Hacía demasiado calor para andar por los campos. Por este motivo, Dan rogó a su amigo, el viejo Hobden, que llevara su piragua desde el estanque hasta el arroyo que corría por la parte baja del jardín. Tenía pintado el nombre de Daisy, pero cuando efectuaba viajes de exploración le llamaban la Corza de Oro, o la Larga culebra, o algún otro nombre semejante. Dan maniobraba un bichero —el arroyo era demasiado estrecho a causa del ramaje—, y Una impulsaba la nave apoyando sobre el fondo la punta de una pértiga construida con una rama de lúpulo. Cuando llegaron a un lugar donde el agua era poco profunda (la Corza de Oro calaba tres pulgadas), desembarcaron y arrastraron la embarcación sobre la grava con la estacha; y cuando, saliendo del jardín, contemplaron las orillas cubiertas de vegetación, remontaron la corriente sirgando por entre las ramas bajas.
Aquel día querían descubrir el Cabo Norte, como el viejo capitán Othere, según el libro de poesías que había llevado Una. Pero a causa del calor prefirieron remontar el Amazonas y alcanzar las fuentes del Nilo. Incluso sobre el agua sombreada, el aire era cálido y pesado, lleno de aromas embriagadores, mientras que afuera, a través de los claros de los árboles, el sol reverberaba como fuego sobre los pastos. El martín pescador, de centinela sobre su rama, dormitaba, y los mirlos apenas si se tomaban el trabajo de zambullirse en los arbustos más próximos. Las libélulas, volando a trompicones, eran los únicos seres que se afanaban, a excepción de las pollas de agua y de una gran mariposa roja que, batiendo las alas, descendía bajo los rayos del sol para libar.
Cuando llegaron al Estanque de las Nutrias, la Corza de Oro se apoyó confortablemente sobre un bajío, y ellos permanecieron tumbados bajo una espesa bóveda de verdor, mirando el agua discurrir sobre la esclusa y descender por el plano inclinado de ladrillo musgoso que separaba el canalillo del arroyo. Una enorme trucha —los niños la conocían bien— surgió del agua, asomando parte del cuerpo, para atrapar alguna mosca que flotaba en torno al recodo, mientras que una sola vez, y en una gran distancia, el arroyo descendía una fracción de pulgada sobre los húmedos callaos; y ellos observaban el lento estremecimiento que un soplo de aire producía al pasar a través de las copas de los árboles. Luego, comenzaron de nuevo las pequeñas voces del agua que huía.
—Es como si las sombras hablasen, ¿no es cierto? —dijo Una. Ella ni siquiera intentaba leer. Dan estaba tumbado en la proa, abandonando sus manos a la corriente. Oyeron unos pasos sobre la extensión de grava que divide en dos el estanque, y vieron a Sir Richard Dalyngridge de pie ante ellos.
—¿Ha sido peligroso vuestro viaje? —preguntó, sonriendo.
—Hemos tenido suerte, señor —dijo Dan—. Casi no hay agua este verano.
—¡Ah! El arroyo era más profundo y más largo cuando mis hijos jugaban a los piratas daneses. ¿Sois piratas vosotros?
—¡Oh, no! Hemos dejado de serlo desde hace años —explicó Una—. Nosotros somos casi siempre exploradores, como ahora. Damos la vuelta al mundo, ¿comprende?
—¿La vuelta al mundo? —preguntó Sir Richard. Se había sentado en la cómoda horquilla que formaba sobre la ribera una vieja raíz de fresno—. ¿Cómo es eso?
—¿No figuraba en sus libros? —sugirió Dan. Su última lección había sido de geografía.
—Yo no sé ni escribir ni leer —respondió Sir Richard—. ¿Tú saber leer, pequeño?
—Sí —dijo Dan—, excepto las palabras demasiado largas.
—¡Asombroso! Léeme un poco; que lo oiga yo con mis propios oídos.
Dan enrojeció, pero abrió el libro y comenzó, tartamudeando un poco, a leer El descubridor del cabo Norte.
Othere, el viejo marino,
que en Heligoland habita,
a Alfred, que ama la verdad,
e llevó un diente de morsa
tan blanco como la nieve.
—Pero… —le interrumpió Sir Richard—, pero… yo conozco esto. Es una vieja canción. Yo he oído cantar esto. ¡Esto es un milagro! ¡No, no te detengas! —se inclinó hacia delante, y las sombras de las hojas resbalaron huyendo sobre su cota de mallas.
El campo aré con caballos,
más mi corazón sangraba
porque los viejos marinos
acudían a contarme
sus historias de la mar.
Su mano cayó sobre la empuñadura de la gran espada.
—Es cierto —exclamó—, porque así me ha ocurrido. —Y gozosamente llevó el compás del lento ritmo de cada verso.
Y la tierra, dijo Othere,
desapareció hacia el Sur
y hoy sigo la abrupta costa
y siempre hacia el Sur navego,
hacia el ignorado mar.
—¡Un mar ignorado! —repitió—. ¡Yo también…! ¡Hugh y yo, también…!
—¿Dónde ha ido usted? Cuéntenoslo —dijo Una.
—Esperad, primero, a que lo haya oído todo. —Y Dan leyó todo el poema hasta el fin.
—Bien —dijo el caballero—. Es la historia de Othere…, la misma que yo oí cantar a los hombres de las naves danesas. No precisamente con estas bravas palabras, pero era algo semejante.
—¿Ha explorado usted el Norte alguna vez? —Y Dan cerró el libro.
—No. Mi aventura fue en el Sur. Muy lejos, hacia el Sur, hasta donde no llegó ningún hombre, descendimos Hugh y yo, con Witta y sus paganos. —De improviso, dejó ante él la gran espada y se apoyó en ella con las dos manos; pero sus ojos permanecieron largo rato mirando muy lejos, por encima de ella.
—Yo creía que usted había vivido siempre aquí —dijo Una, tímidamente.
—Sí, mientras vivió mi Lady Aelueva. Pero ella murió. Ella murió. Entonces, cuando mi primogénito fue hombre, rogué a De Aquila que le permitiera velar por la casa solariega, y yo emprendería algún viaje, o alguna peregrinación para olvidar. De Aquila, a quien Guillermo II había hecho señor de Pevensey en lugar del conde de Mortain, era entonces muy viejo, pero montaba aún grandes caballos roanos, y viéndole a caballo parecía un pequeño halcón blanco. Cuando Hugh, que había permanecido soltero, supo lo que yo hacía allí, en Dallington, envió en busca de mi segundón, a quien había considerado siempre como hijo suyo, y con la autorización de De Aquila le entregó el feudo de Dallington para que lo conservara hasta su regreso. Después, Hugh partió conmigo.
—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó Dan.
—Puedo asegurar cuál fue el día exacto, porque mientras pasábamos a caballo, con De Aquila, cerca de Pevensey (¿he dicho ya que era señor de Pevensey y del Honor del Águila?), para volver al navío de Burdeos, que todos los años le traía sus vinos de Francia, un hombre de los pantanos cruzó ante nosotros, diciendo a gritos que había visto a un gran macho cabrío negro llevando a lomos el cuerpo del rey y que el animal le había hablado. El mismo día, Guillermo el Rojo, nuestro rey, hijo de el Conquistador, fue muerto por una misteriosa flecha cuando cazaba en un bosque.
»—He aquí un desventurado encuentro en el comienzo de un viaje. Si Guillermo el Rojo ha muerto, tendré tal vez que combatir por mis tierras. Escuchad un instante —dijo De Aquila.
»Habiendo muerto mi Lady, me cuidé tan poco como Hugh de signos y de presagios. Nos embarcamos para Burdeos con esos mercaderes de vino; pero el viento se desencadenó cuando nos hallábamos aún a la vista de Pevensey. Nos envolvió una espesa niebla y la marea nos hizo derivar hacia el Oeste, a lo largo de los cantiles. La mayor parte de nuestros compañeros eran mercaderes que regresaban a Francia. Íbamos cargados de lana, y, encadenados a la batayola, había tres parejas de grandes perros de caza. Su dueño era un caballero de Artois. No he sabido jamás su nombre, pero en su escudo figuraban besantes de oro sobre campo rojo. Él cojeaba casi como yo, a consecuencia de una herida recibida en su juventud en el sitio de Nantes. Servía al duque de Borgoña contra los moros de España, y regresaba con sus perros de guerrear allí. La primera noche nos cantó extrañas canciones moras, y casi nos convenció para que le acompañáramos. Yo había partido en peregrinación. Creo que hubiese ido allí seguramente, pero…
»¡Ved cuántos cambios en la vida y en la fortuna humanas! Hacia el amanecer, un navío danés, que navegaba silenciosamente, nos embistió en la niebla, y mientras nosotros rodábamos de un lado para otro, Hugh, que se había inclinado sobre la batayola, cayó por la borda. Yo salté tras él y ambos rodamos sobre la cubierta del navío danés, donde fuimos cogidos y atados antes de que nos pudiéramos levantar. Nuestro navío se perdió en la niebla. Presumo que el caballero de los besantes de oro embozaló con su capa a sus perros, por temor a que ladrasen y traicionaran la presencia de los mercaderes, ya que oí apagarse de pronto el ladrido de los animales.
»Permanecimos atados entre los bancos hasta la mañana, en que los daneses nos arrastraron por el puente superior hasta el gobernalle. Su capitán (que se llamaba Witta) nos hizo poner en pie. Llevaba brazaletes de oro desde el codo hasta la axila; sus cabellos rojos eran largos y tenía bucles como los de una mujer, que le caían abundantemente por los hombros. Era rechoncho, de piernas arqueadas y largos brazos. Nos despojó de todo cuanto poseíamos, pero cuando empuñó la espada de Hugh y vio las runas grabadas sobre la hoja, la rechazó vivamente. Pero su avaricia fue más fuerte. Intentó apoderarse de ella varias veces, y a la tercera la espada cantó con alta e iracunda voz, haciendo que los remeros se apoyaran sobre los remos para escuchar. Entonces, todos comenzaron a hablar a la vez, con chillidos de gaviota, y un hombre amarillo, como no lo había visto nunca, subió al puente y cortó nuestras ligaduras. Era amarillo…, no por enfermedad, sino naturalmente. Amarillo como la miel, y sus párpados tenían las comisuras hacia arriba.
«Ambos rodamos sobre la cubierta del navío danés»
—¿Cómo quiere usted decir? —preguntó Una, apoyando la barbilla en la mano.
—Así —dijo Sir Richard. Y llevó sus dedos a las comisuras de cada párpado, levantándolos hasta convertir los ojos en rendijas.
—¡Parece usted un chino! —exclamó Dan—. ¿El hombre era chino?
—No sé lo que podría ser. Witta le había encontrado medio muerto en los hielos, sobre la costa de Moscovia. Nos parecía un demonio. Se prosternó ante nosotros y nos llevó comida en un plato de plata que aquellos lobos de mar habían robado en alguna rica abadía; y Witta, con sus propias manos, nos ofreció vino. Hablaba un poco el francés, un poco el sajón meridional y bien la lengua normanda. Le rogamos que nos desembarcara, prometiéndole pagar un rescate mejor que el precio que obtendría si nos vendía a los moros, como le ocurrió un día a un caballero a quien yo conocía, que había partido de Flushing.
»—No, por la cabeza de mi padre Guthrum —dijo—. Los dioses os han enviado a mi buque como talismán.
»Entonces me estremecí, porque sabía que los daneses tenían aún la costumbre de sacrificar sus cautivos a sus dioses para obtener buen tiempo.
»—¡La peste coma tus cuatro miembros! —dijo Hugh—. ¿Qué provecho puedes obtener de pobres y viejos peregrinos que no pueden ni trabajar ni combatir?
»—No es del gusto de los dioses que yo te ataque, pobre peregrino de cantadora espada —dijo—. Síguenos y cesa de ser pobre. Tus dientes están muy separados, señal evidente de que tú viajarás y serás rico.
»—¿Y si no queremos seguirte? —preguntó Hugh.
»—Echaos a nadar a Inglaterra o a Francia —dijo Witta—. Nos hallamos a mitad de camino entre las dos. Si no intentáis ahogaros, no se os tocará un solo cabello por nuestra parte. Creemos que nos traéis suerte, y yo mismo sé que las runas grabadas sobre esta espada son favorables.
»Volvióse, y dijo a los demás que izaran velas.
»Inmediatamente, todos se desbandaron. Nosotros recorrimos el navío, y el navío estaba lleno de maravillas.
—¿Cómo era? —preguntó Dan.
—Largo, bajo y estrecho, aparejado con un mástil que sostenía una vela roja, y llevado por quince remeros por banda —contestó el caballero—. En la proa hallábase un puente, bajo el cual podía acostarse la tripulación, y otro a la popa, separado de los bancos de los remeros por una puerta pintada. Allí dormíamos Hugh y yo, con Witta y el hombre amarillo, sobre alfombras tan blandas como la lana. Me acuerdo —y rió para sí— que cuando entramos allí por primera vez oyóse decir a una voz potente: «¡Desenvainad! ¡Desenvainad! ¡Muerto! ¡Muerto!». Witta rió al ver que nos estremecíamos, y nos señaló un pájaro gris de enorme pico y cola roja. Estaba posado sobre su hombro; el animal, con voz ronca, pidió pan y vino, y le rogó que lo besara. Sin embargo, no era más que una estúpida ave. Pero… ¿Vosotros sabéis…? —y observó los rostros sonrientes de los niños.
—No nos reímos de usted —dijo Una—. Ese pájaro debía de ser un loro. Los papagayos se comportan exactamente como usted dice.
—Nosotros lo supimos más tarde. Mas he aquí otra maravilla. El hombre amarillo, cuyo nombre era Kitai, tenía una caja parda. En la caja había una bola azul con marcas rojas sobre la superficie, y en la bola, suspendido del extremo de un hilo colgado, un trozo de hierro no mayor que esta brizna de hierba, y tan largo quizá como mi espuela, pero recto. Witta dijo que en aquel hierro moraba un mal espíritu, que Kitai, el hombre amarillo, por medio de sus artes mágicas, había llevado de su país, el cual se encuentra a tres años de viaje hacia el Sur. El mal espíritu se esforzaba día y noche en volver a su tierra, y por esto, tenedlo en cuenta, la aguja de hierro tenía la punta dirigida hacia el Sur.
—¿Hacia el Sur? —preguntó Dan, metiéndose la mano en el bolsillo.
—Con mis propios ojos lo he visto. Cada día, y durante todo él, a pesar del rumbo del navío, de la desaparición del sol, la luna y las estrellas, aquel espíritu ciego, escondido en el hierro, sabía dónde quería ir y se esforzaba en marchar hacia el Sur. Witta lo llamaba «la punta sabia», porque le señalaba el camino hacia los mares desconocidos. —De nuevo Sir Richard miró a los niños con atención—. ¿Qué pensáis de esto? ¿Es brujería?
—¿Era algo parecido a esto? —Dan sacó del bolsillo su vieja brújula de latón, que acompañaba generalmente a su cuchillo y a su llavero—. El cristal está rajado, pero la aguja se mueve bien, señor.
El caballero quedó un instante sin aliento por la sorpresa.
—Sí, sí. La «punta sabia» oscilaba y se movía exactamente de esta forma. Ahora no se mueve. Ahora señala hacia el Sur.
—El Norte —dijo Dan.
—¡No, el Sur! Esto es el Sur —dijo Sir Richard. Entonces los niños se miraron y se echaron a reír, porque cuando el extremo de la aguja rígida de una brújula señala el Norte, el otro extremo debe señalar el Sur.
—¡Tst! —hizo Sir Richard chasqueando—. No puede haber brujería, por cuanto la lleva un niño. ¿Por qué señala al Sur… o al Norte?
—Papá dice que nadie lo sabe —dijo Una.
Sir Richard la miró consolado.
—Entonces, tal vez sea cosa de magia. Para nosotros era cosa de magia. Así, pues, navegábamos. Cuando el viento nos impulsaba izábamos la vela y nos tumbábamos de barlovento, colocándonos los escudos sobre las espaldas para protegernos de las salpicaduras del mar. Cuando amainaba, los hombres remaban con largos remos; el hombre amarillo permanecía sentado cerca de la «punta sabia», y Witta gobernaba la nave. Al principio, temía a las grandes olas de blancas crestas, pero al observar la prudencia con que Witta conducía su nave entre ellas, cobré ánimos. Desde el principio, aquella vida le gustó mucho a Hugh. Pero mi habilidad no es la de un marino; y los arrecifes y los remolinos, como los que vimos en las islas del oeste de Francia, donde un remo tropezó con una roca, quebrándose, no son, en modo alguno, de mi gusto. Singlamos hacia el Sur a través de un mar tormentoso; al claro de luna, entre las nubes, vimos a una nave flamenca que, después de dejar la quilla al aire, se fue a pique. A pesar de que Hugh trabajaba toda la noche con Witta, yo permanecía acostado en el puente en compañía del «pájaro hablador», sin preocuparme de vivir o morir. Sufría una enfermedad de mar, que durante tres días, es una muerte completa. La primera vez que vimos tierra, Witta dijo que era España, y barajamos la costa. Ésta estaba llena de barcos utilizados en la guerra que el duque hacía a los moros, y temimos que nos colgaran las gentes del duque o que nos vendieran a los moros como esclavos. Así, pues, recalamos en un pequeño puerto que Witta conocía. Por la noche algunos hombres se acercaron a nosotros con mulos cargados, y Witta cambió el ámbar que llevaba del Norte por pequeños lingotes de hierro y paquetes de cuentas metidos en vasijas de barro. Colocó las vasijas bajo los puentes, y los lingotes de hierro en el sollado de la nave, después de haberse desembarazado de las piedras y de los guijarros que hasta aquel momento nos habían servido de lastre. También cambió vino por trozos de ámbar gris de suave aroma: un fragmento no mayor que la uña del pulgar valía un barril de vino. Pero estoy hablando como un mercader.
—¡No, no! Díganos lo que usted comía —rogó Dan.
—Carne curada al sol, pescado seco y judías molidas. Esto es lo que embarcó Witta, además de unos cestillos de esparto trenzado que contenían un fruto dulce y blando que consumían los moros y que se parecía al de la pasta de higos, pero de huesos delgados y largos. ¡Ah, dátiles, he aquí la palabra!
»—Ahora —dijo Witta, cuando el navío estuvo cargado— os aconsejo, extranjeros, que os encomendéis a vuestros dioses, porque, a partir de este momento, nuestra ruta es la de nadie.
»Él y sus hombres sacrificaron un negro macho cabrío ante la nave; y el hombre amarillo sacó una pequeña imagen sonriente tallada en una piedra de un verde turbio, y quemó incienso ante ella. Hugh y yo nos encomendamos a Dios, a san Bartolomé y a Nuestra Señora de la Asunción, por quien mi Lady había sentido devoción especial. Nosotros no éramos jóvenes, pero no siento vergüenza al confesar que, cuando partimos de aquel puerto oculto, a la luz del amanecer, sobre una mar tranquila, nos alegramos los dos y cantamos como los caballeros de antaño cuando siguieron a nuestro glorioso duque hasta Inglaterra. Sin embargo, nuestro jefe era un pirata pagano; nuestra flota consistía en una sola galera peligrosamente sobrecargada; para que nos guiara nos confiamos a un hechicero pagano, y nuestro puerto estaba más allá del fin del mundo. Witta nos dijo que su padre, Guthrum, había ido una sola vez en su vida a lo largo de las costas de África, hasta un país donde hombres desnudos vendían oro a cambio de hierro y de abalorios. Había reunido mucho oro, y gran número de colmillos de elefante, y allá, ayudado por la “punta sabia”, quería Witta volver. Witta no temía a nada, excepto a ser pobre.
»Mi padre me contó —decía Witta— que a tres días de navegar a toda vela, costeando un gran banco desprendido de esta tierra, se encuentra, al sur del mismo, un bosque que penetra en el mar. Al sur y al este del bosque, mi padre había encontrado un lugar donde los hombres escondían oro en sus cabellos; pero todo ese país, decía, estaba lleno de diablos que vivían en los árboles y desgarraban a las personas miembro a miembro. ¿Qué pensáis de esto?
»—Que haya o no oro —dijo Hugh manejando su espada—, es una divertida aventura. ¡Sus y a tus diablos, Witta!
»—¡Una aventura! —replicó alegremente Witta—. Yo no soy más que un pobre pirata. Yo no pongo mi vida a la deriva sobre una tabla por placer o aventura. Que atraque solamente este navío en la playa de Stavanger y sienta los brazos de la esposa alrededor de mi cuello; no buscaré más aventuras. Un navío produce más inquietud que una mujer o un ganado.
»Witta se encolerizó con los remeros, reprochándoles sus escasas fuerzas y sus grandes estómagos. Sin embargo, él era, en los combates, un loco, y en la astucia un verdadero zorro.
»Hacia el Sur nos sorprendió una tormenta, y durante tres días y tres noches se hizo cargo del remo de popa y condujo nuestro largo navío a través de la aguas. Cuando el mar se picaba más allá de toda medida, vertía sobre él una jarra de aceite de ballena, lo que lograba calmarlo maravillosamente; puso el barco proa al viento en aquella gran mancha de aceite y echó por la borda unos remos atados a una cuerda, para que hicieran, según dijo, las veces de ancla, con lo cual navegaríamos penosamente dando vueltas, pero sin que la nave se encapillara. Este ardid lo conocía por su padre. Conocía también todo el Libro del médico de Bald, que era un sabio doctor, y el Diario de a bordo de Hlaf la Guerrera, que había entrado a saco en Egipto. Conocía todo lo referente al gobierno de un buque.
»Después de la tormenta vimos una montaña cuyo vértice cubierto de nieve perforaba las nubes. Si se hierven o comen la hierbas cogidas al pie de esta montaña, curan perfectamente los males de las encías y las hinchazones de los tobillos. Permanecimos allí ocho días, hasta que unos hombres vestidos con pieles fueron a tirarnos piedras. Cuando aumentó el calor, Witta desplegó una tela sobre palos curvados, por encima de las cabezas de los remeros, porque el viento soplaba sobre la montaña y la costa de África, que está más al Este. Dicha costa es arenosa, y nosotros la recorrimos en una extensión de tres tiros de flecha. Vimos allí ballenas y peces en forma de broquel, pero más largos que nuestro buque. Unos dormían, otros abrían ante nosotros las bocas con actitud amenazadora y algunos danzaban sobre las cálidas aguas. Ésta era caliente al tacto, y el cielo estaba oculto por nubes calientes y grises, que despedían un polvo fino que nos blanqueaba por la mañana los cabellos y la barba. También veíamos allí peces que volaban como pájaros. Caían sobre las rodillas de los remeros, y cuando descendimos a tierra los asamos y nos los comimos.
El caballero hizo una pausa para ver si los niños dudaban de sus palabras, pero ellos hicieron solamente un movimiento con la cabeza, diciendo:
—Continúe.
—La tierra se extendía amarilla a nuestra izquierda, y a nuestra derecha el mar gris. A pesar de ser un caballero, tiré también de mi remo entre los remeros. Pesqué algas, y, habiéndolas hecho sacar, las metí entre las vasijas de abalorios, temeroso de que se rompieran. El caballero es bueno para tierra firme. En el mar, tenedlo en cuenta, el hombre no es más que un caballero sin espuelas que cabalga sobre una montura sin riendas. Aprendí a hacer sólidos nudos en el cordaje…, sí, y a unir dos cuerdas por las puntas, tan bien, que el mismo Witta apenas podía ver por dónde las había unido. Pero Hugh era diez veces más hábil marino que yo. Witta le confió los remeros de babor. Thorkild de Borkum, un hombre de nariz rota, que llevaba un casco normando de acero, mandaba los remeros de estribor, y cada lado remaba y cantaba a porfía. Los dos hombres vigilaban para que ninguno permaneciera ocioso. Realmente, como Hugh decía (y Witta se burlaba de él), una nave preocupa más que un feudo.
»¿Cómo era eso? Ahora lo veréis. Era preciso buscar agua en la costa cuando la necesitábamos, lo mismo que frutos y hierbas, y arena con que frotar los puentes y los bancos para conservarlos frescos. Arrastramos el navío hasta encallarlo en los islotes, le vaciamos de todo su contenido, incluso de los lingotes de hierro; quemamos con antorchas de cañas las algas que habían crecido en él, y fumigamos la cubierta bajo los puentes con cañas humedecidas en agua salada, como Hlaf la Guerrera ordenaba en su Diario de a bordo. Un día en que nos encontrábamos en esta tarea y el navío estaba escorado, el pájaro gritó: “¡Desenvainad!”, como si viera a un enemigo. Witta juró que le torcería el cuello.
—¡Pobre papagayo! ¿Y lo hizo? —preguntó Una.
—No. Era el pájaro de a bordo. Sabía llamar a todos los remeros por su nombre… ¡Qué magníficos días… para un hombre soltero…, con la compañía de Witta y de sus paganos, más allá del fin del mundo!
»Muchas semanas después avistábamos el Gran Banco, que se extendía, como había dicho el padre de Witta, muy lejos en el mar. Costeamos hasta quedar aturdidos de verlo ante nuestros ojos, ensordecidos de oír el sonido de las olas que rompían en él; y cuando hallamos tierra de nuevo, vimos a un pueblo negro y desnudo que vivía entre los bosques y que por un lingote de hierro nos entregó frutas, hierbas y huevos. Witta se rascó la cabeza, indicando que quería comprar oro. Ellos no tenían oro, pero comprendieron el ademán (todos los traficantes en oro lo esconden entre sus espesos cabellos), porque señalaron la continuación de la costa. Se golpearon el pecho con sus puños cerrados, y esto, de haberlo sabido nosotros, era una mala señal.
—¿Qué es lo que querían decir? —preguntó Dan.
—Ten paciencia. Ya lo sabrás. Seguimos costeando hacia el Este durante dieciséis días (se medía el tiempo por incisiones hechas con la espada sobre la batayola) hasta llegar al Bosque Marino. Los árboles crecían en el limo, formando arcos sobre las delgadas y altas raíces, y se encontraban en gran cantidad en todos los cursos de agua fangosa, bajo la sombra de los árboles. Allí perdimos de vista al sol. Seguimos los sinuosos pasos que serpenteaban entre los árboles, y allí donde no podíamos remar nos asíamos a las raíces cubiertas de musgos y hallábamos sobre ellas para seguir adelante. El agua era turbia, y grandes moscas brillantes nos atormentaban. Mañana y noche, una bruma azulenca cubría el fangal, produciendo fiebres. Cuatro de nuestros remeros se pusieron enfermos, siendo atados a sus bancos ante el temor de que cayesen por la borda y fueran devorados por los monstruos del légamo. El hombre amarillo languidecía tendido al lado de la «punta sabia», girando la cabeza y discurriendo en su lenguaje. Sólo el pájaro se comportaba bien. Continuaba posado sobre el hombro de Witta, y chillaba en el silencio de aquella mañana malsana. Sí, yo creo que el silencio nos daba miedo.
Hizo una pausa para escuchar los rumores familiares y confortantes del arroyo.
—Cuando hubimos perdido la cuenta del tiempo transcurrido entre aquellos enfoscaderos y canalizos nos pareció oír el redoble de un tambor a lo lejos. Yendo hacia él, desembocamos en un largo río pardusco que pasaba cerca de una cabaña construida en un claro, entre campos de calabazas. Le dimos gracias a Dios por dejarnos ver de nuevo el sol. Los habitantes del poblado nos dispensaron una buena acogida, y Witta se rascó la cabeza mirándolos (a causa del oro), y les mostró nuestros abalorios y nuestro hierro. Ellos corrieron hacia la orilla (nos hallábamos aún en la nave), y señalaron nuestras espadas y nuestros arcos, porque nos armábamos siempre que estábamos cerca de tierra. No tardaron en ir a buscar a sus cabañas gran número de lingotes y polvo de oro y algunos ennegrecidos colmillos de elefante. Lo depositaron todo sobre la orilla, como para tentarnos, haciendo ademanes de lucha y señalando con el dedo las copas de los árboles y el bosque que se extendía tras ellos. Su capitán o gran brujo se golpeaba entonces el pecho con los puños y rechinaba los dientes. Thorkild de Borkum, desenvainando a medias su espada, dijo:
»—¿Nos piden que combatamos para obtener esas mercancías?
»—No. Me parece que nos piden alianza contra algún enemigo —dijo Hugh.
»—Me parece que no —dijo Witta de pronto—. Retrocedamos hasta el centro del río.
»Así fue hecho, y permanecimos todos sin movernos, contemplando a los hombres negros y al oro que habían apilado sobre la orilla. De nuevo oímos el redoble de los tambores en el bosque, y los hombres corrieron hacia sus cabañas, dejando el oro sin custodia.
»Entonces Hugh levantó el dedo silenciosamente, y vimos a un enorme diablo salir del bosque. Se protegía la frente con la mano, y pasaba por los labios su lengua húmeda y rosada…
—¿Un diablo? —preguntó Dan, sobrecogido por un delicioso horror.
—Sí. Mayor que un hombre, cubierto de pelo rojizo. Después de haber contemplado detenidamente nuestra nave, se golpeó el pecho con los puños hasta hacerlo resonar como el redoble de un tambor, y se acercó a la orilla contorneando su cuerpo entre sus largos brazos y rechinando los dientes. Hugh le lanzó una flecha, que le atravesó la garganta. Cayó rugiendo, y otros tres diablos surgieron del bosque y lo arrastraron hasta la copa de un árbol, fuera de nuestra vista. Poco después tiraron al suelo la flecha ensangrentada y se lamentaron juntos entre las hojas. Witta veía el oro sobre la orilla, y le enojaba tener que abandonarlo.
»—Señores —dijo (nadie le había hablado hasta entonces)—, allí veis aquello que de tan lejos hemos venido a buscar con tanto esfuerzo, y que se encuentra ahora al alcance de nuestra mano. Acerquémonos mientras gimen esos diablos, y llevémonos, al menos, cuanto nos sea posible.
»Witta era valiente como un lobo, astuto como un zorro. Colocó a cuatro arqueros en el puente de proa para disparar sobre los diablos si se alejaban del árbol en que se encontraban y que no estaba muy lejos del ribazo. Colocó diez remeros a cada banda de la nave y les ordenó que no avanzaran ni retrocedieran mientras su mano no se lo indicara, y así los convenció de que se acercasen a la orilla. Pero nadie quiso desembarcar, a pesar de que el oro se hallaba a menos de diez pasos. Nadie se hubiera apresurado a hacerse ahorcar. Lloriqueaban sobre sus remos como perros apaleados y Witta se mordía los dedos con rabia.
»Pero Hugh dijo de pronto:
»—¡Oíd!
»En un principio, creímos que se trataba del zumbido de las moscas brillantes sobre el agua, pero este rumor se hizo potente y feroz, hasta que todos acabaron por distinguirlo.
—¿Qué era? —preguntaron Dan y Una.
—Era la espada —dijo Sir Richard, golpeando la pulida empuñadura—. Cantaba como canta un danés antes de la batalla.
»—Yo voy —dijo Hugh, y saltó desde la proa y cayó en pleno montón de oro.
»Mis miembros temblaban de miedo, pero por vergüenza le seguí, y Thorkild de Borkum me siguió a continuación. No fue nadie más.
»—No me censuréis —dijo Witta detrás de nosotros—. Yo debo permanecer en mi buque.
»Nosotros teníamos otra cosa que hacer que censurar o hacer cumplidos. Nos lanzamos sobre el oro y comenzamos a arrojarlo por encima de nuestros hombros, teniendo una mano en la espada y los ojos fijos en el árbol, que casi se desplomaba sobre nosotros.
»No sé cómo los diablos saltaron a tierra, o cómo comenzó el combate. Yo oí a Hugh gritar: “¡Desenvainad, desenvainad!”, como si hubiese estado todavía en Santlache; vi el casco de acero de Thorkild saltar sobre su cabeza de un golpe dado por una gran mano peluda, y oí silbar a mi oído una flecha lanzada desde el buque. Se me dijo que hasta que Witta no amenazó a los remeros con su espada no logró acercar su nave a la orilla; y cada uno de los cuatro arqueros dijo luego que él sólo había atravesado al diablo que me atacaba. No lo sé. Me lancé al combate cubierto con mi cota de malla; por eso mi piel no sufrió herida alguna. A estocadas y puñaladas defendí mi vida contra un diablo cuyos pies eran como manos y que me hacía dar vueltas en todos sentidos como si fuera una rama seca. Me había apresado por la cintura, estrechándome entre sus brazos, cuando una flecha enviada desde la nave le traspasó el hombro haciéndole dejar su presa. Le atravesé dos veces con mi espada, y se alejó apoyándose sobre sus largos brazos, tosiendo y gimiendo. A continuación recuerdo haber visto a Thorkild de Borkum, con la cabeza descubierta y sonriente, saltando ante un diablo que le atacaba rechinando los dientes. Después pasó Hugh; empuñaba la espada con la mano izquierda, y me pregunté cómo ignoraba que Hugh fuese zurdo. Después de esto, no me acuerdo de nada, hasta el momento en que sentí sobre mi rostro las salpicaduras del mar. Nos hallábamos a pleno sol, en alta mar. Habían transcurrido veinte días.
—¿Qué había ocurrido? ¿Murió Hugh, acaso? —preguntaron los niños.
—Jamás combate semejante fue librado por cristiano alguno —dijo Sir Richard—. Una flecha procedente del barco me había desembarazado de mi enemigo, y Thorkild de Borkum se había batido en retirada ante el suyo, hasta que los arqueros de la nave pudieron acribillarle a flechazos a escasa distancia. Pero el diablo que combatía con Hugh era astuto; se había ocultado tras los árboles, donde no podía llegarle ninguna flecha. Allí, cuerpo a cuerpo, con las solas fuerzas de su espada y de su mano, Hugh había logrado matarlo y la bestia agonizante había mordido la espada. ¡Calculad qué dientes serían aquéllos!
Sir Richard dio de nuevo vuelta a su espada de modo que los niños pudiesen ver las dos grandes huellas a ambos lados de la hoja.
—Estos mismos dientes se habían cerrado sobre el brazo y el costado de Hugh —continuó Sir Richard—. ¿Y yo? ¡Oh, no tenía más que mucha fiebre y un pie roto! Thorkild había sido mordido en la oreja. Pero el brazo y el costado de Hugh se cicatrizaron completamente. Yo le vi acostado, chupando un fruto que tenía en su mano izquierda. La carne se le había cerrado sobre los huesos. Entre sus cabellos blanqueaban algunas canas, y su mano estaba veteada de azul como la de una mujer. Pasó su mano izquierda en torno de mi cuello y murmuró: «Toma mi espada. Es tuya desde Hastings, ¡oh, hermano mío! Yo jamás podré manejar una». Así, tumbado sobre el puente de proa, hablamos de Santlache, y creo que cada día, desde entonces; y ocurría que los dos nos echábamos a llorar. Yo estaba débil, y Hugh no era más que una sombra.
»—Veamos, veamos —dijo Witta, que se hallaba al timón—. El oro es un buen brazo derecho para cualquiera. Mirad, mirad este oro.
»Y ordenó a Thorkild que nos mostrara el oro y los colmillos de elefante, como si nosotros fuésemos unos muchachos. Se había llevado todo el oro depositado sobre la orilla, y todavía dos veces más, porque los habitantes del poblado se lo dieron como recompensa por haber matado a los diablos. Me contó Thorkild que nos habían adorado como a dioses; una de las ancianas curó el pobre brazo de Hugh.
«Thorkild se había batido en retirada ante el diablo, hasta que los arqueros de la nave pudieron acribillarle a flechazos a escasa distancia»
—¿Cuánto oro tenía usted? —preguntó Dan.
—¿Cómo puedo saberlo? Nosotros habíamos partido con lingotes de hierro bajo los pies de los remeros, y volvíamos con lingotes de oro escondidos en el maderamen. Había polvo de oro en paquetes allí donde nosotros dormíamos; y a lo largo de la borda, y bajo los bancos, atravesadamente, atamos los ennegrecidos colmillos de elefante.
»—Más me gustaría poseer mi brazo derecho —dijo Hugh cuando lo hubo visto todo.
»—¡Ja, ja! Éste ha sido mi error —dijo Witta—. Hubiese debido haceros caso y desembarcaros en Francia, cuando vinisteis a bordo por primera vez, hace ya diez meses.
»—Ahora es demasiado tarde —dijo Hugh riendo.
Witta se acarició el largo pelo que caía sobre sus hombros.
»—Mas, pensad —dijo—. Si yo os hubiera dejado partir (y juro que jamás lo hubiese hecho, porque os amo más que a hermanos), si yo os hubiera dejado partir, en este momento habríais muerto de un modo horrible a manos de cualquier moro, peleando por el duque de Borgoña, o hubieseis sido asesinados por los piratas de tierra firme, u os habría matado la peste en cualquier posada. Piensa en esto, Hugh, y no me censures por haber procedido de otra forma. Escucha. Yo no tomaré más que la mitad del oro.
»—No te censuro en nada, Witta —dijo Hugh—. Esto ha sido una alegre aventura, y los treinta y cinco hombres que somos hemos hecho lo que jamás hizo hombre alguno. Si yo vivo hasta llegar a Inglaterra, emplearé mi parte en construirme un sólido torreón que domine a Dallington.
»—Yo compraré ganado, ámbar y un buen paño rojo de mucho abrigo para mi esposa —dijo Witta—. Y poseeré todo el país hasta el fiordo de Stavanger. En lo sucesivo se batirán muchos hombres a mis órdenes. Pero, primero, hay que volver hacia el Norte. Y ya que tenemos este tesoro tan bien ganado, rezo para que no nos encontremos ahora con los piratas.
»Eso no nos hizo gracia. Estábamos preocupados. Temíamos perder un solo gramo de aquel oro por el cual habíamos combatido contra los diablos.
»—¿Dónde está el hechicero? —pregunté, porque era Witta el que miraba la “punta sabia” encerrada en la caja, y yo no veía al hombre amarillo por ninguna parte.
»—Partió para su país —dijo Witta—. Se levantó durante la noche, mientras salíamos nosotros a tientas de aquel bosque cenagoso, diciendo que él podía verlo detrás de los árboles. Saltó sobre el fango y no respondió cuando nosotros le llamamos; entonces, nosotros cesamos de llamarle. Él ha dejado la “punta sabia”, que es lo que importa. Y, mirad, el espíritu señala siempre hacia el Sur.
»A nosotros nos atemorizaba la idea de que la “punta sabia” pudiese faltarnos cuando el hombre amarillo había partido; y al comprobar que el espíritu nos servía siempre, tuvimos miedo de los vientos demasiado fuertes, de los bajíos, de los peces saltadores y de todos los habitantes de todas las costas en donde desembarcábamos.
—¿Por qué? —preguntó Dan.
—Por el oro…, a causa de nuestro oro. El oro cambia completamente al hombre. Pero Thorkild de Borkum no cambió. Se reía de los temores de Witta, y se burlaba de nosotros cuando a la menor arfada aconsejábamos a Witta que agolara.
»—Mejor es ser ahogado a tiempo que ver la marcha impedida por un puente de polvo amarillo —dijo Thorkild de Borkum.
«Nosotros cesamos de llamarle»
»Era un hombre sin tierras, que había sido esclavo de algún monarca oriental. Él hubiera preferido hacer con el oro gruesas planchas y forrar con él los remos y la proa.
»A pesar de la inquietud que el oro le producía, Witta cuidó de Hugh como una mujer, apoyándole sobre su hombro cuando el barco se balanceaba y ofreciéndole las cuerdas con objeto de que él pudiese sostenerse. Sin Hugh, decía él (y lo mismo decían sus hombres), jamás hubiesen conquistado el oro. Recuerdo que Witta construyó un pequeño y delgado anillo de ese metal para que nuestro pájaro se columpiara en él. Durante tres meses, todo fueron remos, velas y desembarcos para ir en busca de frutas o limpiar la nave. Cuando vimos que jinetes salvajes recorrían las dunas blandiendo sus picas, comprendimos que nos encontrábamos sobre la costa mora, y orientábamos siempre nuestro buque en dirección Norte, hacia España. Un fuerte viento del Sudoeste nos llevó en diez días hacia una costa de altas rocas rojizas, y allí, cuando oímos el cuerno de caza sonar entre las retamas amarillas, comprendimos que nos hallábamos en Inglaterra.
»—Ahora, encontrad Pevensey vosotros solos —dijo Witta—. No me gustan estos mares angostos y llenos de navíos.
»Colocó en nuestra proa la cabeza desecada y salada del diablo que había matado Hugh, y todos los navíos huían de nosotros. Sin embargo, a causa de nuestro oro teníamos más miedo que ellos. Costeábamos durante la noche, hasta que llegamos a los cantiles de yeso, y de allí, hacia el Este, hasta Pevensey. Witta no quiso desembarcar con nosotros, a pesar de que Hugh le prometió, si iba a Dallington, vino suficiente para que nadara en él. Ardía en deseos de volver a ver a su mujer, y habiendo penetrado en el pantano después del crepúsculo, nos dejó con el oro que nos correspondía, y salió llevado por el reflujo. No prometió nada; no hizo ningún juramento; no pidió agradecimiento alguno, pero nos entregó, a Hugh, desarmado, lo mismo que a mí, viejo vacilante, a quienes hubiera podido lanzar por la borda, lingote tras lingote, paquete tras paquete de oro y de polvo de oro, y no paró hasta que nosotros nos negamos a aceptar más. Inclinándose sobre la batayola para decirnos adiós, quitó de su brazo derecho todos los brazaletes, los puso en el brazo izquierdo de Hugh y le besó en la mejilla. Creo que cuando Thorkild de Borkum ordenó a sus remeros que bogaran, estábamos a punto de llorar. Cierto es que Witta era un pagano y un pirata; igualmente cierto que durante meses nos había retenido por la fuerza en su buque; pero yo amaba a aquel hombre de piernas arqueadas y ojos azules, por su gran valor, por su astucia, sus disposiciones de mando y, sobre todo, por su sencillez.
—¿Y volvió a su casa sano y salvo? —preguntó Dan.
—Jamás lo supe. Nosotros le vimos izar su vela sobre el reflejo de la luna en el mar y alejarse luego. He rezado para que él encontrase a su mujer y a sus hijos.
—¿Y qué hicieron ustedes a continuación?
—Esperamos en el pantano hasta el amanecer. Yo vigilaba el oro, que estaba envuelto por completo en una vieja vela. Hugh había ido a Pevensey, y De Aquila nos envió caballos.
Sir Richard cruzó las manos sobre la empuñadura de su espada y fijó su mirada río abajo, a través de las blandas y tibias sombras.
—¡Todo un cargamento de oro! —exclamó Una, contemplando la pequeña Corza de Oro—. Pero estoy contenta por no haber visto a esos diablos.
—Yo no creo que fuesen diablos —murmuró Dan.
—¡Cómo! —exclamó Sir Richard—. El padre de Witta le había advertido que eran diablos, sin ninguna duda. Debe creerse a su padre, y no a los niños. ¿Qué eran, entonces, mis diablos?
Dan enrojeció.
—Yo…, yo decía solamente… —balbució—. Tengo un libro que se titula Los cazadores de gorilas. Es la continuación de La isla de coral, señor. Y dice que a los gorilas (ya sabe usted, esos grandes monos) les gusta siempre morder el hierro.
—No siempre —terció Una—. Sólo dos veces.
Acababan de leer Los cazadores de gorilas en el huerto.
En fin, sea como fuere, ellos siempre se golpeaban en su pecho, como los de Sir Richard, antes de lanzarse al ataque. Y también construían sus casas en los árboles.
—¡Ah! —exclamó Sir Richard con los ojos desorbitados por el asombro—. Sí, casas semejantes a nidos aplastados… Nuestros diablos las construían, y sus diablillos, agazapados dentro, nos contemplaban. Yo no los vi (estaba demasiado enfermo, después del combate), pero Witta me lo contó. ¿También vosotros sabéis eso? ¡Asombroso! ¡Nuestros diablos no eran más que monos constructores de nidos! ¿No hay, pues, brujería en el mundo?
—No lo sé —respondió Dan a disgusto—. Yo he visto a un señor sacar conejos de un sombrero, y nos dijo que nosotros podíamos ver cómo lo hacía si prestábamos atención. Y nosotros la prestábamos.
—Pero no vimos nada —dijo Una suspirando—. ¡Oh, aquí está Puck!
El hombrecillo, cetrino y sonriente, los miró con insolencia entre dos ramas de fresno; hizo un ademán con la cabeza, se deslizó hasta el pie del ribazo y se sentó a su lado.
—¿No hay brujería, Sir Richard? —rió, sopló sobre la cabeza perfectamente redonda de un «diente de león» que había recogido.
—Me dicen que «la punta sabia» de Witta no era más que un juguete. Este chiquillo tiene uno de esos trozos de hierro. Me dicen que nuestros diablos eran monos llamados gorilas —dijo Sir Richard con indignación.
—Es la brujería de los libros —dijo Puck—. Ya le advertí que eran niños sabios. Todo el mundo puede volverse sabio a fuerza de leer libros.
—Pero ¿son verídicos los libros? —Sir Richard frunció el entrecejo—. No me gustan nada estas lecturas y escrituras.
—Sí —dijo Puck, extendiendo el brazo que sostenía el calvo «diente de león»—. Pero si se debe ahorcar a todos los que escriben mentiras, ¿por qué De Aquila no empezó por Gilberto el Clérigo? Él fue lo suficientemente falso.
—¡Pobre falso Gilberto! Sin embargo, a su modo, era un valiente —dijo Sir Richard.
—¿Qué hizo? —preguntó Dan.
—Escribir —dijo Sir Richard—. ¿Crees tú que esa historia sea adecuada para niños? —y miró a Puck.
Pero Dan y Una exclamaron juntos:
—¡Cuéntanosla! ¡Cuéntanosla!