran inundación de Robertsbridge, cuando el molinero se ahogó en plena calle?

«Yo sé la clase de hombre que eres —dijo el viejo Hobden, buscando a tientas las patatas»

—Lo recuerdo bien. —El viejo Hobden se dejó caer sobre el montón de carbón que estaba colocado a la puerta del hogar—. Aquel año cortejaba a mi mujer en la Marisma. Era cochero en casa de Maese Plum, y ganaba diez chelines semanales. Mi mujer era marismeña.

—Maravilloso lugar el de la Marisma de Romney —dijo Tom Shoesmith—. He oído decir que el mundo se divide en Europa, Asia, África, América, Australia y la Marisma de Romney.

—Los marismeños piensan de ese modo —dijo Hobden—. Me costó mucho trabajo conseguir que mi mujer abandonara la Marisma.

—¿De dónde procedía? No me acuerdo, Ralph.

—De Dymchurch, bajo el malecón —repuso Hobden, con una patata en la mano.

—Probablemente era una Pett…, o una Whitgift, ¿no es cierto?

—Una Whitgift. —Hobden rompió la patata y la partió con ese minucioso cuidado de las gentes acostumbradas a comer al aire libre, sin dejar que se pierda nada—. Concluyó por ser completamente razonable, tú lo sabes, después de haber vivido en el bosque algún tiempo. No obstante, durante los veinte o cuarenta primeros años, procedió de una forma muy extraña, sin que se supiera cuándo iba a acabar aquello. Sin embargo, cuidaba maravillosamente a las abejas —cortó un trozo de patata y lo tiró por la puerta.

—¡Ah! He oído decir que los Whitgifts tenían más clarividencia que la mayoría de la gente —dijo Shoesmith—. ¿Es cierto?

—Ella era completamente inocente de toda nigromancia —dijo Hobden—. Sólo leía los signos y las significaciones del vuelo de los pájaros, de la caída de las estrellas, de las abejas cuando construyen las colmenas y otras cosas. Y quedábase sin dormir, oyendo sus voces, como ella decía.

—Esto no prueba nada —dijo Tom—. Todos los marismeños han sido contrabandistas en todos los tiempos. Seguramente ella tenía en la sangre ese afán de escuchar los ruidos de la noche.

—Naturalmente —replicó el viejo Hobden sonriendo—. Me acuerdo mucho de aquel tiempo en que había contrabando muy cerca de nosotros, en la Marisma. Pero mi mujer no trabajaba en esto. Era una serie de charlas sin sentido —y bajó la voz— referentes a duendes.

—Sí. He oído decir que los hombres de la Marisma creen en ellos —y Tom miró a los niños, sentados al lado de Bess, que le miraban asombrados.

—¿Duendes? —preguntó Una—. ¿O hadas? ¡Oh, ya sé!

—La gente de las colinas —dijo el Niño Abeja, mientras arrojaba la mitad de su patata a través de la puerta.

—Tú eres de allí —dijo Hobden, apuntándole con el dedo—. Mi hijo tiene los ojos de su madre y le impresiona, como a ella, todo lo extraordinario. Así es como ella los llamaba.

—¿Y tú qué pensabas de todo esto?

—¡Hum…, hum…! —gruñó Hobden—. Aquellos que van por los campos y por los bosques en noche cerrada, como yo lo hacía, no se apartan de su ruta cuando no encuentran a los guardas.

—Dejemos eso —dijo Tom insidiosamente—. Te he visto ahora mismo tirar el trozo bueno por la puerta. ¿Es que tú creías en eso…, o crees…?

—Esa patata tenía un gran agujero negro —exclamó Hobden indignado.

—Entonces, mis ojillos no lo han visto. Se hubiera dicho que tú lo hacías por…, por los que tuvieran necesidad. Pero dejemos esto. ¿Es que tú creías en eso, o crees?

—No digo nada porque nada he visto ni oído. Pero si tú dijeras que hay en los bosques, durante la noche, otras cosas distintas de gentes, pelos, plumas o escamas, no sé si me molestaría en llamarte embustero. Y ahora, hablando de otra cosa, Tom: ¿qué tienes que decir?

—Me parezco a ti. No digo nada. Pero voy a contarte una historia, y a ver qué deduces de ella.

—Habladurías sin sentido —gruñó Hobden, y cargó su pipa.

—Los marismeños la llamaban la huida de Dymchurch —prosiguió Tom lentamente—. Quizás hayas oído hablar de esto.

—Mi mujer me lo contó muchas veces. Yo no sé si mi mujer concluyó por creer en ello… algunas veces.

Hobden atravesó la estancia hablando, y encendió la pipa con la llama de la linterna. Tom, sentado sobre la pila de carbón, apoyó su enorme codo sobre su enorme rodilla.

—¿No has estado nunca en la Marisma? —preguntó a Dan.

—Llegué hasta Rye una vez —repuso Dan.

—Pero eso es sólo el principio. Más lejos, detrás de Rye, hay campanarios situados al lado de las iglesias, y sabias mujeres sentadas junto a las puertas, y la mar sobre la tierra, y bandadas de patos salvajes en los diques (quería decir zanjas). La Marisma estaba casi totalmente llena de diques, acequias y embalses. Se les oía borbotear y rumorear cuando la marea alta penetraba en ellos, e inmediatamente oírse el mar ir de un lado a otro, a lo largo del malecón. ¿Habéis visto cuán llana es la Marisma? Nada parece más fácil que atravesarla en línea recta. ¡Ah! Pero los diques y los embalses enredan los caminos como las brujas enredan los hilos en la rueca. Por eso te pierdes, aunque sea de día.

—Es porque han hecho el desagüe en los diques —dijo Hobden—. Cuando yo cortejaba a mi mujer, los cañaverales eran verdes. ¡Ah, Dios mío…! Y la alcaidesa de las marismas cabalgaba en todos sentidos libremente, como la niebla.

—¿Quién era? —preguntó Dan.

—La fiebre y los escalofríos de la Marisma. Una o dos veces me cogió por la espalda, hasta que temblé como una hoja. Pero ahora el desagüe ha matado a las fiebres; entonces, para bromear, se dijo que la alcaidesa de la Marisma se había cortado el cuello en un dique. Es un lugar magnífico para las abejas y los patos.

—Y viejo —continuó Tom—. Los seres de carne y hueso estuvieron aquí perdidos eternamente. Fíjate que, cuando hablan entre ellos, los marismeños dicen que los duendes han protegido eternamente la Marisma más que al resto de la vieja Inglaterra. Apuesto a que los marismeños lo saben. Y salen durante la noche padre e hijo, pasando algo de matute, desde que crece la lana en la espalda de las ovejas. Dicen que siempre se han visto pocos duendes en la Marisma. Son desvergonzados como conejos. Y bailaban hasta el amanecer en los caminos. Movían sus pequeñas luces verdes a lo largo de los diques, de un lado a otro, como valientes contrabandistas. Sí, y, a veces, los domingos le daban en las narices al cura o al sacristán con la puerta de la iglesia.

—Seguro que eran contrabandistas que escondían las blondas y el brandy hasta que pudieran sacarlo de la Marisma. Yo se lo había dicho a mi mujer —interrumpió Hobden.

—Apuesto, entonces, a que no se lo creyó, y más aún si era una Whitgift. La Marisma era un lugar maravilloso para los duendes, todo el mundo lo ha dicho, hasta que el padre de la reina Isabel llegó con sus reformas.

—Debía de ser una ley del Parlamento, ¿no es cierto? —preguntó Hobden.

—Seguro. Nada puede hacerse en la vieja Inglaterra sin una ley, un mandato y una convocatoria. Le autorizaron a hacerse su ley y, según dicen, el padre de la reina Isabel trató a las iglesias parroquiales un poco vergonzosamente. Casi les quitó el estómago a no sé cuánta gente. Y algunos en Inglaterra abogaban por él; pero otros lo veían de un modo distinto, y, por último, tomaron parte en el asunto y sin descanso se quemaron los unos a los otros, siguiendo la corriente que se imponía en aquel momento. Esto aterrorizó a los duendes; porque la buena voluntad en los seres de carne y hueso es néctar para ellos, y la animadversión un veneno.

—Como las abejas —dijo El Niño Abeja—. Las abejas no quieren permanecer cerca de una casa donde hay odio.

—Es cierto —dijo Tom—. Estas reformas aterrorizaron a los duendes como el segador aterroriza a los conejos escondidos en los rastrojos. Acudieron de todas partes a unirse en la Marisma, y entonces he aquí lo que dijeron: «Con razón o sin ella, es preciso marcharse de aquí: éste es el fin de la alegre Inglaterra, y se nos arrincona entre los ídolos».

—¿Y pensaban realmente eso? —preguntó Hobden.

—Todos excepto uno, llamado Robin, si es que has oído hablar de él. ¿De qué te ríes? —y Tom se volvió a Dan—. El enojo de los duendes no caía sobre Robin, porque él parecía no tener nada que ver con nadie. No se podía intentar salir de la vieja Inglaterra; entonces se le envió para pedir ayuda a los seres de carne y hueso. Pero los seres de carne y hueso debían de estar muy ocupados en sus asuntos, porque Robin no pudo abrirse paso hasta ellos, ¿comprendéis? Y creían que era el eco de las aguas a lo largo de la Marisma.

—¿Qué es lo que las ha…, duendes querían? —preguntó Una.

—Seguramente, un barco. Sus pequeñas alas podían atravesar el canal tanto como mariposas cansadas. Querían una nave con una dotación que los condujera hasta Francia, donde las gentes aún no habían comenzado a derribar los ídolos y no podían soportar el cruel tañido de las campanas de Canterbury, que siempre llamaban a Bulverhithe a muchos pobres hombres y mujeres para ser quemados, ni ver al enviado del rey pavonearse por todo el país, ordenando que se derribaran los ídolos. Por nada del mundo podían soportar esto. Pero no podían marcharse con su nave y su dotación sin el permiso y la aquiescencia de los seres de carne y hueso; y los seres de carne y hueso estaban atareados con sus asuntos, y la Marisma se llenaba siempre y siempre de duendes llegados de toda Inglaterra, que intentaban con todas su fuerzas llegar hasta los seres de carne y hueso para allí contar su inquietud y su sufrimiento. Yo no sé si habéis oído decir alguna vez que los duendes son como los polluelos.

—Mi mujer también solía decir esto —dijo Hobden.

—Es la verdad. Tú educas a muchos polluelos juntos, y los pastos se dañan casi totalmente, y tú te acoquinas, y tus polluelos mueren. Del mismo modo, si tú amontonas a todos los duendes en un mismo lugar, no son ellos los que mueren, sino los seres de carne y hueso que circulan entre ellos, los que enferman y perecen. No es cosa de ellos, pero los seres de carne y hueso no saben nada. Ésta es la verdad…, según he oído decir. Los duendes, que estaban apestados y aterrorizados, y que intentaban que sus súplicas fuesen escuchadas, cambiaron naturalmente el aire y el humor que había entre los seres de carne y hueso. Esto se cernía sobre la Marisma como un trueno. Las gentes veían resplandecer los fuegos fatuos en las ventanas de sus iglesias en la noche cerrada; veían a sus animales dispersarse sin que nadie los asustara, a sus carneros reunirse sin que nadie los guiase; a sus caballos espumajear sin que nadie los guiase; y veíanse más que nunca las pequeñas luces verdes y bajas sobre las escarpas de los diques; oían más claramente que nunca correr a unos pequeños pies en torno de las casas; y día y noche, noche y día, era como si arrastrasen y como si alguien intentara decir algo sin poder explicar claramente de qué se trataba. ¡Oh, te digo que sudaron mucho! A hombres y muchachas, a mujeres y niños, sus naturalezas humanas no les sirvieron durante todas aquellas semanas en que la Marisma estuvo llena de duendes. Pero eran seres de carne y hueso, y marismeños antes que nada. Y pensaron que aquellos signos eran inquietantes para la Marisma. Y que el mar se estrellaría contra el malecón de Dymchurch, y que todo sería inundado como la vieja Winchelsea; o que caerían las plagas sobre ellos. Entonces buscaron a lo lejos, en el mar, o en lo alto, en las nubes, lo que aquello significaba. Y no se les ocurrió buscar cerca de ellos, ni siquiera a la altura de sus rodillas, donde no veían nada.

»Y había en Dymchurch, bajo el malecón, una pobre viuda que, por no tener ni hombre ni bienes, disponía de mucho tiempo para pensar; y comprendió que ante su puerta existía una inquietud mayor y más pesada que todo cuanto jamás había pasado por ella. Tenía dos hijos, uno de ellos ciego y el otro mudo a consecuencia de una caída del malecón cuando era muy pequeño. Eran ya hombres, pero no ganaban nada. Trabajaba para ellos cuidando de las abejas y contestando preguntas.

—¿Qué clase de preguntas se le hacían? —preguntó Dan.

—Dónde se encontrarían los objetos perdidos y lo que había que poner en torno al cuello torcido de un niño, y cómo reconciliar a los novios. Sintió la inquietud de la Marisma tal como las anguilas sienten el sueño. Era una mujer muy sabia.

—La mía también sentía extraordinariamente la llegada del tiempo —dijo Hobden—. Yo la he visto peinarse durante las tronadas, y de sus cabellos salían chispas como de un yunque. Pero nunca se metió a contestar preguntas.

—Esta mujer buscaba, como si dijéramos, y aquellos que buscan encuentran siempre algo. Una noche en que se hallaba acostada en el lecho, tenía calor y no se encontraba a gusto, y he aquí que un Sueño fue a llamar a su ventana; y decía el Sueño: «¡Viuda Whitgift! ¡Viuda Whitgift!».

»Primero, a causa del aleteo y de los silbidos, creyó que eran avefrías, pero por último se levantó y se vistió, abriendo su puerta a la Marisma; sintió que toda la Inquietud y todos los Gemidos la rodeaban, tan fuertes como la fiebre y los escalofríos, y gritó: “¿Qué es esto? ¡Oh! ¿Qué es esto?”.

»Y ocurrió como si las ranas de los diques hubiesen croado, como si los cañaverales de los diques se hubieran quebrado; y entonces, la Gran Ola se precipitó a lo largo del malecón, y ella no pudo oír nada claramente.

»Llamó tres veces, y tres veces la Ola apagó su voz. Pero llegó una calma en un momento, y dijo: “¿Cuál es esa inquietud de la Marisma que se ha acostado con mi corazón y se ha levantado con mi cuerpo durante todo este mes?”. Ella notó que una pequeña mano tiraba del borde de su falda, y se sometió a la presión de aquella diminuta mano. —Tom Shoesmith expuso al fuego su enorme puño y sonrió mirándole—. Y ella preguntó: “¿Es que el mar va a inundar la Marisma?”. Porque ella era antes que nada una marismeña. Y la pequeña voz dijo: “No. Duerme tranquila, si crees que es eso”. Y ella dijo: “¿Es que la plaga caerá sobre la Marisma?”. Eran los males que conocía. Y Robin dijo: “No. Duerme tranquila, si crees que es eso”. Ella se volvió, convencida a medias, pero las pequeñas voces se lamentaban con un tono agudo y tan triste que se volvió aún, preguntando: “Si esto es una inquietud de los seres de carne y hueso, ¿qué es lo que puedo yo hacer?”.

»Los duendes, por las inmediaciones, le gritaron que les buscase un barco para ir a Francia y no regresar más.

»—Hay una nave bajo el malecón —dijo, pero yo no puedo botarla al mar, ni maniobrar en ella sobre el agua.

»—Préstanos a tus hijos —dijeron todos los Fariseos—. Danos tu permiso y tu aquiescencia para que ellos maniobren, madre, ¡oh, madre!

»—Uno es mudo y el otro ciego —dijo ella—, y me son más que amados, y vosotros me los perderéis en el gran mar.

»Las voces casi la traspasaron. Y había entre ellas las de muchos niños. Había resistido tanto como pudo, pero no veía el medio de resistir a esto. Entonces, dijo:

»—Si vosotros podéis procuraros a mis hijos para vuestro propósito, yo no os lo impediré. Vosotros no podéis pedir nada más a una madre.

»Vio que las lucecillas verdes danzaban y se entrecruzaban hasta aturdiría. Oyó que millares de aquellos pequeños pies pisaban la tierra; oyó que las crueles campanas de Canterbury sonaban hacia Bulverhithe, y oyó que la Gran Ola corría a lo largo del malecón. Entonces los duendes inventaron un Sueño para despertar a los dos hijos dormidos; y, mordiéndose los dedos, ella vio que los dos a quienes había parido salían, pasando ante ella sin decir una sola palabra. Los siguió llorando lastimosamente hasta el buque que se hallaba bajo el malecón, y lo tomaron y lo echaron al mar.

»Cuando hubieron colocado el mástil con la vela, el ciego dijo: “Madre, aguardamos tu permiso y tu aquiescencia para conducirlos a través de las aguas…”.

Tom Shoesmith echó la cabeza hacia atrás y entornó los ojos.

—¡Ay, Dios! —dijo—. Era una buena mujer, y valiente, aquella viuda Whitgift. Ella se quedó enroscando entre sus dedos sus largos cabellos y temblando como un álamo, antes de decidirse. Los duendes, en el contorno, hicieron callar a sus hijos, que lloraban, y prestaron atención sin decir una sola palabra. No podían confiar más que en ella. Sin su permiso y aquiescencia no podían pasar; porque ella era la madre. Y, así, ella temblaba como un álamo blanco mientras se decidía. Por último, escapó la palabra a través de sus dientes: “¡Idos! —dijo—. ¡Idos con mi permiso y mi aquiescencia!”.

»—Entonces yo vi…, entonces, según dicen, ella debió de retroceder vivamente, como si estuviese chapoteando en la marea alta; porque los duendes corrían casi ante ella, y se lanzaban a la playa para embarcarse. Y yo sabía, en verdad, cuántos eran, con sus mujeres, sus niños y sus objetos preciosos. Y querían todos escapar de la cruel y vieja Inglaterra. Se oía tintinear la plata y abatirse los pequeños fardos con sordos golpes sobre las tablas del fondo, y a los líos de pequeñas espadas y escudos que arrastraban por el suelo, y a los pequeños dedos de las manos y de los pies arañar la borda de la nave cuando los dos hijos se embarcaron. Y el barco se hundía siempre más, pero todo lo que la viuda podía ver allí eran sus hijos, que se afanaban intentando aparejar la nave. Y miraron a la vela, y partieron, hundidos en el agua como una gabarra de Rye, y desaparecieron en las brumas de mar adentro, y la viuda Whitgift se sentó y quedó con su pena hasta la mañana.

—Nunca oí decir que se hubiese quedado sola —dijo Hobden.

—Ahora lo recuerdo. El que se llamaba Robin permaneció cerca de ella, según se ha dicho. Estaba demasiado triste para escuchar lo que él le prometía.

—¡Ah! Ella debía haber fijado sus condiciones de antemano —exclamó Hobden—. Siempre se lo dije a mi mujer.

—No. Ella había prestado a sus hijos nada más que por caridad, a causa de haber experimentado también la inquietud de la Marisma, y ella tenía buena voluntad para ayudar. —Tom rió dulcemente—. Y lo logró. Sí, ella lo logró. De Hithe a Bulverhithe, todo hombre irritado, toda muchacha agitada, toda mujer cautiva y todo niño quejoso, se aprovecharon del cambio de los aires leves tan pronto como se marcharon los duendes. Las gentes salían por toda la Marisma, fresca y brillante como los caracoles después de la lluvia. Y todo esto ocurría mientras la viuda Whitgift continuaba llorando sobre el malecón. Ella hubiese podido creernos…, ella hubiera debido estar segura de que se le devolverían sus hijos. Estuvo terriblemente agitada hasta que el barco volvió, tres días más tarde.

—Y seguro que los dos hijos se habían curado del todo —dijo Una.

—No. No hubiera sido natural. Volvió a verlos tal como los había dejado. El ciego no veía nada, y el mudo, sin duda alguna, no podía decir nada de lo que había visto. Por esto supongo que los duendes los habían elegido para esta historia del viaje.

—Pero ¿qué es aquello que…, qué es aquello que Robin había prometido a la viuda? —preguntó Dan.

—¿Lo que le había prometido? Veamos —dijo Tom, reflexionando—. Ralph, tu mujer era una Whitgift. ¿No te lo contó nunca?

—Me contó una serie de tonterías cuando nació éste —y Hobden señaló a su hijo—. Ella quería siempre tener a alguien que tuviese más clarividencia que la mayor parte de la gente.

—¡Soy yo! ¡Soy yo! —dijo el Niño Abeja, tan precipitadamente que todos se echaron a reír.

—Ahora lo soy yo —exclamó Tom, dándose una palmada sobre las rodillas—. Robin le prometió que mientras durase la sangre de los Whitgift habría siempre uno de su raza que carecería de inquietud, por quien no suspiraría ninguna muchacha, a quien ninguna noche asustaría, a quien ningún sueño dañaría, a quien ningún daño haría pecar, y de quien ninguna mujer se burlaría.

—Bien: ¿es que acaso no soy yo ése? —preguntó el Niño Abeja. Estaba sentado en el rectángulo de plata proyectado por una luna setembrina que miraba fijamente al secadero a través de la puerta.

—Esas mismas palabras me dijo cuando descubrimos que no era como nosotros. Pero me sorprende que tú lo supieras —dijo Hobden.

—¡Ja, ja! Y muchas más cosas que tengo en la cabeza. —Tom se desperezó riendo—. Cuando lleve a estos dos pequeños a su casa, pasaremos la noche hablando de los viejos tiempos, Ralph, y se repetirán las viejas historias, ¿verdad? ¿Dónde vives tú? —preguntó a Dan gravemente—. ¿Crees tú que tu padre me ofrecerá un trago si os llevo a su lado, señorita?

Entonces, ninguno pudo contener la risa y corrieron afuera. Tom los levantó a la vez, y colocó a cada uno de ellos sobre sus hombros, atravesando con firmes pasos el prado cubierto de helechos, donde las vacas les enviaban al claro de luna los lechosos vahos de su aliento.

—¡Oh, Puck, Puck! Te reconocí en cuanto hablaste de la sal. ¿Cómo te has atrevido a hacer esto? —exclamó Una, balanceándose encantada.

—¿El qué? —preguntó, pasando la escalera, cerca del roble desmochado.

—Pretendiendo ser Tom Shoesmith —dijo Dan, y ambos se inclinaron para evitar las ramas de los pequeños fresnos cercanos al puente. Tom casi corría.

—Sí, es mi nombre, Maesa Dan —dijo, atravesando rápidamente el brillante césped, donde un conejo se había detenido ante el gran espino blanco que lindaba con el campo de croquet—. Ya estáis aquí.

Y entró dando grandes zancadas en el viejo patio de la cocina, y los dejó resbalar al suelo mientras Ellen le hacía numerosas preguntas.

—Ayudo en el secadero de Maese Spray —le dijo Tom—. No, no soy un extraño. Conozco este país antes de que hubiese nacido su madre; y…, en efecto, da mucha sed secar el lúpulo. Gracias, señorita.

Ellen fue en busca de un cántaro, y los niños entraron…, una vez más, bajo el encanto del Roble, el Fresno y el Espino.