EL TESORO Y LA LEY

Había llegado la tercera semana de noviembre. Se tiraba a los faisanes en los bosques sonoros. No se veía a ningún cazador con perros en aquel país angosto y empinado, a excepción de los sabuesos de la aldea, que solían escapar y emprender sus correrías de vez en cuando. Dan y Una encontraron dos al acecho en la huerta, aguardando al gato del lavadero. Los pequeños animales se mostraban muy contentos por ir a cazar conejos. Los niños les hicieron atravesar corriendo los prados, a lo largo del arroyo, hasta el patio de los Tilos, donde la vieja marrana los puso sobre la pista, y allí, en el hoyo de la cantera, levantaron a un zorro. Éste echó a correr hacia el Bosque Lejano, donde ellos hicieron volar a todos los faisanes que se protegían de la batida general del valle. Después oyeron los crueles fusiles, y ataron a los dos perros para impedir que se marcharan y recibieran un mal golpe.

—Por nada del mundo quisiera ser faisán en noviembre —dijo Dan, sujetando a Loco por el cuello—. ¿Por qué te ríes de esa horrible manera?

—No me río —dijo Una, sentada sobre Flora, la gruesa perra—. ¡Oh, mira! Esos tontos pájaros se van a sus bosques en lugar de venir a los nuestros, donde estarían a salvo.

—Hasta que a vosotros os convenga matarlos.

Un anciano de estatura casi gigantesca salió del grupo de acebos cercanos a «Volterra». Los niños se sobresaltaron, y los animales se tumbaron como si fueran perros perdigueros. El hombre vestía una larga túnica que le arrastraba por el suelo, oscura y gruesa y forrada y bordada en amarillo, y se inclinó tan humildemente que los niños se sintieron a la vez halagados y molestos. Después los miró con atención, y ellos, a su vez, le observaron sin recelo ni temor.

—¿No tenéis miedo? —preguntó, acariciándose su magnífica barba gris—. ¿No tenéis miedo de que esos hombres —y movió la cabeza en dirección a la parte baja del bosque, de donde procedían los disparos constantes— os hagan daño?

—¡Oh! —a Dan le gustaba contestar con precisión cuando se le intimidaba—. El viejo Hobd…, uno de mis amigos, me ha dicho que uno de los ojeadores se había hecho polvo la semana pasada… en fin, había sido herido en una pierna. Usted puede comprenderlo; es completamente necesario que Mr. Meyer tire a los conejos. Pero le dio a Waxy Garnett una amarilla…, quiero decir, un soberano, y Waxy le dijo a Hobden que hubiera soportado muy bien doble carga por la mitad de esa suma.

—Él no entiende nada —dijo Una, que observaba el rostro pálido e inquieto del hombre—. ¡Ah, yo quisiera…!

Apenas había dicho esto cuando salió Puck de los acebos rumorosos y habló rápidamente al hombre en una lengua extranjera, totalmente desconocida para los niños. Puck llevaba también un largo manto —la tarde comenzaba a refrescar—, que le daba un aspecto distinto del acostumbrado.

—¡No, no! —dijo por último—. Tú no has comprendido al niño. Era un hombre libre que se había dañado, por pura mala suerte, durante la caza.

—Conozco estas malas suertes. ¿Qué ha hecho tu señor? Se ha reído y despreocupado de él, ¿no? —y el viejo rió burlonamente.

—El autor del mal es un hombre de tu raza, Kadmiel —y los ojos de Puck tuvieron un brillo malicioso—. Le dio al hombre libre una moneda de oro, y esto fue todo lo que hizo.

—¿Un judío derramó la sangre de un cristiano y no hizo nada más? —preguntó Kadmiel—. ¡Nunca! ¿Cuándo le torturaron?

—Nadie puede ser atado, multado o ajusticiado sin haber sido juzgado por sus iguales —insistió Puck—. No hay más que una Ley en la vieja Inglaterra, tanto para los judíos como para los cristianos: la Ley que fue firmada en Runnymede.

—¡Pero eso es la Carta Magna! —cuchicheó Dan. Era una de las pocas fechas históricas de que se acordaba. Kadmiel se volvió hacia él, barriendo el suelo con su túnica aromada de especias.

—¿Conoces eso, pequeño? —preguntó, sorprendido.

—Sí —dijo Dan firmemente—:

La Carta Magna que Juan firmó

Enrique III pisoteó.

»El viejo Hobden dijo que sin eso (él dice “eso” a propósito de todo, ¿sabe?), los guardias lo habrían encerrado en la cárcel de Lewes durante un año.

Puck tradujo a Kadmiel aquellas palabras en la misma lengua solemne y extraña, y, finalmente, Kadmiel se echó a reír.

La ciencia sale de los labios de los niños —dijo—. Pero decidme ahora, y no os llamaré niños, sino rabinos, ¿por qué firmó el rey el pergamino de la nueva Ley de Runnymede? Porque era un rey.

Dan miró a su hermana, a quien le había llegado su vez.

—Porque tenía necesidad de hacerlo —dijo Una dulcemente—. Los barones le obligaron a ello.

—No —respondió Kadmiel, inclinando la cabeza—. Vosotros, los cristianos, olvidáis siempre que el oro es más poderoso que la espada. Nuestro buen rey firmó porque no podía pedir dinero prestado a los villanos judíos como yo —y se encogió de hombros al hablar—. Un rey sin oro es como una serpiente a quien han partido el espinazo —se dilataron las aletas de su nariz mientras fruncía el entrecejo—. Es una buena acción romperle el espinazo a un reptil. ¡Ésa fue mi obra! —exclamó triunfalmente, volviéndose a Puck—. Espíritu de la Tierra —le dijo—, testimonia que fue buena mi obra —y se irguió con toda su orgullosa altura, y sus palabras eran estridentes como el sonido de los clarines. Cambió de tono lo mismo que un ópalo cambia de color; su voz era unas veces grave y tonante, y otras delgada y quejumbrosa, pero siempre se le oía perfectamente.

—Muchos pueblos pueden atestiguar eso —respondió Puck—, cuéntale a estos pequeños cómo ocurrió. Recuerda, maestro, que no conocen ni recelo ni temor.

—Ya lo vi en sus rostros cuando nos encontramos —dijo Kadmiel—. Pero, seguramente, les han enseñado a escupir a los judíos.

—¿Les escupen? —preguntó Dan, interesado—. ¿Por qué?

Puck retrocedió un paso, riendo.

—Kadmiel piensa en el reinado del rey Juan —explicó—. No se trató bien a su raza en aquella época.

«Las puertas cerradas y las lámparas encendidas»

—¡Oh!, nosotros lo sabemos bien —respondieron los niños, y no pudieron evitar (aunque era una descortesía) observar la boca de Kadmiel, por ver si tenía todos sus dientes. Conservaban de sus lecciones el claro recuerdo de que el rey Juan arrancaba los dientes a los judíos para obligarles a que le prestaran dinero.

Kadmiel comprendió la mirada, y sonrió con amargura.

—No —dijo—. Vuestro rey no me arrancó nunca los dientes. Creo, incluso, que tal vez le hubiera yo arrancado los suyos. ¡Escuchad! Yo no nací entre los cristianos, sino entre los moros, en España, en un pequeño pueblo blanco situado al pie de las montañas. Sí, los moros son crueles, pero, al menos, entre ellos los hombres sabios pueden pensar libremente. Se me predijo al nacer que sería el legislador de un pueblo de extraño hablar y lenguaje rudo. Nosotros, los judíos, esperamos siempre la llegada del Príncipe y el Legislador. ¿Por qué no? Aquellos de mi pueblo que vivían en esa ciudad (nosotros éramos poco numerosos) me apartaron de los demás como hijo de la profecía, como el Elegido de los Elegidos. ¡Nosotros, los judíos, soñábamos tanto…! Nunca se hubiera creído, al vernos pasar entre los montones de basura de nuestros barrios; pero al final del día (las puertas cerradas y las lámparas encendidas), ¡ah!, entonces nos convertíamos en Elegidos.

Recorría el bosque a grandes pasos, de un lado a otro, hablando constantemente. Los disparos de las carabinas sonaban de continuo, y los perros gemían un poco, agazapándose entre las hojas.

—Yo era príncipe. ¡Sí! Imaginad a un pequeño príncipe a quien jamás se habló rudamente en su casa, entregado un día a los rabinos, que le tiraban de las orejas y le daban papirotazos en la nariz con el único objeto de que aprendiera…, aprendiera…, aprendiera su oficio de rey para cuando llegase el momento. ¡Ah! Imaginaos al pequeño príncipe. Tenía siempre un ojo fijo sobre los chiquillos moros que le tiraban piedras, mientras que el otro vagabundeaba por las calles en busca del famoso reino. Sí, y aprendió a llorar dulcemente cuando se le daba caza a través de las calles. Aprendió a hacerlo todo sin ruido. Jugaba sobre la mesa de su padre, cuando se encendía el Gran Candelabro, y escuchaba, como lo hacen los niños, a los amigos de su padre, que hablaban en torno a la mesa. Acudían del otro lado de las montañas, de todos los rincones del mundo; porque el padre de mi príncipe era su consejero. Acudían de más allá de los ejércitos de Saladino; de Roma, de Venecia, de Inglaterra. Llegaban furtivamente a nuestra callejuela; llamaban con misterio a nuestra puerta, levantaban sus andrajos, se los ajustaban y hablaban con mi padre bebiendo vino. Los cristianos se batían en toda la tierra. Nos llevaban noticias de estas guerras, y mientras jugaba sobre la mesa, mi príncipe oía a esas gentes de mezquinas vestiduras decidir entre ellos cómo y cuándo y por qué en tiempos de los reyes se desenvainaba la espada contra los reyes y los pueblos. ¿Y por qué no? No puede haber guerras sin oro, y nosotros, los judíos, sabíamos cómo el oro en el mundo se mueve con las estaciones, las cosechas y los vientos, transcurriendo, ondeando, elevándose y descendiendo como un río, un maravilloso río subterráneo. ¿Cómo habrían de comprender esto los reyes insensatos? Estaban demasiado ocupados en combatir, en robar y en matar.

Los semblantes de los niños traicionaban su absoluta ignorancia, mientras que, con los ojos muy abiertos, acompañaban al anciano en sus idas y venidas, vueltas y revueltas. Súbitamente, recogió su manto sobre sus hombros, y una placa de oro, guarnecida de piedras preciosas, brilló un instante en el forro como una estrella entre el volar de la nieve.

—Poco importa —dijo—. Pero, creedme, mi príncipe vio decidir la paz o la guerra no sólo una vez, sino muchas, echando a cara o cruz una moneda entre un judío y una judía de Alejandría, en su casa de su padre, cuando el Gran Candelabro estaba encendido. Tal era el poder que teníamos nosotros, los judíos, entre los gentiles. ¡Ah, mi pequeño príncipe! ¿Os asombráis de que hubiese aprendido tan rápidamente? ¿Y por qué no? —murmuró algo para sí mismo, y continuó—: Se me destinó para la profesión de médico. Después de estudiar en España, partí para Oriente en busca de mi reino. ¿Por qué no? Un judío es libre como un gorrión… o un perro. Va a donde puede ser cazado. Hallé en Oriente bibliotecas donde los hombres se atrevían a pensar y escuelas de medicina donde se atrevían a estudiar. Me apliqué activamente a mi trabajo. Y era porque los reyes me llamaban a su lado. Yo era el hermano de los príncipes y el compañero de los mendigos, y he caminado entre los vivos y entre los muertos. Pero eso no me sirvió de nada. No encontraba mi reino. Entonces, al segundo año de mis viajes, cuando alcancé el extremo más oriental, volví a casa de mi padre. Dios había protegido a mi raza de forma maravillosa. Nadie había sido matado, nadie había sido herido, y sólo habían apaleado a unos pocos. Me convertí en el hijo de mi padre en la casa de mi padre. De nuevo se encendió el Gran Candelabro; de nuevo las gentes de pobres vestiduras llamaron a nuestra puerta al crepúsculo; y de nuevo les oí pesar la paz y la guerra, pesando, al mismo tiempo, el oro sobre la mesa. Sin embargo, yo no era rico…, no era rico. También, cuando aquellos que poseían el poder, la ciencia y la riqueza, hablaban reunidos, yo permanecía sentado en la sombra. ¿Por qué no?

»Sin embargo, todos mis viajes me habían enseñado una cosa cierta: que un rey sin dinero es una lanza privada de su punta. No puede hacer gran daño. Y yo le dije entonces a Elías de Bury, uno de los grandes de nuestro pueblo:

»—¿Por qué nuestro pueblo presta dinero siempre a los reyes que nos oprimen?

»—Porque si nos negamos —dijo Elías— se levantarán sus pueblos contra nosotros. Y los pueblos son diez veces más crueles que los reyes. Si lo dudas, ven conmigo a Inglaterra, a Bury, y vive de la misma manera que yo vivo.

»Tras la llama del Candelabro vi el rostro de mi madre, y dije:

»—Iré a Bury contigo. Tal vez logre encontrar allí mi reino.

»Entonces me embarqué con Elías para Bury, en Inglaterra, ese país de negrura y de crueldad donde no hay hombres sabios. ¿Cómo puede ser sabio un hombre si su corazón está lleno de odio? En Bury llevaba las cuentas de Elías, y veía a los hombres matar a los judíos ante la torre. Y, sin embargo, nadie tocaba a Elías. Prestaba dinero al rey y la protección del rey le rodeaba. Un monarca no atentará contra la vida de nadie mientras posea oro. Ese rey (sí, era Juan) oprimía cruelmente a su pueblo porque se negaba a darle dinero. Sin embargo, su país era un excelente país. Si le hubieran dejado tranquilo, hubiera podido esquilarlo como un cristiano esquila su barba. Pero él era de cortos alcances, porque Dios le había privado de toda razón, y en su pueblo había multiplicado la peste, el hambre y la desesperanza. También su pueblo se volvía contra nosotros, los judíos, que somos los perros de todos los pueblos. ¿Por qué no? Por último, los barones y el pueblo se levantaron juntos contra el rey, a causa de sus crueldades. No, no. Los barones no amaban al pueblo, pero veían que si el rey maltrataba y destruía a los humildes, acabaría destruyendo a los barones. Se unieron, pues, como los gatos y los cerdos se unen para matar a un reptil. Yo llevaba mis cuentas, y observaba todas estas cosas, porque me acordaba de la profecía.

»Una multitud de barones (a la mayor parte de los cuales habíamos prestado dinero) llegó a Bury, y de allí, después de muchas conversaciones y mil idas y venidas, escribieron en un pergamino las Nuevas Leyes que querían imponer al rey. Si el rey juraba observarlas, le prestarían un poco de dinero. El dinero… para despilfarrarlo…, era el dios del rey. Nos mostraron el pergamino y las Nuevas Leyes. ¿Por qué no? Nosotros les habíamos prestado dinero, y nosotros conocíamos todos sus proyectos. Nosotros, los judíos de Bury, que temblábamos detrás de nuestras puertas —y sus manos se elevaron bruscamente en el aire—, nosotros no pretendíamos que todo se nos pagase en dinero. Nosotros buscábamos el poder…, el poder…, el poder… He aquí nuestro dios en nuestro cautiverio. ¡Ejercer el poder!

»Y dije a Elías:

»—Estas Nuevas Leyes son buenas. No prestar más dinero al rey; mientras tenga dinero, no hará más que mentir y matar a su pueblo.

»—No —dijo Elías—. Conozco a este pueblo. Es espantosamente cruel. Es preferible un rey a un millar de matarifes. Yo he prestado un poco de dinero a los barones, pues de lo contrario nos hubiesen torturado; sin embargo, prestaré al rey todo lo que pueda. Me ha prometido un puesto en la Corte, a su lado, donde mi mujer y yo estaremos a salvo.

»—Pero si el rey está obligado a observar estas Nuevas Leyes —le dije—, el país se hallará en paz, y prosperará nuestra industria. Si nosotros le prestamos dinero, declarará de nuevo la guerra.

»—¿Quién te ha mandado dar leyes a Inglaterra? —dijo Elías—. Conozco a este pueblo. Deja que los perros se destrocen entre sí. Yo prestaré al rey diez mil piezas de oro, y que guerree a su gusto contra los barones.

»—No encontrarás dos mil piezas de oro este verano en toda Inglaterra —repuse—, porque yo llevo las cuentas y sé cómo se mueve el oro en el mundo, ese maravilloso río subterráneo.

»Elías barró las ventanas de su casa, y, con las manos en torno a la boca, me dijo cómo comerciando con pasamanería a bordo de un navío francés había llegado al castillo de Pevensey.

—¡Otra vez el castillo de Pevensey! —dijo Dan, y miró a Una, que hizo un movimiento de cabeza saltando de alegría.

—Allí, después de haber diseminado sus fardos por todos los rincones del Gran Salón, algunos jóvenes caballeros le llevaron a una habitación del piso superior, y le dejaron caer en un pozo abierto en el muro, donde el agua subía y descendía con la marea. Ellos le llamaban José, y le lanzaron antorchas sobre sus cabellos mojados. ¿Por qué no?

—Pero… —exclamó Dan—, ¿no sabía usted que era…? —Puck levantó la mano para interrumpirle, y Kadmiel, sin advertirlo, continuó:

—Cuando descendió la marea, creyó que sus pies se apoyaban sobre una vieja armadura, pero habiendo tocado con los dedos de los pies reconoció, uno tras otro, bastantes lingotes de oro fino. Un inicuo tesoro de antiguos tiempos, sin duda, depositado allí y garantizado el secreto con la espada. Ya he oído contar estas historias.

—Nosotros también —murmuró Una—. Pero ese tesoro no tenía nada de inicuo.

—Elías se llevó un poco de ese metal, y tres veces al año volvía a Pevensey vestido como un mercader, vendiendo por casi nada, sin beneficio, hasta que le dejaban acostarse en aquella alcoba vacía, en cuyo pozo se sumergía y a tientas buscaba el tesoro, llevándose cada vez algunos lingotes. El montón principal se hallaba siempre abajo, y a fuerza de pensar en él había concluido por considerarlo como suyo. Pero cuando buscamos el modo de llevárnoslo y transportarlo, no hallamos medio alguno para hacerlo. Ocurría esto antes de que la Palabra del Señor hubiese descendido sobre mí. Una fortaleza rodeada de murallas en manos de los normandos; en el centro, un pozo de comunicación con el mar, y de una profundidad de cuarenta pies, de donde había que llevarse tanto oro, que hubiesen sido necesarios muchos caballos para transportarlo. ¡Imposible! Entonces, Elías lloró. Ada, su mujer, lloró también. Ella había anhelado figurar en la Corte, entre las azafatas de la reina de los cristianos, cuando el rey le concediera la plaza que le había prometido en la Corte. ¿Por qué no? Aquella mujer odiosa había nacido en Inglaterra.

»La desgracia que por el momento nos amenazaba era que Elías, obsesionado por su loca idea, había prometido muchas veces al rey que le entregaría aún otra provisión de oro. Por esta razón, el rey hizo oídos sordos a las quejas de los barones y del pueblo. Y por la misma razón moría la gente a diario. Ada deseaba tanto figurar en la Corte, que suplicó a Elías descubriera al rey dónde se hallaba el tesoro, con objeto de que lo consiguiera por la fuerza de las armas, y…, bien, que fiaran en su gratitud. ¿Por qué no? Pero Elías se negó a hacerlo, porque había llegado a considerar como suyo ese oro. Disputaban y lloraban durante la cena, y por último, ya de noche, apareció un tal Langton (un sacerdote casi sabio) en busca de más dinero para los barones. Elías y Ada subieron a su alcoba.

Kadmiel rió para sí con desprecio. Cesaron los tiros al otro lado del valle, mientras los cazadores cambiaban de posiciones para la última batida.

—Fui yo, y no Elías, quien trató con Langton con respecto al cuadragésimo artículo de las Nuevas Leyes.

—¿De qué se trata? —preguntó vivamente Puck—. El artículo cuadragésimo de la Carta Magna, dice: «A nadie venderemos, rechazaremos o denegaremos el derecho de justicia».

—Es cierto, pero los barones habían escrito primero: «A ningún hombre libre». Me costó doscientas grandes piezas de oro cambiar estos términos rigurosos. Langton, el clérigo, comprendió.

»—Por judío que seas —dijo—, ese cambio es justo, y si alguna vez cristianos y judíos concluyen por ser iguales en Inglaterra, tu raza podrá agradecértelo.

»Después salió furtivamente, como hacen todos los que negocian con Israel por la noche. Supongo que él colocó mi regalo sobre su altar. ¿Por qué no? Yo había hablado con Langton. Era un hombre tal como yo hubiera sido…, si nosotros, los judíos, hubiésemos sido un pueblo. Pero, sin embargo, era, en muchas cosas, un verdadero niño.

»Oí a Elías y a Ada disputar arriba, y, sabiendo que la mujer era la más fuerte, comprendí que Elías hablaría al rey de ese oro y que el rey se obstinaría siempre más. Por eso comprendí que el oro debía de estar lejos del alcance de cada uno. Y de pronto, la Palabra del Señor vino sobre mí, diciendo: “El día es llegado, ¡oh tú!, que habitas en la tierra”.

Kadmiel se detuvo. Su silueta negra resaltaba sobre el cielo verde pálido tras los árboles…, gigantesca silueta investida como Moisés en la Biblia ilustrada.

—Me levanté. Salí, y cuando cerraba la puerta de aquella morada de insensatos, la mujer sacó la cabeza por la ventana y murmuró:

»—He convencido a mi esposo para que se lo cuente todo al rey.

»—No es necesario. El Señor está conmigo —le contesté.

»En ese momento, el Señor me dio la comprensión de todo lo que debía hacer; y su mano me protegió en mis caminos. Marché primeramente a Londres en busca de un médico de nuestra raza, que me vendió ciertas drogas de las que tenía necesidad. Vosotros veréis por qué. Desde allí me dirigí rápidamente a Pevensey. Las gentes peleaban en torno mío, porque aquel abominable país no disponía de gobernantes y jueces. Pero cuando pasé cerca de ellos, gritaron diciendo que yo era un tal Ahasvero, un judío condenado, según creían, a vivir eternamente, y huían de mí por dondequiera que pasaba. Así el Señor me salvó para mi trabajo, y en Pevensey me proporcionó una pequeña barca, que amarré sobre el légamo, bajo la puerta del castillo que da a la Marisma. Y todavía el Señor me dictó lo que había de hacer.

Y se mostraba tan apacible como si hablase de un desconocido, y su voz llenaba de una vasta música el pequeño bosque solitario.

—Lancé —llevó la mano hacia el pecho y de nuevo brilló la extraña joya—, lancé las drogas que había preparado en el pozo común del castillo. No, no hice daño alguno. La mayor parte de nosotros, los médicos, sabemos lo que hacemos. Sólo el insensato dice: «Yo oso». Con esto conseguí que la piel de la gente del castillo se llenara de pústulas y de salpullido, pero sabía que todo desaparecería al cabo de quince días. No levanté la mano contra sus vidas. Todos creyeron que era la peste, y huyeron de allí, llevándose consigo los perros.

»Un médico cristiano, viendo que yo era judío y extranjero aseguró que había llevado conmigo esta enfermedad de Londres. Fue la única vez que vi a un cristiano no equivocarse sobre la naturaleza de un mal. A consecuencia de ello, las gentes me atacaron, pero una piadosa mujer les dijo:

»—No le matéis en seguida. Encerrad en nuestro castillo a él y a su peste, y si, como él dice, desaparece a los quince días, tendremos tiempo de matarle entonces.

»¿Por qué no? Y me encerraron en el castillo, y levantaron el puente levadizo, y huyeron a sus chozas. Así llegué a encontrarme solo con el tesoro.

—Pero ¿sabía usted que todo esto había de ocurrir necesariamente? —preguntó Una.

—Anunciaba mi profecía que yo sería legislador de un pueblo de tosca lengua en un país extranjero. Yo sabía que no podía morir. Y lavaba mis heridas. Hallé el pozo en el muro, y de un sábado a otro me sumergía en él, y escudriñaba en aquella fortaleza vacía de olor a cristianos. ¡Je! ¡Despojaba a los egipcios! ¡Je! ¡Si lo hubiesen sabido! Yo extraía del pozo mi carga de oro y la embarcaba de noche en mi lancha. También había polvo de oro, pero el mar lo dispersó.

«Y levantaron el puente levadizo»

—¿No se preguntó usted nunca quién lo había colocado allí? —preguntó Dan, mirando de soslayo a Puck, tranquilo y sombrío bajo el capuchón de su túnica.

Puck movió la cabeza y apretó los labios.

—Frecuentemente, porque aquel oro era de especie nueva para mí —repuso Kadmiel—. Conozco todas las clases de oro. Sé distinguirlas en la oscuridad. Pero aquélla era más pesada y más roja que todas con las que comerciábamos nosotros. Tal vez fuera el oro de los Parvaim. ¿Por qué no? Me llegaba al corazón el tener que llevarlo sobre el légamo, pero veía claramente que si aquella cosa maldita seguía allí, o incluso si la esperanza de hallarla continuaba, el rey no firmaría las Nuevas Leyes y el país perecería.

—¡Maravilloso! —exclamó Puck con un suspiro.

—Cuando la barca estuvo cargada, me lavé las manos siete veces y me corté las uñas hasta que no pude más, porque no quería conservar en mí un solo grano de oro. Salí por la portezuela por donde vertían las basuras del castillo y, por temor a que me vieran, ni desplegué la vela. Pero el Señor ordenó a las olas que arrastraran mi barca cuidadosamente, y me hallé lejos de tierra antes del amanecer.

—¿No tenía usted miedo? —preguntó Una.

—¿Por qué? No había cristianos en aquella barca. Al amanecer hice mis oraciones y lancé todo el oro…, sí, todo el oro, al mar profundo. La redención de un rey… No, la redención de un pueblo. Cuando hube arrojado el último lingote, ordenó el Señor que las olas me condujeran a un puerto situado a la desembocadura de un río, y atravesé allí un desierto para dirigirme a Lewes, donde se hallaban mis hermanos. Ellos me abrieron la puerta y me dijeron (yo no había comido hacía dos días), me dijeron que había caído en el umbral gritando: «¡He lanzado al mar un ejército con sus caballeros!».

—Pero esto no era verdad —dijo Una—. ¡Ah, sí, ya comprendo! Quería usted decir que el rey Juan podría haber gastado el oro de ese modo, ¿no es cierto?

—Es lo mismo.

Los disparos se reanudaron cerca, a sus espaldas. Los faisanes volaron sobre un círculo de altos abetos. Veíanse entonces al joven Mr. Meyer, con sus nuevas polainas amarillas, a la cabeza de los cazadores, alegre y ufanoso, y oyeron el ruido sordo que producían las aves al caer.

—Pero ¿qué hizo Elías de Bury? —preguntó Puck—. Había prometido dinero al rey.

Kadmiel sonrió ferozmente.

—Le hice saber en Londres —dijo— que el rey estaba de mi parte. Cuando oyó decir que la peste se había declarado en Pevensey y que se había encerrado a un judío en el castillo para curarla, comprendió que había dicho verdad. Ada y él llegaron apresuradamente a Lewes y me pidieron cuentas. Consideraron siempre suyo aquel oro. Yo les dije dónde lo había depositado, y les di plena libertad para que fuesen en su busca… ¡Bien, bien! Las maldiciones de un tonto o el polvo de un viaje son cosas de las que el hombre no puede escapar. Lo sentí por Elías. El rey se encolerizó contra él porque no podía prestarle nada; los barones se encolerizaron contra él al saber que había estado dispuesto a prestar dinero al rey; y Ada se encolerizó contra él porque era una mujer odiosa. Se embarcaron en Lewes para España, e hicieron bien.

—¿Y tú? ¿Viste firmar la Ley en Runnymede? —preguntó Puck, mientras Kadmiel reía silenciosamente.

—No. ¿Quién soy yo para preocuparme de cosas que no me interesan? Volví a Bury, donde adelanté dinero sobre las cosechas de otoño. ¿Por qué no?

Se produjo un rumor sobre sus cabezas. Un faisán, que se había desviado después de haber sido herido, cayó cerca de ellos como una granada, arrastrando un montón de hojas en su caída.

Flora y Loco se lanzaron sobre él, y cuando los niños hubieron apartado a los perros y alisado el plumaje del ave, vieron que Kadmiel había desaparecido.

—Bien —dijo Puck tranquilamente—. ¿Qué tenéis que decir a eso? Weland dio la espada; la espada dio el tesoro y el tesoro ha dado la ley. Es tan natural como que crezca un roble.

—No comprendo. ¿Acaso no sabía él que se trataba del antiguo tesoro de Sir Richard? —preguntó Dan—. ¿Y por qué Sir Richard y Hugh lo dejaron allí? Y…, y…

—No te preocupes —dijo alegremente Una—. Esto nos permitirá ir y venir, ver y saber de nuevo. ¿No es verdad, Puck?

—Sí, tal vez de nuevo —repuso Puck—. ¡Brrr! ¡Qué frío hace! Es tarde. Corramos a vuestra casa.

Lanzáronse por el resguardado valle. El sol casi se había ocultado tras la Carraca de los Cerezos. El terreno pisoteado por el ganado estaba helado ya por las orillas, y el viento del Norte, que acababa de levantarse, lanzaba sobre ellos la noche desde detrás de las colinas. Corrían velozmente, cruzando los parduscos prados, y cuando se detuvieron, jadeantes, entre las nubecillas de vapor que exhalaba su aliento, las hojas muertas se elevaban tras ellos en torbellinos. Hojas de Roble, de Espino y de Fresno; y había tantas en aquel chubasco de finales de otoño como para hacer desaparecer mil recuerdos en un olvido mágico.

Llegaron, pues, corriendo, al arroyo que se deslizaba entre el césped, preguntándose por qué Flora y Loco habían abandonado al zorro en el hoyo del camino.

El viejo Hobden acababa de dar fin a un trabajo en su seto. Distinguieron su blusa blanca en el crepúsculo, mientras ataba los desperdicios en haces.

—¡Ea, Maese Dan! Me parece que el invierno ha llegado —exclamó—. ¡Maldita estación! Ahora, hasta la feria de los Cucos de Heffle. Sí, estaremos muy contentos cuando veamos a la Vieja soltar al cuco de su cesto dando permiso a la primavera para que vuelva a Inglaterra.

Oyeron un estrépito, un rumor de pasos, un chapoteo, como si una vieja vaca caminara pesadamente ante sus narices.

Hobden, disgustado, corrió hacia el esguazo.

—El buey de Gleason quiere todavía correr a Robin por toda la hacienda. ¡Oh, mire Maese Dan, sus huellas, tan grandes como zanjas! A veces se creería que es un hombre o…

Una voz profunda gruñó al otro lado del arroyo:

Me asombra ver en qué se cambia el manto

de Puck, cuando lo vuelve del revés

o cuando lo iluminan fuegos fatuos…

Entonces, los niños entraron cantando a dos voces Adiós, premios y hadas. No se acordaron de que no le habían dado las buenas noches a Puck.