Una lluviosa tarde, Dan y Una marcharon al Pequeño Molino para jugar allí a los piratas. Para quien no teme a las ratas, ni a la avena en los zapatos, la buhardilla del molino era un espléndido lugar, con sus escotillones y sus cabríos cubiertos de inscripciones que recordaban inundaciones y nombres de amantes. Se iluminaba por medio de una ventana de un pie cuadrado, llamada la Ventana de los Patos, desde donde se ve la pequeña Alquería de los Tilos y el lugar donde fue asesinado Jack Cade.
Cuando llegaron a lo alto de la escalera de la buhardilla (la llamaban la estancia «del palo mayor»), inspirándose en la balada de Sir Andrew Barton, y Dan «lo sacudía con fuerza y vigor», como dice la balada, vieron a un hombre sentado en el alféizar de la Ventana de los Patos. Llevaba un jubón verde y unas altas calzas del mismo color, y dibujaba activamente en un cuaderno de cantos rojos.
—¡Siéntate, siéntate! —exclamó Puck desde una viga, sobre ellos—. Veo que esto ha de ser muy hermoso. Sir Harry Dawe (perdón, Hal) dice que soy el modelo soñado para una gárgola.
El hombre se echó a reír, saludando a los niños con su gorrillo de terciopelo oscuro, mientras su cabellera canosa se erizaba tempestuosamente. Era viejo —cuarenta años, cuando menos—, pero sus ojos eran jóvenes y estaban rodeados de pequeñas y curiosas arrugas. Una escarcela de cuero bordado, de curioso aspecto, pendía de su delgada cintura.
—¿Se puede ver? —preguntó Una avanzando.
—Sin duda, sin duda —dijo, cambiando de postura sobre el alféizar de la ventana; luego reanudó su trabajo con un lápiz de punta de plata.
Puck posaba como si la risa burlona se hubiera fijado para siempre en su ancho rostro, mientras los niños observaban los dedos rápidos y seguros que le reproducían. Seguidamente, el hombre tomó una pluma de caña de su escarcela y la cortó con un pequeño cuchillo de marfil tallado en forma de pez.
—¡Oh, qué bonito es! —dijo Dan.
—¡Cuidado con los dedos! La hoja está peligrosamente afilada. La hice yo mismo con el mejor acero para arcabuz que encontré en los Países Bajos. También tallé este pez. Cuando sus aletas posteriores se mueven hacia la cola, como ahora, engulle la hoja como la ballena engulló al viejo Jonás… Sí, y ésta es mi escribanía. Yo he cincelado los cuatro santos de plata que la rodean. Apretad sobre la cabeza de San Bernabé. Se abre, y entonces… —sumergió la pluma en la abertura tallada y con cuidadosa determinación empezó a trazar las líneas principales del rugoso semblante de Puck, que la punta de plata había tan sólo esbozado.
Los niños permanecían estupefactos, porque realmente veían a Puck surgir de la hoja.
Mientras trabajaba, y caía la lluvia sobre las tejas, hablaba unas veces claramente y otras en un murmullo, o bien se interrumpía para observar su trabajo, con un fruncimiento de cejas o una sonrisa. Les dijo que había nacido en la Alquería de los Tilos, y que su padre le pegaba porque dibujaba las cosas en lugar de hacerlas, hasta que un viejo sacerdote, el padre Roger, que miniaba las letras en los libros de la gente rica, persuadió a sus padres para que le entregaran al niño a fin de servirse de él como aprendiz de pintor. Partió entonces con el padre Roger para Oxford, donde él limpiaba platos y cuidaba de las capas y del calzado de los escolares en un colegio llamado Merton.
—¿Y no detestaba usted ese oficio? —preguntó Dan, después de haberle hecho muchísimas más preguntas.
—Jamás me detuve a pensar en él. La mitad de Oxford construía nuevos colegios o decoraba los antiguos, y había llamado en su ayuda a todos los maestros artesanos de toda la cristiandad…, reyes en su oficio y honrados por los reyes. Yo los conocía. Trabajaba para ellos y esto me bastaba. Nada en particular…
—Hasta que te convertiste en un gran hombre —atajó Puck.
—Lo decían, Robin. Bramante lo decía.
—¿Por qué? ¿Qué había hecho? —preguntó Dan.
El artista le miró extrañado.
—Siempre metido entre piedras y otras cosas, de un lado a otro en Inglaterra. Seguramente, vosotros no habéis oído hablar de ello. Para llegar a este rincón tuve que reconstruir la pequeña iglesia de San Bartolomé. Esto me costó más inquietudes y trabajos que todo lo que yo había hecho en mi vida. Pero fue una excelente lección.
—¡Hum! —dijo Dan—. Nosotros hemos dado nuestras lecciones esta mañana.
—No quiero afligirte, compañero —dijo Hal, mientras Puck se retorcía de risa—. Es curioso pensar cómo se ha reconstruido esta pequeña iglesia, cómo se ha techado de nuevo y hecho gloriosa gracias a algunos piadosos maestros forjadores de Sussex, a un marino de Bristol, a un asno orgulloso llamado Hal el de los dibujos, porque, vedlo, él está constantemente dibujando, bosquejando, y también —y subrayó estas últimas palabras— gracias a un pirata escocés.
—¿Un pirata? —preguntó Dan estremeciéndose como un pez al morder el anzuelo.
—Este mismo Andrew Barton de que hablaba la canción que cantabais juntos en la escalera.
Y volvió a sumergir la pluma en el tintero y contuvo el aliento para trazar una larga línea, como si hubiese olvidado todo lo demás.
—Los piratas no construyen iglesias, ¿no es cierto? —preguntó Dan—. ¿O acaso las construyen?
—Ayudan mucho —dijo Hal sonriendo—. Pero tú ya has dado tus lecciones esta mañana, ¿no es cierto, Jack el escolar?
—¡Oh! Los piratas no dan clase. Solamente Bruce y su vieja y tonta araña —dijo Una—. ¿Por qué Sir Andrew Barton le ha ayudado a usted?
—Me pregunto si lo supo alguna vez —dijo Hal, guiñando—. Robin, ¿cómo diantre puedo hablar a estos inocentes sin caer en el pecado de orgullo?
—¡Oh, nosotros conocemos bien esto! —dijo Una, con petulancia—. Cuando uno es demasiado vivo, es decir, descarado, se nos ordena que nos sentemos, naturalmente.
Hal reflexionó un momento, con la pluma en el aire, y Puck pronunció algunas palabras.
—¡Ah! —exclamó Hal—. Éste fue también mi caso. Vivo, decís vosotros, pero seguramente yo no me he comportado bien conmigo mismo. Me sentía orgulloso de cosas como pórticos (un pórtico en Galilea y otro en Lincoln, a escoger); orgulloso de haber sentido en mi hombro la mano de un Torrigiano; orgulloso de mi título de caballero, cuando llevé a cabo la dorada ornamentación de El Soberano, el navío de nuestro rey. Pero el padre Roger, en su biblioteca del «Merton», no me olvidaba. En el colmo de mi orgullo, cuando yo y nadie más debió de haber construido el pórtico de Lincoln, me metió en la conciencia, amenazándome con un índice terrible, que regresara a mis gredales de Sussex y reconstruyera mi iglesia a mis expensas, la iglesia donde otros Dawes han sido enterrados durante seis generaciones. «¡Vete, hijo de mi arte! —dijo—. Combate al demonio en tu casa antes de que te consideres un hombre y un artesano». Y yo temblé y partí… ¿Qué dices tú a esto, Robin? —y movió ante Puck el boceto terminado.
—Soy yo, sin la menor duda —dijo Puck, haciendo gestos como ante un espejo—. ¡Oh, mirad! Ha cesado de llover. Odio permanecer en casa cuando hace buen día.
—¡Hala, vámonos! —exclamó Hal, levantándose de un salto—. ¿Quién quiere venir conmigo a mis Tilos? Podremos hablar tranquilamente allí abajo.
Bajaron la escalera y pasaron tras los sauces que goteaban cerca del soleado embalse del molino.
—Por mi cabeza —dijo Hal, abriendo los ojos con asombro ante los lúpulos que empezaban precisamente a florecer—, ¿qué viñedos son éstos? No, no son viñedos; se enroscan en sentido contrario a las habichuelas —y comenzó a dibujar en su cuaderno siempre preparado.
—Lúpulo —dijo Puck—. No se encontraba aquí en tus tiempos. Es una planta propia del mes de marzo, y las flores, una vez secas, dan sabor amargo a la cerveza. Nosotros decimos:
Los pavos, la herejía, la cerveza y el lúpulo
todo llegó a Inglaterra solamente en un año.
—Conozco la herejía. He visto los lúpulos. ¡Dios sea loado por su belleza! ¿Y qué son esos pavos que dices?
Los niños se echaron a reír. Conocían a los pavos de los Tilos, y tan pronto como se acercaron al huerto, sobre la colina, toda la pavada se precipitó sobre ellos.
Inmediatamente apareció de nuevo el cuaderno de Hal.
—¡Vaya, vaya! —exclamó—. ¡Aquí está el orgullo empenachado de púrpura! ¡Aquí está la cólera desdeñosa y las pompas de la carne! ¿Cómo les llamáis vosotros?
—¡Pavos! ¡Pavos! —exclamaron los niños al unísono, mientras el más viejo de la pavada se lanzaba con un furioso glugluteo sobre las calzas de Hal.
—¡Dios guarde a Vuestra Magnificencia! —dijo—. He dibujado hoy dos bellas y nuevas cosas —lanzó su gorrillo a la fogosa ave.
A través de los herbazales, marcharon a continuación al otero donde se encontraba la Alquería de los Tilos. La vieja casa, cubierta por uno de sus lados de tejas hasta tocar la hierba, adquiría casi el color de un rubí sangriento a la luz de la tarde. Los pichones picoteaban en la argamasa del cañón de las chimeneas; las abejas, que habitaban bajo el tejado desde que fue construida la casa, llenaban con su grave zumbido el aire cálido de mes de agosto; y el aroma de los arbustos, cerca de la ventana de la vaquería, se mezclaba al olor de la tierra mojada, al del pan cocido y al picante de la madera quemada.
La granjera acudió a la puerta con un niño en brazos; se protegió los ojos contra el sol, se inclinó para recoger una brizna de romero y se alejó por el huerto. El viejo podenco, en el barril que le servía de caseta, lanzó algunos ladridos para demostrar que se quedaba al cuidado de la casa vacía. Puck empujó la puerta del jardín, que chirrió al abrirse.
—¿Te maravilla que ame este rincón? —preguntó Hal, en un soplo de voz—. ¿Qué puede saber la gente de la ciudad acerca del carácter de las casas o de la tierra?
Se sentaron en fila sobre el viejo banco de roble desbastado del jardín de los Tilos, y contemplaron luego, sobre la otra vertiente del valle cruzada por el arroyo, las sinuosidades de la Forja cubiertas de helechos tras la cabaña de Hobden. El anciano tocaba un fagot en su jardín, cerca de las colmenas. Antes de que el ruido causado por el golpe de la podadera llegase a sus perezosos oídos, había transcurrido un segundo.
—¡Dios! —exclamó Hal—. Ahí donde se encuentra ese viejo compadre hallábase en otro tiempo la Forja de Abajo, la fundición del maestro John Collins. ¡Cuántas noches me ha sobresaltado el martilleo de su macho! ¡Bum, bum! ¡Bum, bum! Si el viento procedía del Este, podía oír a la forja del maestro Tom Collins contestar a su hermano: ¡Bom, bom! ¡Bom, bom! Y a medio camino entre ambas, los martillos de Sir John Pelham en Brightling, formaban parte del coro como una escolanía, y decían: «Hic, haec, hoc! Hic, haec, hoc!», hasta que me quedaba dormido. Sí. El valle estaba tan lleno de forjas y refinerías como un bosquecillo está lleno de cucos en mayo. ¡Y todo esto lo ha cubierto ahora la hierba!
—¿Qué se forjaba entonces? —preguntó Dan.
—Cañones para las naves del rey… y para otras. Culebrinas y cañones, principalmente. Cuando las armas habían sido fundidas aparecían los oficiales del rey, requisaban nuestros bueyes de labor y arrastraban las piezas hasta la costa. ¡Mirad! He aquí a uno de los primeros y más orgullosos artesanos del mar.
Hojeó su cuaderno y mostró la cabeza de un hombre joven. Debajo estaba escrito: «Sebastianus».
—Vino de parte del rey a encargar en casa del maestro John Collins veinte culebrinas (¡qué miserables eran esos pequeños cañones!), para equipar los buques que partían de expedición. Así lo dibujé, sentado ante nuestro fuego, hablándole a mamá de las nuevas tierras que descubriría al otro lado del mundo. ¡Y a fe que las descubrió! ¡Esta nariz está hecha para hender los mares desconocidos! Se llama Cabot. Era un muchacho de Bristol, extranjero a medias. Me merecía mucho crédito. Me ayudó mucho en la construcción de mi iglesia.
—Yo creía que era Sir Andrew Barton —dijo Dan.
—¡Oh, no empecemos a construir la casa por el tejado! —contestó Hal—. Fue Sebastián Cabot el primero que me facilitó la tarea. Yo había venido aquí para servir a Dios como buen artesano, pero también para mostrar a los míos qué gran artista era. Les importaba un ardite (y yo me lo merecía) tanto mi arte como mi grandeza. ¿Qué diablo, decían, me había metido en la cabeza que me preocupara del viejo San Bernabé? La iglesia quedó en ruinas desde la peste negra, y ruinosa había de quedar; y yo hubiera podido ahorcarme en las cuerdas de mis andamios. Nobles y plebeyos, grandes y pequeños (los Hayes, los Fowles, los Fenners y los Collins), ni uno faltaba a la llamada contra mí. Sólo Sir John Pelham, en Brightling, me aconsejó honradamente. Pero ¿cómo hubiera podido hacerlo? ¿Le pediría al maestro Collins su carro de madera para transportar los cabrios? Los bueyes habían partido para Lewes en busca de cal. ¿Me prometería un juego de ganchos o de tirantes de hierro para el techo? No llegaba nunca, pero cuando lo hacía llegaba agrietado y fibroso. Y así todo. Nadie decía nada, pero nada se hacía si yo no estaba allí vigilándolo, e incluso entonces todo se hacía mal. Yo creí que todo el país estaba embrujado.
—Y lo estaba, sin duda —contestó Puck, con la barbilla apoyada en las rodillas—. ¿Llegaste a sospechar de alguien?
—No antes de que Sebastián llegara con el pedido de sus cañones, y que John Collins le hiciese las mismas perrerías que me había hecho con mis herrajes. Cada semana, dos o tres culebrinas se rajaban durante el vaciado, y sólo servían, según decían, para fundirlas de nuevo. Entonces, John Collins bajaba la cabeza y protestaba diciendo que no fundiría para el servicio del rey ningún cañón que no fuese perfecto. ¡Por los santos! ¡Cómo juraba Sebastián! ¡Cómo juraba! Lo sé perfectamente, porque los dos, sentados sobre este banco, compartíamos nuestras inquietudes fraternalmente.
»Sebastián había pasado seis semanas en los Tilos sin que se aminorase su cólera, y apenas había fundido seis culebrinas; entonces, Dirk Brenzett, patrón de la cáraba Cisne, me hizo saber que había arrojado por la borda el bloque de piedra que me traía de Francia para la nueva pila bautismal, con objeto de deslastrar su buque, al que le dio caza Andrew Barton hasta el puerto de Rye.
—¡Ah! ¡El pirata! —dijo Dan.
—Sí. Y mientras yo me arrancaba los cabellos, Ticehurst Will, mi mejor albañil, llegó tembloroso hacia mí, jurando que el diablo había salido del campamento, provisto de cuernos, una larga cola y cadenas, y que había saltado sobre él; añadió que los hombres no querían trabajar allí. Entonces lo saqué de los cimientos, que estábamos en trance de consolidar, y me fui a la taberna de la «Campana» para tomar un vaso de cerveza. Y el maestro John Collins me dijo:
»—Sigue tu idea, muchacho; pero si yo estuviera en tu lugar, tendría en cuenta lo ocurrido y dejaría tranquila a nuestra vieja iglesia de San Bernabé.
»Y todos, asintiendo, bajaban sus viles cabezas, menos por miedo al diablo que a mí, como comprobé más tarde.
»Cuando llevé estas lindas noticias a los Tilos, Sebastián albeaba las vigas de la cocina para mamá, a quien amaba como un hijo.
»—¡Ánimo, muchacho! —dijo—. Dios está siempre allí. Pero ocurre que tanto tú como yo somos simples borricos. Se nos ha engañado, Hal, estoy avergonzado, yo, que soy un marino, de no haberlo adivinado todo. ¡Ah! Realmente, debes dejar su torre sola, porque el diablo está allí al garete; y yo no puedo tener mis culebrinas, porque John Collins no puede amoldarlas como debiera. Entretanto, Andrew Barton navega ante el puerto de Rye. ¿Y por qué? Para apoderarse de esas culebrinas, y ya puede el pobre Cabot silbar para tenerlas; pero dichas culebrinas, y apuesto mi parte de nuevos continentes, están ahora escondidas en el campanario de San Bernabé. Está claro como la costa de Irlanda al mediodía.
»—Seguramente no se atreverán nunca a hacerlo —dije—, y, por otra parte, vender cañones a los enemigos del rey es una infame traición…, que se paga con una multa y la horca.
»—Es un beneficio abundante y seguro. La gente arriesgaría todas las horcas por esto. Incluso yo he sido comerciante —dijo—. Pero hemos de acabar con ellos por el honor de Bristol.
»Entonces, sentado sobre el cubo que contenía la lechada de cal, urdió una intriga. Hicimos saber que nos iríamos a Londres el martes, y nos despedimos ostensiblemente de nuestros amigos, sobre todo del maestro John Collins. Pero volvimos grupas en Wadhurst Woods; regresamos por la marisma, dejando nuestros caballos bajo un grupo de sauces al pie de la gleba, y por la noche subimos a la colina de puntillas y entramos en la iglesia de San Bernabé como ladrones. Los rayos de la luna atravesaban la niebla espesa.
»Apenas se había cerrado del todo la puerta de la torre tras de mí, cuando Sebastián, en la oscuridad, cayó cuan largo era.
»—¡Peste! —exclamó—. Levanta los pies y baja las manos, Hal. Acabo de tropezar con los cañones.
»Extendí las manos como un ciego, y uno a uno (la torre estaba oscurísima) conté los ligeros cañones de veinte culebrinas colocadas sobre las hojas secas de guisante. ¡No habían ocultado nada!
»—Hay dos medias culebrinas a este lado —dijo Sebastián palmeando sobre el metal—. Para el puente inferior de Andrew Barton, sin duda. ¡Honrado, honrado John Collins! He aquí su almacén, su arsenal, su armería. ¿Comprendes ahora por qué al husmear por todas partes has hecho aparecer el diablo en Sussex? Tú has sido un obstáculo, durante los meses del legítimo tráfico, para John —y se echó a reír sin levantarse.
»En una torre fría como la arcilla no se está a medianoche tan bien como al lado del fuego. Nosotros nos encaramamos hasta lo alto del campanario. Allí, Sebastián tropezó con una piel de vaca provista de cuernos y cola.
»—¡Vaya! ¡Tu diablo ha dejado sus vestiduras! ¿No estás de acuerdo conmigo, Hal?
»La cogió, e hizo con ella unas cabriolas ante los rayos de la luna que pasaban a través de la ventana entreabierta, con una actitud maravillosamente diabólica. Después se sentó en la escalera y tabaleó en una tabla con la cola. De espaldas aparecía aún más terrible que de frente. Una lechuza que entró por casualidad ululó al advertir sus cuernos.
»—Si quieres protegerte del diablo, cierra la puerta —murmuró—. He aquí cómo miente un proverbio, Hal, porque oigo abrirse la puerta de tu torre.
»—La he cerrado con doble vuelta de llave. ¿Quién diantres puede poseer otra llave? —pregunté.
»—A juzgar por el ruido de los pies, toda la parroquia —dijo, tratando de ver en la oscuridad—. ¡Aun más, aun más, Hal! ¡Escucha cómo refunfuñan! Apuesto todavía mis culebrinas. Se llevan una…, dos…, tres…, cuatro… ¡A fe que Andrew se arma tan bien como un almirante! ¡Veinticuatro culebrinas, en total!
»Como un eco, oímos la voz de John Collins llegar hasta nosotros:
»—Veinticuatro culebrinas y dos medias culebrinas. Todo para Sir Andrew Barton.
»—La cortesía no cuesta nada —murmuró Sebastián—. ¿Es que debo pegarle un puñetazo en la cabeza?
»—Saldrán para Rye el jueves en los carros de lana, escondidas bajo los fardos. Como de costumbre —dijo John—. Dirk Brenzett las encontrará en Udimore.
»—¡Dios! He aquí un buen comercio, tradicionalmente tranquilo —dijo Sebastián—. Apuesto a que somos en este pueblo los únicos que no han recibido la parte que les corresponde en la empresa.
»Serían una veintena, y producían abajo tanto ruido como todo el mercado de Robertsbridge. Nosotros los contamos por la voz.
»Con tono aflautado, el maestro John Collins, dijo:
»—Sería necesario que los cañones de la carraca francesa se encuentren aquí el mes próximo. Will, ¿cuándo (era yo, ¿qué os parece?), se va a Londres tu joven tonto?
»—No lo sé —oí contestar a Ticehurst Will—. No le quites el ojo de encima, Maese Collins. Nosotros tenemos actualmente demasiado miedo al diablo para preocuparnos del campanario —y el gran bribón se echó a reír.
»—¡Ah, Will! Te es muy fácil llamar al diablo —dijo otro, Ralph Hobden, de la Forja.
»—¡Aaaamén! —rugió Sebastián. Y antes de que hubiese podido detenerlo, bajó la escalera a saltos, con una actitud maravillosamente diabólica, aullando sin descanso. Apenas hubo golpeado al más cercano, desaparecieron todos. ¡Por los santos, cómo corrían! Nosotros los oímos golpear la puerta de la taberna de la “Campana”, y nos marchamos también corriendo.
»—Y bien —dijo Sebastián, levantando su cola de vaca para saltar los zarzales—. Le he roto la cara al honrado John.
»—Vayamos a caballo en busca de Sir John Pelham —dije—. Es el único que está a mi lado.
»Nos dirigimos a Brightling, y faltó poco que ante la residencia de Sir John los guardias dispararan sobre nosotros tomándonos por ladrones de ciervos. Sir John se instaló para oírnos en su estrado de juez, y cuando le hubimos contado nuestra historia y enseñado la piel de vaca que Sebastián llevaba aún colgando a la cintura, se echó a reír hasta que le saltaron las lágrimas.
»—¡Bien, bien! —dijo—. Haré justicia antes del amanecer. ¿De qué te quejas? Maese Collins es un viejo amigo mío.
»—Pero no mío —exclamé—. Cuando pienso cómo él y los suyos me han engañado, embaucado y obstaculizado cada vez que se ha planteado la cuestión de la iglesia… —y me ahogaba de rabia al pensar en ello.
»—¡Ah!, pero ahora ves que ellos la necesitan para otros usos —dijo con dulzura.
»—Para mis culebrinas —exclamó Sebastián—. A estas alturas, hubiera yo cruzado la mitad del océano occidental, si mis cañones hubiesen estado terminados. Pero vuestro viejo amigo los ha vendido a un pirata escocés.
»—¿Qué pruebas tiene…? —dijo Sir John, acariciándose la barba.
»—Me he roto las espinillas contra ellos hace menos de una hora, y he oído ordenar a John que se los llevasen —dijo Sebastián.
»—¡Palabras, nada más que palabras! —respondió Sir John—. Todo lo que se puede decir es que el maestro John Collins es un poco embustero.
»Estaba tan serio que, por un momento, creí que también tenía que ver con el comercio clandestino, y que no se hallaba en todo Sussex un solo maestro forjador que fuese honrado.
»—¡En nombre de la razón! —exclamó Sebastián, golpeando sobre la mesa con su cola de vaca—, ¿para quién son esos cañones?
»—Evidentemente, para ti —dijo Sir John—. Tú vienes a buscarlos con una orden del rey, y el maestro Collins los funde en su fundición. Si él prefiere trasladarlos de la Forja de Abajo y depositarlos en el campanario, bien, más cerca se hallan del camino real, y esto te ahorra un día de carro. ¡Qué embrollo, por un simple gesto de buena vecindad, muchacho!
»—Temo haberle recompensado muy vilmente —dijo Sebastián, mirándose los puños—, pero ¿y las medias culebrinas? Yo sabría utilizarlas, pero la orden del rey no habla para nada de ellas.
»—Pura benevolencia y caridad —dijo Sir John—. Sin duda alguna, por devoción al rey y por amor a ti, ha regalado esas dos medias culebrinas. Está claro como el día, especie de bacalao.
»—Seguramente —dijo Sebastián—. ¡Oh, Sir John, Sir John! ¿Por qué no os habéis embarcado nunca? Perdéis vuestro tiempo en tierra —y le miró con gran afecto.
»—Soy más útil donde me encuentro. —Sir John se acarició de nuevo la barba y con su voz de juez, grave como el redoble de un tambor, añadió—: Pero estáis aquí nocturnamente comprometidos, muchachos, es una locura sobre la cual no quiero insistir, armando grandes alborotos en las tabernas y sorprendiendo al maestro John Collins en sus… —reflexionó un instante—, en sus buenas acciones furtivamente realizadas. Le sorprenderíais, diría, cruelmente.
»—Es cierto, Sir John. ¡Si los hubieseis visto correr! —dijo Sebastián.
»—Inmediatamente venís a marchas forzadas a contarme una historia de piratas, de carros de lana y de pieles de vaca, la cual, aun cuando ella ha excitado mi humor humano, ofende, no obstante, mi razón de magistrado. Quiero, pues, acompañaros hasta ese campanario, tal vez con algunos de mis hombres y tres o cuatro carros, y os garantizo que el maestro John Collins os entregará gustosamente vuestros cañones y vuestras medias culebrinas, Maese Sebastián —y con su tono natural de voz, añadió—: Desde hace largo tiempo he tenido ocasión de advertir que ese viejo zorro y sus vecinos se acarrearían grandes molestias con su comercio subrepticio y sus tapujos; pero nosotros no podemos detener a la mitad de Sussex por unos cuantos cañones vendidos de contrabando. ¿Estáis satisfechos, muchachos?
»—Por dos medias culebrinas soy capaz de traicionar a quien sea —dijo Sebastián frotándose las manos.
»—Con la misma horrible traición pagas la de esos bribones —dijo Sir John—. A caballo, pues, y vamos por los cañones.
—Así, hasta entonces, el maestro Collins había destinado los cañones a Sir Andrew Barton, ¿no es cierto? —preguntó Dan.
—Sin la menor duda —dijo Hal—, pero los perdió. Entramos en la aldea al filo de la aurora, Sir John a caballo, armado a medias, con el pendón flotando al viento; tras él, treinta insolentes soldados de Brightling, en filas de a cinco; detrás de ellos, cuatro trompetas que tocaban: Nuestro rey se va a Normandía. Cuando nos detuvimos y sacamos del campanario los sonoros cañones, se hubiera dicho que la escena representaba exactamente el sitio de los franceses, escena que había miniado el padre Roger en el misal de la reina.
—¿Y qué hemos…, quiero decir, qué se hizo de nuestros aldeanos? —preguntó Dan.
—¡Oh! Soportar la prueba noblemente —exclamó Hal—. A pesar de haberme engañado, yo estaba orgulloso de ellos. Salían de sus casas, contemplaban aquel pequeño ejército como si fuera un poste, y continuaban su camino en silencio. Sin un ademán, sin una palabra. Hubieran muerto antes que permitir a Brightling cantar victoria. Incluso Ticehurst Will, aquel villano, al salir de la taberna de la «Campana», donde había bebido su mañanero vaso de cerveza, se lanzó a las patas del caballo de Sir John.
»—¡Cuidado, diablo! —gritó Sir John, conteniendo su montura.
»—¡Oh! —dijo Will—. ¿Hoy es día de mercado? ¿Y están todos los novillos de Brightling aquí?
»Le cogí por el cinturón y le llamé cerdo desvergonzado.
»Pero nuestra obra maestra fue John Collins. Apareció en medio del camino (con la mandíbula vendada allí donde Sebastián le había golpeado) en el momento en que arrastrábamos la primera media culebrina a través de la puerta del cementerio.
«Supongo que ya sabréis lo que pesa»
»—Supongo que ya sabréis lo que pesa —dijo—. Si estáis de humor para pagarme, os prestaré mi remolque. Irá mejor que sobre un carro de lana.
»Ésta fue la única vez que vi a Sebastián francamente anonadado. Abrió y cerró la boca como un pez.
»—No hay por qué ofenderse —dijo el maestro John—. Tú no la has pagado muy cara. Creí que no me regatearías un ochavo si te ayudase a moverla.
»¡Ah, fue una obra maestra! Aquella mañana, según parece, le costó a nuestro John doscientas libras, y ni siquiera pestañeó cuando vio a todos los cañones partir para Lewes.
—¿Ni entonces ni después? —preguntó Puck.
—Una sola vez. Después de haber regalado un carillón nuevo para San Bernabé. (¡Oh!, en aquel momento lo hubieran hecho todo por la iglesia los Collins, los Hayes, Los Fowles o los Fenners, «Pedid y se os dará», era su lema). Nosotros le habíamos cobrado la bien venida, y se hallaba en el campanario con Nick Fowle el Negro, que nos había regalado nuestro retablo. Y ocurrió que el viejo cogió con una mano la cuerda de la campana y se rascó con la otra el cuello.
»—Vale más que tire de este badajo que no de mi cuello —dijo.
»Y esto fue todo. ¡Ah, esto es muy de Sussex, del bendito Sussex, que no cambiará nunca!
—¿Y qué ocurrió después? —preguntó Una.
—Volví a Inglaterra —dijo Hal lentamente—. Había dado mi lección de humildad. Y se me dijo que había hecho de San Bernabé una verdadera joya…, sí, casi una joya. ¡Bien, bien! Yo la hice por mis paisanos y entre ellos, y… (el padre Roger tenía razón) jamás conocí semejante amargura ni parecido triunfo. Así es la naturaleza de las cosas. La querida…, la querida tierra —y dejó caer la cabeza sobre su pecho.
—Vuestro padre está en la Forja. ¿De qué habla el viejo Hobden? —dijo Puck, abriendo su mano, donde se encontraban tres hojas.
Dan miró hacia la cabaña.
—¡Oh, ya sé! Es el viejo roble tendido sobre el arroyo. Papá siempre quiere quitarlo de allí.
En el silencioso valle oyeron la voz grave del viejo Hobden.
—Como usted quiera —decía—. Pero sus raíces están sujetas a la orilla. Si usted lo arranca, la orilla se desmoronará, y en cuanto haya más agua, se desbordará el arroyo. Pero haremos lo que usted mande. Al ama le gustan los helechos que cubren el tronco.
—¡Ah! Ya lo pensaré —dijo el padre.
Una dejó escapar una pequeña cascada de risa.
—¿Qué diablo hay en aquel campanario? —preguntó Hal, riendo negligentemente—. Debe de ser Hobden, a juzgar por su voz.
—Ese roble es el acostumbrado puente por el que pasan todos los conejos que van de los Tres Acres a nuestro prado. El mejor lugar, según Hobden, para tender los lazos. De momento, hay dos dispuestos —respondió Una—. Y no hay peligro de que se suelten.
—¡Ah, Sussex, el bienaventurado Sussex, que no cambiará jamás! —murmuró Hal.
Y un momento después, la voz del padre, a través de los Tilos, llamaba a los niños, rompiendo el encanto, mientras en el pequeño reloj de San Bernabé daban las cinco.