Dan había tenido un tropiezo a causa de su latín, y se le había prohibido que saliera; Una fue, pues, sola al Bosque Lejano. La gran «catapulta[3]» y las balas que Hobden le había hecho estaban escondidas en el hueco de un viejo tronco de haya en la parte oeste del bosque. Ellos habían denominado aquel lugar después de haber leído esta estrofa de los Cantos de la Roma antigua:
De la Volterra señorial, en donde
altivas se levantan fortalezas
construidas por manos de gigantes
para los viejos reyes semidioses.
Ellos eran los «reyes semidioses», y cuando el viejo Hobden hizo una cómoda pila de maleza entre las grandes rodillas de madera de Volterra, le llamaron Manos de Gigantes.
Una se deslizó por la brecha que para su uso habían practicado en el cercado, y permaneció un momento sin moverse, frunciendo el entrecejo con la actitud más turnia y majestuosa que supo; porque «Volterra» era un mirador importante que resaltaba en el Bosque Lejano, del mismo modo que el Bosque Lejano resaltaba en el flanco del alcor. La colina de Pook se extendía a sus pies, con todos los meandros del arroyo que procedentes de los bosques de Willingford serpenteaban entre los plantíos de lúpulo, para reunirse ante la cabaña del viejo Hobden, cerca de la Forja. El viento Sudoeste (corría siempre el viento en «Volterra») soplaba desde la cresta desnuda en que se yergue el molino de la Carraca de los Cerezos.
Por lo tanto, cuando el viento suena entre los leños diríase que van a ocurrir cosas apasionantes; por esto, los «días en que sopla», estando de pie en «Volterra», se oyen fragmentos de los Cantos mezclados con otros rumores.
Una recogió la «catapulta» de Dan de su secreto escondrijo, y se preparó a hacer frente al ejército de Lars Porsena, que avanzaba cerca del arroyo, escondiéndose entre los álamos que blanqueaba la brisa. Una ráfaga de viento ululó remontando el valle, y Una se puso a cantar con tristeza:
Verbenna descendió a Ostia
tras devastar la llanura,
Astur asoló el Janículo
y fueron muertos los guardias.
Pero el viento, en lugar de cargar contra los troncos, se desvió y sacudió solamente a un roble solitario en el prado de Gleason. Allí se empequeñeció y se acurrucó entre las hierbas, moviendo la punta de la misma manera que un gato hace con el extremo de su cola antes de saltar.
»¡Bien venido sea Sextus!» —cantaba Una, cargando la «catapulta»—:
Hoy bien venido seas a tu casa.
¿Cómo es que retrocedes y te marchas?
Yace en este lugar de Roma el cetro.
Disparó con decisión, para despertar al cobarde viento, y oyó un gruñido tras un matorral de espino que crecía en el prado.
—¡Buen ojo! —dijo en voz alta; había copiado esta expresión de Dan—. Creo que esto ha debido de hacer cosquillas a una de las vacas de Gleason.
—¡Pequeño animal pintado! —gritó una voz—. ¡Yo te enseñaré a apedrear a tus dueños!
Ella miró cautelosamente, y vio a un joven cubierto con una armadura de círculos de bronce que resplandecía entre las últimas retamas. Pero lo que más admiró a Una fue su casco de bronce, coronado por una roja cola de caballo que se agitaba al viento; ella pudo oír que los largos pelos rozaban las hombreras espejeantes.
—¿Qué ha querido decirme el Fauno —se dijo a media voz— al contarme que los Hombres Pintados han cambiado? —Y vio la rubia cabeza de Una—. ¿Has visto a un hondero pintado que disparaba con plomo? —preguntó.
—No —dijo Una—. Pero si usted ha visto una bala…
—¿Que si la he visto? —exclamó el hombre—. Ha pasado a un pelo de mi oreja.
—Bien, he sido yo. Estoy realmente desolada.
—¿No te ha dicho el Fauno que yo vendría? —y sonrió.
—No, si se refiere usted a Puck. Le he tomado a usted por una de las vacas de Gleason. Yo…, yo no sabía que era usted un… un… Pero, dígame: ¿quién es usted?
Él rió francamente, mostrando una hilera de dientes magníficos. Tanto su rostro como sus ojos eran oscuros, y sus cejas se unían por encima de su gran nariz en una barra negra y peluda.
—Me llaman Parnesio. He sido centurión de la Séptima Cohorte de la Trigésima Legión… La Ulpia Victrix. ¿Eres tú la que me ha lanzado esta bala?
—Yo he sido. He utilizado la «catapulta» de Dan —dijo Una.
—¡Catapultas! —dijo él—. Yo entiendo algo de estas cosas. ¡Muéstramela!
Saltó el rústico cercado, produciendo un gran ruido con la pica, el escudo y la armadura, y, rápido, como una sombra, se encaramó a «Volterra».
—Una honda montada en una vara ahorquillada. Bien, ya comprendo —exclamó, tirando del elástico—. Pero ¿qué maravilloso animal es el que proporciona este cuero extensible?
—Es caucho… Se pone la bala en la badana, y se tira con fuerza.
El hombre tiró y se le disparó el elástico sobre la uña del pulgar.
—A cada uno su arma —dijo gravemente, devolviéndola—. Yo estoy en mi elemento cuando se trata de grandes máquinas, pequeña. Pero éste es un bonito juguete. Un lobo se reiría. ¿No les tienes miedo a los lobos?
—No hay aquí —dijo Una.
—¡No lo creas! Un lobo es como un Sombrero Aludo. Llega cuando menos se le espera. ¿No se cazan lobos por aquí?
—No cazamos —dijo Una, acordándose de lo que había oído decir a las personas mayores—. Nosotros tenemos… faisanes. ¿Sabe usted lo que son?
—Creo que sí —dijo el joven, sonriendo de nuevo, e imitó el grito del faisán tan perfectamente que un pájaro respondió en el bosque—. ¡Qué gran tonto pintado y cloqueante es un faisán! —añadió—. ¡Hay romanos que se le parecen!
—Pero usted es un romano, ¿no es cierto? —preguntó Una.
—Sí y no. Yo soy uno entre los pocos miles de romanos que no han visto Roma más que en pintura. Mi familia vive en Vectis desde hace muchas generaciones. ¡Vectis! Es aquella isla, allá abajo, al Oeste, que puede verse desde muy lejos cuando hace buen tiempo.
«Es caucho… Se pone la bala en la badana, y se tira con fuerza»
—¿Quiere usted decir la isla de Wight? Sobresale antes de llover y se la ve desde los ribazos.
—Es probable. Nuestra casa se encuentra en el lado sur de la isla, cerca de la Quebrada de los Cantiles. Gran parte de ella tiene ya trescientos años, pero los establos donde vivió nuestro primer antepasado deben de tener cien años más. ¡Oh, sí, por lo menos cien años, porque el fundador de nuestra familia recibió sus tierras de Agrícola, después de la colonización! A pesar de sus dimensiones, es un lindo rincón. En primavera, las violetas crecen a lo largo de los ribazos, hasta la playa. Algunas veces he cogido algas para divertirme, y violetas para mi madre, en compañía de mi vieja nodriza.
—¿Acaso su nodriza era también… romana?
—No; era númida. ¡Que los dioses le sean propicios! Una querida, gorda y morena persona, con una lengua como el badajo de una campana. No era una esclava. A propósito: ¿eres libre, muchacha?
—¡Oh, completamente! —dijo Una—. Por lo menos, hasta la hora del té; sin embargo, en verano, nuestra aya no dice gran cosa cuando nos retrasamos.
El joven se echó a reír, con una risa inteligente.
—Comprendo —dijo—. He aquí por qué te encuentras en este bosque. Nosotros nos escondíamos entre los cantiles.
—Entonces, ¿también tenía usted un aya?
—¿Que si teníamos una? Era griega. Tenía una manera de remangarse la ropa cuando nos perseguía entre las retamas que nos divertía mucho. Entonces decía que nos haría azotar. Pero la bendita criatura no lo hizo nunca. Aglaé era una perfecta deportista, a pesar de toda su sabiduría.
—Pero ¿qué era lo que usted estudiaba cuando… era pequeño?
—Historia Antigua, los clásicos, aritmética y otras cosas —respondió—. Mi hermana y yo éramos bastante torpes, pero a mis dos hermanos (yo era el mediano entre ambos) les gustaban estas cosas, y, desde luego, mamá tenía inteligencia para seis. Ella era casi tan alta como yo, y se parecía a la nueva estatua que se encuentra en la senda del Oeste, la Demeter de las Cestas, ¿sabes? ¡Y qué graciosa, por Roma divina! ¡Lo que mamá nos hacía reír!
—¿Cómo?
—Con pequeñas tonterías y dichos que tiene toda familia, ¿sabes?
—Sé que nosotros los tenemos, pero ignoraba que los hubiese en otras casas —dijo Una—. Hábleme un poco de toda su familia, ¿quiere?
—Las buenas familias se parecen mucho. Mamá hilaba al anochecer, mientras Aglaé leía en su rincón, papá revisaba sus cuentas y nosotros retozábamos por los corredores. Cuando hacíamos demasiado ruido el páter decía: «¡Menos ruido! ¡Menos ruido! ¿No habéis oído hablar nunca de los derechos que tiene un padre sobre sus hijos? Puede matarlos, queridos…, puede matarlos de veras, y los dioses aprueban un acto semejante». Entonces, mamá, inclinada sobre la rueca, cerraba los queridos labios, contestando «¡Hum! Me temo que tú no seas un padre muy romano». Entonces, el páter enrollaba sus cuentas y decía: «¡Ahora lo verás…!». Y entonces…, entonces era peor que cualquiera de nosotros.
—Los padres pueden… cuando quieren —dijo Una, bailándole los ojos.
—¿No te he dicho que todas las buenas familias se parecen mucho?
—¿Qué hacía usted en verano? —preguntó Una—. ¿Se divertía como nosotros?
—Sí, y visitábamos a bastantes amigos nuestros. No había lobos en Vectis. Nosotros teníamos muchos amigos, y también teníamos tantos potros como deseábamos.
—Eso debía de ser muy divertido —dijo Una—. Espero que haya durado siempre.
—No, pequeña. Cuando yo tenía dieciséis o diecisiete años, mi padre enfermó de gota, y fuimos a tomar las aguas.
—¿Qué aguas?
—Las de Aquae Solis. Todo el mundo iba allí. Deberías pedir a tu padre que te llevara algún día.
—Pero ¿dónde está eso? No lo sé —dijo Una.
El joven la miró un momento, asombrado.
—Aquae Solis —repitió—. Los mejores baños de Bretaña. Según me han dicho, valen tanto como los de Roma. Todos los viejos glotones, sentados en el agua caliente, chismorrean y hablan de política. Y los generales recorren las calles seguidos de sus guardias; y los magistrados pasan en sus sillas de mano, también seguidos de sus rígidos guardias; y se encuentran adivinos, orfebres, mercaderes, filósofos, plumajeros, bretones, ultrarromanos, romanos, ultrabretones, salvajes que juegan a civilizados, conferenciantes judíos y…, ¡oh!, todo cuanto de interesante puede hallarse. Nosotros, como éramos jóvenes, no sentíamos ningún interés por la política. No estábamos enfermos de gota, y en el mismo caso se hallaban muchos de nuestra edad. No encontrábamos triste la vida.
»Pero mientras nos divertíamos sin reflexionar, mi hermana encontró al hijo de un magistrado del Oeste, y un año después se casaba con él. Mi hermano menor, que demostraba un interés constante por las plantas y las raíces, encontró al primer médico de una Legión procedente de la ciudad de las Legiones, y decidió hacerse médico militar. Yo no encuentro que esta profesión sea digna de un hombre bien nacido, pero, después de todo…, yo no soy mi hermano. Él partió para Roma con objeto de estudiar Medicina, y ahora es el primer médico de una Legión que se encuentra en Egipto…, en Antineo, según creo, pero desde hace algún tiempo no he tenido noticias suyas.
»Mi hermano mayor encontró a un filósofo griego, y le dijo a mi padre que contaba con establecerse en nuestras tierras en calidad de arrendatario y filósofo. Ya sabes… —los ojos del joven chispearon—, su filósofo tenía los cabellos largos.
—Yo creía que los filósofos eran calvos —dijo Una.
—No todos. Ella era muy linda. No se lo reprocho. Nada me convenía más que esta decisión tomada por mi hermano mayor, porque yo sentía un vivo deseo de entrar en el Ejército. Me asustaba mucho el tenerme que quedar en casa para trabajar en las tierras, mientras mi hermano mayor aprendía este oficio. —Golpeó su gran escudo, que no parecía embarazarle demasiado—. Así, pues, nosotros, los muchachos estábamos muy contentos, y volvimos tranquilamente a Clausentum por la senda del bosque. Pero en cuanto llegamos a la casa, Aglaé, nuestra aya, comprendió lo que nos había ocurrido, viéndonos arrastrar nuestra embarcación por el paso de los cantiles.
»—¡Aie! ¡Aie! —dijo—. Os fuisteis niños. ¡Volvéis hombres y mujeres!
»Entonces besó a mi madre, y mamá lloró. Así, nuestra visita a las aguas fijó el destino de todos, muchacha.
Se incorporó y aguzó el oído, apoyado en el borde del escudo.
—Creo que es Dan, mi hermano —dijo Una.
—Sí; y el Fauno está con él —replicó el joven, al ver a Dan y a Puck dando traspiés en los matorrales.
—Nosotros hubiéramos venido antes —dijo Puck— si las bellezas de tu lengua materna, ¡oh, Parnesio!, no hubiesen tenido a este joven ciudadano bajo su encanto.
Parnesio le miró sin comprender, incluso cuando Una le explicó lo ocurrido.
—Dan había dicho que el plural de dominus era dominoes, y cuando Miss Blake le dijo que no, él le contestó que suponía que estaba equivocada, y entonces tuvo que copiarlo dos veces, como castigo por su atrevimiento, ¿comprende?
Dan había escalado Volterra; tenía bastante calor y jadeaba.
—He corrido durante casi todo el camino —dijo entrecortadamente—, y en seguida me he encontrado a Puck. ¿Qué tal, cómo está usted, señor?
—Mi salud es excelente —contestó Parnesio—. Mira. He querido manejar el arco de Ulises, pero… —y le mostró el dedo pulgar.
—Lo siento. Usted ha debido de tirar demasiado pronto —dijo Dan—. Pero me ha dicho Puck que estaba usted contándole una historia a Una.
—Continúa, ¡oh, Parnesio! —dijo Puck, que se había encaramado a una rama muerta que se hallaba sobre ellos—. Yo haré el coro. ¿Qué es lo que tanto te ha intrigado, Una?
—Nada, excepto… que no sabía dónde se encontraba Aq… Aq… —repuso.
—¡Oh, Aquae Solis! Es Bath, el lugar de los buñuelos. Que el héroe nos cuente su propia historia.
Parnesio intentó lanzar su pica a las piernas de Puck, pero éste alargó el brazo, cogió el gran penacho de cola de caballo y tiró del gran casco.
—Gracias, bufón —dijo Parnesio, sacudiendo su cabeza de oscuros rizos—. Se está más fresco así. Ahora, cuélgalo… —Y, volviéndose a Dan, añadió—: Ahora contaré a tu hermana cómo entré en el Ejército.
—Tuvo usted que examinarse, ¿verdad? —preguntó Dan vivamente.
—No. Fui a ver a mi padre para decirle que quería ingresar en la Caballería Dacia (vi algunos caballeros en Aquae Solis), pero él me dijo que sería mejor que empezara mi servicio en una Legión romana corriente. A mí, como a muchos chicos de mi edad, no me gustaba mucho todo lo que venía de Roma. Los oficiales magistrados nacidos allí nos miraban a nosotros, nacidos en Bretaña, con tanta altivez como si fuéramos bárbaros. Y se lo dije a mi padre con resolución.
»—Lo sé —dijo—, pero acuérdate de que, después de todo, nosotros representamos a nuestra vieja raza, y nos debemos al Imperio.
»—¿A qué Imperio? —pregunté—. Quedó descuartizada el águila antes de que yo naciera.
»—¿Qué lengua de ladrones hablas? —preguntó mi padre. Él detestaba las expresiones vulgares.
»—Señor —dije—, tenemos un emperador en Roma, y no sé cuántos tienen, de un tiempo a esta parte, las provincias exteriores ¿A cuál, pues, debo obedecer?
»—A Graciano —dijo—. Él, al menos, es un deportista.
»—Ha jugado a todo —dije—. ¿No será metamorfoseado en escita, comedor de carne cruda de buey?
»—¿Dónde has oído eso? —preguntó mi páter.
»—En Aquae Solis —dije. Era perfectamente cierto. Nuestro querido emperador Graciano tenía una guardia escita, vestida de pieles, y tanto le había gustado la guardia que se vestía como ella. ¡Y en Roma, nada menos! Esto era tan extraordinario como si mi propio padre se hubiera pintado de azul.
»—Poco importan los trajes —dijo mi páter—. No son más que la envoltura del mal. Todo comenzó antes de tu época o de la mía. Roma ha abandonado a sus dioses, y debe ser castigada. La gran guerra contra los Hombres Pintados comenzó el año mismo en que los templos de nuestros dioses fueron destruidos. Nosotros batimos a los Hombres Pintados el mismo año en que se reedificaron nuestros templos. Si nos remontamos todavía más allá…
»Él se remontó hasta el tiempo de Diocleciano, y, de darle crédito, se hubiera creído que la Ciudad Eterna estaba a punto de ser aniquilada a causa de algunos hombres cuyo espíritu era un poco libre.
»Pero yo no sabía nada de esto. Aglaé no nos contaba nunca la Historia de nuestro país. Tenía demasiadas preocupaciones con sus antiguos griegos.
»—No hay esperanzas para Roma —dijo el páter finalmente—. Ha renegado de sus dioses, pero si los dioses nos son propicios a los que nos encontramos aquí, tal vez conservemos la Bretaña. Si nosotros queremos llegar a esto es necesario tener a raya a los Hombres Pintados. Y como padre te hablo, Parnesio; si tú estás firmemente decidido a ingresar en el Ejército, tu puesto está entre los hombres, en la Muralla…, y no con las mujeres, en las ciudades.
—¿Qué muralla? —preguntaron Dan y Una.
—Mi padre se refería a lo que nosotros llamamos Muralla de Adriano. Ya os hablaré de ella más tarde. Fue construida hace mucho tiempo, para contener a los Hombres Pintados (aquéllos a quienes vosotros llamáis pictos), y atraviesa todo el norte de Bretaña. Mi padre se había batido durante la guerra de los pictos, que duró más de veinte años, y sabía lo que es la guerra. Teodosio, uno de nuestros generales, había rechazado a esas pequeñas bestias muy lejos, hacia el Norte, antes de que yo naciera; desde luego, en Vectis no turbaron nuestros pensamientos. Y cuando mi padre hubo hablado de este modo, le besé la mano y aguardé sus órdenes. Los romanos de Bretaña sabemos nuestro deber para con nuestros mayores.
—Si yo besara la mano de mi padre, se reiría —dijo Dan.
—Las costumbres cambian; pero si no obedecéis a vuestros padres, los dioses se acordarán de ello. De esto podéis estar seguros.
»El páter, convencido por nuestra conversación de que yo estaba firmemente decidido a llevar a cabo mi propósito, me envió a Clausentum para que aprendiera allí la instrucción militar, en un cuartel lleno de auxiliares extranjeros, que era el más abigarrado amasijo de bárbaros, los más sucios y peor afeitados que jamás limpiaron coraza alguna. Era necesario apalearlos en el estómago y golpearles la cara con el escudo para que aprendieran cualquier movimiento militar. Cuando estuve suficientemente preparado, el instructor me dio el mando de un manípulo (¡y qué manípulo!), de galos e ibéricos, para que lo adecentara antes de que fueran enviados a sus puestos. Lo hice lo mejor que pude, y una noche en que ardió una villa de los arrabales, mis hombres se encontraron en su puesto y en pleno trabajo antes de que acudiera el resto de las tropas. Observé a un hombre de apariencia tranquila, que se encontraba sobre el césped apoyado en un bastón. Él nos veía hacer la cadena con los baldes, del estanque a la villa. Por último, me dijo:
»—¿Quién eres?
»—Un principiante que espera a una cohorte —repuse. Yo no sabía que el hombre que me interrogaba fuese de Decaulion.
»—¿Nacido en Bretaña? —preguntó.
»—Sí, y tú has nacido en España —repuse, porque al hablar relinchaba como un mulo ibérico.
»—¿Y qué nombre te dan en tu casa? —preguntó riendo.
»—Depende —contesté—. Unas veces uno, y otras veces otro. Pero ahora estoy ocupado.
»No dijo nada más, hasta que nosotros hubimos puesto a salvo a los dioses penates (era una familia de respetables burgueses), y entonces le oí refunfuñar detrás de los laureles:
»—Escucha, joven “Unas-veces-uno-y-otras-veces-otro”. En lo sucesivo te llamarás centurión de la Séptima Cohorte de la Treinta, la Ulpia Victrix. Esto me ayudará a acordarme de ti. Tu padre y algunos otros me llaman Máximo.
»Y me lanzó el pulido bastón en el cual se apoyaba y se fue. Hubiera podido derribarme con él.
—¿Quién era? —preguntó Dan.
—El propio Máximo, nuestro gran general. El general de la Bretaña, el brazo derecho de Teodosio durante la guerra de los pictos. No solamente me había dado personalmente mi bastón de centurión, sino que de golpe ascendía tres grados, en una buena Legión. Un novato empieza, por lo general, en la Décima Cohorte de su Legión, y asciende poco a poco.
—¿Y estaba usted contento? —preguntó Una.
—Mucho. Estaba seguro de que Máximo me había elegido por mi prestancia y por la bella ejecución de mis maniobras. Pero cuando llegué a casa, el páter me dijo que él había servido a las órdenes de Máximo durante la guerra de los pictos, y le había pedido que me ayudara.
—¡Eras un chiquillo! —dijo Puck, que se había situado sobre ellos.
—Es verdad —dijo Parnesio—. No me lo reproches, Fauno. Después de todo, los dioses saben que ya han terminado para mí los juegos infantiles.
Y Puck hizo un ademán afirmativo con su parda barbilla apoyada en su morena mano y con sus grandes ojos inmóviles.
—La noche anterior a mi partida hicimos sacrificios a nuestros antepasados (el pequeño y corriente sacrificio doméstico), y jamás invoqué a las Sombras Favorables con tanto fervor como en aquella ocasión. Después embarqué con mi padre en la nave de Regnum y continuamos nuestra ruta hacia el Este, a través de las tierras de yeso, hasta Anderida, allá abajo.
—¿Regnum? ¿Anderida? —y los niños miraron a Puck.
—Regnum es Chichester —dijo Puck, señalando con el dedo en dirección a la Carraca de los Cerezos, y luego movió el brazo hacia el Sur, detrás de él—. Anderida es Pevensey.
—¡Otra vez Pevensey! —dijo Dan—. ¿Allí donde desembarcó Weland?
—Weland y algunos más —dijo Puck—. Pevensey no es joven… nada joven…, ni siquiera comparado conmigo.
—En verano, el campamento de la Treinta se encontraba en Anderida, pero mi cohorte, la Séptima, se hallaba sobre la Muralla, en el Norte. Máximo se hallaba en Anderida para visitar a los auxiliares (los abulcios, según creo), y nos reunimos con él, porque él y mi padre eran viejos amigos. Apenas estuve allí diez días cuando recibí la orden de incorporarme con treinta hombres a mi cohorte —y se echó a reír alegremente—. Un hombre nunca echa en olvido su primera marcha.
»Me sentía más feliz que un emperador al atravesar la Puerta Norte del Campo a la cabeza de mis hombres, y saludamos a la guardia y al Altar de la Victoria que se encontraba allí.
—¿Cómo? ¿Cómo? —preguntaron Dan y Una.
Parnesio sonrió y se levantó con su deslumbrante armadura.
—Así —dijo, y, despacio, hizo los bellos movimientos del saludo romano, que termina cuando el escudo, con un gran ruido, vuelve a su sitio entre los hombros.
—¡Bravo! —dijo Puck—. ¡He aquí algo que da que pensar!
—Nosotros partimos con el equipo completo —dijo Parnesio, sentándose—. Pero tan pronto como el camino penetró en el Gran Bosque, mis hombres parecieron creer que sus mulos habrían de servirles para colgar sus escudos.
»—No —dije—; vestíos como mujeres en Anderida, si queréis, pero mientras estéis conmigo llevaréis todas las armas y toda la armadura.
»—Pero hace calor —dijo uno de ellos— y no tenemos médico. Suponte que padecemos una insolación o nos da fiebre.
»—Pues moríos —dije—, y Roma se quitará vuestro peso de encima. ¡Arriba los escudos, arriba las lanzas y apretaos los zapatos!
»—Sólo falta que te creas emperador de Bretaña —murmuró uno de los individuos.
»Yo lo derribé al suelo de un golpe dado con el cuento de mi lanza, y dije a aquellos romanos nacidos en Roma que si oía la menor murmuración continuaríamos con un hombre de menos. ¡Y, por el sol que nos alumbra, no lo hubiese lamentado! Mis toscos galos de Clausentum nunca se habían comportado conmigo de aquel modo.
»Entonces, silencioso como una nube, Máximo salió a caballo de entre los helechos (mi padre le seguía) y se detuvo en medio de nuestro camino. Vestía la púrpura, como si ya fuera emperador; mis polainas eran de ante blanco bordado de oro.
»Mis hombres se encogieron como…, como si fueran perdices.
»Permaneció silencioso durante un rato, tan sólo mirando ceñudamente. Después los llamó con el dedo, y mis hombres fueron…, mejor dicho, se arrastraron a un lado del camino.
»—Quedaos al sol, muchachos —dijo, y se alinearon en el pedregoso camino—. ¿Qué hubieras hecho —me preguntó— si no me hubieses encontrado aquí?
»—Hubiera matado a ese hombre —le contesté.
»—Mátalo ahora —dijo—. No se moverá, aunque le despedaces.
»—No —repuse—. Tú me has otorgado el mando de mis hombres. Yo no sería más que tu verdugo si le matase ahora.
»¿Comprendéis lo que yo quería decir?
Y Parnesio se volvió a Dan.
—Sí —dijo éste—, no hubiera sido…, en fin…, muy justo.
—Es lo que yo pensé —dijo Parnesio—. Pero Máximo se enfurruñó.
»—Jamás serás emperador —me dijo—. Ni siquiera general.
»Yo no dije nada, pero mi padre parecía bastante contento.
»—He querido aprovechar esta última ocasión de verte —dijo mi padre.
»—Ya lo estás viendo —dijo Máximo—. Jamás recurriría a tu hijo. Vivirá y morirá como oficial de una Legión, y hubiera podido ser prefecto de una de mis provincias. Que coma y beba ahora con nosotros —añadió—. Sus hombres esperarán a que haya terminado.
»Mis treinta malhechores permanecieron de pie bajo el sol ardiente, brillantes como odres, y Máximo nos condujo al lugar donde su gente había preparado nuestra comida. Él mismo escanció el vino.
»—Dentro de un año —dijo— recordarás haber comido con el emperador de Bretaña… y de la Galia.
»—Sí —dijo el páter—, tú tienes fuerza bastante para conducir dos mulas… Galia y Bretaña.
»—Dentro de cinco años recordarás que has bebido —dijo Máximo, ofreciéndome una copa que contenía borraja azul— con el emperador de Roma.
»—No; tú no puedes conducir tres mulas; te harían pedazos —dijo mi padre.
»—Y tú, en la Muralla, entre los brezos, llorarás porque la idea que te has hecho de la justicia ha representado para ti más que el favor del emperador de Roma.
»Yo permanecía inmóvil. No se le contesta a un general que viste la púrpura.
»—No estoy enojado contigo —prosiguió—; yo debo demasiado a tu padre…
»—Tú no me debes más que consejos que nunca seguiste —dijo mi padre.
»—… para ser injusto con uno de su familia. Diré incluso que puedes ser un buen oficial, pero, por mucho que esto me concierna, vivirás en la Muralla, y en la Muralla morirás —dijo Máximo.
»—Es probable —dijo mi padre—. Pero nosotros veremos a los pictos y a sus amigos irrumpir antes de que transcurra mucho tiempo. Si tú te llevas a todas las tropas de Bretaña para proclamarte emperador, no esperes que el Norte permanezca tranquilo.
»—Sigo mi destino —dijo Máximo.
»—Bien, síguelo —dijo mi padre, desenterrando una raíz de helecho—, y muere como Teodosio.
»—¡Ah! —exclamó Máximo—. Mi viejo general se hizo matar porque servía demasiado bien al Imperio. Tal vez también me maten a mí, mas no por esa razón —y sonrió con una leve y ambigua sonrisa que me heló la sangre.
»—Entonces procederé más cuerdamente siguiendo mi destino —dije— y lanzando a mis hombres contra la Muralla.
»Me miró durante largo rato e inclinó la cabeza oblicuamente, como lo hacen los españoles.
»—Síguelo, muchacho —dijo. Y esto fue todo.
»Me sentí muy feliz por poder marcharme, a pesar de los muchos mensajes que hubiese querido mandar a casa. Encontré a mis hombres tal como los había dejado (ni siquiera habían movido un pie en el polvo), y me marché perseguido por aquella terrible sonrisa que era como un viento del Este sobre mis espaldas. No hicimos alto ni una sola vez antes de que el sol se hubiese puesto —y Parnesio se volvió y miró hacia abajo, a la colina de Pook—, y entonces hice alto allí. —Y señaló a la colina de la Forja, cuyo reborde desigual y cubierto de helechos elevábase tras la cabaña del viejo Hobden.
—¿Allí? —preguntó Dan—. Aquello no es más que la antigua Forja, donde en otro tiempo se forjaba el hierro.
—En efecto, y era una buena mercancía —dijo tranquilamente Parnesio—. Allí hicimos reparar tres correas de espaldar y también afianzar una mohara. El Gobierno alquilaba aquella forja a un forjador tuerto de Cartago. Recuerdo que le llamábamos Cíclope. Me vendió una alfombra de piel de castor para la alcoba de mi hermana.
—¡Pero eso no puede haber ocurrido aquí! —insistió Dan.
—¡Ya lo creo! Desde el Altar de la Victoria, en Anderida, hasta la Primera Forja, en el bosque, es decir, hasta ésa, hay doce millas y setecientos pasos. Todo esto se encuentra en el Itinerario. Un hombre no olvida nunca su primera marcha. Yo creo que podría nombrar todas las paradas entre este lugar y… —se inclinó hacia delante, y se dio cuenta de que el sol se ponía.
El sol había descendido hasta la cumbre de la colina de la Carraca de los Cerezos, y su luz se vertía entre los troncos de los árboles, aun cuando veíase a toda clase de profundidades rojas, doradas y negras abrirse en el corazón del Bosque Lejano; y Parnesio, en su armadura, brillaba como si se hubiera incendiado.
—Esperad —dijo, levantando la mano, y el sol jugueteó en su brazalete de vidrio—. Esperad. He de rezar a Mitra.
Se levantó, extendió los brazos hacia el Oeste y pronunció unas palabras espléndidamente sonoras.
Entonces, también Puck se puso a cantar con una voz parecida a un tañido de campanas. Cantando, salió de «Volterra» y se dejó resbalar hasta el suelo, haciendo una seña a los niños para que le siguiesen. Ellos obedecieron; se hubiera dicho que las voces los arrastraban. Dirigíanse hacia la luz de oro viejo que caía sobre las hojas de las hayas, bajo las cuales caminaban, y Puck, entre los dos, cantaba una melopea parecida a esto:
Cur mundus militat sub vana gloria
cujus prosperitas est transitoria?
Tam cito labitur ejus potentia.
Quam vasa figuli quae sunt fragilia.
Se hallaron ante las pequeñas puertas de madera cerradas con llave.
Cuo Caesar abiit celsus imperio?
Vel Dives splendidus totus in prandio?
Dic ubi Tullius…
Siempre cantando, tomó a Dan de la mano y le condujo frente a Una, tras de quien se cerró la puerta. Al mismo tiempo, lanzó por encima de las cabezas de los hermanos las hojas de Roble, Fresno y Espino portadores del olvido.
—Vaya, llegas demasiado tarde —dijo Una a su hermano—. ¿No has podido salir antes?
—Sí —dijo Dan—. Hace ya mucho rato que he salido, pero… pero no sabía que fuese tan tarde. ¿Dónde has estado?
—En «Volterra»… esperándote.
—Lo siento —dijo Dan—. De todo esto tiene la culpa ese maldito latín.