La fotografía no estaba detrás del espejo. De pie, intentando que mis ojos miraran detrás del espejo, el lugar donde solía estar la fotografía, mis pies descalzos en el suelo frío, abrigándome con los brazos, el aliento saliendo por mi nariz. Afuera, el viento estaba en el cobertizo, soplando a fuertes ráfagas por entre las grietas y resquicios.
No sé cuánto tardé en reconstruirme en una pieza afuera en el cobertizo; cuánto tiempo estuve de pie tiritando mientras miraba detrás del espejo. Por la ventana, todo lo que mis bizqueantes ojos podían ver era brillo. No podía ver nada por la ventana, sólo daño en los ojos. Poco a poco, mis ojos empezaron a ver la nieve.
La leña estaba apilada en el suelo tal como Dellwood Barker quería. Mi ropa doblada; la de invierno, demasiado grande para Dellwood, limpia y seca. Había café, pan, huevos y trucha ahumada en el aparador. Mi barril de agua estaba lleno. En la cama había un Hudson Bay nuevo y la piel de ciervo. Ni una mancha. Ni rastro de sangre. Ni siquiera el olor.
El brillo se tornó de color rosa y dorado y las cosas pasaron a ser primero sombras y después una única sombra grande en esa noche sin luna. Comí.
Dormí como si estuviera muerto. Me sorprendió despertarme a una nueva mañana.
Un brillante, claro y frío día de Excellent. Como mis pies podían andar fui hasta la barbería. Tuve que cubrirme los ojos. Al abrir la puerta tardé mucho en ver quién había en la barbería.
—Cúbrete los ojos o acabarás por perderlos —me dijo Doc Heyburn.
—¿Cómo está Ida? ¿Dónde está Dellwood? ¿Han enterrado a Alma? —pregunté.
—… medio muerta… marchado… cerca de los negros —repuso Doc Heyburn.
Cuando pude ver, no vi a nadie. Sólo a Doc, borracho como siempre.
—¿Dónde está todo el mundo? —pregunté.
Doc se echó hacia atrás en la silla de barbero. Una botella vacía de whisky cayó rodando al suelo. Doc habló sin dejar de mirar la botella de whisky.
—Unos están enterrando a sus muertos. Los otros han formado una cuadrilla y han salido en persecución del asesino.
—¿Quién ha muerto? —pregunté.
—El Reverendo Helm y el sheriff Blumenfeld. Los encontré yo mismo hace dos días, colgando de un árbol junto a la mina Merrillee. Ambos con el cerebro atravesado de oreja a oreja con una bayoneta.
—¿Dellwood Barker? —pregunté.
—¡Eso me temo! En el precipicio. Enamorado de la luna, ese tipo. Todo lo loco que uno puede volverse. Chalado. Fuera de sí. Le vieron de noche en el cementerio, pegando alaridos mientras enterraba a alguien. Al mirar más detenidamente vieron que se trataba de Alma Hatch con un par de piernas extra. Cuando hubo acabado allí recorrió el pueblo a caballo desnudo, congelándose. La gente atrancó las puertas de sus casas. A la mañana siguiente encontré a esos dos colgando con las orejas sangrando. Dellwood Barker había desaparecido. La cuadrilla salió en su busca a la mañana siguiente.
»Estuvieron a punto de colgarte a ti, pero ya parecías muerto, o a punto de morir. Cuando me preguntaron a mí, les dije que podían darte por muerto. Pero yo sabía que no era cierto.
—¿Hace cuánto que ha salido la cuadrilla? —pregunté.
—Dos días —dijo Doc—, eran unos diez. Planeaban dividirse; la mitad por la carretera principal y la otra mitad hacia Gold Hill y luego hacia abajo.
Doc Heyburn seguía hablando cuando yo ya había salido por la puerta. Todavía lo oía cuando llegué al abrevadero, al pino muerto.
—Si quieres ver a Ida está en la cárcel… lo que queda de ella —gritó Doc Heyburn desde la puerta—. La nieve te ha dañado los ojos. Si no te los cuidas perderás la vista.
Llamé al timbre del doctor Ah Fong. Froté la humedad del cristal y acerqué la cara a la ventana para que pudiera reconocerme. El doctor Ah Fong descorrió el cerrojo y abrió la puerta.
—Ida enfelma. Necesita opio —dijo el doctor Ah Fong cuando entré.
—Sí —dije.
—¿Cómo están las pielnas de Ida? —preguntó.
—Ya no tiene.
—¡Oh! Muy malo.
—Y necesito gafas de sol para mis ojos.
—No gafas de sol —dijo Ah Fong—. Sólo gafas pala homble ciego.
—Pues démelas.
El doctor Ah Fong salió por el vestíbulo, su cabeza una sombra, arrastrando los pies. Me acerqué al gráfico del cuerpo humano. Miré las piernas del cuerpo humano por debajo de las rodillas. Miré los brazos del cuerpo humano. Miré las orejas, entre las orejas. Miré el cerebro. Los ojos.
El doctor Ah Fong volvió por el vestíbulo con el opio en el papel rojo plegado con tres pliegues y las gafas de ciego.
—Pala las no pielnas de Ida. —Señaló el papel rojo—. Gafas pala ciego.
Me puse las gafas. La vela del doctor Ah Fong era sólo una mancha de luz en la oscuridad.
—¿Tú homble ciego? —preguntó el doctor Ah Fong—. ¡Oh! ¡Malo!
Le di el dinero. El doctor Ah Fong hizo una reverencia y yo se la devolví. Afuera, visto a través de las gafas, el mundo nevado era color amarillo oscuro. Atravesé el amarillo oscuro hacia la cárcel.
Ida estaba echada sola en un camastro de la celda. No había sheriff, ni médico, ni enfermera. Sólo Ida. Parecía más Ida muerta que Ida. Me acerqué con mucho cuidado hasta el extremo de la cama. Me saqué las gafas. Me quedé el suficiente rato para que el parche de sol que entraba por la ventana se desplazara desde el suelo hasta el costado de la cama. Debajo de sus rodillas se aplanaban las sábanas. Su pelo lo inundaba todo. Intenté arreglárselo, deseé tener un cepillo para poder cepillárselo, para que lo tuviera en la almohada en torno a la cabeza, rizos negros y grises.
Cuando le toqué la cabeza, Ida abrió los ojos. Vio que era yo. En su sonrisa leí que los dos viviríamos.
Empezó a hablar pero yo no podía oírle, por lo que me incliné, y cuando lo hice me puso la mano en el cuello y me acercó más hacia ella.
—Cobertizo —dijo—. No vuelvas a dejarme.
Le dije que no la dejaría, nunca.
Sacó un sobre de debajo de las sábanas.
—Dellwood —dijo, y cerró los ojos. Puse el papel rojo plegado con opio en su mano. Lo apreté entre sus dedos.
En la ventana abrí el sobre. Al principio mis ojos no podían ver, pero cuando pudieron, mis ojos vieron dos fotografías de una mujer. Una mujer india. Las dos fotografías de mi madre. Me puse una fotografía en cada ojo.
En el establo de Dave el Maldito, Teruteru parecía echar de menos a Abraham Lincoln. Dave el Maldito me ayudó a ensillar a Teruteru. Dave el Maldito quería venir conmigo. Le dije que se quedara para cuidar de Ida. Me mostró su dibujo de Alma muerta. Su dibujo de las piernas de Ida. Su dibujo de Helm y Blumenfeld con la bayoneta atravesándoles las orejas. Su dibujo de Dellwood Barker enamorándose de la luna.
Monté hasta el cobertizo, enrollé mi Hudson Bay y la piel en el petate. Cafetera y una sartén, cerillas. Cogí toda la comida. Cogí el Whinchester y todas las balas. Agua en la cantimplora. Me puse la ropa nueva de invierno de Dellwood.
La ropa que había comprado para mí, para que pudiera ir tras él.
En el cementerio, en la tumba de Alma, junto a las manos de Thord Hurdlika, había una cruz. Me agaché. Se leía: Alma Hatch, Que Nada Se Interponga.
Miré alrededor. El funeral del Reverendo Helm, el funeral de Blumenfeld, en la parte principal del cementerio, en la parte cristiana: mormones de pie al sol, tan limpios, fieles, convencidos de tener razón. Blancos cantando a Dios, enterrando a su predicador y al ayudante del alcalde.
Me pregunté cómo había enterrado Dellwood las piernas de Ida en la tumba de Alma. Cómo había metido los brazos. Me pregunté cómo había cantado y bailado. Voceado su corazón dañado. Cuando me subí en Teruteru me llevé la mano al bolsillo del abrigo. Toqué las fotografías. Le di un codazo a Teruteru y nos pusimos en marcha por la carretera de Owyhee City, aunque no íbamos a Owyhee City. Debajo de las montañas pensaba cortar hacia el sudeste por el río Kally. Calculé dos días y medio hasta San Francisco de Asís, y medio día más hasta la Cabeza de Búfalo.
El lugar adonde Dellwood Barker había ido a morir.
Teruteru y yo salimos por la calle principal, paso a paso. Me bajé el sombrero, me cubrí el rostro con la bufanda con dos agujeros, y me puse las gafas de ciego. El día era soleado, y a través de las gafas el mundo tenía el aspecto que tiene tras el cristal sucio de una lámpara de keroseno. Un mundo de nieve amarilla.
Pasé la primera noche en la casa de postas. La casa estaba vacía, igual que el cobertizo de los caballos; la diligencia no volvería a pasar hasta la primavera siguiente. La cuadrilla había pasado por allí no hacía mucho. Habían apartado la nieve caída ante la puerta, y se veían pisadas y marcas de pezuña por todas partes.
Desensillé a Teruteru en la cuadra, lo cepillé y lo até a un pesebre. Quedaba un poco de heno, por lo que pude dar de comer a Teruteru. Me tumbé en el pesebre junto a Teruteru pero no dormí. Antes del amanecer, volví sobre mis pasos durante más o menos una milla. Si alguien me seguía se encontraría de frente conmigo. Esperé hasta que salió el sol. Por lo que mis doloridos ojos pudieron ver, ningún alma había pasado por esa carretera después de mí.
En el río Kally, Teruteru y yo esperamos a que la niebla matinal se levantara. Por las estribaciones aparecieron más de treinta ciervos. Cuando hubieron abrevado espoleé a Teruteru y nos metimos en medio de la manada de ciervos, que se dispersaron, corrieron a lo largo del río, cruzaron el río, Teruteru y yo —las huellas de Teruteru— confundidos en las huellas de los ciervos, las rocas del río y el río.
El segundo día, el reflejo del sol en el río me resultaba doloroso, incluso a través de las gafas. Sentía los latidos del corazón en las costras de la nariz y boca. Así y todo Teruteru y yo seguimos el curso del río, cruzando adelante y atrás por el agua. El río no era nunca profundo, sólo hasta las rodillas en ciertas zonas. Teruteru no se quejaba. Sabía hacia donde iba sin necesidad de que yo se lo dijera.
Yo no estaba seguro de la dirección a seguir.
Confiaba en mi corazón para llegar a la Cabeza de Búfalo.
Hacia media tarde la tierra era mucho más plana, y la nieve se acumulaba contra todo lo que proyectara una sombra. En un punto en que el río se ensanchaba discurriendo apacible, lo cruzamos y tomamos dirección sur. Por la tarde, el ondulante terreno empezó a dejar paso a las colinas con guerreros indios de roca de lava. Esa noche acampamos al abrigo de una de esas rocas.
La artemisa huele igual que Dios, decía siempre Dellwood Barker.
La oscura inmensidad azul sobre ti y todas esas estrellas. Al mirar al cielo, supe que Dellwood también estaba mirando al cielo.
Al tercer día apenas si podía subirme a la silla. Todo mi cuerpo se quejaba del caballo. Supuse que Teruteru debía sentir lo mismo de mí, por lo que le canté todas las canciones que sabía. Parecieron gustarle, sobre todo la canción de Ida, la del hombre en la luna.
Cuando volvimos al río, nos encontramos cerca del lugar donde Dellwood y yo habíamos parado después de escaparnos de la cárcel de Owyhee City.
Llevé a Teruteru por entre los sauces hasta la zona profunda del río. Le mostré el lugar donde Dellwood y yo habíamos descansado.
Y entonces lo vi: la resplandeciente moneda en la roca. Vi el sol resplandeciendo en la moneda de plata, enviando luz a mi ojo izquierdo, a través de las gafas de ciego a mi ojo izquierdo.
La resplandeciente moneda de agradecimento de Dellwood.
Me bajé de Teruteru y le pedí que bailara, y bailamos, el caballo y yo, junto al río, bailes tybo, bailes indios, bailes de caballo: un baile de cabriolas y de coces, yo vociferando y dando gracias a todas las cosas, a todo: al río, al cielo, al sol, a la nieve, a las rocas del río.
Pasé casi toda esa tarde con los ojos cerrados, el ángulo del sol sobre mis ojos cerrados indicándome la dirección de nuestra marcha. Pero Teruteru y yo seguimos el curso del río casi todo el tiempo, cruzándolo y descruzándolo, marchando por el agua durante trechos enteros; esto es, siempre que las patas de Teruteru no cogieran demasiado frío. Yo pensaba en el resplandor de la moneda de Dellwood, mis ojos miraban ese resplandor. Seguí adelante.
Cuando llegamos al recodo del río, faltaba más o menos una hora para el crepúsculo. Dirigí a Teruteru por entre los árboles hasta los manantiales. Me arrodillé, cavé en la nieve hasta la arena que había debajo de la nieve, rompí la arena helada y cribé la arena entre los dedos. Me saqué las gafas, me acerqué al agua fría del río y me puse agua en los ojos. Me puse esa excelente medicina, agua fría, en la nariz. Agua fría para aclararme la boca. Buena medicina, agua fría, en los ojos.
El cielo era de un suave rojo rosado, igual que la nieve. La colina era un montón de oscuridad contra el rojo rosado. El río estaba dentro de la oscuridad de la colina: una larga cinta resplandeciente.
En la zona arenosa junto a los manantiales, en el lugar en el que Dellwood y yo habíamos acampado, donde habíamos hecho fuego —en la nieve— había otra reluciente moneda. Cogí la moneda y la alcé. Quise abrirme la piel y meter la moneda dentro, debajo de la superficie, en un lugar de mi brazo, o debajo de la piel en la palma de la mano, donde siempre que quisiera pudiera verla, o si los ojos no podían verla, al menos la pudiera sentir.
Cuando la luna salió por detrás de la colina, me saqué la ropa —tenía mucha ropa que sacarme— y me metí en los manantiales. La luna era una de las monedas de Dellwood enviando luz al hielo que colgaba alrededor del manantial: en los sauces. Calamocos en la hierba, el hielo recubriendo todas las hierbecitas. Me dije que la luna estaba hecha de hielo, fría desde dentro, fría de colgar tan alto en el viento.
Dormido junto al fuego de campamento, ascuas rojas y negras, soñé que montaba a Teruteru y que Teruteru era un búho. El búho y yo volábamos a toda prisa casi a ras del suelo sobre valles, sobre montañas, sobre nieve, en busca de Dellwood Barker.
Encontramos a Dellwood Barker acampado en la luna.
Teruteru y yo seguimos las huellas de Abraham Lincoln, seguimos las huellas de Metáfora hacia el sudeste, más allá de San Francisco de Asís. A primera hora de la tarde recorríamos un terreno que subía y bajaba: grandes formaciones de roca de lava que sobresalían a través de grandes laderas de nieve como crestas de montañas.
Empezó a nevar. Cuando llegamos a Dry Creek, no pudimos verlo porque el seno del arroyo estaba cubierto de nieve. La ventisca nos azotaba por todas partes, y marchábamos paso a paso. No había huellas que seguir. El tortuoso sendero entre las rocas de lava sólo era un sendero porque nosotros lo seguíamos —hacia adentro y hacia afuera, subiendo y bajando rocas, a veces por una senda no más ancha que Teruteru, mis pies sobresaliendo de la ventisca eterna que caía, Teruteru y yo paso a paso, más cerca de la resplandeciente moneda de Dellwood.
En cierta ocasión Ida Richilieu contó la historia de un vaquero que se perdió en una ventisca con su caballo. No sabían dónde estaban cuando se congelaron y murieron. En primavera, cuando la cuadrilla de rescate dio con ellos, el vaquero y su caballo se encontraban a sólo diez pies del lugar al que pretendían llegar.
Eso era lo que me preocupaba: llegar tan cerca y seguir tan lejos.
Eso era lo que me hacía seguir adelante: que Dellwood Barker estuviera a sólo diez pies de distancia. La resplandeciente moneda de Dellwood Barker a sólo diez pies. Diez pies más.
Blanco interminable y nieve y frío sobre la oscuridad, la costra nevada de los Cráteres de la Luna.
Nuestro único propósito, Dellwood Barker.
Volando.
Diez pies más.
Paso a paso.
Teruteru se detuvo. Me aparté la bufanda del rostro, me saqué las gafas y, al mirar hacia arriba, mis dañados ojos vieron el cielo, claro y azul, volviéndose de un azul más oscuro, la nieve blanca en el mundo también del mismo azul, el sol en el horizonte una delgada rodaja de naranja.
Cabeza de Búfalo. Sobresaliendo del cielo azul universal, grande y oscuro, rocas de lava apiladas por la gran mano de un ser grande, una lápida sepulcral.
—El lugar adonde ha venido a morir —dije en voz alta.
Teruteru se debatió a través de la última gran colina de nieve, la nieve hasta el estómago, y nos encontramos delante de la abertura que formaba la boca para entrar a la Cabeza del Búfalo. Teruteru y yo entramos en la boca, fuera de la nieve y de la oscuridad de la nieve, hacia la negrura interior.
Dentro, ecos alrededor siguiéndonos por todas partes.
Teruteru bufó. Y junto a nosotros el sonido, y el olor, el cuerpo caliente de otro caballo. Abraham Lincoln.
Mi propia respiración y los latidos de mi corazón. Me bajé de Teruteru y lo desensillé, mis dedos entumecidos por el frío, Teruteru sin dejar de comportarse todo el tiempo como un maldito loco por Abraham Lincoln. Abraham Lincoln también comportándose todo el tiempo como un maldito loco. Incapaces los dos de conseguir lo suficiente del otro, encabritándose, resoplando y caracoleando.
Abraham Lincoln estaba en celo.
Algún día follarán como locos.
A pesar del viaje, del cansancio y del frío, Teruteru se encabritó para montar a Abraham Lincoln. Abraham Lincoln le dio una buena coz a Teruteru. Me aparté de un salto diciéndome que era mejor dejarlos solos. Le puse algo de avena a Teruteru.
Teruteru necesitaría avena.
Providencia: un sonido. Al principio pensé que era mi respiración hasta que escuché más de cerca.
La cascada. En la ladera exterior de la montaña fluía agua caliente, el agua suficiente para colocarse debajo, de pie en la poza con el agua caliente hasta las rodillas.
Y algo más: fuego. Por la abertura de la caverna en el reborde mis ojos vieron que todavía podían ver: fuego, la reluciente moneda del fuego del campamento de Dellwood Barker.
Mis pies me llevaron hasta la abertura. Latidos de corazón. Ecos de latidos. Rogué a mis ojos que por favor lo vieran todo claramente, y lo antes posible.
Lo primero que vieron mis ojos fue a Metáfora tumbado junto al fuego al lado del petate de Dellwood. Pensé que Metáfora estaba muerto, pero no lo estaba, simplemente yacía tumbado mirando hacia delante. Me incliné y puse la mano sobre el perro. Metáfora levantó la cabeza, bostezó y gimió, miró hacia el interior de la cueva, de donde venían los sonidos de caballos follando, me miró a mí, de nuevo al fuego, y volvió a dejar caer la cabeza.
Mis ojos vieron la ropa de Dellwood Barker en un montón. Mis ojos vieron la luna llena alzándose en el horizonte.
Mis ojos vieron a Dellwood Barker en la poza, apoyado contra la roca, debajo de la cascada.
La luna llena en la piel blanca de Dellwood.
La luna llena en el agua.
Mi oído contra su pecho. Su corazón… Dellwood Barker seguía vivo.
El cuerpo de Dellwood se parecía más al cuerpo de Ida Richilieu. Sólo huesos. El cráneo empujaba en su cara.
Acerqué mi boca a la suya y soplé mi propósito dentro de él: músculos de vuelta a su cuerpo, carne a su cara, el claro y escudriñador verde de vuelta a sus ojos.
—Dellwood —dije—. Soy yo.
Dellwood abrió los ojos.
—Has venido —susurró.
—Sí —dije—. Estoy aquí. Pronto estarás bien. Yo te curaré —añadí.
—Te esperaba —dijo Dellwood—. El conocimiento se ha vuelto comprensión y yo te he esperado para poder bailar para ti y contarte la historia de mi vida. Cuando haya terminado, podrás llevarme contigo.
—Dellwood, soy Cobertizo. Cobertizo.
—Los búfalos están aquí. Todo está dispuesto.
—¡Dellwood, escúchame! —le dije—. ¡Soy Cobertizo!
—La luna está llena en los ojos —dijo Dellwood—. Buen momento para partir.
—¿Qué puedo hacer? —pregunté.
—Estaré listo cuando tú lo estés. ¿Dónde te gustaría sentarte?
—¿Dellwood?
Dellwood se levantó con el agua chorreándole y sacó sus esqueléticas piernas de la poza. La luna estaba en su espalda, luna en su culo, subiéndole por la espina dorsal. Se acercó al fuego, fuego en su pecho, y se arrebujó en el suelo. Por su nariz, en la barbilla y en los pómulos, su piel reflejaba las llamas. Dellwood puso una mano en el fuego.
—¡Dios Santo, Dellwood, ten cuidado! —grité.
Dellwood rodeó con sus dedos las ascuas rojas de un tronco ardiendo. Avivó el fuego con el tronco. Chasquidos de resina, chispas en la oscuridad, estrellas rosadas.
Dellwood Barker se puso a bailar.
Yo era la muerte y Dellwood Barker bailaba para mí.
—¡Dellwood! —dije—. Soy Cobertizo. Pronto estarás bien. He venido a curarte.
—La historia humana de Dellwood Barker —dijo Dellwood como si fuera Homer Wisdom presentando el espectáculo de los Hermanos Wisdom—. Nací en Nueva York. Mi padre era profesor de literatura inglesa. Mi madre daba clases de piano.
Dellwood giró y saltó y corrió. Fuego, luna y oscuridad sobre él.
—Solía espiar en el estudio de mi padre y observar lo que hacía. Siempre tenía la nariz metida en un libro. Sólo se movía para pasar la página. Mi padre me llamaba su caballero errante, su pepita, su aguerrido héroe.
Fuego en sus pantorrillas, luna en su polla.
—No recuerdo mucho más sobre él. Recuerdo que me llamaba caballero errante, pepita, aguerrido héroe. Recuerdo que era un extraño que vivía conmigo y mi madre. Recuerdo haber prometido que cuando tuviera un hijo, nunca sería un extraño para mi hijo.
Oscuridad en su tetilla y en el muslo. Fuego en su pecho, Dellwood bailaba.
—Mi madre tocaba el piano y preparaba la cena. No era una extraña. Tengo lo que ella tenía: mirada interior para el piano. Esa mujer tenía lágrimas sin fin.
»La pena en mi interior desde el día que nací, decía siempre. Lo recuerdo.
»Siempre que me daba el pecho, estaba seco.
»La verdad es que quien trae una vida al mundo, debe sostenerla.
»Mi madre y mi padre fueron asesinados en Robber’s Roost. Vi cómo la bala le entraba a mi madre por la nariz. Vi cómo el chaleco de mi padre se teñía de rojo.
»He matado a dos hombres en mi vida: el sheriff Blumenfeld y el Reverendo Josiah Helm; un sheriff y un predicador. Les atravesé la cabeza con una bayoneta; igual que hizo el general O’Connor con el Jefe Cazador de Osos de los orgullosos bannock en la Matanza del Río del Oso.
»La verdad es que quien trae una vida al mundo tiene que terminarla.
Dellwood bailaba. La luna bailaba sobre Dellwood, fuego.
—Mujer Loca, el berdaje, me salvó de los lobos. Me puso en una camilla y me llevó a rastras hasta la Cabeza de Búfalo, en donde me curó, me explicó lo que eran los Mueve Mueve, cómo curar con Mueve Mueve, me enseñó quién era el Loco Lunático, me enseñó a follar.
»Me enseñó: hasta el extremo de que no me conocía, no conocía el mundo. Me enseñó: la diferencia entre las cosas y el significado de las cosas. Me enseñó: no se puede entender el significado de las cosas hasta que entiendes a ese yo que intenta entender el significado de las cosas. Me enseñó: yo era la historia que me contaba a mí mismo. Me enseñó: cómo escudriñar la historia que me contaba. Me enseñó: escucha tu corazón, confía en tu corazón. Me enseñó: el conocimiento se convertirá en comprensión cuando muera, y la muerte tendrá que sentarse y esperar mientras yo bailo y cuento mi historia humana.
»La verdad es que Mujer Loca me dio una nueva vida.
»Quien trae una vida al mundo debe sostenerla.
»La verdad es que me metí en problemas. Problema: empecé a pensar que el mundo sólo era yo imaginándomelo.
La luna en la curva de su espalda, oscuridad y luna y fuego en sus pies.
—Conocí a Buffalo Sweets y me casé con ella: la persona más pura y feliz que he conocido nunca. Tuvo a los gemelos, nuestros Oso de Luna y Sauce. Eran niños fuertes y hermosos.
»Siempre que hablaba de mi esposa y de los niños, decía lo mismo: que los amaba; los amaba más que a cualquier otra cosa.
»Pero eso no es la verdad. No los amaba. No supe cómo amarlos.
»Murieron congelados en una ventisca; ésa es la historia que me contaron, que yo creí… que Buffalo Sweets había ido a buscarme, y que había muerto, congelada, con los niños.
»Lágrimas sin fin. Hasta que un día dejé de llorar. Dejé de sentir. Tenía que hacerlo.
«Lo que la muerte da a la vida hay que olvidarlo.
»Me fui al rancho Sage Hill en Montana. Trabajé colocando cercas y dormía al raso. De noche, mi única compañía era la luna. Aprendí el idioma de la luna y me dediqué a hablar con la luna.
»¿Qué es el idioma de la luna?, me preguntaba la gente.
»El idioma del corazón, respondía yo.
»Pero no es verdad, el idioma de la luna no es el idioma del corazón. El idioma de la luna es el idioma de la mente.
Fuego en su culo, luna en su cabeza, Dellwood corría hasta el precipicio y volvía, saltaba sobre el fuego.
—Tras un par de años a campo abierto, el idioma de la luna era mi única lengua. El idioma de la luna me dijo que era un hecho: el mundo es, y sólo es, tal como lo imaginamos.
«Con el idioma de la luna como mi única lengua, hice del mundo una creación mía. Me venía muy bien (puesto que yo era quien había creado el dolor) y podía descrearlo. Si todo era una idea mía, entonces la tristeza también era idea mía.
»La tristeza no era una buena idea.
»La mente puede matar un corazón.
»Y en un momento dado, un día apareció un indio robusto y grande, un pedazo de joven hermoso.
»Afuera-en-el-Cobertizo, Duivichi-un-Dua, Fuera-De-Sí, Fuera-de-sus-pantalones. Me apartó la cabeza de mi lunático ojete y allí metió algo mucho mejor. Recorrió mi cuerpo con sus grandes manos y me devolvió el cuerpo. Me dio su amor. Me dio momentos de ver con claridad, cuando ver todavía no era algo del todo claro.
»Pero yo soy un terco cabrón. En gran medida me resistí a él. En gran medida seguí con la lengua de la luna. Seguí fuera de mi corazón… confiando en mi corazón.
»Es una historia que nos contamos a nosotros, decía.
»El cuerpo es sólo mente solidificada, decía.
»La verdad es que yo soy el mundo, decía. Cobertizo soy yo, decía.
»Ida Richilieu, Alma Hatch, Ellen Finton, Dave el Maldito; Ulysses, Virgil, Blind Jude, Homer Wisdom; el sheriff Blumenfeld, el Reverendo Helm, William B. Merrillee: sólo existen porque yo existo, decía.
»Y entonces, de golpe, sucedió: los Hermanos Wisdom, el Local de Ida, Alma Hatch.
»No importa cómo escudriñaba, no había idioma de la luna suficiente que me consolara, que me hiciera olvidar, que me los devolviera. No podía cambiar nada, no podía curar a un padrastro.
»Ya no tenía el idioma de la luna para poder esconderme; estaba cara a cara con mi tristeza… mi propia enfermedad.
Dellwood rodó, se estiró, fluctuó, saltó. Bailó como un judío, bailó como un italiano, bailes vaqueros, indios.
—La verdad —dijo Dellwood—, eso es lo que le dije a Cobertizo que hiciera. Di la verdad, le dije.
»Eres mi padre, dijo Cobertizo. Soy tu hijo.
»La verdad. Qué loco he sido.
»En cuanto oí esas palabras, dejé de ser la historia que me contaba a mí mismo. El mundo ya no era algo que yo imaginaba.
»Me hice carne en el momento en que mi hijo, mi carne y mi sangre, hizo acto de presencia.
»El padre y el hijo. Él no era yo, venía de mí.
»El mundo no era yo, venía de mí. Era la pared de la que colgamos nuestros espejos.
»El amor no puede ser si sólo estás tú y tú sólo eres lo que piensas.
»La idea hecha carne crea el corazón.
»El corazón llega hasta el corazón de los amados.
»El conocimiento llega hasta la comprensión.
»Te conviertes en uno.
»Encarnado.
»El amor es el puente.
»La verdad es que yo soy Dellwood Barker. No su historia. Yo estoy aquí, completamente vivo.
»Ésta es la historia humana de Dellwood Barker: lo que pensaba que hacía no era lo que estaba haciendo. La estratagema del ala rota: lo que hacía era perseguir algo que ya existía. Lo que hacía era vivir mi vida sin vivirla. Lo que hacía era lo que mi padre hizo; me convertí en lo que había prometido que nunca sería: un extraño para mi hijo.
»Quien trae una vida al mundo debe sostenerla.
»Ahora, al fin, el conocimiento se ha convertido en comprensión, y la verdad es que la verdad me ha roto el corazón.
Dellwood Barker, la espalda contra el fuego, el fuego un canto rojo en torno a su cuerpo, me miró con sus ojos directamente a mi ojo izquierdo.
—Ahora ya puedo irme —dijo, antes de elevar sus ojos directamente hacia el ojo izquierdo de Dios, la luz reflejada del sol, a la luna llena en los ojos, la resplandeciente moneda, la fría esfera colgando en el cielo; cerró los ojos y cayó.
Recogí los huesos de Dellwood Barker, su cuerpo que tan bien había conocido, en mis brazos: su cuello, sus hombros, su mano quemada, el corazón tatuado sobre su corazón, el pelo de su pecho asomando de nuevo, su estómago, su polla, sus huevos. Lo llevé hasta el fuego y lo puse sobre el petate. Avivé el fuego, me saqué la ropa ante la mirada de Metáfora, los caballos que follaban, me eché junto a Dellwood y nos cubrí a los dos con la manta de mi petate. Puse su cabeza en mi hombro, puse mi oreja contra su oreja, le rodeé con mis brazos, apreté mi polla contra su polla, mis piernas trabadas en torno a las suyas.
Nos quedamos tumbados, Dellwood Barker, mi padre: su corazón y su corazón tatuado contra mi corazón, mi respiración junto a su minúscula respiración; junto al fuego, en nuestro círculo de luz, en la grande y andrajosa costra de oscuridad, los Cráteres de la Luna. La luna, encima de nuestras cabezas, justo por encima del reborde, llena en los ojos, llena de luz, llena de oscuridad rellenada de estrellas.
—Dellwood —dije su nombre, empujando mis Mueve Mueve lentamente hacia él.
»Si miras podrás verme —proseguí.
»No estoy muerto, Dellwood. Soy Cobertizo.
»Puedes amar a tu hijo sabiéndolo, sabiendo que soy yo. Si miras podrás verme.
»Puedes saber quién soy.
Mueve Mueve remontando. Escupitajo de fuego. Dellwood acunado dentro de mí. Teruteru follando con fuerza dentro de Abraham Lincoln, Dellwood y yo rodando a caballo sobre el petate, al raso. Un suave gemido de Metáfora.
Dellwood Barker abrió los ojos.
—¿Cobertizo? —susurró—. ¿Eres tú? ¿Eres tú, Oso de Luna?
—¡Dellwood! —repuse—. ¡Padre!
—Dios mío, estás aquí.
»Cobertizo —dijo—, he comprendido el conocimiento. Ahora puedo morir.
—Dellwood, por favor, escúchame —dije—. No te estás muriendo. Remonta tus Mueve Mueve. Tú y yo vamos a curarte. Tienes que decir la verdad y ayudarme.
—La verdad es que me estoy muriendo —dijo Dellwood.
—No —intervine yo al tiempo que le acariciaba el rostro—. No te estás muriendo. No puedes. Ahora estamos empezando a vivir.
—Cobertizo —dijo Dellwood con la palma de la mano en el agujero de mi pecho—. Perdóname, por favor. He sido un loco.
Perdón.
—Pero yo soy el único —dije—. El único que lo sabe.
Al mirar en los ojos de Dellwood, mi ojo izquierdo en el suyo, Dellwood devolviéndome la mirada, fue la primera vez que Dellwood no fue sólo la historia de Dellwood, no sólo la idea o el sueño de Dellwood. La primera vez que yo, Cobertizo, no era sólo la historia de Cobertizo, no sólo la idea o el sueño de Cobertizo. Dellwood y yo, los dos con nuestra respiración, la respiración dentro de la respiración, los dos esperando el momento, por primera vez completamente vivos.
—Soy tu padre —dijo Dellwood.
—Soy tu hijo —dije yo.
—Me siento como si fuera virgen.
—La primera vez.
—¿Cómo tiene una polla tan grande un hijo mío? —me preguntó Dellwood.
—Debe de ser por los búfalos —dije, y nos reímos. Partiéndonos de risa, dos hombres en un solo hombre riéndose.
—¡Mira, Cobertizo! —dijo Dellwood señalando hacia el cielo.
Hacia los búfalos en el cielo.
Búfalos tronando hacia nosotros, el polvo de la estampida desde el norte, millones de búfalos, lanosas nubes que reflejaban la luna; orgullosos, fieros, la gente de mi madre antes de que aparecieran los tybo.
Dedos de luz bajando sobre el rebaño a la carga, la luz de una fría esfera rodeándonos por completo, sobre todo luna y polvo rodeándonos por completo. Los búfalos saltando alrededor de nuestro círculo de luz. Cuernos y pezuñas, aliento caliente, los ojos ascuas rojas y negras.
—Una raza especial —dijo Dellwood—. Suele ser muy difícil verlos —añadió.
Los claros ojos verdes de Dellwood Barker, ojos de niño; nada que me impidiera caer de lleno. Con las frentes juntas, bajamos la vista hacia nuestros cuerpos: sudorosas erecciones, hombre con hombre, un hombre, remontando Mueve Mueve en una estampida de búfalo, un hombre risueño, un bailarín.
—Mi caballero errante —dijo Dellwood.
»Mi pepita.
»Mi aguerrido héroe.
Dellwood Barker eyaculó.
En mi ojo izquierdo, por encima de su corazón tatuado, en su frente, más allá de su frente, por el abismo, en la noche.
Dellwood Barker estaba tranquilo. Allí en mis brazos estaba tranquilo.
El sonido de mi corazón, mi respiración.
Los búfalos se habían ido, sólo la luna, el fuego en la oscuridad.
Libre.
Sin Mueve Mueve no somos nada.
Se dice que siempre que muere un guerrero valeroso, su enemigo saca el corazón del guerrero y se come el corazón.
Dellwood Barker era un guerrero valeroso.
Yo no era su enemigo.
Yo era su hijo. El era mi padre. No éramos unos extraños. Nos amábamos.
Lamí sus Mueve Mueve. Hasta la última gota.
Lo lamí hasta dejarlo seco.
Tal como había levantado un tálamo de fuego para mi madre, construí un tálamo de fuego para mi padre. Utilicé hasta la última astilla de madera que Dellwood había almacenado en la cueva. Hice el tálamo de fuego atando juntos los tres troncos más largos. La madera que no utilicé para el tálamo de fuego la apilé debajo.
Antes de poner a Dellwood en su tálamo de fuego, lo bañé en la poza. Agua por todas partes de su cuerpo. Mi único propósito: tocar cada palmo de su cuerpo.
Esperé al amanecer. Vi cómo el cielo oscuro se volvía azul marino. Vi desvanecerse el ojo de la luna llena. Vi cómo llegaba la mañana haciendo que todo resplandeciera.
Me volví en las cuatro direcciones con los brazos extendidos y afronté el mundo. Toqué todo lo que había en el mundo antes de que partiera. Le dije a todo lo que había en el mundo que esperara ya que Dellwood Barker estaba partiendo.
Las llamas de su tálamo de fuego estaban en su punto más álgido cuando el sol dejó el horizonte.
«Canta el jubileo, todo el mundo es libre. / Bienvenida, bienvenida, independencia».
La mañana que me desperté, Metáfora estaba tumbado junto al tálamo de fuego de Dellwood, congelado.
Ensillé a Abraham Lincoln y a Teruteru y me puse en marcha. Sin rastros que seguir, marché hacia el norte y el oeste. Marché con el aguardiente, marché por los Cráteres de la Luna. Rocas de lava, nieve y hielo, bloques de guerreros indios, viento.
Marché en círculos. Seguí adelante. Hacia un lugar desconocido. Diez pies más. Paso a paso.
Me calé el sombrero, me cubrí la cara con la bufanda en la que había hecho dos agujeros y me puse las gafas de ciego. Nieve amarilla… un mundo de nieve amarilla.
Picos de montaña creciendo sobre otros picos de montaña. La serpenteante senda que sólo tenía de senda el que la seguíamos, a veces no más ancha que Teruteru y Abraham Lincoln, mis pies sobresaliendo en la ventisca eterna que caía.
Noches junto al fuego: ascuas rojas y negras en mi cabeza, la luna en los ojos. No cerré los ojos. Tampoco los abrí.
Sin propósito alguno.
Sin la reluciente moneda de Dellwood.
Mi caballero errante.
Mi pepita.
Mi aguerrido héroe.
Los gritos de Ida Richilieu fue lo que Teruteru, Abraham Lincoln y yo escuchamos media milla antes de llegar a Excellent. Cuanto más nos acercábamos al pueblo, más se oían los gritos y maldiciones de Madam Jefa.
—¡Este pueblo entero es una maldita ignominia mormón! —aullaba Ida—. ¡Parece como si no hubiera una sola polla o un coño en él!
Ida volvía a ser la de siempre.
En los establos, Dave el Maldito me rodeó con sus brazos; me levantó del suelo, el Maldito Perro ladrando, aullando, dando saltos.
Pero Dave el Maldito me dejó ir cuando vio a Abraham Lincoln y se dio cuenta que Dellwood Barker no estaba en la silla, ni Metáfora.
Dave el Maldito se sentó delante de la puerta del establo, donde estábamos parados. Su cuerpo se hizo demasiado pesado para sus piernas. Yo también me senté. Dave el Maldito empezó a llorar y el Maldito Perro a aullar. Yo no sabía qué hacer aparte de dejarles llorar y aullar. Sostuve a Dave el Maldito con un brazo y al Maldito Perro con el otro.
Cuando por fin se calmaron, Dave el Maldito se secó los mocos en la camisa, me llevó de la mano a los establos, al pesebre en donde vivía. De los apartados de correo empezó a sacar tesoros que había encontrado entre las cenizas del Local de Ida: cuatro perlas, un trozo de bufanda requemado, un fragmento de collar de bisutería con siete piedras, fragmentos de platos rotos, cristal roto de la botella verde del agua de la cocina, pedazos de espejo, una moneda de oro.
Dave el Maldito cogió las perlas y las piedras de bisutería, el espejo y la moneda de oro y me lo puso todo en la palma. Me enseñó unos dibujos. Mis ojos tardaron toda la mañana en dilucidarlos: el sheriff Blumenfeld y el Reverendo Josiah Helm colgando de un árbol con una bayoneta atravesándoles la cabeza de oreja a oreja. Los brazos de Alma Hatch. Las piernas de Ida Richilieu con las botas puestas. Las manos de Thord Hurdlika. El dedo de Ulysses Wisdom y su dentadura de oro. Ida Richilieu tumbada en el camastro de su celda. Yo saliendo de Excellent a lomos de Teruteru con las gafas de ciego puestas.
Había otro dibujo de un dedo cortado con un anillo; no el anillo de Ulysses, otro anillo.
El anillo de Billy Blizzard.
Cuando le pregunté a Dave el Maldito cómo había dado con ese dibujo, se sacó el machete del bolsillo e hizo como si estuviera peleándose, cortando el dedo de aquél con quien Dave el Maldito se estaba peleando.
—¿Billy Blizzard? —pregunté.
Dave el Maldito asintió.
—¿Dónde? —pregunté—. ¿Cuándo?
Dave el Maldito se encogió de hombros y meneó la cabeza.
Llevaba en el cobertizo menos de una hora cuando el sheriff Archibald Rooney llamó a la puerta. Cuando abrí la puerta, le dije que el negocio estaba cerrado pero entró de todos modos. Yo estaba desnudo, envuelto en la manta de Dellwood, y llevaba puestas las perlas y la bisutería que me había dado Dave el Maldito.
El sheriff Rooney me hizo todo tipo de preguntas acerca de Dellwood Barker. Le dije que Dellwood Barker estaba muerto, congelado en el desierto de Mountain Home. Me preguntó cómo había dado con él. Le dije que simplemente lo sabía. Me preguntó si yo le había echado una mano en la muerte del sheriff Blumenfeld o la del Reverendo Helm. Le dije que no pero que me habría gustado.
El sheriff Rooney me dijo que vigilara mi culo porque podía arrestarme para interrogarme, podía arrestarme por conducta perniciosa, podía arrestarme por ayudar e incitar, podía arrestarme por el motivo que quisiera.
Justicia inteligente en la tierra.
Le pregunté a Temporada de Caza Rooney si sabía cómo se deletreaba la palabra pernicioso.
El sheriff me escupió al rostro. Me llamó una de esas palabras tybo para los hombres que aman a otros hombres.
Le devolví el escupitajo.
Poco después de que el viejo Temporada de Caza se hubiera ido, Doc Heyburn llamaba a mi puerta. Le invité a entrar. Los únicos sitios para sentarse eran la cama o el suelo. Doc Heyburn se sentó en la cama.
—¿Quiere un poco de whisky? —le pregunté.
Doc negó con la cabeza.
—No he bebido un solo trago desde la última vez que nos vimos, hace ya cuatro meses. Me he reformado. He descubierto a Jesucristo y a la Iglesia de Jesús de los Santos del Ultimo Día —dijo.
Me serví un whisky. La expresión en el rostro de Doc era la expresión de un muerto viviente. Allí mismo me prometí a mí mismo que si iba a tener el aspecto de Doc nunca dejaría de beber whisky.
—¿No estará pensando en salvar mi alma, verdad, Doc?
—¡No, no! —dijo Doc sentándose en la cama y contemplándose las manos—. He venido a ver cómo están tus ojos. Estaba preocupado por tus ojos.
Yo sabía cómo estaban mis ojos. No podían ver mucho, y cuando veían normalmente sólo veían lo que querían ver —sin que yo supiera demasiado bien cuáles eran sus preferencias. Nunca estaba seguro de que lo que había allí fuera estuviera realmente allí fuera, o sólo allí fuera porque mis ojos lo querían así.
Era en la oscuridad donde veían mejor.
—Claro, Doc —le dije—. Eche un vistazo.
Las manos temblorosas de Doc eran como grandes mariposas en mi cara. Miró primero el ojo derecho, y luego el izquierdo; en éste no pudo aguantar la mirada demasiado tiempo.
—Estás ciego —me dijo.
—Ciego como Blind Jude.
Doc empezó a emitir sonidos como si se estuviera riendo, pero no se reía. Lloraba desde las profundidades de su ser.
—Cobertizo, no sabes cuánto lo siento. Tú, Dellwood, Ida y Alma, vosotros cuatro, habéis sido como una familia para mí, habéis representado lo que de bueno ha tenido mi vida.
»Vosotros vivíais mientras yo observaba y bebía. Eres una persona valerosa, buena y hermosa. Echo terriblemente de menos a Alma. No puedo imaginarme el mundo sin Dellwood Barker. Cada día cuando Ida Richilieu empieza a gritar a esos mormones, me da tal fuerza que no puedo ni expresarte.
—Pero ahora usted se ha vuelto mormón.
—No tenía otra posibilidad. O eso o empezar a vivir de nuevo —dijo riéndose.
—Entonces empiece a vivir.
—Demasiado tarde —repuso.
—¿Demasiado tarde?
—Demasiado tarde —dijo Doc moviendo la cabeza.
Doc Heyburn lloró un poco más, y cuando paró para tomar aliento, le pregunté:
—¿Vive todavía, Doc… Billy Blizzard?
—Puede ser. Nadie lo sabe a ciencia cierta. —Y a continuación añadió—: ¿Sabes a ciencia cierta que Dellwood está muerto?
—Sí. A ciencia cierta.
Doc se sonó la nariz, se la enjugó y volvió a meterse el pañuelo en el bolsillo.
Afuera en el cobertizo se hizo la calma. Podías oír la respiración de Doc y mi respiración. Rodeé los hombros de Doc con mi brazo. Doc Heyburn se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—Demasiado tarde —dijo Doc—. Demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde.
—Oh, Mistel Cobeltizo —dijo el doctor Ah Fong—. ¿Opio pala Ida?
—Sí —repuse—. Opio para Ida.
El doctor Ah Fong encendió la vela y se marchó por el recibidor. Me quedé solo en la habitación con el gráfico del cuerpo humano. Las manos, las piernas, los brazos, los ojos, la polla, los dedos, los dientes, el agujero de mujer, el corazón del cuerpo humano.
El doctor Ah Fong volvió con los cuatro frascos envueltos en papel de color rojo.
—¡Oh! Opio pala Ida —dijo el doctor Ah Fong.
Como era domingo me compré un plato de helado: cerezas.
El doctor Ah Fong hizo una reverencia y cogió el dinero; me dio el cambio. Yo cogí el cambio y devolví la reverencia.
Además del opio le llevé a Ida tres botellas de whisky que había comprado en Owyhee City, y los nuevos vestidos: uno blanco, otro rojo y otro azul. También los diarios negros con los cantos de las hojas dorados en los que a Ida le gustaba escribir, otros regalos, y flores: las flores púrpura, las amarillas y las brochas indias.
No había nadie en la cárcel, y la puerta de la cárcel estaba abierta.
Empujé la puerta y entré dentro de la celda. Por lo que mis ojos pudieron ver de la habitación, Ida la había convertido en un hogar. Había un tocador todo rodeado de espejos, cortinas en la ventana y el piano.
Ida Richilieu estaba en la cama, roncando. Parecía algo aplastado por la prensa; un desperdicio que el perro arrastra a casa; parecía el diablo. El pelo le sobresalía por todas partes, le faltaban los dos dientes delanteros y tenía la pintura de labios corrida. Los polvos blancos que tenía en la cara, y el espeso colorete de los pómulos no podían ocultar los sobresalientes huesos.
Me senté al borde de la cama. Ida dejó de roncar y supe que me estaba mirando a pesar de que tenía los ojos cerrados.
—Una familia —dije.
—Mejor que cualquier familia de mormones —dijo ella.
—Que nada se interponga nunca —dije.
—Nada —dijo ella—. Nunca más. —Y a continuación—: Ha hecho un invierno frío, Cobertizo. No me dejarás nunca más, ¿verdad? —preguntó Ida.
—Nunca más te dejaré.
Ida me cogió la mano, miró en torno para ver si alguien podía oír e hizo que me aproximara a ella.
—Cobertizo, los mormones están tramando algo —susurró Ida—. Están demasiado activos para ser mormones. No sé lo que traman, pero algo están tramando.
Le di a Ida el opio y las botellas de whisky. Coloqué las flores en un jarro y las puse sobre su tocador. Ida puso el opio en el tabaco de un cigarrillo, lió el cigarrillo y fumamos. Dio un trago de whisky y me pasó la botella.
Ida abrió las cajas de los vestidos, y cuando vio el azul quiso ponérselo. Se sentó al borde de la cama, tal como uno se sienta, con las piernas colgando si se tienen piernas, y se arrancó lo que llevaba puesto —lo que ella llamaba sus bragas de mormón. La ayudé a ponerse el vestido azul que era brillante y terso, de tafetán. La llevé hasta el tocador y la senté en la silla del tocador. Ida lió y encendió otro cigarrillo, fumándolo delante del espejo mientras se contemplaba sentada junto a las flores, bebiendo whisky de un vaso.
Le cepillé el pelo recogiéndoselo por detrás. Fui a buscar agua a Hot Creek, le lavé la cara y ella volvió a pintarse los labios de un rojo uniforme.
Le abroché la ristra de perlas alrededor del cuello. El brazalete de bisutería en la muñeca. Puse la boa de plumas sobre sus hombros.
—¡Oh! ¡La humanidad! —dijo Ida.
El rectángulo amarillo de luz a través de la ventana era lo que podía ver mejor. Mantuve mis ojos en el rectángulo mientras bebíamos el whisky, mientras fumábamos, mientras Ida hablaba, mientras yo escuchaba.
—Esa cama es el rectángulo de colchón más incómodo de todo el oeste de los Estados Unidos —dijo Ida—. ¿Y cómo se supone que una persona puede llegar hasta el orinal con unas piernas como éstas?
Ida se levantó el vestido azul y me enseñó las piernas. Como dos dedos de una persona grande. En los extremos, donde Dellwood Barker había cortado, la piel era de color púrpura y roja.
—Parecen hongos en un pino, ¿no es cierto? —preguntó Ida.
»Me he pasado todo el invierno tumbada sobre mi propio hedor. Los malditos mormones estaban tan malditamente asustados como para hacer otra cosa aparte de tirarme la comida y unas pocas astillas de leña antes de salir corriendo de aquí.
«Organicé tal jaleo que al final me enviaron a dos viejas criadas de la Sociedad de Beneficiencia: la Hermana Irma y la Hermana Ima.
»Irma e Ima… y me gustaría saber quién en su sano juicio bautiza a sus hijas Irma e Ima. No es extraño que fueran dos viejas criadas. ¿Quién iba a follarse a alguien llamado Irma?
»Y aquí estoy, Cobertizo, Ida Richilieu —prosiguió Ida—, comiendo comida de mormones, llevando ropa de mormones y en compañía de las hermanas criadas de la Sociedad de Beneficiencia.
»Nada más desagradable que el aliento de una vieja dama mormón despertándote por las mañanas, hablando del Señor y de Su profeta Brigham Young, mientras ponen delante de ti una maldita y horripilante mierda de hongo, un trozo de pan duro y una taza de agua caliente que llaman té.
«Hermana Irma y Hermana Ima me lavaban una vez a la semana, frunciendo los labios mientras lo hacían, manteniendo a cubierto la parte de mi cuerpo que no lavaban y dejando la esponja para que yo me lavara el coño y el culo cuando ellas hubieran salido de la celda.
»Mojo la esponja en mi coño mojado, luego dejo la esponja de color marrón… y les tiro la esponja.
»Nunca falla; las hermanas siempre salen corriendo de aquí.
»Pero últimamente a esas dos les sucede algo (a todos los mormones); están demasiado activos para ser mormones. Traman algo. Lo sé. Hazme caso.
»Escribí al estado de Idaho (a la Oficina del agrimensor de Boise) para saber los límites exactos de mis tierras. Envié la carta hace un mes. Debería recibir una respuesta pronto.
»Cuando recibamos esa carta, Cobertizo, nos vamos a ir a Boise a comprar una araña de luces nueva y construiremos otro Local de Ida… exactamente en el mismo lugar… más grande y mejor, y más rosa que nunca.
»Tú me ayudarás, ¿no es cierto, Cobertizo? —preguntó Ida—. Construir un nuevo Local de Ida».
—Te ayudaré —repuse.
—Entonces nos volveremos a divertir, follaremos a unos cuantos vaqueros y nos pelearemos con los mormones. Pondremos gracia y belleza en nuestras vidas. ¿Qué dices, Cobertizo?
Cuando el rectángulo de luz salió de la celda, encendí la lámpara de keroseno; la luz rosada, su tocador, los objetos femeninos de Ida por todas partes.
Ida siguió hablando —podía mantener siempre una conversación interesante contigo aunque tú no dijeras una sola palabra— hablando de cómo su hotel tendría tres pisos de alto en lugar de dos, y tres porches: en la parte delantera y detrás. El letrero —Indian Head Hotel— sería mayor, mejor. Las ventanas, la puerta de entrada, la araña… mayor, mejor. El pino… más alto, más verde y más vivo.
Pero había ciertas cosas de las que Ida Richilieu no hablaba, sobre las que no decía una sola palabra. No decía una sola palabra sobre Alma Hatch. No decía una sola palabra sobre Dellwood Barker. Ninguna palabra sobre los Hermanos Wisdom.
Al día siguiente Ida seguía lamentándose, hablando sobre lo que tramaban los mormones, hablando de la carta que esperaba de la Oficina del agrimensor del estado de Idaho, por lo que le dije:
—Vamos a dar un paseo.
Ida me miró y luego se miró las piernas.
—¿Cómo propones que lo hagamos? —dijo Ida—. Tú estás ciego y yo no tengo piernas por debajo de las rodillas.
No había pensado en eso. Pero me dije que puesto que éramos una familia, nos podíamos ayudar mutuamente. Ida podía ser los ojos y yo sería las piernas.
Y eso fue lo que hicimos cuando Ida y yo nos pusimos a caminar. Me la subí a los hombros, la pequeña bolsa de huesos que era, y ella me cubrió con su largo abrigo de invierno, yo con mis pobres ojos asomando entre los botones, ella con su sombrero y el pintalabios rojo, yo con mis botas de deshielo, y paseamos así, Ida y yo, una persona grande y alta bajando por Pine Street a través del pueblo, más allá de las iglesias de los mormones.
—Están todos embobados —me dijo Ida, y nos reíamos con tanta fuerza que a veces ella no podía ver recto y yo estaba a punto de meternos en una zanja.
Cuando pasamos por la escuela de los mormones, una muchedumbre de chiquillos empezó a seguirnos, corrían a nuestro lado, mortalmente asustados de ese gigante que caminaba por sus vidas; de todos modos estaban encantados, gritaban y se reían, procurando acercarse pero no demasiado.
—El diablo —dijo Ida—. Somos el diablo. No pueden pasarse sin nosotros, Cobertizo. Mira cómo esos niños mormones adoran al diablo. No pueden evitar sentirse fascinados.
Y empezamos a hacer ver que éramos el diablo. Se puso unas cuantas ramas en el pelo y se pintó los labios mucho más anchos. Yo empecé a corretear por Pine Street actuando como el diablo, Ida con los brazos extendidos, Ida y yo haciendo todos los sonidos imaginables.
Al poco no había un solo chico en la calle. Ni tampoco adultos.
—Los padres están más asustados que sus hijos —dijo Ida—. Dios bendiga al diablo. ¿Qué haríamos sin él?
Subí corriendo por Pine Street, por Chinatown, y luego hasta la mina de Merrillee, en donde Ida me dijo que parara. Atisbé por entre los botones del abrigo. Debajo, los hombres habían dejado de trabajar y nos observaban.
—Les asusta su propia sombra —me dijo Ida—. Nos miran como si la muerte se acercara para llevárselos.
»Dentro de poco recibiré la carta de la Oficina del agrimensor del estado de Idaho, y voy a construir un prostíbulo en el que vosotros, bastardos, podréis follar hasta dejar vuestras pequeñas pollas en carne viva. Ahora tenéis una sociedad que os procura algo de consuelo.
Ida dejó escapar un grito de júbilo y yo, dándome la vuelta sobre los talones, salí corriendo de allí como el diablo. Corrí y corrí, dejando que mis pies fueran solos.
Antes de darme cuenta, mis pies se encontraban en el cementerio. En cuanto Ida se dio cuenta de que estábamos en el cementerio, lo que hacíamos dejó de tener gracia y quiso volver de inmediato a su celda.
Pero como yo era los pies, y los pies querían ir a ver las tumbas, eso fue lo que hicimos.
Si los ojos de Ida no querían ver, supuse que podía cerrarlos.
Ulysses, Virgil, Homer y Blind Jude, juntos en fila.
Ellen Finton y Gracie Hammer.
Las manos de Thord Hurdlika.
Alma Hatch, Amada amiga, y las piernas de Ida junto a Alma Hatch.
Los muslos de Ida en torno a mi cuello. Pensé que acabarían por exprimirme la cabeza. A Ida nunca le había gustado perder el control, y allí estaba conmigo, que ahora era sus piernas y no hacía lo que se me había pedido.
No sabía cuánto tiempo más podría respirar. Pero seguí allí, con Ida frente a las tumbas para que viera, para que mirara a sus muertos.
Estaba a punto de venirme sobre las rodillas cuando Ida me soltó.
Y entonces Ida empezó, la primera vez que la veía llorar desde la noche en la cocina cuando volví de Fort Lincoln; lloraba con fuerza, creo con más fuerza de lo que ha llorado nunca nadie, lloraba con la misma fuerza que podía poner a la hora de reír, beber o follar.
Cuando hubo terminado, Ida se bajó de mis hombros y nos sentamos en las tumbas.
—¿Recuerdas algo de cuando Dellwood y yo te llevamos de vuelta al cobertizo? —le pregunté.
—Nada.
—Sabes lo que él te hizo, ¿no es cierto?
—¿Dellwood? —preguntó.
—Dellwood —repuse.
—Me cortó las piernas.
—Más que eso —le dije, y le conté el resto de la historia, cómo Dellwood succionó su fiebre y después fue incapaz de expulsarla.
Ida me apartó de ella.
—No quiero oírlo, Cobertizo —dijo a continuación—. Hay ciertas cosas que es mejor no mencionar. O sea que no las digas. Prefiero no oírlas.
—Pero Dellwood…
—Dellwood está muerto —dijo Ida—. Igual que Alma y los demás. Nada va a hacer que vuelvan. Así fueron echadas las cartas. Elegimos mal, jugamos mal nuestra mano. Ahora todo lo que podemos hacer es mantener nuestras promesas, mantenernos limpios y mantenernos vivos.
—¿Has pensado alguna vez que la mano mala era la mano buena, Ida?
—No —dijo Ida—. Y ahórrame toda esa basura sobre Dellwood Barker. Eso es algo bueno… no tener que escuchar más a ese lunático.
—No te creo. Estás mintiendo, cubriéndote, del mismo modo que mientes sobre mi hermana gemela.
—Sí, sí, sobre tu hermana gemela —dijo, escupiendo las palabras como una serpiente de cascabel—. Como aquella vez que me pediste que nunca mencionara a tu madre delante de Dellwood Barker. Nunca lo hice. Y también evité que Alma Hatch lo hiciera. Y eso tienes que agradecérmelo, Cobertizo. Y eso es algo que sabes malditamente bien.
—Sabes que ha muerto, ¿verdad?… Dellwood Barker… muerto por salvarte la vida.
Ida me abofeteó con fuerza. Siempre había golpeado bien.
—¡Cállate, cállate y cállate! —gritó Ida—. Me debes demasiado para hablar así. ¡Es imposible que sepas cuánto me debes!
Me senté con la bofetada en el rostro durante un buen rato.
—No tienes por qué ser siempre fuerte, Ida.
—No se puede ser de otro modo.
»Lo acabado, acabado está —añadió Ida—. Lo hecho, hecho está. Ahora hay que mirar hacia el futuro.
Después de eso no volví a discutir con Ida, no intenté que viera las cosas.
Nunca hablamos de Alma Hatch, de Dellwood Barker, de los Hermanos Wisdom; no volvimos a hablar nunca de los muertos.
Ida Richilieu era toda la familia que me quedaba. Y es que así era ella.
Lo que sucedió a continuación fueron estas dos cosas… el mismo día y una detrás de otra:
Ida Richilieu recibió la carta de la Oficina del agrimensor del Estado de Idaho.
Los mormones clavaron sus carteles en la puerta de la oficina de correos.
Estimada Miss Ida Richilieu,
Según nuestros archivos, la propiedad en cuestión de Excellent, Idaho, en la que se encontraba el Indian Head Hotel antes del fuego del 4 de julio de 1905 (Pine Street, Sección 5, Solar Número 1, de 70 m X 155 m) nunca ha sido escriturada a ningún particular. En otras palabras, siempre ha sido propiedad del Estado de Idaho, hasta hace poco tiempo.
La venta de dicha propiedad a la Iglesia de Jesús de los Santos del Ultimo Día se cerró el 25 de abril del presente año.
En investigaciones posteriores nuestros archivos muestran que la única propiedad escriturada a nombre de Richilieu, Ida, es Pine Street, Sección 4, Solar Número 2 (10m X 17m), solar adyacente al límite sur de la Sección 5, Lote Número 1 y al norte de Hot Creek.
La tierra de Ida era propiedad de los mormones. La única posesión de Ida era la tierra que rodeaba al cobertizo.
—¿Puedes probar que la tierra te pertenece? —le pregunté a Ida.
—La escritura era clara y precisa —repuso Ida—. Se quemó con el resto del Local de Ida.
El cartel en la puerta de la oficina de correos estaba impreso en papel blanco con letras negras de molde. Eso es todo lo que pude ver.
Pero sabía lo que decía el cartel: más problemas interponiéndose.
Arranqué el cartel de la puerta y observé cómo mis pies cruzaban Pine Street hacia la celda de Ida.
«Apertura oficial de la Refinería William B. Merrillee», leyó Ida. «Con la presencia de William B. Merrillee en persona», leyó Ida. «Desfile: la banda de marcha de Mountain Home; caja social», leyó Ida. «Reunión de rezos y picnic en el nuevo emplazamiento de la iglesia», leyó Ida. «Sermón pronunciado por William B. Merrillee en persona», leyó Ida, «y fuegos artificiales. Todo el día 4 de Julio».
A la mañana siguiente, los mormones empezaron a levantar una carpa de color naranja en el lugar donde antes se había levantado el Local de Ida. Los mormones corrían por todas partes, colocando carteles, limpiando, pintando, fregando, cantando alabanzas al Señor, sonriendo, diciendo «Buenos días hermano Tal y Cual», «Buenas tardes, hermana».
Colgaron un letrero que atravesaba Pine Street desde la oficina de correos hasta el pino muerto —lo suficientemente grande como para que mis ojos pudieran leerlo— en letras doradas perfiladas con verde: ¡Bienvenido Reverendo William B. Merrillee! ¡Dios Bendiga nuestra mina de oro!
—Te dije que esos mormones estaban tramando algo —me dijo Ida—. ¡Puñado de consentidos negociantes asesinos desfilando como una religión! No me extraña que se muestren tan activos. Los únicos momentos en los que un mormón da algún signo de vida es cuando compra más propiedades o puede sacar un buen porcentaje.
Y a continuación:
—Te humillan y luego te insultan. ¡Primero te tiran al suelo y después te patean! Pero ya verás. Todavía no han acabado conmigo. Aún guardo algunos ases bajo la manga. Ya verás —dijo, antes de añadir—: ¡Naranja! —Y a partir de ese momento ya sólo repitió esa palabra.
¡Naranja!
Ida maldecía el color naranja sin parar, sentada en la celda, su voz flotando por todo Excellent mientras esos mormones levantaban la carpa anaranjada.
—Naranja, el color más feo en la verde tierra del señor. No es el color de nada natural.
»¡La tienda tendría que ser dorada! William B. Merrillee no soñó con naranjas: soñó con oro.
Pero no importaba cuánto maldijese Ida. En menos de dos días esa gran carpa de color naranja se levantaba justo delante de la puerta del cobertizo. Cuando el sol daba contra ella por las mañanas o las tardes, las cosas tenían un aspecto de fuego forestal.
El día que William B. Merrillee llegó al pueblo fue el mismo día que Ida se convirtió en Ida Pata-palo. Fue el sábado cuatro de julio, un año después del día en que los Hermanos Wisdom fueron asesinados y el Local de Ida arrasado por las llamas.
Providencia: un sonido.
Cuando me desperté, escuché sonido de música. Miré por la ventana del cobertizo. Todo lo que podía ver era color naranja, por lo que salí, me tumbé en el suelo y alcé la tela anaranjada de la carpa. Dentro de la carpa estaba la banda de música de Mountain Home.
Mountain Home Marching Band en letras amarillas en la espalda de sus brillantes camisas verdes.
Me lavé la cara en Hot Creek, y cuando llegué a la celda de Ida, Doc Heyburn estaba allí con las patas de palo de Ida y los dientes postizos.
—Los he pedido por catálogo —dijo Doc Heyburn.
—¿El catálogo de Sears and Roebuck? —pregunté.
—No. Un catálogo médico especial —dijo Doc—. He llegado esta mañana en la diligencia de Boise. Tuve que ir allí a recogerlas.
—¿A qué hora empieza el desfile? —preguntó Ida.
—Está previsto que empiece a las once —dije.
—Doc, ¿crees que habrás terminado de colocarme las patas de palo y los dientes antes de las once? —preguntó Ida.
—En principio sí —repuso el doctor.
Estaba arrodillado en el suelo con los muñones de las piernas de Ida Richilieu a la altura de los ojos; Ida estaba sentada en la cama con sus bragas de mormón.
—Esto no me gusta un pelo, Ida —dijo el doctor—. Caminar con estas cosas lleva tiempo y práctica. Al principio tendrías que limitarte a caminar por la celda… no hablemos por tanto de salir al pueblo, tal como planeas. No me gusta. Tus piernas todavía no se han fortalecido.
—William B. Merrillee no es el único gallo del corral —dijo Ida—. Ida Richilieu también está aquí, y camina.
—Podemos subirte a Teruteru o Abraham Lincoln fuera de la cárcel para que puedas ir montada al desfile —le dije.
—Voy a caminar, Cobertizo. ¿Me has oído? Voy a caminar por entre esa muchedumbre. Voy a caminar por mi pueblo —dijo Ida—. Ahora ayúdame a sacarme estas bragas de mormón, dame el vestido blanco y las enaguas y el sombrero de paja con la cinta de seda, y cuando Doc haya terminado, ayúdame a ponérmelo todo.
Le recogí el pelo a Ida mientras se sentaba en el tocador con las piernas extendidas para que el doctor pudiera ponerle las patas de palo.
Era como ensillar un caballo. Primero Doc afeitó las piernas de Ida hasta medio muslo, luego cubrió los muñones con una capa de suave tela. Presionó las patas de palo contra los muñones. Sostuve cada pata de palo con fuerza contra el muñón, mientras Doc cortaba largas tiras de adhesivo blanco y enrollaba el adhesivo en la pata de palo y después en la pierna de Ida.
Luego las tiras de cuero unidas a las patas de palo, que encajaban como una brida en las piernas de Ida. Doc deslizó la brida y tensó la pieza en lo alto. Durante esa parte —tensar la brida— Ida tenía que sostener sus piernas en el aire, y lo hacía sin ropa interior.
Doc Heyburn sudaba.
Ver a Ida con las piernas en el aire y al doctor sudando encima de ella me hizo reír, como también hizo reír a Ida… que de reírse en esa posición acabó tirándose un pedo. Eso hizo que también Doc se pusiera a reír.
—Vosotros dos estáis locos —dijo Doc—. Siempre lo habéis estado. Y sigo sin saber cómo vais a caminar sobre piedras, barro y polvo, por no hablar del entarimado que hay delante de la oficina de correos, llena de agujeros.
—Porque tengo ayuda —dijo Ida—. Te tengo a ti a un lado, Doc, y a Cobertizo en el otro. Dos apuestos y robustos hombres como vosotros… ¿qué más necesito?
Los dientes postizos eran de madera y el doctor los tuvo que afilar para que encajaran. Ida abrió la boca y Doc se puso a horcajadas sobre ella y empujó los dientes. Las encías de Ida sangraron y no podías ver el aspecto de los dientes a causa de la sangre.
Cuando finalmente dejó de sangrar, Ida nos sonrió.
Parecía como si tuviera dos trozos blancos de madera encajados entre los dientes.
Ayudé a Ida a ponerse su vestido blanco, las perlas y la boa de plumas, y su sombrero de paja con la cinta de seda.
Ida respiró profundamente, se dio impulso para bajar de la cama y por primera vez se sostuvo sobre sus patas de palo. Al principio se tambaleó un poco pero no quiso que le echáramos una mano.
Toda adornada, Ida tenía un aspecto terrible, pero había algo en ella que te hacía sentir bien.
—¿Qué hora es? —preguntó Ida.
—Las diez y media —dijo Doc.
—¿Has colocado las sillas en los escalones? —me preguntó Ida.
—Sí —repuse.
—Perfecto, pues que empiece la función.
Ida me cogió del brazo, cogió a Doc Heyburn del brazo y los tres salimos de la celda, al día radiante; Ida caminaba envarada, limitándose a colocar una pata de palo delante de la otra, paso a paso, con la cabeza bien alta y un único propósito.
El pueblo estaba irreconocible. Todos estaban vestidos con sus mejores galas y caminaban de aquí para allá animados y sonrientes. Podías oler el aroma de la comida cocinándose por todas partes. Pasteles de manzana, pasteles de calabaza, pasteles de ruibarbo, pavo y relleno, patatas dulces y naranjas exprimidas, patatas en salsa. Asado de alce y lo que quisieras.
Ida abrió un camino por entre la muchedumbre.
Miraras adonde miraras, alguien hablaba a otro de ella. Los caballeros se llevaban la mano al sombrero. Las mujeres apartaban los ojos, pero antes o después acababan por mirar. Se paraban en seco sobre el sitio y miraban.
El sol resplandecía a través del sombrero de paja de Ida. Puede que fuera por el estado de mis ojos, pero creo que no. Ida estaba más hermosa que nunca. El sol rosado sobre la piel de su rostro, sobre la piel de sus esqueléticos brazos, sobre su cuello. Ida toda vestida de blanco: una virgen, tersa y fresca como una poza en agosto.
La gracia y la belleza en mi vida.
Gloriosa, Ida Richilieu; había pasado de ser una vieja tullida y esquelética, con dientes de madera, a lo que ahora veía a mi lado.
Una mujer tiene su orgullo.
Bajamos por Pine Street, pasamos por delante de la oficina de correos, de la bandera americana, del lugar en donde Billy Blizzard había disparado a su caballo; pasamos por delante de donde estuvo plantado Dave el Maldito con la polla al aire entre risas, el cuerpo atravesado de convulsiones, del lugar en donde los Hermanos Wisdom habían parado por primera vez la carreta y el mulo, del abrevadero en donde habían muerto Ellen Finton y Gracie Hammer; pasamos por delante del comercio de Stein y del colmado de North.
Ida: el desfile.
Caminamos hasta el lugar en donde Ida me había dicho que pusiera las sillas —junto a los escalones de madera enfrente del Local de Ida—, tres sillas, justo debajo del pino muerto. Ida se sentó enmedio, yo a un lado, Doc Heyburn al otro, las patas de palo recogidas debajo del vestido.
Una delgada línea de sangre fluía por debajo de las faldas de Ida.
Le pasé la botella a Ida. Dio un prolongado sorbo, se secó la boca y siguió sonriendo.
Cuando le ofrecí un trago a Doc Heyburn, se bajó del carro mormón y también dio un trago. Y luego otro.
El desfile no empezó hasta las doce y media, y empezó en un extremo de Pine Street para concluir en el otro. Nunca he visto a tanta gente congregada en Excellent, Idaho. Todos arreglados como en domingo. Tybo limpios por todas partes.
Hasta el viejo Temporada de Caza Rooney estaba en el pueblo. Ida me dijo que me seguía la pista, que se dedicaba a escudriñarme. Saludé hacia donde Ida me dijo que estaba el sheriff y le envié un gran beso desde el otro lado de Pine Street.
Cuando empezó el desfile, primero pasó la banda de marcha interpretando una de esas canciones americanas, y después una carreta llena de gente saludando.
—Apuesto a que William B. Merrillee va en esa carreta —dijo Ida, mirándome a mí y luego al otro lado. Yo entorné los ojos pero no pude ver nada.
Luego pasaron unos niños caminando juntos y cantando, y una pareja de vaqueros a caballo.
En eso consistía el desfile. Dada su poca duración, doblaron por Chinatown y volvieron a bajar por Pine Street atravesando de nuevo el pueblo.
Tras eso, todos entraron en la carpa de color naranja y se quedaron allí dentro todo el día.
—¿Y a esto lo llaman desfile? —preguntó Ida—. He visto funerales mejores.
Cuando Doc y yo devolvimos a Ida a su celda, estábamos todos borrachos. Doc Heyburn se cayó en el arroyo y yo tropecé con un edificio que no había visto. Menos mal que venía Ida con nosotros, ya que de lo contrario nunca habríamos vuelto.
Cuando esa tarde me desperté, los mormones seguían cantando en la carpa anaranjada. Yo estaba en la cama de Ida con el doctor —el doctor seguía en otro mundo.
Ida estaba sentada en su tocador, todavía con su vestido blanco y el sombrero, sus patas de palo y los dientes postizos. Se contemplaba en el espejo mientras bebía whisky de un vaso, se contemplaba mientras fumaba.
—Esta tarde te he visto realmente hermosa —le dije.
—¡Oh! La humanidad, Cobertizo —repuso Ida—. Tienes que hacer que te revisen la vista.
Fui al río, hasta el nido, salté desde la gran roca al agua cristalina azul verdosa. Nada mejor para una resaca. Nadé en el agua cristalina azul verdosa. Mis ojos: mundo submarino no muy distinto al mundo fuera del agua. Luz desplazándose en la oscuridad. Tiritando bajo el sol.
Cuando volví al pueblo, los mormones seguían en la carpa de color naranja. Me pregunté qué tendría que decir el tal William B. Merrillee sobre Dios, por lo que me acerqué hasta la carpa, pero no pude oír nada.
Entré en la carpa de color naranja.
En la carpa anaranjada hacía más calor que en los hornos del infierno. Un hombre hablaba desde lo alto del estrado.
—¿Ese es William B. Merrillee? —le pregunté al hombre que estaba junto a la puerta.
Asintió con la cabeza y se llevó un dedo a los labios.
Por lo que mis bizqueantes ojos podían ver, William B. Merrillee era un hombre grande con barba. Llevaba un traje y hablaba sobre no sé qué; musitaba acerca de profetas y sacerdocio. Pero en cuanto pronunció pecado, infierno, condenación eterna y fuego, un escalofrío me recorrió el cuerpo —desde las uñas de los pies hasta los pelos— y antes de darme cuenta, mis pies salían de la carpa color naranja, seguidos del resto de mi cuerpo.
Los cánticos pararon después del crepúsculo. Las familias de mormones salieron de la carpa color naranja y se sentaron a comer, una lámpara de keroseno en cada mesa, con la comida servida y el buen olor extendiéndose hasta Gold Bar.
Le pregunté a Ida si quería que cocinara algo para cenar, pero Ida no quería cenar.
—Opio —dijo Ida.
Cuando salía por la puerta, Ida me llamó por la ventana.
—Tú y yo nos vamos mañana a Boise en la diligencia —dijo Ida—. Vamos a hablar con el gobernador en persona acerca de esos mormones que me han robado mis tierras, y no saldremos de su oficina hasta ver algo de justicia inteligente, hasta que me hayan devuelto mi tierra.
Conseguí el opio del doctor Ah Fong, y volvía a ver a Ida cuando el olor a comida del picnic de los mormones se apoderó de mi nariz.
La banda de música de Mountain Home, con sus camisas doradas y verdes, apartaba sus instrumentos de viento y percusión para poder comer. El sol estaba bajo y la luna alta, creciente.
La luna tiene las pelotas llenas en julio.
Las mesas estaban dispuestas fuera y dentro de la carpa, los bichos volaban en torno a las lámparas de keroseno, y las familias cenaban. La noche era cálida y se oían los juegos de los niños y las conversaciones de la gente: cientos de personas sentadas a las mesas, comiendo y conversando.
Me volvieron a entrar ganas de ser mormón.
Pero entonces escuché el piano de Ida y a Ida cantando su canción, que flotaba por encima de todo, sobre los mormones sentados juntos a las mesas… iguales que la demás gente, seres humanos, limpios y endomingados en sus círculos de luz, con sus esposas, con sus maridos, con sus niños, con sus hermanos y hermanas, con sus primos, tíos y tías, con sus abuelos, con sus madres y sus padres; su comida, su familia, su religión, en el crepúsculo.
Ven a dar un paseo en mi aeroplano y visitaremos al hombre en la luna.
Mis ojos no necesitaban ver la expresión de sus rostros: para ellos Ida Richilieu no era simplemente una prostituta. Era una mujer sola, sin hijos, en un momento del día cuando estamos más solos que nunca, cuando tenemos ganas de acariciar, de abrazar a ese otro que forma parte de nosotros antes de que llegue la noche.
Ida Richilieu no era simplemente una prostituta.
Era la oscuridad de ellos.
Para ver la luz se necesita la oscuridad.
Mis pies salieron del pueblo, bajaron por Pine Street, caminaron hacia donde la luna brillaba más; la canción de Ida, mi único propósito.
Me encontraba en algún lugar en las proximidades de la mina de William B. Merrillee cuando mis ojos vieron interponerse el problema: un hombre que caminaba hacia mí a la luz de la luna. Lo primero que pensé fue que se trataba del diablo.
Entonces vi el resplandor de un cuchillo.
Me tiré al suelo y rodé, volví a ponerme en pie y rogué a mis ojos que vieran, a mis oídos que oyeran.
El hombre encendió un fósforo y se lo llevó al rostro. Escudriñé. Entonces el Maldito Perro vino corriendo hasta donde me encontraba y se puso a dar brincos.
—Dave el Maldito, ¿se puede saber qué diablos haces? —pregunté.
Dave el Maldito encendió otro fósforo. Tenía el rostro lleno de contusiones y sangre en la camisa. Movía los labios frenéticamente. Encendió otro fósforo y Dave el Maldito me mostró su mano abierta.
En su mano había un dedo humano. En el dedo, un anillo. Dave el Maldito encendió otro fósforo. Acercó el dedo y el anillo a mis ojos.
Había visto ese anillo antes.
Dave el Maldito movió la boca y las palabras salieron. Sus palabras fueron «Billy Blizzard».
Corrí a la luz de la luna, bajo la luna que se llenaba en las pelotas, por la oscuridad, hasta los círculos de luz de keroseno en las mesas, más allá de la banda de música de Mountain Home tocando polkas; mujeres bailando con mujeres, hombres con hombres.
Providencia: un sonido.
Fuegos artificiales explotando alrededor.
Pasé corriendo junto a la carpa color naranja, por delante del cobertizo, por Hot Creek, llegué hasta la ventana de Ida.
Por la ventana mis ojos pudieron ver la mano vendada. Vi las patas de palo de Ida en el aire, el vestido blanco arrugado, levantado, y a él arqueado sobre ella.
Cuando volví a respirar ya estaba en el interior de la celda. Lo sujeté en el momento en que eyaculaba. Lo agarré del pelo. Tiré de él hacia atrás. Coloqué mi cara contra su cara, frente contra frente. Mis dos ojos en su ojo izquierdo.
Mis ojos no daban crédito a lo que veían.
Era Billy Blizzard.
Era el diablo.
Billy Blizzard era un hombre grande, grande como yo. Cuando me golpeó, mi cuerpo salió volando contra el piano, que soltó un chirrido como la música de Dellwood Barker. Billy Blizzard me arrojó la luz rosada, que me golpeó en la cabeza. Cristal roto y keroseno. Me puse a esperar el fuego. El había vuelto a arquearse sobre Ida.
—Pecado, infierno, condenación eterna y fuego —repetía Billy Blizzard.
Volví sobre él pero tropecé con algo. Era Doc Heyburn. No podía decir si estaba muerto o borracho.
Cogí la silla de tocador de Ida, la levanté en alto y la dejé caer con todas mis fuerzas sobre la cabeza de Billy Blizzard. La silla se rompió.
Billy Blizzard se volvió y me miró antes de caer.
Corrí hasta donde se encontraba Ida. Vi que tenía las manos atadas al armazón de la cama. Empecé a desatar la cuerda pero vi que tenía la boca taponada con la boa de plumas. Le saqué las plumas de la boca. Se puso a toser. Cuando la desaté, Ida me abofeteó con fuerza y me mordió la mano, pensando que yo era él.
—Ida, soy yo, Cobertizo —le grité mientras intentaba sujetarla—. Soy yo, Cobertizo, Ida, Ida, ¿no sabes quién soy?
Billy Blizzard me clavó su cuchillo en la pierna. Me volví a tiempo para ver la hoja resplandeciendo de nuevo; me aparté rodando y la hoja se clavó en una de las patas de palo de Ida. Billy Blizzard intentaba arrancar la hoja de la madera. Lo golpeé con todas mis fuerzas. Cayó de espaldas contra el espejo y lo rompió. Salté sobre Billy Blizzard, golpeándolo con los puños. Levantó sus piernas hacia atrás y, cruzándolas delante de mi cara, me arrojó de espaldas. Billy Blizzard se puso a golpearme tal como yo lo había golpeado. Luego empezó a darme patadas. Agarrándolo de un pie conseguí tirarlo. Rodamos por el suelo gruñendo, respiración y latidos de corazón. Oscuridad, no luz. Me levanté sin saber dónde estaba. Doc estaba de pie delante de mí, ofreciéndome el cuchillo. Billy Blizzard golpeó al médico por la espalda con la pata de una silla y lo derribó.
Billy Blizzard me embistió. Lo esquivé y me acerqué a él desde detrás empuñando el cuchillo. Billy Blizzard me agarró la mano, el cuchillo sólo a unas pulgadas de su corazón.
Mi pecho contra la espalda de Billy Blizzard, mis brazos rodeándolo, mi boca en su oreja, su sudor y el mío, mis ijadas apretadas contra su culo, mi mano en torno al cuchillo, la mano de Billy Blizzard rodeando mi mano, que rodeaba el cuchillo. Mi único propósito: el cuchillo en su corazón. Su único propósito: apartar el cuchillo de su corazón, clavar el cuchillo en el mío.
Una ráfaga de luz contra Billy Blizzard, arrojándolo contra mí, los pies sin tocar el suelo, los dos volando por los aires, contra la pared con fuerza. Dolor en la mano que sujetaba el cuchillo contra el corazón de Billy Blizzard.
La escopeta de Ida.
Golpeé el suelo, el cuerpo de Billy Blizzard aterrizó sobre mí, murió sobre mí; absorbí su sangre y su pesada muerte. Sólo oscuridad y la ráfaga de la escopeta.
Libre.
Sin Mueve Mueve no somos nada.
Poco a poco mis oídos escucharon el llanto de Ida y la banda de música de Mountain Home interpretando la canción americana que nos obliga a estar de pie.
Una vez más el olor a sangre en una habitación reducida.
Encendí una lámpara de keroseno de otra celda. La acerqué a Ida. Tenía el vestido blanco desparramado en torno a su triángulo negro, su agujero de mujer abierto y húmedo, las piernas extendidas como si fuera a dar a luz, gotas de Mueve Mueve, sangre, sudor cubriéndola, las patas de palo colgadas estúpidamente de las tiras de cuero. Ida sollozaba, apretaba contra sí la escopeta. Los dientes postizos torcidos en la boca, la nariz moqueando, Ida miraba fijamente, al techo, a la nada.
Le quité la escopeta con cuidado. Apreté mi corazón contra el corazón de Ida, respiración contra respiración, oh la humanidad en mis brazos. Me apoyé con fuerza en ella, metí la polla dentro de Ida Richilieu, en el vacío que Billy Blizzard había dejado. Puse luz en la oscuridad, Mueve Mueve dentro de Ida Richilieu, dentro de su agujero de mujer.
Dice la historia que a la mañana siguiente, la mañana del domingo, en el estrado de la carpa color naranja el sheriff Temporada de Caza Rooney anunció a la congregación que la noche anterior el Reverendo William B. Merrillee había sido asesinado a disparos por Ida Richilieu y su mestizo en la cárcel.
Los periódicos de Boise City y de Pocatello, así como algunos de lugares tan al sur como Salt Lake City, también daban la noticia: Ida Pata-Palo Mata Dirigente Mormón. Ida Pata-Palo y Mestizo Disparan a Profeta Mormón. Ida Pata-Palo Arrestada. Ida Pata-Palo y Mestizo Serán Procesados en Primavera.
Así es la gente. Tienen que hablar. No puedes evitar que la gente hable. Hablan y al poco tienes una historia.
Nadie escuchó mi historia.
Ni la de Dave el Maldito.
Ida no hablaba, seguía mirando el techo.
Doc estaba demasiado borracho. Doc no habló hasta una semana más tarde.
Pero a Ida Richilieu no la procesaron nunca.
Problemas de salud, dijo el periódico de Boise.
Pero la verdad es que Ida Richilieu estaba embarazada.
El sheriff Temporada de Caza Rooney, sheriff del condado y con un puñado de airados Santos de los últimos Días tras él, me arrestó por el asesinato de William B. Merrillee, pero no había suficientes evidencias contra mí. Doc Heyburn lo había visto todo, y en cuanto estuvo lo suficientemente sereno para contar la historia de lo que había visto, el sheriff tuvo que dejarme en libertad.
Le escupí en el rostro.
El sheriff Rooney me cogió la mano y me la estrujó mientras me decía que vigilara el culo porque antes o después acabaría con el culo entre las rejas.
—Por conducta perniciosa —dijo—, por obstruir a la justicia, por lo que me dé la gana encerrarte.
Ese sheriff todavía sigue intentando meter mi culo entre rejas.
Todavía no lo ha logrado.
Ida no volvió a hablar hasta el día antes de su muerte. Todo lo demás, sin embargo, siguió igual entre Ida y yo: seguimos bebiendo whisky y fumando hierba. Seguía consiguiéndole opio. Tenía buen apetito. De cuando en cuando la llevaba hasta los manantiales, sobre todo por la noche, cuando la luna no nos dejaba dormir y todo se reducía a respiración y latidos. Pero casi todo el tiempo Ida se lo pasaba tumbada en la cama mirando el techo y dejando que la barriga le creciera más y más.
Yo no dejé de hablarle. No he hablado tanto en mi vida como cuando Ida Richilieu estaba embarazada. Hablaba con ella y con el hijo que llevaba dentro.
Mi hijo. El hijo de Billy Blizzard.
No me importaba que no me contestara, y aunque echaba de menos sus maldiciones, sus gritos y lamentos, supuse que Ida Richilieu ya había hablado demasiado en su vida. Supuse que daba vueltas a algún problema en el que no había caído, y que necesitaba callar para poder hacerlo.
Una noche, mirando por su ventana, observando a Ida Richilieu en su círculo de luz contemplar la página en blanco que yo le había puesto delante, lo entendí todo.
Ida Richilieu había caído en ese lugar de su interior donde se encuentra todo. El mismo lugar al que fui a parar yo tras el disparo de Charles Smith. No era un lugar que ella pudiera señalar y decir: «Ahí estoy yo, ésa soy yo».
Estaba buscándose.
El primero de abril Ida dio a luz a dos gemelos: un niño y una niña.
Dave el Maldito y yo ayudamos a Doc Heyburn en el parto de Ida, trajimos vida a este mundo… olor a sangre y a vida en una habitación reducida.
Ida en su círculo de luz, un bebé en cada pezón.
Era uno de esos días perfectos de verano en las montañas de Idaho, cuando el aire es tal que no puedes decir dónde termina tu cuerpo y dónde empieza el mundo. Era de mañana y el sol lo embellecía todo. Crecían las sombras. Falsa-Montaña era grande y la piedra arenisca resplandecía contra un cielo color azul. Un pájaro blanco hacia arriba, volando.
Podías oír el río, hasta ese punto todo estaba calmo. Todo olía a humo de leña, a bosque de pinos, a huevos fritos, a carne y a café.
Yo estaba sentado en un retazo de luz de sol junto a la puerta de la cárcel, tomándome el café.
—Cobertizo —oí. Era Ida.
Entré en la celda. Los bebés estaban criando. Mis ojos supieron que Ida me miraba tal como me había mirado siempre antes de sumergirse en su interior. Esperaba que me maldijera, o que me pidiera que le consiguiera opio o eh, tú, ven aquí, chaval.
—Cobertizo, quiero que quemes los diarios —me dijo tal como solía decir las cosas, sin dejar opción para la más mínima discusión.
Pero yo se lo discutí.
—Que los quemes —insistió.
Hice una fogata delante de la ventana para que ella pudiera verlo. Arrojé los libros al fuego y Doc Heyburn, colocado donde Ida no podía verlo, los sacó de la fogata.
Más o menos todos los seres humanos del estado de Idaho, así como muchos de Montana y Utah, dos mujeres de Wyoming y un reportero de San Francisco asistieron al funeral de Ida.
Un rabino judío vino desde Boise City para enterrarla. Nadie le ofreció un lugar para pasar la noche, y puesto que en Excellent ya no había hotel, el rabino se quedó conmigo afuera en el cobertizo.
La gente lo miraba como si fuera una especie de lunático cuando empezó a hablar en esa lengua junto a la tumba. La tumba estaba en el sector del cementerio de Ida Richilieu, junto a la amada amiga Alma Hatch y las piernas de Ida.
Ida llevaba puesto su vestido azul, la boa de plumas, las perlas y la bisutería. Yo le recogí el pelo.
Después de que Dave el Maldito y yo conseguimos dormir a los bebés nos pusimos a beber. Dave el Maldito tuvo una erección y empezó a reírse, con lo que el Maldito Perro empezó a aullar… Doc también se puso a reír y yo ya no pude contenerme; era demasiado lacerante: me puse a reír; todos nos partimos de risa.
Fue Doc quien cogió uno de los diarios de Ida del montón y empezó a leerlo en voz alta. Era el diario del primer invierno que Ida había pasado en el Local de Ida. Mientras Doc leía, pude ver a Ida sentada en su habitación rosada escribiendo en su círculo de luz.
La mentira de Ida. Yo no tenía ni idea. ¡Oh! La humanidad, ni la más remota idea:
23 de diciembre de 1885. Esta mañana he encontrado a una mujer india arrebujada debajo de los escalones de la entrada. Tenía dos bebés envueltos en una bufanda. La he llevado a la habitación once. Los niños estaban congelados. ¡La mujer deliraba de dolor y tristeza por sus adorados niños! Le he dado whisky y se ha echado a descansar. Esa misma tarde me he sentado en su cama y hemos hablado. Habla un buen inglés. Criada y educada por mormones. He liado opio en un cigarrillo y nos lo hemos fumado. Al poco rato estaba dormida. No sé qué pasos seguir con ella a partir de ahora. Tal vez pueda quedarse a trabajar conmigo.
24 de diciembre de 1885. Nochebuena. Esta noche me he vestido como San Nicolás. ¡No he necesitado almohadas para resaltar la barriga! Ellen Finton ha preparado un ponche de huevo. En el bar se respiraba alegría. La india —dice que se llama Buffalo Sweets— estaba profunda y comprensiblemente deprimida por la muerte de sus hijos. Ha puesto la mano en mi estómago para sentir el bebé que crece dentro de mí. Ha llorado con tanta fuerza que me ha resultado difícil mantener la compostura.
25 de diciembre de 1885. Lo espero para dentro de poco. El feto ya ha caído y está muy bajo. Estoy segura de que será un varón. Feliz Navidad, feliz Chanukah.
26 de diciembre de 1885. Esta noche le he contado la historia de mi hijo a Buffalo Sweets. Hay ciertas cosas de las que uno no habla con otra gente —ciertas cosas que son privadas— pero esta noche me he sentido tan cerca de esta mujer y tan encariñada con ella que le he contado la verdad. El padre —estoy completamente segura— es sólo un chico de apenas catorce años pero más robusto y hermoso que ningún otro varón. Se llama Billy y tengo que reconocer que lo acompaña la reputación de ser un horrible canalla. Un día ese joven entró aquí cuando yo llevaba el vestido azul y nada más verlo me enamoré de él. Esta noche Buffalo Sweets —he decidido llamarla Princesa porque es una joven majestuosa— esta noche Princesa me ha dado un nombre indio para mi hijo. Lo ha escrito. Es Duivichi-un-Dua, y según me ha dicho significa «niño hijo de niño». Me parece un nombre precioso.
31 de diciembre de 1885. He dado a luz a un niño.
4 de enero de 1886. Princesa y yo hemos tomado una decisión. Ella se ocupará del niño. Billy, el padre, ha venido varias veces, amenazándome con asesinarme a mí y al niño si no me caso con él. El matrimonio está fuera de cuestión.
Princesa y yo nos hemos decidido por esta historia: mi hijo nació muerto. Encontramos a Princesa en la calle con sus gemelos, uno de los cuales —la niña— murió, mientras que el niño vivió.
Princesa ha prometido quedarse conmigo hasta que el niño haya crecido. Yo la ayudaré a criarlo y a educarlo. Pero él será, en lo que respecta al mundo, el hijo de Princesa.
Nunca volveré a hablar de esto y Princesa también ha jurado mantener el secreto. Hemos hecho una promesa solemne. Ésta es la única constancia, y será mantenida bajo llave y quemada sin que nadie la haya leído en el momento de mi muerte.