Lo primero que llamaba la atención en Fort Lincoln eran los árboles. Grandes y viejos árboles altos que se levantaban en fila uno al lado del otro igual que las farolas de Owyhee City. Los árboles discurrían a cada lado de una carretera, y la carretera llegaba hasta un edificio de ladrillo de dos pisos, y el edificio era una escuela. Princesa y yo empezamos a subir por el centro la carretera arbolada, con el viento haciendo hablar a las hojas de los chopos de modo parecido a como hablaban los álamos de Excellent. Pero había algo que no marchaba. Detuve a Princesa, miré alrededor y me puse a escuchar. Princesa también lo oyó.
Los árboles parecían asustados.
Se apretaban juntos en el centro de un vacío. A ningún árbol en su sano juicio se le habría ocurrido jamás crecer en un lugar semejante… a no ser que los hubieran forzado a ello… y supuse que forzados a ello se habían agrupado lo mejor que habían podido, como una familia, levantándose orgullosos y altos, proyectando sombra en un desierto que carecía por completo de ella. Las farolas que se levantaban en hilera una dos tres cuatro cinco una detrás de la otra no era un problema, pero cuando los árboles se comportaban de esa forma era que tenía que haber algo que no funcionaba.
Cuando miré al edificio también me asusté. Se parecia más a un castillo que a una escuela: ventanas con barrotes y una verja de hierro en la puerta principal. Sobre la puerta, en la piedra, se leían las palabras: Academia Saint Anthony.
En la parte trasera de la escuela había más árboles en hileras. Cuando di la vuelta a la esquina, mis ojos vieron algo y no supieron decirme qué era. Se trataba de gente —mujeres, creo— vestida de negro con almohadas rígidas en las cabezas.
Había tres Mujeres Almohada. De no tener un aspecto tan cómico bien podrían haber sido diablos. Una de ellas estaba de pie en el umbral. Las otras dos se encontraban más cerca de mí, cada una acompañada de un grupo de niños.
Cuanto más miraban mis ojos más cosas veía aparte de las Mujeres Almohada. La primera Mujer Almohada estaba con niñas indias y la otra Mujer Almohada estaba con niños indios.
Cuando vi a las niñas indias y a los niños indios, desapareció el temor de mi corazón y mi corazón empezó a latir de otro modo. A mis ojos les costaba ver porque lo que yo veía eran mis primeros indios reales… veía por primera vez al pueblo de mi madre.
Las tres Mujeres Almohada siguieron en su sitio. Si me vieron, hicieron como si no. La que estaba con las niñas miraba a las niñas. La que estaba con los niños miraba a los niños. La que estaba en el umbral de la puerta los miraba a todos.
Las niñas indias se encontraban a ambos lados de algo que se tensaba entre ellas, y se pasaban una pelota de aquí para allá, sin que tocara el suelo.
Los niños indios estaban en fila y esperaban turno para chutar una pelota que otro niño indio devolvía rodando por el suelo. Por lo visto, tenías que chutar la pelota y salir corriendo. Otros niños intentaban atrapar la pelota, o golpear al niño que corría con la pelota.
Antes de ser mayor, yo también tuve una pelota. Era más pequeña que las pelotas de las niñas indias y los niños indios. Mi pelota era roja, blanca y azul. Una mañana me desperté y había desaparecido. Supuse que uno de mis clientes se la había llevado.
Mis ojos tardaron un rato en percibir lo que faltaba. Las niñas indias estaban en sus sitios, como las Mujeres Almohada. Los niños indios estaban en fila. Devolviendo la pelota, chutando la pelota.
Lo que faltaba era lo que mis oídos no oían.
Iban todos vestidos igual. Todas las niñas con el mismo aspecto. Todos los niños con el mismo aspecto. Chicos que eran fotografías de chicos. Todos ellos la misma niña o el mismo niño. No correteaban, no saltaban y gritaban, no se reían.
Princesa y yo seguíamos observando desde nuestro emplazamiento. Los árboles en hileras y el edificio de ladrillo rojo con barrotes en las ventanas y las niñas indias estaban en sus sitios y los niños indios estaban en fila y la primera Mujer Almohada vigilaba a las niñas y la otra a los chicos, y entonces, la Mujer Almohada del umbral que lo observaba todo levantó una campana que tenía en la mano y la hizo sonar veinte veces. Yo no era el único que contaba porque al quinceavo toque, todas las niñas indias, todos los niños indios se volvieron hacia la puerta y caminaron, las niñas a la derecha, los chicos a la izquierda, entrando en la Academia Saint Anthony.
Princesa y yo salimos de allí, pasamos ante una iglesia castillo mayor incluso que la escuela castillo, con una alta torre y una gran cruz en la torre, y también rodeada de árboles alineados. Al poco nos encontrábamos en lo alto de una ladera que bajaba hacia el otro lado.
Allí estaba: Fort Lincoln. Sabía que se trataba de Fort Lincoln porque era tal como me lo había descrito Dellwood Barker: «Cinco edificios que miran hacia todos lados en busca de una población».
No se veía un solo árbol allí abajo, o un río o cualquier otra cosa. Sólo los cinco edificios, sus sombras, las vías del ferrocarril, una gran nubareda de polvo y el viento de Idaho.
Princesa no quería acercarse más. La verdad es que yo tampoco, pero tras una pequeña charla, terminamos por seguir adelante. El corazón de Princesa palpitaba con la misma celeridad que el mío. Cuanto más nos acercábamos a los cinco edificios, más presente en el aire estaba un olor del que mi nariz no sabía nada. También se oía el sonido —muy de cuando en cuando— de una voz aguda, tal vez la de un niño, llorando. Di instrucciones a mi nariz para que siguiera oliendo y a mis oídos para que siguieran escuchando hasta que supieran exactamente de qué se trataba, y que cuando lo hubieran logrado me lo comunicaran.
El polvo venía de carretas, caballos y gente reunida detrás de un gran edificio de madera con el techo de chapa. Amarré a Princesa al poste que había delante de una cabaña de troncos con dos ventanas, una puerta en medio pintada de blanco y un largo porche con un alto escalón. En el rótulo que había encima de la puerta podía leerse: Comercio Gubernativo.
Apoyé mi cabeza en el costado de Princesa y tuve otra pequeña charla con el caballo: le dije que no tardaría en volver y que no se preocupara por mí. Me colgué a la espalda el rifle automático del calibre 22 de Dellwood Barker con su vaina de cuero y caminé hacia el polvo, hacia la muchedumbre.
Debía de haber cientos de personas —indios— de pie en el polvo de la calle, al sol. No había una sola sombra. Todos miraban al mismo sitio: el gran edificio de madera con techo de chapa y un letrero en el que podía leerse: Oficina de Reparto de Mercancías del Gobierno de los Estados Unidos. Y debajo de ese rótulo, otro rótulo: Zona de carga.
Al igual que con los niños en el castillo escuela, mis oídos me dijeron que el sonido de una muchedumbre esperando en una calurosa calle no era el sonido de una muchedumbre. Sólo el miedo suena así. Y luego estaban los lamentos, que venían de no sabía dónde.
Me pregunté quién habría muerto. Olía como si todo estuviera muerto.
A caballo, en los extremos de la muchedumbre, se veían soldados de uniforme azul. También había soldados de pie en la zona de carga. Me recorrían con la mirada; a mí y al 22. Cuando los tybo te miran de ese modo, sólo puede ser por dos cosas: o bien porque su trayectoria sexual empieza a descontrolarse, o bien porque se están volviendo locos con la del otro. No era tanto que quisieran follarte como que tenían ganas de matarte. Con los hombres tybo no hay mucha diferencia entre follar y matar.
Cuanto más miraba a mi alrededor, más empezaban a ver mis ojos por qué me prestaban tanta atención los soldados. Llevaba puesta mi ropa nueva: mis botas nuevas y el sombrero nuevo que había comprado en Bliss Station. Era una cabeza más alto que el más alto de la muchedumbre, y tenía todo el aspecto de un vaquero, todo el aspecto de alimentarme con carne. Yo no era un perro apaleado. Conservaba los cojones y la inteligencia suficiente como para seguir siendo de una pieza. Tenía el aspecto de un ser humano que no es tybo: una visión insoportable para los tybo.
En su gran mayoría, los indios del pueblo de mi madre estaban vestidos con ropas tybo que no les quedaban bien. Las mujeres estaban envueltas en telas, totalmente cubiertas: sólo podías verles los ojos. Pero también había mujeres descubiertas —con la cabeza descubierta—, los trajes rasgados, las tetas colgando, borrachas, el suelo lleno de vómitos. Los hombres tumbados en el polvo de las calles hacían barro con lo que salía de ellos. Estaban cubiertos de moscas.
En un costado de la Oficina de Reparto de Mercancías del Gobierno de los Estados Unidos había una gran puerta abierta. Los indios entraban por la puerta, algunos con caballos de carga, un par con una carreta, pero la mayoría llevando sólo una cesta. Ni siquiera los bebés lloraban. Los bebés observaban las nubaredas de polvo desde las mochilas a espaldas de sus madres, o, desde los brazos de sus madres, miraban a sus madres del mismo modo que sus madres miraban la Oficina de Reparto de Mercancías del Gobierno de los Estados Unidos.
Me abrí camino por entre la muchedumbre hasta la puerta. Dos soldados con uniformes azules bloqueaban el paso. No me dejaron pasar de allí.
—No hasta que te llamen por tu nombre —me dijo uno— y nos enseñes la cartilla de racionamiento.
Cartilla de racionamiento: en Owyhee City el sheriff Blumenfeld me había pedido mi cartilla de racionamiento la noche que me metió en prisión.
Me aparté a un lado y me quedé cerca de la puerta. Podía ver el interior del edificio.
Un corredor entre dos zonas de carga recorría todo el edificio hasta una puerta abierta en el otro extremo. Las zonas de carga estaban más o menos a la altura del pecho. Desde una de las zonas de carga, un tybo de paisano gritaba órdenes a dos indios que acarreaban sacos, cajas y latas para los indios que esperaban en el corredor.
Uno de los soldados de la puerta gritó un nombre. La carreta de la familia que respondía al nombre entró en el edificio, en el corredor. Solía ser la mujer más anciana la que echaba mano de la bolsita de abalorios y, con mano temblorosa, mostraba al tybo la cartilla de racionamiento. Entonces les daban un saco de algo, una caja de algo, carne ahumada y latas de algo. Cuando la familia salía por la puerta trasera, llamaban al siguiente.
Me aparté de la puerta y volví caminando por entre la muchedumbre, a través de la gente de mi madre. Introduje mi cuerpo entre los suyos, olí su sudor aguardentoso y el cuero, introduje mi piel junto a sus pieles, dejé que mis manos rozaran las suyas.
Mis ojos en sus ojos izquierdos: nadie me devolvió la mirada.
No podían verme. Miré mi cuerpo. No había desaparecido.
—Día de Reparto —oí decir a alguien. Me volví y vi a un hombre. Llevaba el pecho descubierto, iba descalzo y se había atado sus calzoncillos largos con un trozo de cordel. Llevaba el pelo recogido en un pañuelo rojo. Su rostro era el de una persona mayor, pero su cuerpo se movía como el de un joven. Sostenía una bolsa de papel con una botella de la iba bebiendo. No me miraba. No supe si me hablaba a mí o no. En ese momento, todavía sin mirarme, me pasó la botella. El vino era dulce y olía como su aliento.
—Charles Smith —dijo.
—¿Cómo? —pregunté.
—Charles Smith —repitió, y adelantó una mano para recuperar la botella.
—Alguna gente me llama Cobertizo —dije—, y otra, no.
Di un trago y le devolví la botella.
Charles Smith dio un largo trago y el vino resbaló por las comisuras de sus labios. Se secó la boca con el antebrazo y eructó. El blanco de sus ojos no era blanco. Trastabilló ligeramente y recuperó el equilibrio.
—Una vez al mes como las mujeres —dijo—. Día de Reparto.
—¿Día de Reparto? —pregunté—. ¿Qué tipo de día es?
Charles Smith bajó la vista y me miró de lado antes de empezar a reírse.
—El día que nos dan de comer —repuso.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién os da de comer? —pregunté.
—América —dijo Charles Smith. Me pasó la botella—. ¿Quieres otro trago?
Cogí la bolsa y me acabé el vino.
—Busco a los búfalos —dije.
—¿Búfalos?
—Al menos los pocos que quedan.
—Podemos conseguir más vino —dijo Charles Smith—. Cuesta un dólar. ¿Tienes un dólar? —me preguntó.
—Un dólar es mucho dinero por una botella de vino —dije.
—¿Qué tipo de indio eres tú? —me preguntó Charles Smith, y dando un paso atrás me recorrió con sus enrojecidos ojos de arriba abajo—. Estamos en la reserva. Una botella de vino cuesta un dólar, y a veces más de un dólar. A veces, dos dólares. ¿Qué tipo de indio eres para no saber qué es el Día de Reparto? ¿Qué haces buscando búfalos?
No sabía cómo responder a Charles Smith sobre qué tipo de indio era yo, por lo que me limité a decirle:
—Tengo un dólar.
Siguió mirándome. Su ojo izquierdo me odiaba. Acto seguido me dijo:
—Sígueme. —Y lo seguí.
Volvimos a pasar por entre la muchedumbre, por entre esa gente que esperaba a que su campana sonara veinte veces, pasándose las botellas, esperando, sujetando con fuerza sus bolsitas de abalorios.
—¡Sam Disparo Certero! —aulló el tybo—. ¡Annie-En-Los-Bosques! ¡Benjamin Henry! ¡Moses Cara de Perro!
Caminamos hacia el norte y luego hacia el este, Charles Smith y yo, a lo largo de una carretera junto a otros indios, con sus cestas llenas para el mes, conduciendo sus caballos de carga, en carretas tiradas por mulas medio muertas. Al principio pensé que todos estaban tan borrachos como Charles Smith porque todos caminaban del mismo modo: como si sólo pudiera hacerse a ese ritmo.
Pero no estaban sólo borrachos. Estaban cansados e iban paso a paso, como si no fueran a poder dar otro paso más. El pueblo de mi madre había acabado así: en esta polvorienta carretera sin otra cosa que la fuerza necesaria para dar el siguiente paso. Y luego otro paso. Y uno más.
A medida que nos acercábamos a un edificio de piedra los gritos aumentaban en volumen y el olor se hacía más intenso. Charles Smith me dijo que era el matadero.
—Carne para los blancos —dijo.
Atajamos por un campo cubierto de hierba muerta y botellas de vino vacías, trepamos por una valla de madera y saltamos por el otro lado. Nos encontramos en una callejuela rodeada de corrales en los que se apilaba el ganado. Todas las vacas me miraban con ganas de hablar, con ganas de encontrar a un ser humano al que poder hablar, esperando. Una vaca se había enganchado uno de sus cuernos en la alambrada y, con la nariz en el suelo, bufaba con los ojos encendidos preguntándose el porqué. Otras vacas la empujaban. Alguien hacía restallar un látigo. Se cerró una puerta de rampa. Los animales cagaban mierda verde y líquida, acorralados, desgañitándose, camino del matadero, sin esperanza alguna de salir con vida.
También había otros animales encerrados en los rediles. Miré en uno de ellos, y en cuanto vi a los cerdos mi nariz y oídos terminaron por comprender. El olor que había notado era el de la sangre. Lo que había escuchado era a esos animales muriendo.
Charles Smith abrió una puerta metálica que daba al matadero y entramos. Mi cuerpo me dijo que no lo hiciera, pero lo seguí al interior.
En cuanto pisé el umbral recordé la ocasión en que disparé a un ciervo. Cuando corrí hasta el ciervo y lo vi yacer todavía caliente y muerto, le grité a mi madre «¡Seguro que matar no está bien!».
—Todos nosotros —me había respondido mi madre—, los de cuatro patas, los alados, los peces, los animales que se arrastran, los que andan sobre dos piernas, en realidad somos espíritus atrapados en nuestros cuerpos, rogando ser liberados.
En el interior del matadero mis labios pronunciaron la palabra «libre», pero libre no era la palabra que resonaba en mi corazón.
En esa época de mi vida ya había oído hablar del diablo: el aspecto que tenía, lo importante que era no decirle cómo te llamabas y cómo tus ojos lo veían de un modo mientras que tu corazón lo veía de otro; pero hasta ese momento, a pesar del asesinato de mi madre o de mi culo destrozado por Billy Blizzard, jamás había estado tan cerca del olor, del griterío, tan cerca del desvarío, que era como era el diablo.
Charles Smith me dijo que me quedara en la puerta, que no entrara más. El caminó por la habitación de rojos aullidos hasta una puerta por la que desapareció. Yo seguí en el matadero —todo mi ser allí: mis ojos, mis oídos, mi nariz, la piel intentando arrastrarse fuera de allí, los pies queriendo correr, la respiración bombeando en mi interior afuera y adentro, ¡mi corazón!
Indios en calzones, con los ojos muertos como los de un cerdo muerto, de pie en una rampa, descalzos sobre mierda de cerdo, atando una cuerda en torno a las patas posteriores de un cerdo, levantándolo, los chillidos del cerdo tal como los había oído a media milla de distancia… el cerdo intentando volver a ponerse derecho, achaparradas patas incapaces de trepar por el aire. Otro indio sobre una plataforma sosteniendo un cuchillo. Ojo humano sobre ojo porcino, clavó el cuchillo como un rayo de luz en las profundidades de la garganta del cerdo: el rojo, el olor del rojo, la sangre mortal salpicándole, salpicando al cerdo y cayendo al canalón, el canalón de la sangre. Cuando la sangre dejó de manar a borbotones, cuando sólo goteaba, el cerdo fue llevado, con la cabeza echada hacia atrás y la garganta abierta —una boca dilatada en un grito, demasiado abierta para cualquier corazón— hasta una mesa en la que otros indios troceaban, cortaban y destripaban, las pezuñas por una rampa, la cabeza por otra, las tripas por otra.
Se abrió otra puerta y arrastraron a otro cerdo entre aullidos, lo alzaron, el rayo del cuchillo entró a fondo en la garganta; en el grito de la garganta: la sangre.
Yo no podía seguir allí por mucho más tiempo. Mi estómago intentaba salir por la boca, y mi boca intentaba que mi estómago siguiera en su sitio. Sin darme cuenta mis pies me llevaron al cuarto en el que había entrado Charles Smith. Éste se encontraba junto a otro indio con su desnudo cuerpo cubierto de sangre. Escuché un disparo y mi cuerpo creyó estar muerto. Me dispuse a coger el 22 que llevaba a la espalda, pero en ese instante me di cuenta de que la muerta era una vaca, no yo. Me volví justo a tiempo de ver cómo la vaca, en la luz que venía de la ventana, caía pesadamente al suelo en una hermosa danza. Muerta en el suelo la vaca era sólo una masa de carne.
Libre.
Sin Mueve Mueve no somos nada.
En la esquina unos hombres tiraban de cuerdas. Vacas empujadas en mesas móviles, las cuatro patas estiradas al aire, el estómago apuntando al cielo. Deformes cabezas de vaca: torcidas y contraídas por la muerte, los ojos abiertos.
Los ojos, dije para mis ojos, no miran a esos ojos.
Había salido por la puerta trasera y estaba corriendo. Cogí mi cuerpo y lo arrojé al suelo, enterré la cabeza en el polvo, cogí polvo con las manos, sostuve polvo contra mi corazón, comí polvo.
Lo que había en mi estómago salió por mi boca. Rodé y me quedé tumbado en el suelo mirando al cielo, sobre el polvoriento marrón en el seco dorado mirando al azul. Rogué poder salir volando de este sueño, el sueño del diablo.
Pero no había posibilidad de salir volando. Sólo podía seguir tumbado y mirando.
Charles Smith salió por la puerta trasera en mi busca. No podía verme donde me encontraba. Anduvo por entre los corrales y dio la vuelta hasta llegar a la parte delantera del edificio.
No sabía si mi cuerpo me permitiría llegar tan cerca del matadero otra vez, pero así y todo me levanté, recogí el arma y empecé a caminar de vuelta.
Cuando rodeé el matadero me fijé en unas indias agrupadas en torno a un agujero en un costado del edificio. En ese momento vi una montaña de tripas desbordando el agujero en una masa sanguinolenta que se extendía sobre el suelo. Las mujeres se agacharon sobre las tripas y rápidamente empezaron a recogerlas con sus manos desnudas, brazos desnudos… el sonido que sus manos y brazos producían. Metían las tripas en cajas de madera, en sacos, en latas. Lo llevaban todo a las carretas y lo descargaban. Se oía el zumbido de las moscas. Las tripas se escurrían por entre las junturas de las carretas, tripas colgando hasta las ruedas, tripas en los ejes.
Charles Smith conversaba con una de las mujeres. Cuando ella empezó a hablar, señaló con su brazo sanguinolento en dirección a la Oficina de Reparto de Mercancías del Gobierno de los Estados Unidos. Observé cómo sus labios articulaban las palabras. No entendí una sola palabra. Y entonces dijo:
—Pluma de Búho.
Cuando Charles Smith me vio de pie a sus espaldas se acercó. Me dijo que estábamos buscando a Pluma de Búho. A un hombre llamado Pluma de Búho.
Cuando Charles Smith vio a Princesa atado al poste delante del Comercio Gubernativo, esbozó una amplia sonrisa: sonrió como probablemente había sonreído yo la primera vez que vi a Princesa.
Entonces, cuando caminé hasta Princesa y Charles Smith vio que Princesa era mi caballo, la sonrisa de Charles Smith se transformó en algo distinto.
—¿Dónde has robado el caballo? —me preguntó.
—No lo he robado —repuse—. Lo he comprado.
—Y una mierda —dijo Charles Smith—. Los indios no tienen tanto dinero. Te lo dio el gobierno, ¿no es cierto? ¿Qué has hecho para que te lo den?
—No he hecho nada para el gobierno —dije. Y a continuación—: Me lo consiguió mi padre.
—¿Y el equipo que llevas también? —preguntó Charles Smith—. Esas botas, el sombrero, el Winchester, ¿también te los consiguió tu padre?
Charles Smith me preguntaba cosas que no eran de su incumbencia. Estaba a punto de decírselo, pero cuando posé en él mi ojo izquierdo mi boca no pudo articular las palabras que deseaba decir, y todo porque a través de los ojos de Charles Smith me devolvía la mirada mi madre, y el pueblo de mi madre.
Me limité a decir:
—Sí.
—Es blanco, ¿verdad? —dijo Charles Smith—… tu padre.
En ese instante deseé con todo mi ser callar a Charles Smith. Mis oídos repicaban con veinte campanillas y mis ojos buscaban algo con lo que poder tapar su maldita boca.
—Pareces indio pero no lo eres —me dijo Charles Smith—. No estás lo suficientemente loco. Te sobra el dinero de papaíto blanco y te faltan los huevos de un indio.
Charles Smith dijo «huevos de un indio» con una sonrisa.
No lo decía en broma.
Le devolví la misma sonrisa, una broma que tenía poco de broma.
—¿Dónde está ese tipo, Pluma de Búho? —pregunté deslizando la vaina del 22 en la silla y mirándome las manos, asentando el pulso para poder atar el nudo.
Charles Smith se acercó a Princesa con la mano extendida. Princesa no quería saber nada e hizo una cabriola hacia un lado. Me subí a la silla. Princesa se aprestó a partir.
Lo que vi en el polvo de la calle fue el caballo muerto de Billy Blizzard, con la sangre manándole por el ojo izquierdo.
Le extendí una mano; Charles Smith la cogió, metió un pie en el estribo y subió detrás.
Princesa empezó a galopar. Apenas podía mantenerme en mi sitio, y no hablemos de Charles Smith, colgado sobre mí a mi espalda.
—¡A la herrería! —me gritó Charles Smith al oído—. ¡Intentémoslo allí!
Se reía, apretándose contra mí. Tiré de las riendas en la dirección que me indicaba: hacia las vías del ferrocarril. Echándose hacia adelante Charles Smith me cogió los huevos durante un segundo y empezó a reírse de la broma. La broma de que mis huevos eran de blanco, no de indio.
La carretera descendía algo a medida que nos íbamos aproximando a las vías. Justo delante de nosotros había un edificio de chapa emplazado en la colina de cuya chimenea salía humo. Cuando lo rodeamos para llegar a la parte frontal del edificio vimos trozos de hierro en retorcidas masas entre la artemisa y las malas hierbas, igual que en torno a la herrería de Thord Hurdlika en Excellent. Y más cosas de hierro: vías de ferrocarril, pilas de latas, piezas de carreta por todas partes.
El sol pegaba de tal modo sobre el tejado de hojalata que apenas veías nada. Tenías que apartar la vista de la esfera caliente. Y cuando veías, el interior del edificio era más oscuro que la noche. Interior negro, ganchos y cadenas colgando. Demasiado brillante en el exterior, demasiado oscuro en el interior.
En la calleja, delante del edificio, había una carreta levantada con un gato. Mis oídos oyeron el sonido de hierro golpeando contra hierro.
Bajo una gran mata de artemisa había un grupo de indios acuclillados, como solía estar mi madre. Charles Smith me agarró con más fuerza. Uno de los indios llevaba un sombrero hongo, y otros dos llevaban sombreros de ala ancha. Me fijé en que Sombrero Hongo llevaba el pelo corto, al estilo de los tybo.
Princesa seguía asustada, pero caminaba con pasos medidos y la cola alta.
Dos de los indios llevaban camisa blanca y corbata.
Sombrero Hongo, el del pelo corto, llevaba un traje de hombre blanco, chaleco y zapatos. Los demás estaban cubiertos con mantas. Paré a Princesa delante del grupo.
Charles Smith se dirigió a ellos en una suerte de lengua india y, mientras hablaban, objetos brillantes —brazaletes, pendientes, gargantillas, bolsas de abalorios, conchas de plata— destellaban sobre sus colores polvorientos gris marrón rojo negro: salpicaduras de luz y agua en una tormenta de polvo.
Sus ojos me miraban sin verme.
Alguien sacó un arma y se escuchó un disparo. Princesa se encabritó e hizo caer a Charles Smith. Princesa intentaba no cocearlo, no sabía por dónde escapar. Yo tampoco pude mantener por más tiempo el equilibrio y me caí de culo sin soltar las riendas. Nuevos disparos. Charles Smith corría hacia la artemisa mucho más como una liebre que como un ser humano.
Yo había aterrizado justo al lado de los indios. Solté las riendas, rodé hasta donde estaban agazapados y salté en medio del grupo, tapándome la cabeza y con el culo bajo.
Cuando me hube recuperado lo suficiente para pensar, miré hacia arriba y mis ojos vieron a un enorme tybo calvo con barba negra vestido con una camiseta blanca, negra igual que sus manos y su cara negras, negra en el pecho como negras eran sus botas negras, todo él negro excepto por el blanco alrededor de los ojos y el blanco debajo de los brazos cuando los alzó.
Lo que mis oídos escucharon tras los disparos fue la risa de los indios. Rodando por el suelo, riéndose. Acto seguido mis oídos oyeron al hombre blanco que tenía más de negro maldiciendo o recitando la Biblia —no sabría decirlo.
—¡Jesucristo, maldito ladrón indio Charles Smith, saca de aquí tu maldito culo de indio fariseo y ladrón!
Charles Smith seguía corriendo, saltaba por entre la artemisa y corría. Los indios se reían. El blanco negro metió otra bala en su revólver y lo cerró. Se volvió hacia mí y empezó a acercarse. Los indios se apartaron de su camino a toda prisa, dejándome solo. Con cada paso se me acercaba.
Otra vez el diablo.
Por el rabillo del ojo vi a Princesa, y ver a Princesa me hizo sentir mejor. Lo que mis oídos oyeron fue a mi boca aullando más fuerte de lo que nunca había aullado… algo que no era ni tybo ni indio. Era un aullido de cerdo —la boca abierta de par en par—, un aullido desesperanzado. El teruteru sentado en su nido, ya sin recursos, las alas dispuestas para lanzarse volando contra su rostro.
El blanco negro alzó la pistola y la apuntó a mi frente. Mis pies me llevaron más cerca de la pistola.
—¡Para! —aullé—. No nos mates.
El blanco negro bajó la pistola. Los indios ya no se reían y los disparos se habían perdido en el cielo. Sólo la respiración y las palpitaciones, y las botas del hombre blanco negro sobre el polvo caminando hacia mí, cada vez más cerca. Y sin dejar de mirarme al ojo izquierdo.
—A mí tampoco me gusta matar —estaba diciendo el blanco negro—. Ya he tenido demasiado. «No matarás», se dice en la Biblia.
»Me llamo Zacharias Ward, hijo —prosiguió, alargando su mano—. Y ese Charles Smith es un bastardo fariseo ladrón. Lleva diez años robándome. No te miento.
Estreché su mano.
—Muchos me llaman Cobertizo —le dije—. Otros, no. Busco a un hombre llamado Pluma de Búho. Por lo visto él sabe dónde puedo encontrar a los búfalos y comprar una botella de whisky.
—El whisky no es bueno, hijo —dijo Zacharias Ward—. Especialmente para vosotros los indios. Las bebidas fuertes van contra los Mandamientos.
—¿Conoce a un hombre llamado Pluma de Búho? —le pregunté.
—¿Has oído lo que acabo de decirte? —dijo Zacharias Ward.
—Lo he oído —repuse.
—¿Y bien? —preguntó Zacharias Ward—. ¿No reconoces la palabra de Dios cuando la escuchas?
—¿Conoce a un hombre llamado Pluma de Búho? —le pregunté.
—Listillos indios sabelotodo —dijo Zacharias Ward—. Todos estáis cortados por el mismo patrón.
—Pluma de Búho.
—Sí, lo conozco —dijo Zacharias Ward—. Pero no sé por dónde anda. Se suponía que tenía que dejarse caer por aquí esta tarde, pero todavía no ha aparecido. A lo mejor estos indios pueden decirte dónde encontrarlo.
Zacharias Ward apuntó su revolver hacia la artemisa.
Fue uno de los más largos paseos que he dado nunca, desde donde me encontraba de pie hasta donde se sentaban los indios. Miré mis botas nuevas caminando sobre el polvo en el patio del herrero. Miré mi sombra que no iba a ninguna parte y se quedaba debajo de mí. Mi cuerpo intentaba hacerse grande y, al mismo tiempo, desaparecer. Y entonces me vi delante de la gente de mi madre, sin saber qué decir, por lo que mi boca se abrió sola.
—¿Alguno de vosotros conoce a un hombre llamado Pluma de Búho? —pregunté.
Nunca había visto hombres como ésos antes. Dos de ellos debían de tener más o menos mi edad. Estaba Sombrero Hongo con el pelo corto, vestido con un traje tybo de color negro, zapatos negros sin calcetines, una camisa blanca que se había vuelto marrón rojiza por la proximidad con el polvo, y corbata negra. El otro joven llevaba el pelo estirado hacia atrás y recogido en una trenza, y el pelo de la parte superior disparado como el de un puerco espín. Llevaba una camisa muy amplia y pantalones de ante y mocasines.
Aparte de estos dos, había tres hombres de la edad de Dellwood Barker. Llevaban sombreros de ala ancha y el pelo les caía por debajo lacio y brillante y negro —o rizado desde una trenza húmeda como las que solía hacer mi madre. Uno de ellos llevaba un pellejo de animal en torno a la cintura y ristras de collares cayéndole por el pecho. Me fijé en las cuentas de los collares con atención. Cuentas muy delgadas cosidas juntas y formando un diseño semejante a la bandera americana: rojo, blanco y azul.
—¿Dónde has robado ese caballo? —me preguntó Bandera Americana.
—No lo he robado —repuse.
—Entonces te lo dio el gobierno —dijo—. ¿Qué tuviste que hacer?
—¿Hacerte cristiano? —preguntó Puerco Espín.
—No.
—¿Ir al colegio?
—No.
—¿Dejarte adoptar por una familia mormón?
—No.
—¿Cortarte el pelo?
—No.
—¿El espectáculo del Salvaje Oeste de Buffalo Bill?
—No.
—¿Firmar por tu tierra delante del supervisor de la reserva?
—No —dije—. Me lo dio mi padre.
—¿Y quién es tu padre?
—Teddy Roosevelt.
—Indios ignorantes —dijo Zacharias Ward moviendo la cabeza cuando me oyó pronunciar el nombre de Teddy Roosevelt. Caminó hasta la carreta levantada con el gato, y se puso a trabajar en el eje. En cuanto Zacharias Ward hubo desaparecido, los indios empezaron a reír de nuevo.
—¿Y quién es tu madre? —preguntó Puerco Espín—. ¿La Reina Victoria?
Los indios seguían riéndose.
—No —dije—, mi madre era la Princesa. Era una bannock. Se llamaba Buffalo Sweets. ¿La conocéis o habéis oído hablar de ella?
Los indios no me contestaron, se limitaron a seguir mirando al frente. Me senté junto a ellos al lado de la artemisa.
—¿Pluma de Búho va a venir pronto? —pregunté—. ¿Sois realmente indios? —Y luego—: ¿Es cierto que antes había un millón de búfalos?
O se habían olvidado repentinamente del tybo, o mi boca no producía sonidos o yo había desaparecido, porque los indios ni me respondían ni tenían el aspecto de notar que yo hablaba.
Y entonces Puerco Espín habló:
—Pluma de Búho vendrá.
Y entonces Bandera Americana habló:
—Somos bannock… de pura raza.
Y entonces Sombrero Hongo habló:
—Aquí había más búfalos que números para contarlos.
Y entonces Sombrero Hongo volvió a hablar:
—Tu caballo.
—¿Qué le pasa?
—Será mejor que vayas a buscarlo. Algún indio le echará el ojo —dijo.
—¿Cómo llamas a tu semental negro? —preguntó Bandera Americana.
—Princesa —repuse.
Los indios se partían de risa.
Llegué hasta donde estaba Princesa, al otro lado de las vías de tren.
—No te inquietes —le dije a Princesa antes de mirar a mi alrededor. Charles Smith había desaparecido.
Cuando la carreta estuvo lista, Zacharias Ward llamó a los indios. Puerco Espín corrió detrás de la herrería y por la subida que llevaba al pueblo. Sombrero Hongo se levantó y caminó hasta la carreta, seguido por los otros. Sombrero Hongo asió la rueda y la movió.
—¡Aguantará! —dijo Zacharias Ward.
Sombrero Hongo dijo algo en indio a los otros. Uno tras otro, movieron la rueda. Conversaron durante unos instantes. Sombrero Hongo se sacó un monedero de cuentas del bolsillo de la chaqueta. Con cuidado depositó un dólar de plata en la gran mano grasienta de Zacharias Ward. Zacharias Ward dio la vuelta al dólar de plata, mirándolo de cerca.
Puerco Espín apareció por la esquina montado en un caballo y arrastrando otro.
Algo me hizo escudriñar a los caballos. Ese algo era que se trataba de un buen par de caballos, con grandes huesos y fuertes. Sin ir más lejos, eran los primeros que veía en Fort Lincoln que no tenían aspecto miserable, de prestado, robado o a punto de morir. Acto seguido escudriñé la carreta. La carreta también estaba nueva: pintada de color rojo.
Cuando dejé de escudriñar la carreta y me di la vuelta, había un anciano a mi lado.
Tenía todos los rasgos de los otros reunidos en él. Su frente, sus arrugas, pómulos, barbilla eran iguales a esa tierra polvorienta sobre la que yo había viajado desde que salí de Excellent, Idaho. Su piel se plegaba sobre un cráneo redondo como la luna. Sus ojos no eran ojos, eran agujeros en su cabeza que dejaban salir la luz de su interior. Luz de luna. La luz del sol reflejada. Los ojos de un niño: y no había nada entre medio que me impidiera sumergirme en ellos.
—Soy Pluma de Búho —dijo, y carraspeó—. Me buscabas.
Asustados gorriones se posaron en el techo de chapa del cobertizo. Mi mente olvidó quién era yo, por lo que me quedé allí, mirando.
—Necesito una botella de whisky —dijo mi boca.
—¿Whisky? —preguntó Pluma de Búho—. Yo creía que estabas buscando a los búfalos.
—Sí, los búfalos —dijo mi boca.
—¿Quieres ir a buscar los búfalos borracho de whisky? —preguntó Pluma de Búho.
—No —dijo mi boca.
—¿Primero quieres encontrarlos y luego emborracharte de whisky?
—Sí —dijo mi boca.
—¿Haces siempre lo mismo cuando buscas a los búfalos? —me preguntó.
—Nunca he visto búfalos —dijo mi boca.
—En ese caso necesitarás tomar un poco de whisky —dijo Pluma de Búho—. Tendrás que venir conmigo.
»Dale whisky a este muchacho —le dijo Pluma de Búho a Puerco Espín—. ¿Tienes dos dólares?
Alcancé mi monedero, saqué dos dólares —asegurándome de que nadie viera cuánto dinero llevaba— y se los di a Pluma de Búho. Pluma de Búho le dio los dos dólares a Puerco Espín, y Puerco Espín volvió a salir corriendo colina arriba.
—¿Dónde has robado ese caballo? —me preguntó Pluma de Búho.
Los indios enjaezaron la pareja de caballos y los ataron a la carreta. Prepararon un lugar especial para Pluma de Búho con sus mantas y lo ayudaron a subir a la carreta. Cuando Pluma de Búho estuvo en su sitio, se sentaron alrededor. Le saqué la silla a Princesa y la coloqué de tal modo que Pluma de Búho pudiera recostarse en ella. Puerco Espín llegó corriendo con el whisky en el momento en que nos poníamos en marcha. Até a Princesa a la trasera de la carreta.
Zacharias Ward salió del oscuro cobertizo con un gran libro justo en el momento en que empezábamos a rodar. Leía en voz alta pasajes sobre el pecado, la condenación eterna y el fuego.
Vi cómo Zacharias Ward y su reluciente comercio de chapa se hacían más y más pequeños. Miré mis piernas y pies colgando en la parte trasera de la carreta por encima del polvo marrón rojizo que había debajo. El polvo por debajo y la carreta desplazándose despacio sobre la tierra, y el horizonte rodeándolo todo, haciéndote sentir solo y pequeño con tu respiración, los latidos del corazón.
Sentí que una mano se posaba en mí. Era la mano de Pluma de Búho. Era la mano de Dellwood Barker. Era la mano de la humanidad, del roce que te sienta tan bien que te duele por todas las veces que no lo has sentido.
—¿Te gusta la nueva carreta de Lobo Bannock? —me preguntó Pluma de Búho. No esperó mi respuesta—. Es el que conduce. El que lleva el sombrero hongo. Se llama Lobo Bannock. Se la dio anteayer el gobierno americano por cortarse el pelo y ponerse esa ropa. No tiene más que dos días y ya se ha estropeado. Los indios no tienen buena suerte con las cosas de los blancos. La semana pasada Lobo Bannock se bautizó mormón. Dice que quiere llegar a ser algo. El gobierno de los Estados Unidos le va a dar una casa; una de esas casas cuadradas con sólo media ventana… por alguna razón el gobierno de los Estados Unidos sólo pone media ventana en las casas para los indios. Lo siguiente que hará será cambiarse el nombre y ponerse uno de blanco. Está pensando en llamarse Brigham. Brigham Hall Smith Jones, Brigham Wayne, Brigham O’Connor: uno de esos Brigham.
»Lobo Bannock llegará a ser algo. Lo único que tienes que hacer es cambiarte de ropa, cortarte el pelo, buscar otro nombre, bautizarte e iniciar un cultivo. Así de fácil es llegar a ser algo. Pregúntale a Charles Smith; él te dirá lo fácil que es. Antes de conseguir su carreta y la pareja de caballos se llamaba Halcón Rojo.
Pluma de Búho tosió, tosió con todo su cuerpo.
—Me cuesta mucho hablar tanto rato seguido —comentó entre inhalaciones—. Yo ya te he dicho mi nombre, ¿cuál es el tuyo? —dijo cuando se hubo repuesto.
—Duivichi-un-Dua —dije—. Ése es el nombre indio que me puso mi madre. Ella se llamaba Buffalo Sweets. Era una bannock. No estoy seguro de quién es mi padre. Era uno de los clientes de mi madre. Me llamaban Cobertizo, la abreviatura de Afuera-en-el-Cobertizo, que describía el trabajo que yo hacía en el cobertizo exterior —concluí—. ¿Sabes lo que significa Duivichi-un-Dua?
Volví a contemplar mis piernas colgando por un costado y el polvo marrón rojizo desplazándose despacio por debajo. El polvo era el sabor que tenía en la boca desde que dejé a Dellwood Barker. Fort Lincoln estaba fuera de la vista, igual que su olor y sus gritos. El camino se abría por entre matas de artemisa. Las rocas de lava se elevaban de la tierra para volver a contemplarme. Princesa marchaba detrás de nosotros con las riendas flojas. Al mirar a Princesa lo amé de inmediato.
—Duivichi-un-Dua —dijo Pluma de Búho—. No es mi idioma. Nosotros somos bannock. El nombre no es bannock. Es un nombre shoshone. ¿Estás seguro que tu madre era una bannock? —me preguntó.
—Creo que era una bannock.
—En esta reserva conviven muchas tribus indias: shoshone, shoshone del norte, bannock y hasta unos cuantos Nez Perce —dijo Pluma de Búho—. Vinimos todos aquí porque no quedaba ningún otro lugar, y América nos dijo que viniéramos aquí. Delimitaron con un recuadro nuestra zona como esas casas cuadradas que construyen para nosotros, y miramos por nuestra media ventana al mundo que antes era nuestro seno materno y que ahora es sólo el lugar donde vivimos. Vivimos cercados en el lugar donde antes nos movíamos libremente.
Puerco Espín intervino:
—Pescábamos el salmón en las cascadas del norte. Cazábamos el búfalo, el alce y el antílope. En primavera cogíamos semillas, bayas, raíces y cazábamos otras piezas menores. Y también estaban los piñones.
—En el río del Oso —dijo Bandera Americana— tenían su campamento de invierno los shoshone.
Y Sombrero Hongo dijo:
—Los shoshone se llevaban allí su carne seca, las bayas y raíces y se lo pasaban bien con nuestras madres en los tipis. Nosotros los bannock a veces subíamos hasta allí y practicábamos deportes de invierno con ellos: carreras de caballo, hockey y danzas.
Pluma de Búho empezó a toser de nuevo, las piernas y los brazos saltando cada uno por su lado. Puerco Espín y Bandera Americana tuvieron que sujetarlo para que no saliera volando de la carreta.
—Y entonces llegó el general O’Connor —dijo Puerco Espín—, y todo se torció. Él y sus tropas asesinaron a los shoshone, asesinaron a los indios, nos asesinaron a todos en la matanza del río del Oso: hombres, mujeres y niños; nos asesinaron a todos. Doscientos cincuenta cadáveres esparcidos. Les cortaban el cuello a las mujeres mientras se las follaban. La nieve se tiñó del rojo de la sangre. El agua del río del Oso era roja.
—Mataron a Jefe Cazador de Osos —dijo Pluma de Búho—. Un soldado americano puso su bayoneta en el fuego hasta que estuvo al rojo vivo y se la metió por una oreja a Jefe Cazador de Osos, empujando hasta que salió por la otra oreja.
—Desde entonces los shoshone no son lo mismo —dijo Bandera Americana.
—Siguen con la bayoneta al rojo en sus orejas —dijo Pluma de Búho—. Como todos nosotros.
Y a continuación:
—Llevamos al enemigo en nuestro interior y nos matamos entre nosotros —dijo Pluma de Búho.
—Duivichi-un-Dua —dijo Pluma de Búho—. Es un nombre shoshone. Por lo que sé, el nombre significa algo así como «chico de chicos».
—Chico de chicos —dije.
—Sí, creo que significa eso —dijo—. Un chico de chicos… ¿te dice algo?
—Sí, tiene sentido. Soy berdaje. Cogí la calabaza y la cesta.
¡La boa de plumas!
Pluma de Búho abrió los ojos de par en par. Sombrero Hongo estuvo a punto de caerse de la carreta. Los que no me habían mirado, se me quedaron mirando.
—Sí —dijo Pluma de Búho—. En ese caso sí que tiene sentido… el nombre.
La casa con media ventana de Pluma de Búho era un rectángulo de sombra en la luna. La luna, baja en el horizonte, también una media ventana, un ojo adormilado observando cómo nos esforzábamos por ver.
Hacia nosotros corrían desde todas direcciones niños y perros y gatos, todos intentando acercarse a Pluma de Búho.
Cuando le ayudamos a bajar de la carreta, cuando tuvo los dos pies en el suelo, todo ser humano —todos los niños, todos los perros y gatos— encontraron el modo de que Pluma de Búho los tocara. Los tocó con la palma de la mano abierta, sonriendo y hablando, saludándolos a todos, mirándolos a los ojos.
Cuando hubieron acabado las caricias y los saludos, Puerco Espín y Bandera Americana levantaron a Pluma de Búho y se lo llevaron a la parte trasera de la casa, sentándolo en un tocón debajo de un par de olmos.
Sombrero Hongo cogió la silla de Princesa, se la echó sobre los hombros y me pasó la manta.
—Sígueme —dijo.
Lo seguí hasta un establo en lo alto de una cuesta.
—Un establo del gobierno americano —dijo Sombrero Hongo—. Pero como nunca se enterarán puedes meter a tu semental en el establo del gobierno americano para que pase la noche.
El establo era rojo y estaba rodeado por alambrada de espino. En un rótulo se leía: Propiedad del Gobierno de los Estados Unidos. Y otro rótulo decía: No pasar. Sombrero Hongo nos condujo a Princesa y a mí a través de un agujero en la cerca. Abrió la puerta del establo.
—Es como si fuera nuestro —dijo Sombrero Hongo.
Até a Princesa en un abrevadero y empecé a cepillarlo, hablándole mientras Sombrero Hongo traía agua fresca y heno: el heno del gobierno americano.
Sombrero Hongo miró la boca de Princesa y comprobó su dentadura.
—Teddy Roosevelt —fue todo lo que dijo Sombrero Hongo.
Dejé la cartuchera y el rifle del 22 en el montante que había junto a Princesa; Sombrero Hongo y yo volvimos a la casa cuadrada sin cruzar palabra. Las ranas croaban con tanta fuerza que no te dejaban oír otra cosa.
El cielo, más que negro era azul marino. Las estrellas, gotas de sudor agitadas de una gran mano. La fogata encendida en la parte trasera de la casa cuadrada se elevaba brillante lamiendo el azul marino. Junto a la casa, un tipi —un auténtico tipi— y gente sentada en torno al fuego.
Cuanto más nos acercábamos al fuego mejor podíamos oír sus risas. Alguien decía algo en indio y los demás reían. Nuevas palabras en indio y más risas. Aparte de la conversación y las risas y el fuego, y las ranas, estaban mis botas y los zapatos nuevos de Sombrero Hongo en el suelo, perros ladrando, un gato maullando a otro gato, y los niños.
Pluma de Búho estaba sentado en un balancín con una manta sobre las piernas, cerca del tocón donde lo habían sentado la primera vez. Al verme, Pluma de Búho me indicó que me sentara en el tocón.
—Esta noche comeremos —dijo—. Todos están contentos cuando hay algo de comer. A los indios les encanta la comida.
En la casa cuadrada había una lámpara de keroseno. En la casa se veían grandes sombras femeninas y mujeres hablando a toda prisa en lengua india, cortando y friendo. Al poco rato empezó a oler a cebolla y carne. Cuando el olor estaba por todas partes, los niños dejaron de corretear. Se sentaron tranquilos cerca de la escalinata de la casa. Lo que vi a la luz del fuego en sus ojos fue que yo nunca había estado realmente hambriento.
Ancianos en torno al fuego. De cuando en cuando alguien se levantaba y volvía con leña. Los ancianos fumaban mirando las llamas. Hablaban en voz baja y se sentaban muy próximos entre sí.
Jóvenes en torno al fuego, más jóvenes en las sombras, con miradas salvajes, sin hablar, escuchando la conversación de los ancianos.
Pluma de Búho observaba a los jóvenes. Fumaba y nos observaba. No soplaba la más mínima brisa y el aire era cálido. La calma era tal que el crepitar de la resina de las piñas en el fuego te sobresaltaba. En la gran inmensidad del mundo, en una inmensidad tal vez mayor, yo con mi nombre, con la gente de mi madre, sentado en la proximidad de un tipi en torno al fuego.
Cuando las mujeres trajeron la olla de estofado, la colocaron sobre rocas de río en el suelo y pusieron cerca los platos, los cazos y los vasos. A continuación sacaron pan frito en abundancia y agua en una gran jarra.
Las mujeres se sentaron, cubriéndose las piernas con sus faldas. Pluma de Búho se levantó. Le costaba levantarse. Miró hacia el cielo y abrió los brazos, hacia el este, el norte, oeste, sur… sus rezos indios sonaban igual que un lamento solitario.
La noche entera escuchaba.
Cuando Pluma de Búho bajó los brazos y volvió a sentarse, todos abrieron la boca a un tiempo para decir lo mismo, y acto seguido se acercaron a la olla: primero los niños y después los ancianos, los hombres jóvenes y por fin las mujeres.
La mejor comida que he probado nunca. Pedazos de carne, zanahorias y apio, pan frito mojado en la salsa del estofado. Mi cazo no tardó en estar vacío.
—Adelante. Vuelve a llenarlo —me dijo Pluma de Búho.
Mi estómago coincidió con Pluma de Búho, y mis pies ya se dirigían hacia la olla de estofado cuando vi al niño inclinado sobre su cazo.
Un mes esperando comida era un plazo demasiado largo.
Opté por encender uno de los cigarrillos de Puerco Espín.
Los perros estaban en fila silenciosos y serios; los gatos se estiraban y se les marcaban las costillas, tan escuálidos que podías ver cómo trabajaban los pulmones.
Pluma de Búho dijo algo a la niña inclinada sobre su cazo. La niña esbozó una gran sonrisa, dejó su cazo y corrió hacia la casa cuadrada. Regresó con los huesos. La niña dio un hueso a cada perro, a cada gato.
Cuando llegó el momento de lavar los platos no quedaba mucho por lavar ya que todo había sido rebañado y estaba limpio. Me levanté para echar una mano con los platos. Pluma de Búho dijo algo y todos los indios se rieron.
—Podrás ayudarnos más tarde —me dijo una fornida india. Los indios volvieron a reírse.
Esa misma mujer trajo desde la casa un gran pastel de chocolate y un gran cazo lleno de una especie de pudín de bayas, y colocó el pastel y el pudín de bayas sobre el tocón donde yo me había sentado. Al lado, colocó un machete. Pluma de Búho cortó el pastel, lo sirvió en los mismos cazos en los que habíamos comido el estofado y pasó el cazo a la mujer, que añadió pudín de bayas sobre el pastel. Primero sirvió a los niños, que se relamían los dedos sin parar. Mientras servía el pastel, Pluma de Búho me habló en voz alta para que todo el mundo pudiera oírlo.
—Mi mujer, Hazel, dice que podrás ayudar más tarde —dijo—. Está muy contenta de volver a tener un berdaje. Creo que hace más de treinta años que no oía a un indio confesar que lo era. Dudo incluso que mis hijos sepan lo que significa. O tal vez sí. Es difícil saber lo que es un berdaje si nadie habla jamás de los berdajes.
»Ya no hablamos como solíamos. Tememos que América se lleve nuestra comida, o nos quite nuestras tierra, o nos haga cortarnos el pelo o nos obligue a dejar de creer en nuestra religión. Pero lo han hecho de todos modos, a pesar incluso de que no mencionamos a los berdajes. Mis propios hijos se reirían de ti. Hasta mi hijo Charles Smith se reiría de ti. Estoy convencido. Y yo creo que de todos mis hijos, él es un berdaje. Sabrás que hace años ser berdaje era una bendición. Y ahora míralo. Mira a mi hijo, que antes era Halcón Rojo y ahora se llama Charles Smith y es un borracho hazmerreír. Tendría que haberlo ayudado algo más.
En ese momento le dio un ataque de tos. Hazel le cogió el plato de pastel y aguardó. Cuando Pluma de Búho dejó de toser, siguió con el pastel de chocolate y el pudín de bayas.
—A mi mujer Hazel le habría venido bien una ayuda con los platos, pero para lo que realmente necesita ayuda es para que yo pueda follar contigo esta noche y así no la moleste.
Hasta los perros estallaron en risas. Una risa prolongada y audible. Se partían de risa.
Hazel dijo algo en indio y todos volvieron a reírse… más fuerte incluso, si es posible, sobre todo las mujeres.
—Hazel dice que espera que seas lo suficientemente hombre como para molestarme la mitad de lo que yo afirmo molestarla a ella —dijo Pluma de Búho.
Ayudé a las mujeres a fregar los platos. En la casa cuadrada con media ventana, las mujeres y sus olores, sus brazos en el agua enjabonada, me recordaban a Ida Richilieu, a las putas con las que yo había crecido, a mi madre, a Alma Hatch.
Cuando volví a sentarme junto al fuego los hombres bebían cervezas y se pasaban una botella de whisky. Las mujeres también se sentaron con sus cervezas. Algunas daban tragos de una botella de whisky.
Cuando la botella llegó hasta Sombrero Hongo, Sombrero Hongo la pasó sin beber de ella. Cuando la botella llegó hasta Pluma de Búho, Pluma de Búho se quedó mirando a la botella y dijo:
—No bebo porque mi corazón me dice que no lo haga. Lobo Bannock no bebe porque la religión de los mormones le dice que no lo haga.
Pluma de Búho me pasó la botella de whisky.
—Y en cuanto a ti —comentó—, será mejor que des un buen trago. Estás a punto de ver a tu primer búfalo.
La botella dio toda la vuelta y apareció otra. Yo pasé la hierba. Los ancianos sacaron tambores y se pusieron a cantar al tiempo que tocaban los tambores. Los tambores hablaban la lengua de la luna, eran mis latidos, mi respiración.
Pluma de Búho se inclinó y volvió a hablarme.
—He estado preguntando —dijo—. Ninguno de éstos recuerda a una mujer llamada Buffalo Sweets. ¿Estás seguro que tu madre era una bannock y no una shoshone? —preguntó Pluma de Búho—. El nombre que te puso, Duivichi-un-Dua, es shoshone. Es de suponer que si te puso un nombre shoshone fue porque era shoshone. O tal vez era una nez perce, o de otra tribu: de los crí.
—No lo sé —dije pensando en todo lo que recordaba de ella.
—No te sientas defraudado si no averiguas nada sobre tu madre —me dijo—. Lo que les sucedió a los indios es lo mismo que si un viento gigante los hubiera azotado durante años y años empujándolos lejos de sus hogares. Este viento gigante mató a casi todos y al resto los dejó dándolos por muertos. Cuando los que habían sobrevivido, como tu madre, regresaron a sus hogares, no pudieron encontrarlos, como tampoco las colinas o valles donde solían asentarse sus hogares. Los indios fueron empujados con tanta fuerza, se acostumbraron tanto a la miseria y a la muerte, que empezaron a olvidar cosas como que estaban vivos. «¿Por qué estamos vivos?». «¿Por qué estamos vivos?» y no dejaban de preguntarse los unos a los otros. Pero nadie lo recordaba. Esa bayoneta al rojo les atravesaba el cerebro de oreja a oreja y no podían recordar. Es tanto el dolor que hay que sufrir antes de que puedas empezar a olvidar. Al cabo de poco tiempo el dolor se convierte en tu madre. La pérdida es tu madre. El dolor y la pérdida se convierten en tu hogar. Tienes que saber quién eres y por qué vives antes de descubrir el camino de vuelta a casa.
La gente de mi madre se sentaba en torno al fuego, los hombres golpeaban en los tambores, los hombres y las mujeres y los niños cantaban el aullido del coyote. Más allá del fuego, en la oscuridad circundante, sólo la inmensidad, sólo la artemisa y el viento. A su alrededor cercas, la reserva: y más allá, en la oscuridad dentro de la oscuridad, rodeándolo todo No pasar, rodeándolo todo Propiedad del Gobierno de los Estados Unidos, rodeándolo todo, cercando a la gente de mi madre, estaba América.
Fuego ante mis ojos, di otro trago a la botella de whisky.
Yo era Duivichi-un-Dua: chico de chicos.
Yo vivía para descubrir quién era, y para ver el búfalo.
Me levanté.
—Quiero ver el búfalo —dije.
—Detrás del establo de América —dijo Pluma de Búho—. Donde ataste a tu semental Princesa.
Mis pies salieron del círculo de luz y entraron en el croar de las ranas y en las estrellas. Anduve: canciones indias en la noche, la oscuridad rodeándome por completo, hacia la oscuridad del establo de América.
La luna brillaba detrás del techo del establo. Entré por el agujero de la cerca y abrí la puerta del establo. No me detuve a acariciar a Princesa. Me limité a cruzar andando el establo, hacia la parte trasera del establo, hacia el búfalo. Salí por la puerta trasera, hacia la luna. Hacia el corral cuadrado. Hacia el alambre de espino.
A la luz de la luna, detrás del establo de América, en el corral, vi al búfalo. Un único y solitario búfalo. Respiración áspera, pelaje andrajoso, cabeza inclinada, levantó la cola y soltó mierda líquida. En el corral cuadrado detrás del establo de América, el búfalo, la gente de mi madre, de pie en la cerca observando, intentando averiguar dónde se encontraba mi hogar, por qué vivíamos, intentando recordar cómo eran las cosas cuando nos movíamos libremente.
Mis pies me llevaron directo hasta el búfalo. Allí de pie, mis ojos mirando los ojos ciegos del búfalo, puse las manos sobre la cabeza del búfalo. El búfalo bufó, corcoveó y se apartó cojeando.
Oí a Princesa. Oí que algo iba mal. Volví hasta la puerta trasera del establo y la abrí despacio. Sonó un disparo y mi oído escuchó cómo la bala del calibre 22 entraba en la madera a mi lado. Me arrojé al suelo y rodé. Más disparos. Princesa coceaba el abrevadero y piafaba. En ese momento escuché:
—Rico hijo de puta, jodido hijo de papá blanco, no tienes pelotas de indio.
—¡Princesa! —grité.
Se abrió la puerta del establo y Princesa fue una sombra y Charles Smith fue una sombra. La sombra saltó sobre Princesa. El rifle 22 en sus manos era una sombra. Me encontré en el exterior, de pie contra Princesa y contra la pierna de Charles Smith, sujetándolo con fuerza por sus huevos de indio, con la otra mano tirando de la cabeza de Charles Smith hacia atrás tan lejos que su cuello estuvo a punto de partirse. Princesa se lanzó contra la valla y corrió en dirección al fuego.
Instantes después nos rodeaban hombres y mujeres y Charles Smith estaba en el suelo; yo seguía sujetando su cabeza y sus huevos, él ya no más una sombra, gritando de dolor por su cabeza y sus huevos.
Pluma de Búho volvió a tocarme.
—¡No tenemos que matar a los nuestros, Duivichi-un-Dua! ¡Deja que se vaya! —me dijo.
Mi nombre. Lo solté. Me levanté.
Pluma de Búho le cogió el rifle a Charles Smith, a su hijo. Pluma de Búho dejó el arma en el suelo. Charles Smith se llevó las manos a la entrepierna y lloró. Lloró como yo siempre había querido llorar, de vergüenza, por no tener nombre ni hogar. Las ranas estaban calladas. El fuego era la luz. El fuego era el sonido. El lloro de Charles Smith era el sonido.
Cuando mis ojos miraron, el búfalo estaba detrás de Charles Smith: la luz del fuego, la luz en los ojos del búfalo. Todos permanecimos en silencio mientras el búfalo caminaba apoyándose en su pata mala, alejándose de Charles Smith, más allá de Princesa, hacia la casa cuadrada con sólo media ventana, para pararse, volverse y caminar hacia el fuego, cuernos y joroba sólo una sombra. El búfalo se detuvo, agitó su cabeza, reculó, pateó la tierra, se volvió de nuevo y salió caminando del círculo de luz, de nuevo hacia la oscuridad.
—De vuelta al corral —dijo Pluma de Búho.
El grito: al principio mis oídos creyeron que mi boca se había vuelto loca una vez más. Pero el grito no era mío, ni del búfalo. El grito venía de Charles Smith. Estaba de pie, los ojos salidos de las órbitas mirando hacia otro lado. Pluma de Búho estaba en el suelo. El rifle, en las manos de Charles Smith. Levantó el arma y disparó al ojo izquierdo de Princesa y Princesa cayó despacio con un movimiento grácil.
Sin Mueve Mueve no somos nada.
Mientras Charles Smith disparaba no dejé de mirar el cañón del rifle. La bala entró en mí, en mi corazón. Miré la sangre que me recorría el pecho. Volví a mirar hacia arriba. Los ojos salidos de Charles Smith eran los ojos del diablo. Su sonrisa, la sonrisa de la garganta rajada del cerdo; el destello de la bayoneta al rojo vivo clavada a fondo en su cerebro, hendiéndose, de oreja a oreja.
Charles Smith volvió el arma en su dirección. Se metió el cañón en la boca. Disparó y los sesos le saltaron por el aire.
Y entonces: mi respiración, mi corazón.
Y un instante después, nada.
Charles Smith me había matado.
No había luz, sólo oscuridad.