El día en que todo empezó a interponerse fue el día que Ida supo que William B. Merrillee venía al pueblo.
Fue también el día de los tres carteles: el cartel de los mormones, el cartel de los Hermanos Wisdom y, por último, el cartel de Ida.
Fui yo quien primero vio el cartel de los mormones; esto es, fui el primer no mormón que vio el cartel. Cualquiera que no fuera mormón hubiera hecho exactamente lo que yo hice nada más verlo: llevárselo a Ida; y nadie se lo había llevado todavía.
El cartel estaba impreso en letras negras de molde sobre papel blanco y clavado a la puerta de la iglesia verde de los mormones. No tuve que leerlo entero para saber de qué hablaba. Hablaba de problemas.
Ida estaba detrás de la barra en un parche de luz de sol con uno de sus vestidos buenos y el delantal, secando vasos. En el bar sólo estaban ella y Doc Heyburn. Cerré la puerta a mi espalda. La estufa de Thord Hurdlika había caldeado el ambiente. Le pasé el cartel a Ida. Lo desenrolló y lo leyó en voz alta:
—El Cuatro de Julio, apertura oficial de la mina de William B. Merrillee —leyó—. William B. Merrillee en persona, la banda de Mountain Home, caja social, picnic en la iglesia (en las dos iglesias, la blanca y la verde) y fuegos artificiales.
Yo estaba junto a la estufa, en parte por el calor, pero sobre todo para dejar espacio a Ida. Pero el espacio que yo le había dejado no era para lo que se puso a hacer. Ida Richilieu se puso a bailar sujetando el cartel como si fuera una pareja de baile, bailando y girando por el saloon. El doctor y yo nos quedamos mirándonos. Cuando Ida paró, no tenía aliento. Besó el cartel.
—¡Uauh! —dijo Ida—. ¡El único y auténtico! Por fin tenemos la oportunidad de poner los ojos en el profeta de Dios: William B. Merrille. ¡Él mismo en carne y hueso en Excellent! ¡Oh! ¡La humanidad! —siguió diciendo—. ¡Glorioso! ¡Glorioso! El diablo por fin se lleva su merecido.
Ida también acabó bailando con el segundo cartel. Providencia, llamó al segundo cartel.
—P… R… O… V… I… D… E… N… C… I… A… —deletreó Ida— significa cómo van a ser las cosas.
Ese cartel lo vio Ida antes que yo. Estaba clavado en la parte trasera de la diligencia que llegó esa mañana. En cuanto Ida Richilieu puso los ojos en ese cartel, lo arrancó —tal como yo había arrancado el primero de la puerta de la iglesia verde de los mormones— y tras volver corriendo al Local de Ida, se puso a bailar con él. En ese momento había más gente en el bar aparte de Doc Heyburn. Pero a Ida no le importó. Se limitó a ponerse a bailar y a cantar «providencia» una y otra vez.
Encoló el cartel al espejo que había detrás de la barra. Era la primera vez que Ida encolaba algo a ese espejo. Doradas letras de rasgos pronunciados guarnecidas en rojo: Los Hermanos Wisdom: Ulysses, Homer, Virgil y Blind Jude: Auténticos juglares Negros del Jubileo Interpretando Melodías de Plantación y Canciones del Soleado Sur.
Auténticos negros. No tybo con los rostros tiznados de negro, sino gente de color.
Como decía Alma, puros negratas.
En cuanto mis ojos terminaron de leer el cartel, supe lo que Ida Richilieu planeaba. Quería ganar su guerra a los mormones ganando la batalla del Cuatro de Julio.
Ida se pasó toda la noche en el círculo rosado de luz de su habitación preparando el tercer cartel. Al día siguiente colgaba en diferentes colores y caligrafías en el porche junto a la puerta de entrada al Local de Ida.
¡Celebración del 4 de julio en el Indian Head Hotel! ¡Todas las consumiciones a mitad de precio para celebrar la INDEPENDENCIA de nuestra gran nación! ¡Música de piano, baile y canciones!
Atracción especial: ¡Eos Hermanos Wisdom! ¡Antiguos Esclavos Elegados desde su Plantación en Eouisiana! Aunténticos Juglares Negros de Jubileo. ¡Aquí en Excellent para el Disfrute y la Edificación de Todos!
La providencia tardó unos tres meses en llegar a Excellent, Idaho. Mientras esperábamos la providencia Dellwood y yo, Alma Hatch e Ida Richilieu nos dedicamos en gran medida a los asuntos de siempre. Asuntos familiares: atender el negocio, la limpieza primaveral, hacer felices a nuestros clientes, vender importantes cantidades de whisky, beber whisky, pasar el rato en Chinatown.
Ida tocaba el piano y Dellwood tocaba el piano. Alma y yo bailábamos.
Nos sentábamos en torno a la mesa de la cocina igual que cualquier familia y hablábamos de negocios, de nuestros clientes, de pollas grandes y de pollas pequeñas. Hablábamos de filosofía, Dellwood e Ida disentían.
La discusión más importante que tuvieron fue acerca de la caída de un árbol en el bosque. Dellwood sostenía que si no había nadie allí para oírlo, la caída del árbol no producía sonido alguno.
Ida decía que una mierda, que todo lo que caía producía un sonido independientemente de que hubiera o no hubiera alguien allí para escucharlo.
Dellwood decía, de hecho, que no había árboles, o bosques, si tú no eras una persona que se contaba la historia de los árboles y los bosques.
Ida decía que si te caías y te rompías el brazo, tendrías el brazo roto independientemente de que alguien te hubiera visto caer y romperte el brazo.
Podían discutir indefinidamente. Sobre todo acerca del árbol caído. Pero Dellwood decía que Ida y él no discutían sobre el árbol; discutían de filosofía. Discutían sobre la realidad de las cosas. Tras un rato se convertía en el único tema: qué era real.
Yo, por mi parte, suponía que la realidad era como el teruteru, y que discutir sobre ello sólo era una pérdida de tiempo.
Aparte de hablar sobre la realidad de las cosas, Ida hablaba de los mormones y de la visita de William B. Merrillee a Excellent. Dellwood Barker hablaba sobre la luna. Alma hablaba sobre los pájaros primaverales y sobre su pelo.
Lo que sí era una novedad era hablar de los Hermanos Wisdom, y puesto que hablábamos de los Hermanos Wisdom, también hablábamos de Abraham Lincoln —no del caballo sino del presidente— y de la proclamación de Independencia, de la Guerra Civil, de la esclavitud y de la gente de color en general.
Lo único que sabía de la gente de color era que Pie Grande tenía parte de negro y lo que había oído sobre los Soldados del Búfalo. A la gente de mi madre no le gustaba demasiado los tutybo (los blancos negros) porque tutybo eran los Soldados del Búfalo, y los Soldados del Búfalo habían matado a demasiados indios.
Dellwood Barker sabía muchas más cosas sobre los tutybo. Decía que cuando era un niño había vivido puerta con puerta con gente de color en Nueva York. Decía que sólo eran tipos que se contaban historias igual que los otros tipos.
Alma Hatch decía que sólo había visto un par de negros que trabajaban como sirvientes y cocineros en su vecindario cuando era joven en Minneapolis, Minnesota. Más adelante, cuando vendía Biblias con su marido, Aloisius Hatch, Alma decía que sus mejores clientes eran gente de color. Cuando estaba en el circo, había conocido a un negro enano que se llamaba Pickaninny Pete que no le llegaba a las caderas. Alma decía que Pickaninny Pete era amable y gracioso, y sólo tenías que vigilar cuando se emborrachaba. Aparte de eso, Alma decía que sólo había visto negros en espectáculos juglarescos. Decía que a todos les gusta bailar y cantar y alabar al Señor y que parecían monos y tenían gruesos labios que siempre le hacían reír.
—Y eso no es lo único que tienen grande.
Ida Richilieu había visto un buen número de pollas negras en su tiempo. Coincidía con Alma en que eran las más grandes del mundo, pero decía que había que andarse con cuidado con las historias que te creías sobre la gente de color porque la mayoría de las historias que escuchabas sobre la gente de color las contaban blancos, y cuando hablaban de la gente de color la mayoría de los blancos se volvían un poco locos o completamente locos, y las historias sobre negros locos contadas por blancos locos tendrían que hacerte pensar.
Los negros era otro tema sobre el que Dellwood Barker e Ida Richilieu estaban de acuerdo; la filosofía de ellos, esto es. Me refiero a la filosofía de que toda la gente son seres humanos independientemente de cómo lleven el pelo o qué grandes tengan los labios o cuál sea su tribu de procedencia.
—Es sólo que algunos tipos aprietan más el culo que otros —era la forma de expresarlo de Ida—. No importa que sean negros, blancos, rojos o verdes.
Dellwood lo expresaba así:
—Cada uno de nosotros se pone los pantalones empezando por una pierna. Los pantalones cambian y las piernas cambian, pero lo que queda es lo bien que nos los ponemos.
Dellwood e Ida se parecían bastante en este sentido. Los dos creían que todos los seres humanos habían sido creados iguales —como dice en la Constitución de los Estados Unidos de América—, bueno, todos excepto los mormones. Ida Richilieu creía que los mormones no eran seres humanos; igual que la mayoría de los católicos, y algunos de los de su propia gente, los judíos, y probablemente unos cuantos baptistas porque, como decía Ida, mucha de la gente religiosa había renunciado a su derecho de ser seres humanos al proclamar que estaban en posesión de la verdad de Dios y que nadie más conocía la verdad.
—Una persona sin su verdad no es una persona —decía Ida—. Y el que te diga lo contrario es un borrico y no merece que le llamen ser humano.
»Este país apuesta porque la gente sea como es y deje ser a la otra gente. Esto es lo que yo llamo libertad —decía Ida—. O sea que los mormones, muchos católicos, algunos judíos y baptistas no sólo no son seres humanos sino ni siquiera americanos.
Ida sostenía estas creencias porque, como te decía, ella era así.
—No me pidas que cambie.
Dellwood Barker también sostenía estas creencias porque siempre estaba de acuerdo con Ida Richilieu cuando no discutían sobre filosofía y la realidad de las cosas.
La celebración de William B. Merrillee tuvo lugar en domingo. Domingo, 4 de julio. La celebración de Ida, en cambio, comenzó el viernes anterior, el 2 de julio.
La providencia era un sonido. No sé durante cuánto tiempo estuve oyéndolo: el sonido del cambio acercándose, el sonido de los problemas. Tal vez llevaba toda la vida oyendo ese sonido y por algún motivo sólo esa mañana lo reconocí.
Era casi mediodía. Yo estaba en la habitación once cambiando las sábanas de la cama. Se oía un jaleo, no un sonido habitual —parecido a Dellwood Barker sentado al piano antes de que Ida le enseñara a tocar—, un ruido, un ruido en sordina que te erizaba los pelos de la nuca. Hacía que los huevos se te subieran.
El sonido empezó flojo y fue creciendo. Cuando el sonido se hizo tan fuerte que mis oídos no pudieron dejar de escucharlo, me acerqué a la ventana, miré por la ventana de la habitación once. Aparté el geranio de delante y miré hacia la calle.
En el punto donde vi a Billy Blizzard matando a su caballo de una paliza.
En el punto junto al pino donde vi a Dave el Maldito, debajo de la bandera americana con la polla fuera de los pantalones, recorrido por las convulsiones, Dave el Maldito partiéndose de risa y el Maldito Perro aullando.
El mismo lugar en donde había vuelto a ver al sheriff Blumenfeld.
Y una vez más, esa mañana, mirando por la ventana de la habitación once, mis ojos vieron algo a lo que no podían dar crédito.
Providencia.
Auténticos negros.
Cuatro seres humanos negros sentados muy cerca unos de otros en el asiento de una carreta. Cazos y sartenes y artilugios colgantes armaban un jaleo que se parecía a la música china. La carreta era algo que no había visto antes: pintada con todos los colores del arcoíris, tirada por un malcarado, gruñón y rebuznante mulo.
Bajé corriendo las escaleras traseras y salí por la puerta, dando saltitos como si volviera a ser un niño, corrí por el lateral a lo largo de las hileras de sábanas blancas colgadas, en la calle delante del Local de Ida, en ese mismo lugar de Pine Street junto al pino, debajo de la bandera.
Nunca ha habido una carreta como esa carreta.
La carreta estaba pintada de amarillo, rojo y verde. Cada uno de los radios de las ruedas estaba pintado de un color diferente; no sólo de amarillo, rojo y verde, sino también de negro, azul y de colores cuyos nombres ni siquiera conocía. Un par de radios estaban pintados de un rosa más rosado incluso que el que yo había utilizado para pintar el Local de Ida. A cada lado de la carreta había una gran pintura de auténticos negros cantando y bailando, uno de ellos tocando en un banjo de cuatro cuerdas y cuello largo, y todos sonriendo con amplias sonrisas. Atravesando la parte superior de estas pinturas, a ambos lados, en grandes letras ensortijadas de color rojo y amarillo, se leía: Los Hermanos Wisdom: Ulysses, Virgil, Homer y Blind Jude. ¡Auténticos esclavos negros liberados!
Y debajo de la pintura de los negros bailando y cantando, lo siguiente: Cantan Canciones de Jubileo, Auténticas Melodías de Plantación y Canciones del Soleado Sur.
Di la vuelta a la carreta. En el faldón trasero habían cosido una bandera de la Unión. En la tela debajo de la bandera habían garrapateado con tinta rosa la palabra Libertad.
Levanté el faldón y miré hacia dentro de la carreta. Todo lo que pude ver fue la oscuridad. Olía a cuero, licor, fruta madura, harina de cebada y a sudor de hombre hasta el punto de marear.
El mulo llevaba un sombrero de paja con un clavel rojo y —juro que es cierto— sus grandes labios de mulo pintados con lápiz de labios. Cuando el animal empezaba a rebuznar, enseñando sus dientes y retorciendo los labios rojos, te hacía reír de un modo que ignorabas.
Los Hermanos Wisdom intentaban que el mulo no hiciera tanto ruido, pero cuanto más lo intentaban, peor se portaba el mulo: daba coces, reculaba y lanzaba bocados al que tenía más cerca. Me acerqué a Dellwood, que estaba con Metáfora, Dave el Maldito y su Maldito Perro delante de la oficina de correos. Dave el Maldito se reía con tanta fuerza que se habría dicho que tenía una erección, y por supuesto allí estaba su perro ladrando y portándose tan mal como el mulo. Metáfora también tenía ganas de participar en el jaleo. Dellwood sujetaba a su perro mientras hacía lo que solía hacer siempre que se encontraba ante algo nuevo: escudriñar.
—Están actuando —dijo Dellwood Barker—. Si escudriñas con atención te darás cuenta. Así es como se ganan la vida los Hermanos Wisdom.
Más o menos en ese momento el mulo coceó a uno de los negros —tuvo que ser el ciego porque caminó directamente hacia el animal—; el mulo le dio una coz tan fuerte que lo lanzó rodando hasta el otro lado de Pine Street.
Los negros también gritaban; se gritaban los unos a los otros, y a la mula, en una suerte de extraña lengua que sólo de cuando en cuando sonaba a algo parecido al inglés.
A esas alturas ya había una muchedumbre de gente rodeándolos y observando —tipos del bar y también algunos mormones— tonteando y preguntándose qué diablos veían sus ojos. Thord Hurdlika llegó corriendo con los labios estremeciéndose, y Fern Hurdlika detrás. Doc Heyburn salió tropezando del bar. Los hombres sentados a la puerta de la barbería se levantaron para ver mejor. Ellen Finton y Gracie Hammer estaban asomadas a una de las ventanas del hotel.
Al poco rato todos los presentes se reían sólo porque no sabían qué otra cosa hacer… yo incluido. Ida Richelieu había salido al porche. Se apretaba el estómago entre risas. Es la única vez que he visto a una Ida sobria riéndose de ese modo.
—El mulo necesita agua —es lo que finalmente supuse decían los negros. Me llegué corriendo hasta el Local de Ida, cogí un balde del porche trasero y se lo di al primer tipo. Le señalé el grifo rojo del abrevadero, delante de la barbería, al otro lado de la calle. Corrió hasta el grifo, llenó el balde y volvió corriendo hasta el mulo— justo en el momento en que otro de los negros doblaba la carreta reculando, tropezaba con el otro tipo y tiraba el balde sobre los lomos del mulo. El mulo se encorvó encabritándose. Otro volvió a coger el balde, corrió hasta el grifo, llenó de nuevo el balde, volvió corriendo, tropezó y regó de agua al mulo otra vez. El mulo se encorvó encabritándose.
Cuando los tipos desistieron de su intento de dar agua al mulo, todos y cada uno de los negros estaban empapados hasta los huesos, y la calle —desde el grifo hasta la carreta— era un gran charcho de barro en el que cada uno de esos tipos se había caído al menos en veinte ocasiones. Finalmente, el primer tipo —el más grande de todos— consiguió llevar el balde hasta los grandes labios rojos del mulo. El mulo dio un gran sorbo de agua mientras el tipo sonreía y miraba a la muchedumbre encantado consigo mismo. Y entonces, de súbito, el mulo echó la cabeza hacia atrás y escupió todo el contenido del maldito cubo de agua sobre el rostro del negro.
Era la primera vez que veía reírse a los mormones.
Fue cuando los cuatro se pusieron en fila en el lateral de la carreta:
—¡Homer Wisdom! —dijo el más grande.
—¡Ulysses Wisdom! —dijo el siguiente.
—¡Virgil Wisdom! —dijo el siguiente.
—¡Blind Jude Wisdom! —dijo el ciego. Y acto seguido todos hicieron una pronunciada reverencia a la audiencia.
Miré al otro lado de Pine Street. Debían de haber unas cuarenta personas de pie, aplaudiendo y silbando de entusiasmo. Jamás había visto Pine Street así. Jamás he vuelto a verla de ese modo.
—Vamos a casa a tomar la primera ronda —aulló Alma Hatch—. ¡Venga, chicos!
Casi todo el mundo —incluidos los mormones— siguió a Alma Hatch al Local de Ida. En Pine Street quedamos pocos: el Reverendo Helm, Blumenfeld, Ida Richilieu, Dellwood Barker, Dave el Maldito y su Maldito Perro, yo, los Hermanos Wisdom y su mulo.
A pesar de que brillaba el sol, en ese momento empezó a llover. Lluvia sobre Pine Street y sol por todos los demás sitios. «El diablo pegando a su mujer», decía Ida siempre que llovía y hacía sol al mismo tiempo, y eso fue lo que dijo entonces. Ida Richilieu, de pie en el porche, dijo:
—El diablo pegando a su mujer.
Uno de los Hermanos Wisdom —el que yo conocería con el nombre de Ulysses— se adelantó para hablar con Ida Richilieu. No pude entender lo que decía a pesar de que hablaba despacio. Dijo algo así como:
—Nos quedaremos aquí afuera con nuestra carreta y el mulo, señora.
Ida Richilieu le pidió a Ulysses que por favor repitiera lo que había dicho. Todos nosotros, Ida, Alma, Dellwood y yo —durante el día y la noche que los Hermanos Wisdom pasaron con nosotros— fue lo que más les dijimos: o bien «¿Perdón?», o «¿Qué ha dicho?», o «¿Podría repetirlo?».
—Que estaremos perfectamente aquí afuera con nuestra carreta y el mulo, señora.
—Ni hablar —dijo Ida Richilieu—. Ahora mismo entran en mi bar y se toman una copa conmigo.
—No queremos causar problemas, señora. La carreta está bien —dijo Ulysses.
—¡La carreta está bien! ¡La carreta está bien! Mi nombre es Homer, señora —dijo Homer poniéndose a la altura de Ulysses—. La carreta es una buena carreta, señora.
El que llamaban Virgil agitó el cuerpo y doblándose se rascó la rodilla para volver a enderazarse acto seguido.
—La carreta es nuestro hogar —dijo Virgil—. Será mejor que no dejemos la carreta.
El Hermano Wisdom ciego, Blind Jude, no se acercó sino que siguió en su sitio sonriendo como había sonreído durante todo el tiempo.
—¡Síganme, caballeros! —dijo Ida Richilieu hablándoles como siempre hablaba a los hombres, a sus clientes, tal como hablaría una madre o una profesora, y no una prostituta.
Ulysses miró a Homer y a Virgil, y Homer y Virgil devolvieron la mirada a Ulysses, luego los unos a los otros, y después todos a Blind Jude.
—Madam Jefa —es lo que Homer dijo tranquilamente a sus hermanos, encogiéndose de hombros—. ¡Miss Ann! ¡Alabado sea el Señor! Nunca lo hemos hecho antes, pero si dice vamos, será mejor que vayamos.
Ida se estiró las faldas, y entró en el saloon. Ulysses siguió a Ida dentro del Local de Ida, y después Homer, Blind Jude y Virgil; luego entramos Dellwood y yo. Cuando todos estuvimos dentro, me di la vuelta y miré. El Reverendo Helm y Blumenfeld subieron al porche y se quedaron ante la puerta abierta.
Alma Hatch estaba detrás de la barra y servía bebidas a los hombres que se apiñaban. Todos los mormones estaban en fila en la pared opuesta, algunos bebiendo zarzaparrilla y echando un vistazo a un auténtico bar. Pero la mayoría de ellos estaban pegados a la ventana, tan lejos del whisky como podían. Ida se desplazó hasta un punto en donde quería que Ulysses y el resto de nosotros nos situáramos. Acto seguido subió las escaleras, y colocándose en la barandilla donde siempre se colocaba, escudriñó a la muchedumbre antes de entrar en su habitación.
Los Hermanos Wisdom, Dave el Maldito y su Maldito Perro, Dellwood y yo seguimos en el lugar que nos había indicado Ida, entre los mormones y los bebedores. Dellwood nos dio un whisky a cada uno; trajo un whisky incluso para Dave el Maldito.
Ida tardó tanto como siempre en elegir vestido, y luego volvió a plantarse en la barandilla. Llevaba el vestido azul.
Dellwood se me quedó mirando con una mirada en la que se leía que sabía lo que iba a suceder a continuación. Levanté la vista hacia Ida y entonces también yo lo supe.
El discurso de Ida:
—Damas y caballeros, todos ustedes me conocen. Me llamo Ida Richilieu y soy la propietaria de este hotel y saloon. También soy su vecina y amiga, y en muchos casos tengo negocios con ustedes.
Cuando Ida empezó a hablar había mucho ruido en el bar, y tuvo que levantar la voz para hacerse oír. Pero cuando llegó a lo de «tengo negocios con ustedes», en el bar reinaba el silencio.
—Lo que quiero decirles, lo digo como propietaria, como vecina, como amiga y como persona que tiene negocios con ustedes.
»Nuestro país luchó en una sangrienta guerra civil, hermano contra hermano, por la libertad. Abraham Lincoln, el presidente más grande que hemos tenido, fue asesinado por oponerse a la esclavitud. Luchamos en una sangrienta guerra, hermano contra hermano, y ganamos. La Proclamación de Independencia ha acabado con la esclavitud en este país. Los negros son tan libres como nosotros. Libres de buscar una vida mejor y su felicidad.
»Como propietaria, amiga, vecina y persona que tiene negocios con ustedes, yo, Ida Richilieu, siguiendo el espíritu de nuestro gran presidente Abraham Lincoln, no toleraré acciones de espíritu antilibre y esclavista contra ningún ser humano, incluidos estos hombres presentes aquí: los Hermanos Wisdom. Si alguno de ustedes está en desacuerdo conmigo, que salga de este bar y no regrese jamás. No son bienvenidos en mi casa. No toleraré daño alguno contra algo que tanto aprecio: la inimitable condición sagrada del espíritu humano.
»Si se quedan podrán tomar whisky gratis. Pero si no dan la bienvenida a estos hombres, no verán una sola gota.
Ida se encontraba en los cielos. Todos los ojos de los hombres y mujeres presentes puestos en ella. Caminó por el pasillo, bajó las escaleras sujetándose en alto la falda de su vestido azul, mostrando los tobillos y las pantorrillas. Al llegar a la barra, cogió una botella de whisky, se sirvió una copa, caminó hasta donde se encontraba Ulysses y llenó su vaso, para acto seguido llenar los de Homer, Virgil y Blind Jude.
—¡Propongo un brindis! —dijo Ida levantando su vaso—. ¡Hermanos Wisdom! ¡Bienvenidos a Excellent, Idaho! ¡Consideren mi saloon como su casa! ¡Sus habitaciones en el piso de arriba están dispuestas, y el whisky es gratis!
Todo el mundo empezó a silbar y a aplaudir; hasta algunos mormones aplaudían: mujeres y niños mormones, para ser más exactos. Y de repente éramos sólo Dellwood, Ellen y Gracie, Alma y Dave el Maldito y Thord Hurdlika los que silbábamos y aplaudíamos.
Miré en torno. El Reverendo Helm y Blumenfeld habían dejado su lugar en el porche y se encontraban dentro del Local de Ida.
—¡Tienen que quedarse en la carreta! —bramó Blumenfeld—. ¡En el lugar que les corresponde!
—¡Están acostumbrados a dormir en su carreta! —dijo el Reverendo Helm—. ¡Las camas de aquí son para hombres blancos!
—¡Éste no es sitio para gente como ellos! —gritó un hombre de la barra.
—¡Este whisky es para los blancos! —gritó otro.
—El Libro de los Mormones nos habla de este tipo de gente —dijo el Reverendo Helm—. Por eso, ruego a todos los Santos del último Día creyentes que abandonen este saloon.
Dave el Maldito empezó a llorar entre agudos gritos y lamentos, igual que su perro. En el saloon no se oía otro sonido, excepto el de la lluvia al caer, excepto el de la gente saliendo. Los mormones fueron los primeros en salir, y despúes los hombres que se encontraban en la barra. Doc Heyburn pidió otro whisky, lo vació de un trago y también salió.
Thord Hurdlika se quedó. Ellen Finton y Gracie Hammer se quedaron. Dave el Maldito y su Maldito Perro, Alma Hatch, Dellwood Barker, los Hermanos Wisdom y yo nos quedamos.
Ida ni siquiera parpadeó.
—Y ahora levanto mi vaso por los Hermanos Wisdom, nuestros hermanos de otro color, nuestros hermanos del mismo espíritu humano. Bienvenidos a nuestra población.
Todos bebimos.
Alma sirvió otra ronda. También nos la bebimos.
Afuera, el diablo seguía pegando a su mujer; lluvia en una ventana, sol en la otra.
Homer vaciló, pero siguió adelante, los ojos sudorosos, y sirvió una tercera ronda.
—Muy agradecidos por su hospitalidad —dijo Ulysses, pero no creo que nadie entendiera lo que había dicho, sólo que en ese momento nadie quiso decir «¿Perdón?», o «¿Qué ha dicho?», o «¿Podría repetirlo?». En lugar de ello, todos asentimos como si lo hubiéramos entendido y nos servimos otra copa.
Ida los acompañó arriba y les mostró la habitación once y la habitación doce. Blind Jude y Homer en la habitación once. Virgil y Ulysses en la habitación doce.
—Antes de sentarse en las camas —les dijo Ida Richilieu—, y como todo aquel que se aloja en mi hotel, tienen que darse un baño. La casa de baños está aquí al lado, junto al arroyo. Estará listo dentro de media hora. Pueden dejar su carreta en la parte trasera. Ya les envié la mitad del dinero estipulado. La otra mitad la recibirán el domingo. ¿Alguna pregunta?
Afuera en el cobertizo, Dellwood y yo mirábamos por la ventana. Cuando los Hermanos Wisdom entraron en la casa de baños —cada uno con una toalla limpia, un guante y un trozo de jabón— Ida Richilieu salió caminando detrás de ellos. Ida les hablaba en un tono de voz alto; tan alto que casi todo el pueblo de Excellent podía oírlo.
—Si cierran bien la puerta y atrancan las ventanas conseguirán un efecto parecido al de un baño de vapor —les decía Ida—. O déjenla abierta si quieren. Pueden llenar la bañera con ese balde que hay junto a la puerta. Lo único que les pido es que lo dejen todo igual de limpio que lo han encontrado. Estas toallas son para dos días, o sea que si el domingo necesitan otra toalla no tienen más que pedírmelo. ¿Alguna pregunta?
En cuanto Ida volvió al hotel, Dellwood y yo nos acercamos corriendo a la casa de baños.
Al poco rato, un brazo marrón cerró todas las ventanas. El cristal estaba empañado de vapor. Dellwood estaba junto a la primera ventana y yo en la otra. Al principio no entendía una sola palabra de lo que decían. Podían hablar en francés o en griego, para el caso era lo mismo. Pero después de un rato mis oídos se acostumbraron a la forma de hablar de esos tipos.
Más tarde, afuera en el cobertizo, Dellwood y yo comparamos lo que yo había oído con lo que él había oído. Esto es lo que supusimos habían dicho:
Llamaban Madam Jefa a Ida. También la llamaban Miss Ann.
Uno de ellos dijo:
—Aleluya, somos hombres muertos. ¡Este pueblo va a linchar a unos cuantos negros! ¿Cómo diablos salimos de ésta?
Y entonces dijo otro:
—Larguémonos de aquí ahora que todavía es posible.
—Para que nos tiendan una emboscada nocturna en la carretera, ¡no, amigo!
Luego creo que fue Ulysses quien habló:
—Ya es demasiado tarde. Tenemos que seguir jugando hasta el final.
—Estamos muertos.
—Nos van a linchar.
—Les serviremos de alimento.
Se quedaron callados durante un buen rato. Entonces reconocí la risa de Homer.
—Dios, Dios —decía—, ¿no os parece increíble, toda esta mierda? Los Hermanos Wisdom en hotel para blancos, usando las toallas de los blancos y jabón, sentados en la bañera de los blancos. Dios, menuda mierda, maldita mierda.
—¿Y has visto cómo nos miraban esas blancas? —era la voz de Virgil—. ¡Ninguna mujer blanca me ha mirado nunca de ese modo!
—Jesucristo Bendito, ten piedad de nosotros —dijo Homer—. Los he visto. ¡He visto a esos dos blancos mirándonos como si estuviéramos en Nueva Orleans! Deben de ser las fiebres. ¡Maldita mierda! Aquí en Idaho, Dios Santo.
—¡A lo mejor podemos follar mientras estemos aquí! —dijo uno.
—Shhh. Habla más bajo —dijo otro—. Nunca se sabe si hay alguien escuchando.
Me aplasté contra la pared de la casa de baños mientras una mano quitaba el vaho de la ventana.
—Nunca se sabe.
Después de eso no hablaron durante un rato, y sólo pude oír el agua cayendo en la bañera, y sus risas —en una ocasión risas tan fuertes que yo también me puse a reír a pesar de no tener idea de qué era tan gracioso.
Dellwood me dijo que les oyó hacer un pacto para estar siempre unidos, a no ser que alguno encontrara un buen culo.
Yo oí cómo uno decía que el arma debía llevarla Ulysses.
A la mañana siguiente me desperté temprano con la música. Miré por la ventana, hacia atrás, y de nuevo hacia afuera. Todo había cambiado. Donde los Hermanos Wisdom habían dejado su carreta, ahora se veía un escenario. En torno al escenario colgaba un telón de terciopelo de color púrpura recogido sobre travesaños soportados por cuatro postes. Sobre el terciopelo podía leerse en doradas letras resplandecientes: Cómicos y Vocalistas de ópera, Genuinos Juglares Negros de Jubileo y Melodías Etíopes. Delante del escenario, en el lado más próximo al cobertizo, había una caja de madera en la que se leía Venta de entradas. Por todos los lados habían sillas del Local de Ida.
Me puse los pantalones y las botas a toda prisa y salí corriendo para pegar un vistazo. Los Hermanos Wisdom y Dellwood Barker trabajaban de firme: los Hermanos Wisdom sin dejar de cantar; Blind Jude tocando en el piano de Ida.
—¿Cómo han sacado el piano hasta aquí? —le pregunté a Dellwood.
—Homer, yo y el mulo —repuso.
—¡Hay más café listo para el que lo desee! —vociferó Ida por la puerta trasera.
—¡Y todo lo que haga falta! —vociferó Alma.
En la cocina, Ida y Alma preparaban el desayuno. Ya había visto a Ida preparar el desayuno con anterioridad —una vez o dos— pero mis dos ojos jamás habían visto a Alma cocinando. Ida llevaba uno de sus vestidos buenos y el pelo atado con un pañuelo. Alma también llevaba puesto un vestido bueno, y el pelo estirado hacia atrás y recogido en un moño.
Todo había cambiado.
Claro como el día: se trataba del amor.
Alma Hatch enamorada. Ida Richilieu enamorada.
Las dos tenían el periodo.
—Seríais las esposas perfectas de unos hombres afortunados —dije a Ida y a Alma.
Ninguna de los dos oyó lo que les dije; eso, o hicieron como que no habían oído. Siguieron cocinando.
Me serví una taza de café y volví afuera. Ulysses, Virgil, Homer y Dellwood sacaban de la parte trasera de la carreta lo que supuse era una alfombra enrrollada. Ulysses y Virgil llevaban un extremo mientras Dellwood y Homer llevaban el otro, Dellwood acercando su cuerpo tanto como podía al cuerpo de Homer.
Claro como el día.
Dellwood también tenía el periodo.
Me senté con mi café en una zona de sol en las escaleras del porche trasero y me puse a escudriñar.
Lo que vi fue una familia numerosa y feliz. Ulysses, Virgil, Homer y Dellwood llevaban la alfombra doblada hasta la plataforma de madera, y al desdoblar la alfombra no había tal alfombra sino una gran pintura. El decorado, lo llamaban ellos. Dellwood y Homer levantaban un extremo mientras Ulysses y Virgil levantaban el otro, y ante mis ojos lo vi: una hermosa y descomunal pintura de una gran casa blanca con pilares y el tipo de árboles que, según Homer, hay en el profundo sur. Blind Jude interpretaba una pegadiza melodía etíope que te daba ganas de bailar.
Bailaban: Ulysses, Virgil, Homer y Dellwood bailaban sobre el escenario.
—¡A comer! —dijo Ida Richilieu, y ella y Alma sacaron fuentes con huevos y grandes trozos del jamón curado de Dave el Maldito y pan ácimo y patatas. Entré dentro y traje la tazas y otra jarra de café y todos nos sentamos, con las piernas cruzadas en el escenario enfrente de la gran casa blanca con los pilares y los árboles. Ida le pidió a Homer que bendijera los alimentos y Homer los bendijo, cantando al tiempo que hablaba con el Señor, antes de sumergirnos en la comida.
Mientras comía, me dedicaba a escudriñar.
Nada más llegar, los Hermanos Wisdom parecían todos iguales; todos me parecían el mismo negro. Eran todos negros, con el pelo negro y lanoso, y vestían con ropa vieja. Me preguntaba si tendrían alguna otra parte del mismo color de los grandes labios sonrientes. Blind Jude era el único que me había parecido distinto; sus ojos eran como perdidos cantos de río negros virando al blanco. Pero esa mañana, sentado al sol y viéndolos trabajar, cantar y hablar, reír y maldecir, y luego sentado y rezando con ellos, de repente todos me parecieron distintos. Los vi como a cualquier otra persona: tal como realmente eran.
Ulysses era el mayor, aunque tanto podría haber tenido treinta como sesenta años. El era el padre, el jefe, y el resto hacía en buena medida lo que Ulysses decía; todos, excepto el mulo. Ulysses tenía un diente de oro en la parte delantera y llevaba un anillo de diamante en el dedo meñique de la mano izquierda. Tras terminarse el desayuno, Uylysses se encendió una pipa de maíz. Valía la pena contemplar a Ulysses encendiendo su pipa. Hacía del fumar en pipa algo tan elegante que me prometí a mí mismo comprarme una.
—El hombre es inteligente —decía Ida Richilieu—. Y además tiene una vena sagrada. Un hombre con dedos largos como los suyos, que se toma tanto cuidado para encender una maldita pipa como si fuera algo así parecido a un ritual sagrado… tiene que ser inteligente y tener un sentimiento especial por lo sagrado.
Profesor Wisdom, lo llamaba Ida, y en ese mismo instante se quedó con el Profesor Ulysses Wisdom.
Homer comió más huevos, jamón y patatas incluso que yo. Era el más alto y grande de los hermanos. Más grande en todos los sentidos, como Dellwood Barker descubriría. Cuando Homer se levantaba, encorvaba los hombros, supongo que para no parecer tan alto a los tybo. Homer era asimismo el que nunca dejaba de reírse. Yo también suponía que era el más miedoso. Siempre tenía gotas de sudor en torno a los ojos. Decía algo y se reía, decía algo y se reía, y luego se sacaba el pañuelo de un bolsillo y se enjugaba alrededor de los ojos.
Homer era el predicador. Cuando hablaba no dejaba de referirse a la Biblia, decía «Alabado sea el Señor» todo el rato en lugar de maldecir.
Dellwood Barker simplemente no pudo resistir meter la nariz en la historia de Homer. Y no me extrañó lo más mínimo. Homer era un puñado de cosas inconexas: se reía cuando no se reía, alababa al Señor cuando pretendía blasfemarlo, estudiaba la Biblia sentado sobre esa polla, se hacía el tonto y sin embargo no dejaba de escudriñar y escudriñar.
Virgil se movía más como una ardilla que como un ser humano. Picoteó de sus huevos y le dio a Homer el jamón. Mientras estábamos sentados comiendo, es probable que Virgil se levantara en una docena de ocasiones. No caminaba como la mayoría de la gente; no daba un paso detrás de otro. Más que caminar se deslizaba.
Alma Hatch lo llamaba «mi pequeño colibrí».
Me imagino que Virgil nunca se sobrepuso a Alma Hatch. Por supuesto que tampoco tuvo mucho tiempo para ello. Empezó un viernes. Acabó el sábado. Parecía que conocíamos a esos tipos desde siempre.
Con Virgil, no sé si era por follar con una mujer blanca o por follar con esa mujer blanca en particular; es difícil de decir, pero fuera lo que fuese, según se vio, Alma Hatch resultó demasiado para Virgil Wisdom.
Pero cuando miro hacia atrás, veo que todos éramos demasiado para ellos. Ida Richilieu, Alma Hatch, Dellwood Barker y yo; todos éramos demasiado para ellos… para Ulysses, Homer, Virgil y Blind Jude Wisdom.
Ellos eran demasiado para nosotros.
Ninguno de nosotros volvió a ser el mismo.
Pero tal como lo expresaba Ida, «¡Nada es demasiado!».
Dellwood: «Nada puede sucederte para lo que no estés preparado».
Incluida la muerte.
Y otra cosa más. No eran negros. Esos negros no eran negros. Eran marrones, de diferentes gamas de marrón. Igual que con los tybo; por ejemplo Ida Richilieu y Alma Hatch; los dos eran tybo, pero Ida era blanca blanca con pezones oscuros y el pelo negro, mientras que Alma era más bien rosada y tenía pezones rosados y un pelo castaño que tendía a rubio. Igual que con los Hermanos Wisdom; tenían partes negras, pero en su mayoría eran del color de la corteza de pino, o de la tierra margosa. Y olían igual de bien, sobre todo Homer.
Blind Jude. Escudriñé a Blind Jude durante el desayuno, durante el día entero.
Blind Jude era el más bajo de los hermanos. No tenía un solo pelo en la cabeza, y en las zonas del rostro en las que tenía pelo, el pelo era como los hierbajos a la orilla de una zanja. Llevaba barba porque decía que sus hermanos se habían cansado de afeitarlo; recortada tal como a Fern Hurdlika le gustaba. Tenía el color del cuero húmedo. Sus manos eran tan hermosas como sus pies.
Ése era el aspecto que tenía Blind Jude, pero escudriñándolo, no podía imaginar un solo detalle de su historia personal. Entonces sucedió; yo caminaba por el pasillo, más allá de la habitación de Ida. Miré en la habitación de Ida, y en su cama, contemplando la ventana, estaba Blind Jude. Me acerqué a él para ver qué miraba por la ventana. En el exterior, Dellwood Barker, Alma Hatch, Ida Richilieu, Homer, Ulysses y Virgil daban los últimos toques al escenario.
Esto es lo que Blind Jude dijo:
—Te crees una especie de pájaro, ¿no es cierto?… un pájaro con el ala rota. Y crees que nadie puede verte.
Blind Jude volvió sus ojos perdidos hacia mi ojo izquierdo y en ese instante supe que nadie me había mirado realmente con anterioridad.
—El otro… el viejo indio —dijo Blind Jude—… él es el que no puede ver. Pero tú, Cobertizo, tú sí puedes ver.
Entonces levanté la vista, y de pie junto a Blind Jude se encontraba Pluma de Búho. Pluma de Búho estaba inclinado y susurraba en el oído de Blind Jude, contándole un chiste, contándole la verdad.
Dave el Maldito y su Maldito Perro entraron entonces en la habitación de Ida, con toda la naturalidad del mundo, y allí estábamos: uno que no podía hablar, otro que no podía ver, el otro que estaba muerto, y yo.
Para todos nosotros era lo mismo: sabíamos quiénes éramos y por qué vivíamos. Sabíamos que estábamos en el hogar.
El sol de primera hora de la tarde daba de lleno en las ventanas de Ida, las ventanas abiertas por la parte de abajo. Por las ventanas abiertas, afuera, podías oír las voces de Ida y Alma, de Ulysses y Virgil, Dellwood y Homer hablando, uno martilleando, Ida dando instrucciones a todos, un sonido de pájaro de Alma, Homer riendo y alabando al Señor, Dellwood también riéndose.
Dave el Maldito se sentó al escritorio de Ida y se puso a hacer garabatos en un papel.
Por lo que pude intuir, estaba haciendo un dibujo de sí mismo sentado al escritorio de Ida dibujándose a sí mismo.
Pluma de Búho se sentó en la cama con Blind Jude y conmigo. Blind Jude alargó una mano y tocó el dobladillo del vestido azul de Ida, colgado en el armario. Y luego, de repente, Blind Jude se levantó y se quitó los pantalones y la camisa. Tuve que preguntarle a mis ojos si era cierto que veían a Blind Jude con ropa interior blanca. Blind Jude cogió el vestido azul, se lo puso y se colocó la boa de plumas en torno a los hombros. Se quedó de pie delante del espejo de Ida como si pudiera verse en el espejo y dijo:
—¡Oh, la humanidad! ¡Cobertizo, ayúdame con los botones!
Las palabras que salían de Blind Jude sonaban exactamente igual que las que salían de Ida Richilieu. Lo primero que hice fue tratar de asir mi corazón, convencido de que Ida Richilieu me hablaba desde dentro de la boca de Blind Jude. Luego empecé a abotonarle el vestido —lo que podía abotonar— y era la voz de Ida, pero no su huesudo cuerpo en ese vestido azul.
—Y mis perlas —dijo Blind Jude tal como decía Ida Richilieu—. Ayúdame con las perlas.
Blind Jude se enrolló la boa de plumas en torno al cuello. Le puse el sombrero de Ida, el que le había dado Alma Hatch, con las plumas de pavo real. Se colocó exactamente igual a como se colocaba Ida.
—Damas y caballeros —dijo Blind Jude—. Todos ustedes me conocen. Me llamo Ida Richilieu y soy la propietaria de este hotel y saloon. También soy su vecina y amiga, y en muchos casos, tengo negocios con ustedes.
Ida Richilieu se había convertido en un hombre negro.
—La Proclamación de Independencia ha acabado con la esclavitud en este país. Los negros son tan libres como nosotros los blancos. Libres de buscar una vida mejor y su felicidad.
Dave el Maldito empezó a sacarse la ropa. Al poco llevaba puesto el vestido blanco de Ida: al menos todo lo que pudo meterse. Se colocó tal como Blind Jude se había colocado siendo Ida Richilieu. Dave el Maldito también era Ida Richilieu, caminaba como Ida, su rostro era como el suyo.
Pluma de Búho se metió en el vestido rojo. Al ser un fantasma le quedaba bien. El corte a la altura de las caderas, su largo pelo indio recogido como el de Ida; se puso las peinetas de Ida en el pelo, se sentó a su tocador, se miró en el espejo tal como hacía Ida. Se encendió un cigarrillo.
—¡Pernicioso! —dijo Pluma de Búho al espejo—. P… E… R… N… I… C… I… O… S… O… —deletreó—. ¿No es delicioso? / Ser tan pernicioso / Joder a esos mormones / que nacen sin cojones.
—Ten en cuenta la fuente —dijo Blind Jude—. La historia de un loco contada por unos locos tendría que hacerte pensar.
—Las cartas están marcadas en tu contra… también tendrías que tenerlo en cuenta —dijo Pluma de Búho.
El sol que entraba por las ventanas traseras hacía resplandecer la habitación, dándole un color diferente al rosado, y la habitación olía a hombres y a sol contra las ventanas en el verano.
Afuera podías mirar por las ventanas y ver a la auténtica Ida ayudando a Ulysses a tensar uno de los postes de la carpa.
Auténtica.
—Demos un paseo en mi aeroplano y visitaremos al hombre de la luna —cantaba Pluma de Búho.
—Tienes que ver su polla —decía Blind Jude—. Esos negros tienen las pollas más grandes del mundo.
Me puse uno de los vestidos de Ida. El vestido me venía muy pequeño. Me pinté los labios de rojo. Me arrodillé en el suelo con el balde del armarito del recibidor y empecé a fregar el suelo.
—¡Eh, tú! —dije—. ¡Ven aquí, chaval!
—¡Oh! ¡La humanidad! Así soy yo —dije—. ¡No me pidas que cambie!
—Mantén tus promesas, mantente limpio, mantente vivo —dije yo.
»Una mujer tiene su orgullo —añadí.
»¿Cómo se deletrea emancipación? —pregunté—. ¿Cómo se deletrea proclamación?
Y a continuación:
—¿Cómo se deletrea inimitable condición sagrada?
—¿Cómo se deletrea madre? —preguntó Pluma de Búho.
—¡I… D… A… R… I… C… H… I… L… I… E… U…! —deletreé.
Cuando hube deletreado madre, dejé de reírme.
Me limité a seguir tendido en el suelo.
Agujero de mujer: si sacas a Ida Richilieu de mi vida, ya no habrá vida.
Proclamación de Independencia, pensé, libre.
Pluma de Búho se sentó a mi lado y me cogió la cabeza con las manos. Al poco, Dave el Maldito se encontraba echado a mi lado, sujetándome, igual que Blind Jude. Cuatro hombres tendidos en el suelo vestidos como mujeres. No intentaron consolarme. Me rodearon con sus brazos.
Poco antes de que se pusiera el sol, Virgil entró corriendo en la habitación de Ida abotonándose los pantalones. Alma Hatch no estaba demasiado lejos.
Fue entonces cuando escuchamos los disparos.
Providencia.
—¡Una cuadrilla! ¡Una cuadrilla! —aullaba Virgil—. ¡Seguro que nos linchan!
Dave el Maldito y yo nos sacamos los vestidos de Ida en un abrir y cerrar de ojos. Blind Jude se limitó a sentarse en la cama. Pluma de Búho había desaparecido. Cuando llegué a la altura de la ventana me había puesto la camisa y subido los pantalones.
Una docena de hombres a caballo galopaban en círculos en torno al cobertizo y la carreta de los Hermanos Wisdom. El polvo apenas dejaba ver. Disparaban al aire con sus armas y aullaban y vociferaban tal como se hace con un rebaño de vacas. Dos de ellos llevaban carteles.
Negro: lee y corre.
Las palabras estaban pintadas en rojo.
Ulysses Wisdom e Ida Richilieu estaban de pie en el centro de todo, Ida maldiciendo y pateando y haciendo oscilar sus brazos, Ulysses apretado contra el escenario.
—Ya nos vamos, jefe, ¡no hagáis daño a mis hermanos! —aullaba Virgil sacando y volviendo a meter la cabeza por la ventana.
Alma Hatch abrió otra ventana y gritó:
—¡Quién diablos os creéis que sois! ¡Estáis en una propiedad privada!
En la habitación del piso de arriba Ellen Finton y Gracie Hammer se pusieron a gritar a su vez.
Abajo en el cobertizo, pude ver cómo Dellwood Barker apartaba la cortina de enaguas.
Fui a buscar la escopeta de Ida, la que siempre tenía junto a su cama, pero no estaba.
Salí corriendo al recibidor y empecé a bajar por la escalera trasera. En el rellano, volví a mirar por la ventana, y mis ojos vieron a Blind Jude, todavía con el vestido azul de Ida, caminando por entre los caballos al galope, la conmoción, los hombres y el polvo, llevando la escopeta de Ida sobre el hombro como haría un soldado.
Bajé corriendo el resto de las escaleras y salí por la puerta de atrás. Para entonces los caballos habían dejado de galopar y la calma asustaba. Todos los hombres miraban a Blind Jude como si fuera una suerte de aparición.
Dellwood y Homer asomaron dos rifles por la ventana del cobertizo.
Virgil y Alma estaban en la ventana de Ida, cada uno con un arma. Ellen Finton y Gracie Hammer estaban en la ventana de la habitación doce. Las dos mostraban un arma. Dave el Maldito también tenía un arma. Estaba en la puerta de la cocina. Nunca he visto tantas armas juntas en un mismo lugar. Thord Hurdlika dobló corriendo la esquina del hotel. También llevaba un arma. Blind Jude caminaba igual que Ida y cantaba la canción del hombre en la luna. Por la mirada en su cara, no se sabía si Ida Richilieu quería darle una bofetada, correr o alabar al glorioso Señor por lo que venía hacia ella con su vestido azul.
Blind Jude llegó hasta donde estaba Ida Richilieu y le pasó su escopeta.
—¡Madam Jefa! ¡Miss Ann! ¡Señora Ida Richilieu! ¡Su escopeta! —dijo Blind Jude con la voz de Ida.
Ida cogió el arma, apuntó hacia el cielo y disparó dos veces. Los caballos se encabritaron y retrocedieron.
Un hombre a caballo apuntó su arma hacia Blind Jude. Se escuchó un disparo y el arma del jinete salió volando de sus manos.
—¡El negro me ha disparado! ¡El negro me ha disparado! —aulló el tipo.
—No ha sido un negro, caraculo, he sido yo —dijo Dellwood Barker y volvió a disparar antes de que alguien tuviera la oportunidad de hacer un movimiento—. Y ahora, hatajo de cobardes, salid volando de aquí o haré que Madam Jefa Ida Richilieu dispare sobre vosotros.
Escudriñé la muchedumbre. Los hombres se miraban los unos a los otros. No reconocí un solo rostro.
—¡Vamos! —aulló Ellen Finton—. ¡Ya le habéis oído!
—¡Largo! —aullé yo.
—¡Salid volando! —aulló Alma Hatch.
—¡Fuera! —aulló Gracie Hammer.
Los labios de Thord Hurdlika se movían más rápido de lo nunca visto.
—¡Sacad vuestros esqueléticos culos blancos de mi pueblo! —aulló Blind Jude con la voz de Ida Richilieu, y sonrió hacia donde se encontraba Virgil, luego hacia Ulysses y por fin hacia Homer.
Y entonces habló Ida Richilieu.
—¡Eso es! ¡Sacar vuestros esqueléticos culos blancos de mi pueblo! —aulló.
Los tybo parecían asustados. Miraban alrededor y veían las armas que les apuntaban. Intentaban descubrir el camino más rápido para salir de Excellent. Uno espoleó a su caballo y se marchó, y un par más lo siguió. Al poco la banda entera mordía el polvo bajando por Pine Street en dirección a la salida del pueblo.
Todos sonreíamos con una expresión gloriosa; en especial Ida Richilieu.
Había ganado la batalla del 4 de Julio.
—¡Oh! ¡La humanidad! —dijo Ida antes de soltar dos cartuchazos más—. ¡Sacad vuestros esqueléticos culos blancos de mi pueblo!
Ida sirvió las dos primeras rondas, y después nos servimos cada uno.
No había suficiente whisky, ni suficiente hierba, tan gloriosos nos sentíamos todos y cada uno, tan enloquecidamente lo celebramos.
Ida, Alma, Dellwood, Thord Hurdlika, Dave el Maldito, Ellen Finton, Gracie Hammer y yo, celebrábamos que Ida hubiera ganado la batalla del 4 de Julio.
Ulysses, Homer, Virgil y Blind Jude, sin embargo, celebraban otra cosa: todavía seguían vivos.
—Estamos vivos pero no por mucho tiempo —decía Virgil.
—Estoy sorprendido de que hayamos llegado tan lejos, demos gracias al Señor celestial —decía Homer.
—Con toda seguridad somos hombres muertos —comentó Virgil—. Nunca saldremos vivos de aquí.
—¡Estupideces! —dijo Ida Richilieu—. En el Local de Ida estáis a salvo.
Ulysses, Virgil, Homer y Blind Jude se limitaron a mirar al suelo.
—Confiemos en el Señor, Él nos indicará el camino —dijo Homer.
—¡Estamos en el siglo veinte! —dijo Ida—. ¡No os preocupéis por esos maleantes! —añadió—. Todo ha terminado. Ya habéis visto cómo sus caballos huían al galope por Pine Street. ¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado!
—Desde luego que el espectáculo ha sido memorable —dijo Ulysses sonriéndole.
—¡Espectáculo memorable! ¡Espectáculo memorable! ¡Jamás me habían gustado tanto los culos de los caballos! —comentó Homer.
—Nunca me he sentido igual —dijo Virgil—. Nunca había visto a hombres blancos huyendo. Sí señor, le ha hecho bien a mi corazón.
Ninguno de nosotros decía «¿Perdón?», o «¿Qué ha dicho?», o «¿Podría repetirlo?» a los Hermanos Wisdom. Ya no hablábamos en inglés. Hablábamos en whisky.
Ulysses me siguió cuando salí a hacer un pipí. Antes de salir por la puerta, me preguntó:
—¿Hay moros en la costa?
No sabía a qué se refería.
—¿Perdón? —le dije.
—Supongo que no habrá nadie allí afuera esperando para pegarme un tiro, ¿no? —me aclaró.
—¡No! Aquí estamos a salvo.
Ulysses miró en torno mientras salía. Se puso a hacer pipí cerca de mí. Luego salieron Virgil y Homer, mirando a todos lados. Colocándose al lado de Ulysses, también se pusieron a hacer un pipí.
—Hermanos míos —dijo Ulysses sin dejar de mirarse mientras meaba—. Me gustaría preguntar una sola cosa:
—¿cómo nos hemos podido meter en este lío?
—Nunca lo habíamos hecho antes, y mucho menos aquí, en Idaho, ¡Dios Santo! —dijo Virgil.
—Debemos de ser unos negros locos —dijo Ulysses.
—Me moriré follando —dijo Virgil.
—Me moriré en el cielo —dijo Homer—. ¡Me voy a Glidden! ¡A Calcuta!
Dave el Maldito le trajo el cartel a Ida. Le dibujó un plano de donde lo había encontrado: en la puerta de la oficina de correos.
Desafortunadamente, y debido a elementos perniciosos, la tan esperada visita del Justo Reverendo William B. Merrillee ha sido cancelada hasta fecha más conveniente.
—Al menos esta vez lo han escrito bien —dijo Ida.
Nadie fue a ver a los Hermanos Wisdom esa noche; nadie excepto nosotros: Ida Richilieu, Alma Hatch, Ellen Finton, Gracie Hammer, Thord Hurdlika, Dave el Maldito y su perro, Dellwood Barker y yo.
Estuvimos todos pendientes por si aparecía alguien, pero no llegó nadie.
Me dije que era lo mismo.
Ida llevaba el vestido azul. Alma llevaba el vestido con dibujos de pájaros. Dellwood se había peinado el pelo hacia atrás y llevaba su camisa blanca.
Cuando vi a Dellwood mi corazón dio un brinco. Igual que el corazón de Homer. Me puse a escudriñar.
Thord Hurdlika no estaba en condiciones de volver con su mujer, Fern, por lo que después de lavarse le presté una camisa y unos pantalones míos.
Y yo iba todo de blanco Sears and Roebuck como el día en que Ida, Alma, Dellwood y yo hicimos el picnic junto al río. El sombrero de paja con la banda roja.
Hasta Dave el Maldito tenía buen aspecto. Dellwood y yo lo habíamos lavado con un estropajo en la casa de baños.
—Tan limpio que rechina —dijo Ida.
Cuando se levantó el telón, ya se había puesto el sol pero el cielo seguía claro. El valle estaba en sombras. Lo que veías cuando el telón se levantaba era un escenario iluminado y la hermosa pintura del decorado de una gran casa blanca con pilares y el tipo de árboles que hay en el profundo sur.
Lo primero que percibí, tras percibir que todos los Hermanos Wisdom estaban allí, fue que sus rostros eran negros. Quiero decir auténticamente negros y por eso le pregunté a Ida por qué tenían los rostros tan negros, y ella me dijo que se habían puesto corcho quemado, que así era como hacían las cosas los juglares: llevaban maquillaje. Pero Dellwood decía que sólo desde hacía poco los negros tenían sus compañías de juglares, que normalmente los juglares eran tybo con la cara teñida de negro, pretendiendo ser negros, y que cuando los negros por fin empezaron a hacer lo que los blancos habían estado copiando a los negros, los negros copiaron a los blancos copiando a los negros.
Historias locas, gente loca.
Ulysses tocaba el banjo, según Dellwood una calabaza recubierta de piel de mapache. Virgil tocaba el violín, Homer tocaba la pandereta y era lo que llamaban el interlocutor. Blind Jude tocaba la harmónica y el arpa de boca.
La primera canción que tocaron se llamaba Lejos de los viejos amigos del hogar, que Ulysses cantó con una voz triste y profunda. En la mitad de la canción, dejó de cantar y se puso a llenar su pipa de maíz. Empezó a hablar de cuando era un muchacho en Alabama y de los amigos con los que había jugado, cómo había comido zarigüeya y el aspecto que daba el sol a las plantaciones de algodón en la hora más calurosa del día. Ulysses habló de su madre y de su padre y de lo triste que estaba en la época en que éstos murieron.
—No había un solo ojo seco —dijo Ida.
Luego Blind Jude cantó una canción preciosa llamada Elévame de vuelta a la vieja Virginia, sonriendo de aquel modo que siempre te hacía pensar que sabía algo que tú ignorabas.
—Damas y caballeros —dijo Blind Jude—, a mis hermanos Ulysses, Virgil y Homer, y a mí, nos gustaría dedicar la siguiente canción a Ida Richilieu.
Los Hermanos Wisdom se pusieron a tocar una canción que alegraba el corazón. Decía más o menos así:
«Canta el jubileo; todo el mundo es libre / Bienvenida, bienvenida, independencia».
Todos nos pusimos a cantar esa canción con los Hermanos Wisdom y la cantamos una y otra vez.
Sigo oyendo esa canción en mi cabeza de cuando en cuando: «Canta el jubileo; todo el mundo es libre / Bienvenida, bienvenida, independencia».
Y después la banda se puso a tocar jigs. Sliding Jenny Jig, Pea patch Jig, Genuine negro Jig.
Por encima de nuestras cabezas la luna se apretaba brillante contra el balanceo de la carpa, nos apretaba a los unos contra los otros en la sombra, todos bailando. Ida bailaba los jigs con su Profesor Wisdom; Alma Hatch con su pequeño colibrí, Virgil; Thord Hurdlika con Ellen Finton; Gracie Hammer y Dave el Maldito, el Maldito Perro y Metáfora se paseaban por entre la gente que bailaba. Dellwood estaba sentado en un círculo de luz en el banco del piano junto a Homer, la mecha baja, con una mirada de música de piano en el rostro.
Blind Jude llegó desde la parte trasera del escenario con una lata. Abrió la lata con las uñas, sumergió los dedos en la lata y empezó a tiznarme con corcho quemado.
—¡Ahora tú también eres un negro genuino! —me dijo Blind Jude.
Ida Richilieu vio cómo Blind Jude me ponía corcho quemado en la cara y quiso ponerse ella también. Y lo mismo pasó con Dellwood Barker, Alma Hatch, Gracie Hammer, Ellen Finton, Thord Hurdlika y Dave el Maldito.
Al poco rato todos teníamos el mismo aspecto, todos negros, el mismo color negro, como blancos que intentan parecer negros, y negros intentando parecer como los blancos piensan que parecen los negros.
De repente todos nos reíamos, hacíamos el tonto con nuestros rostros negros, pero lo cierto es que estábamos asustados; todos nosotros estábamos asustados, de repente, de un modo que no habíamos esperado.
El corcho quemado nos hacía a todos iguales.
Aunque todos éramos iguales, todos sabíamos que no lo éramos.
El corcho quemado en nuestros rostros cambió eso.
El corcho quemado era una máscara en nuestros rostros, y lo que había debajo no era negro, ni blanco: era humano.
—¡A moverse! ¡A moverse! —gritó Virgil y empezó con su violín. Ulysses cogió el banjo, Homer su pandereta. Blind Jude empezó a tocar la harmónica.
Como Homer nos explicó, el walk-about era un baile en el que los participantes se colocaban en un semicírculo. Alguien cantaba una estrofa mientras los demás le escuchaban, y cuando terminaba de cantar, todos empezaban a caminar al tiempo que cantaban en alto el estribillo mientras iban y venían moviendo el cuerpo a su propio ritmo. Entonces uno avanzaba hacia el centro del semicírculo y, solo, se ponía a bailar, a bailar su historia personal, fuera ésta cual fuera, sin importar cómo la sintieras o la bailaras, mientras todos los demás observaban.
Homer empezó a cantar; estábamos en semicírculo:
«Yo le gusto al tratante de esclavos. / Los blancos me venden a mitad de precio. / Darán por mí menos de mil dólares. / Hacia abajo, hacia abajo, ¡ho! / Vamos camino de Georgia».
Homer avanzó hacia el centro, golpeándose el culo con la pandereta, bailando, moviendo el cuerpo como no se había movido nunca antes un cuerpo humano, agitando los hombros, meneando las caderas, golpeando el suelo con los pies, sacando el culo y acunando con la mano libre su gran yo delantero.
A la siguiente vuelta, Virgil cantó:
«Ida Richilieu tiene un local, / Un hotel que ha sido nuestra gracia salvadora. / Eso si no nos sacan a tiros de aquí. / Hacia abajo, hacia abajo, ¡ho! / Vamos camino de Glidden».
Virgil bailaba como si no tocara el suelo, bailaba como el pequeño colibrí de Alma, precipitándose, volteándose, moviendo tan rápido los pies que apenas si podías verlos.
Ulysses cantaba:
«W.C. Handy tenía una troupe. / Cogió unas viruelas… las encerró en un gallinero. / Se escabulló de noche como haremos nosotros. / Hacia abajo, hacia abajo, ¡ho! / Vamos camino de Owyhee City».
Ulysses bailaba su historia de dientes de oro y anillo de diamante, llevaba el peso cargado de hombros, miraba a Ida, le mostraba su amabilidad, su respeto. Ida sonrojada como una colegiala.
Luego le tocó a Ida:
«William B. Merrillee piensa que estamos enfermos. / Lo que pasa es que no tiene polla. / Jode a ese mormón hijo de palurdo. / Hacia abajo, hacia abajo, ¡ho! / ¡Vamos camino del Hades!».
Ida bailaba como una corista, levantaba las piernas, se levantaba el vestido y mostraba el trasero.
Blind Jude me empujó y avancé hacia el centro. Mi cuerpo no sabía qué hacer. Si en un estado normal me resultaba difícil hablar, y no digamos rimar, no digamos rimar mientras me contemplaban, y además borracho. Por eso lo que hizo mi cuerpo me sorprendió tanto como a los demás.
Me desnudé. Me saqué la ropa de Sears and Roebuck, danzando al ritmo de la música, los zapatos blancos de suave cuero, la chaqueta blanca, los pantalones blancos, la corbata blanca, el sombrero de paja, la ropa interior blanca.
Blind Jude acercó la lata y procedió a embadurnarme el cuerpo de corcho quemado; todo el cuerpo.
Fue todo un espectáculo. Dice la historia que hasta Homer quedó impresionado.
Poco después de mi baile cada pareja encontró su cama. Nos quedamos solos Blind Jude y yo, él sentado al piano en el círculo de luz y yo tumbado, un negro genuino, en el escenario.
—Era un hombre de color que no tenía ojos —cantaba Blind Jude—. El blanco les golpeaba con sus mentiras. / Lo que más duele es lo que toman de ti. / Hacia abajo, hacia abajo, ¡ho! / ¡Vamos camino del olvido!
Me senté junto a Blind Jude. Contemplé sus manos sobre las teclas del piano. No tenía palabras para preguntarle lo que quería, por lo que pregunté:
—¿Olvido es un lugar como Glidden?
—Puede ser —repuso Blind Jude.
—¿Y dónde está?
—Glidden está en el cielo —dijo Blind Jude—. Olvido, en todas las otras partes.
—Dellwood dice que el cielo está en tu cabeza —dije a continuación—. Ida dice que el cielo puede ser un lugar real, pero puede que no; y que por lo tanto es mejor suponer que no existe el cielo, para que cuando mueras, si es que existe, te lleves una sorpresa.
—Lo que dices suena a Ida Richilieu —dijo Blind Jude—. Y también suena a Dellwood Barker.
Y a continuación:
—Lo que es seguro es que los blancos del Local de Ida no son como los demás blancos.
—¿En qué se diferencian? —pregunté.
Los dedos de Blind Jude empezaron a tocar la canción del hombre en la luna.
—Pues bueno, son distintos y son iguales —dijo Blind Jude—. Por ejemplo, Ida Richilieu nos da una cama para dormir en su hotel, y utilizamos el mismo lavabo que los blancos, y la casa de baños; los blancos se sientan a la misma mesa que nosotros, compartimos el whisky y el tabaco… todo eso es distinto… y bueno, para mis hermanos y para mí eso es algo nuevo.
»Son iguales en que lo que más le gusta al blanco es ser el jefe. Lo que a ella más le gusta es ser Madam Jefa… y eso pasa en todas partes.
»Y otra cosa más —añadió Blind Jude—. El Local de Ida no es distinto a los demás sitios; es sólo más fácil de ver. Mis hermanos y yo no somos personas individualizadas; somos sólo un puñado de toros negros a los que follar. Incluso aquí nadie nos ha visto como algo distinto a un polvo peculiar.
Puse las manos sobre las de Blind Jude y dejó de tocar. Le miré tal como él me había mirado la primera vez. Puse mis labios sobre los suyos, lo mantuve cerca, toda esa noche mantuve cerca de mí a Blind Jude.
Nunca he mantenido tan cerca de mí a un ser humano, los cuerpos juntos, rostro contra rostro, brazos con brazos, las piernas entrelazadas, la polla y los huevos contra el sitio que antes ocupaban los suyos, respirando acompasados, un solo corazón palpitando.
Cuando me desperté, lo primero que hice fue llevarme la mano entre las piernas. Todo seguía allí.
Blind Jude y yo estábamos húmedos. Pensé que era la lluvia, pero éramos nosotros. Miré alrededor en la oscuridad pero no caí en dónde nos encontrábamos. Hasta que supe que nos encontrábamos en la carreta por el olor de las cosas. Me hice el ciego. Tanteé con las manos, encontré una caja de cerillas, raspé una contra una cacerola de hierro y encendí una vela. Mis ojos vieron la llama. Me alegró comprobar que veían.
Dentro de la carreta había de todo: botellas, latas, cajas, libros. Había un jamón ahumado, y ropa colgada de una percha. Había unas bridas y una silla de montar. Blind Jude y yo yacíamos sobre una manta tirada por encima de una bala de heno y un saco de avena. Una cajonera. Tazas y platos y más cacerolas y sartenes. A mis espaldas había una lechuza disecada con ojos de cristal.
Y entonces recordé el sueño: Pluma de Búho y yo follando. Cuando empezaba a correrme, me detuvo. Me dijo algo muy importante. Me dijo que escuchara antentamente y que después lo recordara.
Pero no lo recordaba.
Cuando Blind Jude se despertó, ambos supimos que había llegado la hora. Nos desprendimos el uno del otro, nos levantamos y empecé a buscar mi ropa. Quería decirle algo a Blind Jude sobre el haber dormido juntos, sobre cómo había sentido que él era yo y que, si pudiera, en ese mismo instante le daría mi polla y mis huevos, pero mi boca no supo cómo articular las palabras en voz alta.
Ulysses estaba con Ida en la cama. Cuando le toqué la espalda, por poco salta de su piel. Pero gracias a Dios no despertó a Ida.
Virgil estaba follándose a Alma Hatch en la habitación once. Contemplé la combinación de negro y blanco a la luz de la luna durante unos instantes y después le hablé en un susurro.
—Ulysses quiere verte —le dije.
Virgil empezó a correrse, Alma empezó a gemir.
Thord Hurdlika y Gracie Hammer estaban en el suelo de la habitación doce. Ellen Finton estaba totalmente dormida en el anexo. Ni idea de dónde se encontraba Dave el Maldito.
Afuera en el cobertizo Dellwood Barker era un culo blanco y Homer Wisdom un culo negro sobre las sábanas de la cama. Ambos roncaban como alces. Antes de despertarlos, escudriñé la polla de Homer: una simple curiosidad.
Nos encontramos en la carpa, en el escenario de madera de los Hermanos Wisdom, delante de la pintura de la casa blanca y el tipo de árboles que hay en el profundo sur. Todavía teníamos corcho quemado en los rostros.
La noche anterior el corcho quemado nos había hecho a todos iguales. Esa mañana el corcho quemado nos hacía a todos diferentes.
—Esta noche he oído cómo aullabas —le dije a Dellwood.
Dellwood sonrió. Homer nos devolvió la mirada a mí y a sus hermanos cuando nos quedamos mirándolo.
—Alabado sea el Señor —dijo Homer.
Nos dijimos que lo mejor era abandonar la carreta y la mula. Seguiríamos por el cortafuegos hasta el punto en donde la Compañía William B. Merrille había cortado la ringlera de leña para los cables que subían hasta Gold Hill. Seguiríamos los cables, cortaríamos al sur de Gold Bar y bajaríamos al valle hasta Owyhee City.
Tracé un mapa en el suelo con un palo y les mostré la situación del valle y nuestra ruta de salida, sólo por si teníamos que separarnos.
Ulysses preguntó si encontraríamos agua por el camino. Le dije que llevaría una cantimplora.
Virgil preguntó si había osos.
—¡Mierda! ¡Dios bendito! —dijo Homer—. Los osos son la menor de nuestras preocupaciones.
—Así y todo me gustaría saberlo —dijo Virgil.
—Sí que hay osos, pero te dejarán en paz —dijo Dellwood—. Tienes un arma, ¿no es cierto?
—Tenemos un arma —dijo Homer.
Yo tenía el 22 de Dellwood. Dellwood tenía su Colt y otro rifle.
A pesar de la oscuridad, de las pronunciadas pendientes, de la resaca y de tener que ayudar a Blind Jude, nos desplazamos a buen ritmo. Sólo nos detuvimos una vez, cuando dimos con dos alces, un gamo y un toro, tan quietos que sólo Blind Jude los vio.
El sol estaba a punto de salir por encima de Falsa-Montaña cuando llegamos al claro y los cables de la Compañía William B. Merrille.
Entré en el claro, me detuve y miré hacia el valle. Blind Jude me siguió. Al cabo de unos instantes Ulysses y Virgil, Homer y Dellwood también estaban allí.
Providencia.
Blind Jude me cogió de la mano. Cuando miré a Blind Jude, recordé el sueño.
¡Recuerda!, me había dicho Pluma de Búho. Abre tu corazón en el infierno.
El sol asomaba por encima de Falsa-Montaña. Más abajo, en el valle en sombras de Excellent, Idaho, resplandecían las llamas. Era el Local de Ida.
Fue entonces cuando oímos el primer disparo. Virgil se llevó las manos a la cara ensangrentada y cayó al suelo. El segundo disparo dio en Ulysses.
Blind Jude soltó mi mano, levantó ambos brazos hacia el sol, con las manos abiertas y las palmas hacia arriba. La bala lo tiró hacia atrás.
Dellwood lanzó su rifle a Homer. Pusimos una rodilla en el suelo y apuntábamos en todas direcciones.
—¡Toda mi gente! —gritó Homer.
Las balas parecían venir desde todas las direcciones. Entonces Dellwood señaló hacia el oeste.
—Vienen de allí —dijo—. El humo del arma.
Homer buscó el seis tiros en el bolsillo trasero de Ulysses. Una bala le entró por el estómago. Homer se sujetó la barriga y la sangre le salía a borbotones por debajo de las manos. Homer miró la sangre, nos miró a mí y a Dellwood y se puso a correr hacia el oeste.
—¡Joderos, jodidos bastardos blancos! —gritaba Homer al tiempo que disparaba—. ¡Joderos, jodidos bastardos blancos!
—¡Homer, baja el culo! —aulló Dellwood.
La segunda bala hizo volar casi toda la cabeza de Homer.
Dellwood y yo nos apretamos el uno contra el otro, disparando a todo lo que veíamos. Todo lo que veíamos eran árboles y rocas y polvo.
Cuando paramos para cargar las armas, el sol se encontraba en lo alto.
El tiroteo había cesado.
Dellwood dio un brinco y salió corriendo en dirección oeste por el claro, corriendo y disparando, y yo detrás. Llegamos más lejos que Homer. En el lindero, todo lo que quedaba de la emboscada eran pisadas y casquillos vacíos.
La mañana era silenciosa.
El humo se levantaba en el cielo matinal entre la tierra y el sol.
Mientras corríamos de vuelta a Excellent, Dellwood y yo nos convertimos en ciervos, en águilas volando; brincábamos por la ladera de la montaña, nos deslizábamos por las pendientes, perdíamos pie, rodábamos por encima de los troncos. Los árboles pasaban volando, y el único sonido era el de nuestra respiración, los latidos y las botas que aporreaban el suelo.
Cuando llegamos al cementerio nos detuvimos. Sobre el Local de Ida se había aposentado una gran lengua de fuego como uno de los sombreros de Alma. Humo negro en el cielo a medio camino de la luna.
Escuchamos dos disparos.
—¡Mira! —dijo Dellwood.
Un hombre corría con una antorcha en la mano. El hombre apagó la antorcha en Hot Creek, y luego empezó a correr en dirección a nosotros. Llevaba la mano vendada. El día anterior Dellwood había disparado contra la pistola que sostenía esa mano; la pistola que apuntaba a Blind Jude.
Esperamos, Dellwood detrás de un árbol y yo detrás de otro. El hombre pasó corriendo por en medio.
A este hombre le había llegado la hora de ser un animal acorralado. Dellwood levantó su rifle y lo amartilló apuntando a la cabeza del hombre.
—¡Pederastas amantes de los negros! —nos gritó el hombre—. ¡Diablos sodomitas!
Mi cuerpo pegó un brinco. Levanté al hombre en el aire y lo lancé al suelo mientras se le escapaba todo el aire. Lo cogí por la mano vendada y empecé a arrastrarlo. Lo arrastré hasta Hot Creek, por Hot Creek, hasta la parte trasera del Local de Ida; en todo el rato no dejó de aullar «¡Reverendo Helm! ¡Reverendo Helm!».
Lo arrastré tan cerca del fuego del Local de Ida, que creí que mi cabeza iba a estallar.
—¿Has hecho tú esto? —le pregunté al hombre—. ¿Te ha pagado Helm para que hagas esto?
—El no me ha pagado —dijo el hombre—. ¡Ha sido el Deseo del Señor! Los pecadores tienen que ser arrojados al fuego y a la condenación eterna.
Cuando mis oídos escucharon las palabras fuego y condenación eterna, miré alrededor y descubrí que me encontraba en el mismo lugar en que años atrás Billy Blizzard se había abierto camino por mi culo.
Puse una mano en la frente del hombre. Empujé su cabeza hacia atrás. El sonido de su cuello al romperse.
El cuerpo del hombre se aflojó, pero seguía respirando y mirándome. Acerqué su cara a la mía.
—Condenación eterna en el infierno —dije, y levantándolo arrojé su cuerpo por la puerta trasera del Local de Ida, en la cocina, en el fuego.
—Lo has matado, Cobertizo —dijo Dellwood—. Lo has matado.
Cuando dimos la vuelta hasta la parte delantera del edificio, Ida lloraba a una desnuda Alma Hatch que acababa de entrar corriendo en las llamas del Local de Ida. Dellwood sujetó a Dave el Maldito impidiéndole que entrara corriendo detrás de Alma, y fue el propio Dellwood quien corrió hacia el muro de llamas en pos de Alma Hatch. Pasó una eternidad antes de que Dellwood saliera llevando a Alma: él carne chamuscada, Alma con el pelo humeante.
Dellwood metió a Alma en el abrevadero, junto a los restos de Ellen Finton; Alma no dejaba de farfullar y aullar.
—¡Mi libro! —gritaba Alma—. Mis Estudios ornitológicos del noroeste del Pacífico.
Alma salió del abrevadero y se puso a correr de vuelta a las llamas. Dellwood la agarró, cerró el puño y la golpeó en la mandíbula tal como los tybo golpean a otros hombres. El cuerpo de Alma se dobló y cayó sobre el polvo de Pine Street. Y me acordé de los diarios de Ida.
Lo siguiente que supe fue que mi cuerpo se encontraba dentro del Local de Ida en llamas. La escalera estaba a punto de desaparecer. Trepé por uno de los postes hasta la barandilla y de allí salté al pasillo. Teruteru por todas partes.
La habitación de Ida tenía ese color rosado… brillante. Nada se había quemado todavía, pero había fuego al otro lado de las ventanas y el papel pintado hacía burbujas. Me llegué hasta el cajón donde guardaba los diarios, levanté mi camisa como un delantal y los puse todos allí. Vi el vestido de Ida sobre la cama y me acerqué a cogerlo. Justo en ese instante el suelo se vino abajo. Salté sobre la cama de Ida cuando ésta y todo lo demás caía sobre el fuego del primer piso.
Abre tu corazón en el infierno, me dije, y empecé a andar hacia la puerta, hacia donde pensaba que estaba la puerta.
Lo siguiente que supe fue que mi cuerpo se encontraba junto a Dellwood Barker en Pine Street.
—¿También voy a tener que pegarte a ti? —me aulló Dellwood a la cara, antes de rodearme con sus brazos. Los diarios de Ida cayeron de mi camisa al polvo de Pine Street.
Ida Richilieu, Dellwood Barker y yo; contemplamos a Gracie Hammer, quemada en la calle, a Ellen Finton, flotando en el abrevadero, a Alma Hatch, sentada inconsciente, desnuda, con las piernas cruzadas y el pelo quemado cerca del cuerpo de Gracie Hammer, y los diarios encuadernados en cuero negro y con los cantos de las hojas dorados en el polvo, a los pies de Gracie.
—¡Míralos! Mira a todos esos mormones —dijo Ida—. Ninguno ha intentado ayudar. Durante un rato el Reverendo Helm ha estado allí de pie debajo de la bandera con su camisón y su gran libro debajo del brazo, tan autosuficiente como puedas imaginar; hablando del fuego, del azufre, del infierno, del castigo y del Señor.
Alma estiró el brazo y dijo:
—¡Ahí va!
Escuchamos un crujido, y al mirar, el rótulo Indian Head Hotel, las palabras burbujeantes por el calor, cayó de sus bisagras.
El Local de Ida se derrumbó doblándose sobre sí como se había doblado el cuerpo de Alma cuando lo golpeó Dellwood, derrumbándose como una pusilánime dama tybo, los leños superponiéndose unos a otros a medida que bajaba el fuego.
Libre.
Sin Mueve Mueve no somos nada.
Sólo quedó en pie la chimenea trasera.
La expresión en el rostro de Ida era una expresión que nunca había visto antes en un ser humano.
El pino —el pino por el que Pine Street llevaba su nombre— había ardido en llamas como una de las cerillas de Virgil Wisdom.
Dave el Maldito lloraba, el Maldito Perro aullaba.
Hacia el mediodía, todo lo que quedaba del Local de Ida que no fueran cenizas era el vestido blanco de Ida, los diarios de Ida, la escopeta de Ida, el piano en el escenario de los Hermanos Wisdom, unas pocas sillas, el cobertizo, una manta, una caja de whisky, Alma Hatch, Dellwood Barker, Ida Richilieu y yo.
A la mañana siguiente Dellwood y yo salimos hacia Gold Hill, yo y el mulo detrás de Dellwood y Abraham Lincoln, el corazón latiendo, la respiración agitada.
En el claro, al bajar del mulo, mis rodillas temblaban tanto que mis piernas no podían sostenerme. Por eso cuando mis pies tocaron el suelo, el resto de mi cuerpo también tocó el suelo.
Cuando volví a levantarme, me limité a dejar sueltos los pies y las piernas. Me llevaron hasta el claro y me dejaron junto a la pila de cuerpos: Virgil, Ulysses, Homer y Blind Jude.
Águilas hambrientas en los árboles.
Moscas en una carnicería.
He oído contar que cuando los ciervos se asustan mucho, se les revienta el corazón.
El miedo no es lo que revienta el corazón humano.
Dellwood seguía escudriñando, por lo que nos pusimos manos a la obra: atravesamos los cuerpos de Virgil, Ulysses y Blind Jude en el mulo. A Homer lo colocamos sobre Abraham Lincoln.
A Ulysses le habían cortado el dedo meñique con el anillo de diamante. Tenía la cara hecha pedazos, y le habían arrancado los dientes de oro.
Mientras bajábamos por la colina no dije una sola palabra. Dellwood Barker habló todo el rato.
—Te has pasado la vida castigándote por haber dejado que el diablo se llevara a tu madre —dijo Dellwood—. Igual que con Pluma de Búho… pensando que él murió para que tú pudieras vivir. Y ahora los Hermanos Wisdom. Si quieres seguir contándote esa vieja historia de diablos, allá tú, pero en lo que a mí respecta, es un puñado de mierda y no me creo una sola palabra.
El sol se estaba poniendo cuando llegamos al pueblo. Pusimos a los Hermanos Wisdom los unos junto a los otros, entre el cobertizo y la carreta. Luego metimos a Ellen Finton en un saco de patatas, y a Gracie Hammer dentro de otro saco de patatas, y las colocamos junto a los Hermanos Wisdom.
Le pedí dos palas a Dave el Maldito y en el cementerio Dellwood y yo cavamos los agujeros, él dando paladas como un lunático hasta el seno de rocas y yo intentando no rezagarme. No cavábamos en la parte principal del cementerio —esto es, en la parte cristiana— sino un poco más allá, en la parte que Ida llamaba su parte, donde se enterraba a los asesinos, las prostitutas y los maleantes.
Seis agujeros y seis cuerpos, y más tarde, las manos de Thord Hurdlika.
Todo lo que quedó de Thord Hurdlika fueron sus grandes manos cubiertas de suave cuero requemado. Hasta que todo se enfrió no descubrimos sus manos en el montón de cenizas en que se había convertido el Local de Ida; tres días más tarde. Dellwood metió las manos de Thord en la caja que había contenido el vino tinto italiano que le habían enviado a Ida. Enterramos la caja cerca de Gracie Hammer.
Se celebraron dos funerales; el mismo día, dos funerales. Uno fue el funeral del Reverendo Helm por un hombre llamado Lawrence Satterfield —un valiente, servidor de Dios, respetuoso de la ley, ciudadano mormón de Excellent, Idaho, muerto mientras luchaba contra el fuego en un hotel local.
Había matado a un hombre llamado Lawrence Satterfield.
La historia dice que encontraron su cuerpo en el lugar donde se había levantado el porche trasero. Quedaba lo suficiente de él para reconocerlo.
El otro funeral fue nuestro funeral. Por Virgil, Ulysses, Homer y Blind Jude Wisdom. Por Ellen Finton y Gracie Hammer.
Todo el pueblo asistió al funeral de Helm por Lawrence Satterfield.
Nosotros asistimos al nuestro.
El funeral de Helm tuvo lugar en la iglesia de los mormones. La nueva de color verde. Había un gran ataúd y flores y podías oír el órgano y a la gente entonando las canciones que cantan cuando mueren los tybo. Cuando oyes esa música te entran ganas de morir.
Ida, Alma, Dellwood y yo hicimos nuestro funeral entre el cobertizo y la carreta de los Hermanos Wisdom. Ida tocó el piano. Elévame de vuelta a la vieja Virginia, como yo le había pedido. Ella no se sabía muy bien la canción pero la tocó entera. No se parecía nada a la que tocaban los Hermanos Wisdom. En nuestro funeral no habían ataúdes; no teníamos dinero para comprar ataúdes, ni tiempo para fabricarlos.
Los arreglamos cuanto pudimos para su viaje a Glidden, para su viaje a Calcuta.
Ulysses con su pipa de maíz.
Homer con una Biblia y su pandereta.
Virgil con su violín.
Blind Jude con monedas de cinco centavos en los ojos y un dólar de plata en el bolsillo.
Gracie Hammer y Ellen Finton en sacos de patatas. Rasgué mi Hudson Bay en dos y cubrí a Gracie Hammer con una parte y a Ellen Finton con la otra.
Alma recogió flores silvestres. Roció los cuerpos con ellas: brochas indias, las púrpuras y las amarillas.
Daba pena vernos enterrando a los Hermanos Wisdom, a Ellen Finton y a Gracie Hammer. Ida Richilieu estaba blanca quemada como los postes que sobresalían de las cenizas del Local de Ida. Alma Hatch tenía el pelo erizado en torno a la cabeza, como un puerco espín. La piel de la cara se le había caído en parte y tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar por todo, especialmente por su pelo. Llevaba un par de pantalones de Dellwood atados con un cordel y la camisa blanca de Sears and Roebuck. Ida llevaba su vestido blanco. Dellwood tenía quemaduras brillantes y un corte en la cabeza que no dejaba de sangrar.
Dellwood, Ida, Alma y yo subimos los cuerpos a la carreta de los Hermanos Wisdom. Acarrear cadáveres, acarrear sus cadáveres hacía que algo muriera en ti; sus cuerpos sin Mueve Mueve, sólo carne.
En el cementerio bajamos los cadáveres y metimos cada uno en un agujero.
Cuando los hubimos metido todos, los agujeros, de izquierda a derecha, pertenecían a: Ulysses, Homer, Virgil y Blind Jude, Ellen Finton y Gracie Hammer. Tres días más tarde enterramos las manos de Thord Hurdlika junto a Gracie Hammer.
Dellwood empezó a cantar canciones indias. Dave el Maldito también. Ida se puso a cantar sus canciones tribales judías… supongo que eran judías porque nunca había oído antes ese tipo de canción. Alma empezó a emitir sus sonidos de pájaro en el éxtasis de la muerte: los sonidos que haría la tierra si se sintiera tan mal como nosotros.
Con los cuatro gimiendo, llorando y lamentándose, supuse que yo tenía que hacer lo mismo. Cerré los ojos y me imaginé que mis ojos eran los de Blind Jude. Dejé salir el sonido que habitaba en mi interior.
El mulo se puso a cocear.
El sonido que yo hacía se hizo más fuerte.
—Los del otro funeral dejaron de cantar —me dijo más tarde Dellwood.
—Me sorprendió que no levantaras a los muertos —dijo Ida—. Era un sonido infernal.
Alma se puso a patear el suelo y a mover los brazos como si fueran alas.
Hasta que Dellwood me golpeó en el hombro convencido de que estaba volviéndome loco.
Entonces miré alrededor, al otro funeral, más al norte, en la sección cristiana del cementerio. Todos de pie al sol. Estaban tan limpios, convencidos de tener razón.
Lo cierto es que me entraron ganas de acercarme a donde estaban para preguntarles cómo hacerlo: estar tan limpio y convencido de tener razón. Cómo amar a Dios o a Joseph Smith o a quien fuera que hubiera que amar para que el sol brillara en ti de ese modo. Tú con tu madre, tu padre, tus hermanos y hermanas; tú con tus hijos, limpio y confiado; toda tu familia viviendo contigo en una casa con más de media ventana, con muchas habitaciones y a la que poder llamar hogar.
Lo cierto es que quería ser blanco, quería ser tybo. Quería ser mormón. Tener las reglas de los mormones. Leer el Libro. Tener esposa e hijos. Tener un gran ataúd y las cosas limpias y ordenadas cuando me muriera.
Cuanto más tybo y mormón quería ser, más alto cantaba. Seguí cantando mucho después de que todo el mundo hubiera dejado de hacerlo: nosotros y los mormones. Lo que mis oídos empezaron a escuchar fue lo que Homer había dicho:
—Jodeos, jodidos bastardos blancos.
Hasta que Ida consiguió que parara. Me pegó una patada en el culo y me dijo que callara.
Nos turnamos con la pala. Rellenamos los agujeros. Cada palada de tierra era una palada de Ida, de Alma, de Dellwood, de Dave el Maldito y de mí arrojada sobre ellos.
El sheriff Archibald Rooney de la delegación del condado en Sawtooth, llegó para hacer las investigaciones al cabo de una semana. El sheriff Rooney se pasó el día hablando con el Reverendo Helm y con Blumenfeld. Hacia media tarde —viendo que en el pueblo no había whisky, ni un sitio en donde conseguirse un buen culo— el sheriff Archibald Rooney se subió al caballo y abandonó Excellent.
Ida Richilieu, Dellwood Barker, Alma Hatch y yo lo esperábamos en la primera curva.
—¿No se olvida de algo? —le preguntó Dellwood Barker.
—¿No se olvida de los Hermanos Wisdom? —le preguntó Alma Hatch.
—¿Los Hermanos Wisdom? —preguntó el sheriff Rooney.
—Ulysses, Virgil, Homer y Blind Jude —dije.
—¡Ah, ésos! —exclamó el sheriff—. La banda de negros… el caso está cerrado.
—¿Y entonces cómo explica sus muertes? —le preguntó Alma.
—Sencillo —repuso el sheriff—. Estamos en temporada de caza.
Cuando el sheriff Rooney se hubo marchado, Ida fue a Chinatown.
Había perdido la batalla del Cuatro de Julio, perdido la guerra, e Ida se lo tomó mal; no por la pelea sino por la humillación.
Yo esperaba que en cualquier momento Ida cogiera su escopeta, cruzara por Pine Street y les abriera un nuevo agujero al Reverendo Helm y a Blumenfeld. Pero Ida nunca cogió su escopeta. El local hecho cenizas y los Hermanos Wisdom muertos no eran tan terribles como «la falta de inteligente justicia en la tierra», en palabras de Ida.
Y también había algo más. Ida nunca lo admitiría, pero sin el Local de Ida se sentía perdida. Ida era la Madam Jefa: el tipo de persona que necesitaba dar órdenes a los demás. Siempre era el Local de Ida, su whisky, sus chicas, su música, su comida. Ida podía regalarlo o cobrar un precio bajo, pero siempre dejaba bien claro que la decisión había partido de ella.
Afuera en el cobertizo, en Chinatown, con su sucio vestido blanco, los brazos y las piernas esqueléticos, sin saloon, sin vestido azul, sin espejo para contemplarse mientras sorbía el whisky y fumaba polvo de estrellas, sin baño, Ida no lo llevaba bien.
Alma y ella se pasaban el tiempo borrachas y fumando. Alma casi sin pelo y sin el libro de ornitología, en un estado no mucho mejor que el de Ida.
Groseramente borrachas, ambas mujeres lloraban, bebían y se lamentaban de su suerte, para acto seguido enzarzarse en una pelea en la que Alma solía decirle a Ida que ya le había advertido que no metiera negros en su hotel.
—No me quisiste escuchar —decía Alma.
E Ida volvía a subirse al potro de lo que llamaba valores humanos y cómo ciertas personas habían nacido para líderes y sentían un derecho en su corazón para dirigir a las masas sacándolas de la oscuridad y la estupidez de sus estrechas vidas.
Alma decía:
—Mierda.
E Ida decía:
—Mierda.
Gritaban y volvían una y otra vez sobre el tema, para después de un rato acabar besándose entre lloros.
Pero lo cierto es que a mí me gustaba que las dos se enzarzaran, porque si se enzarzaban entre ellas no la tomaban contigo.
Como Dellwood decía:
—No hay nada peor que la realeza caída volcando su rencorosa ira sobre ti.
Como los cuatro vivíamos afuera en el cobertizo, durante ese primer par de meses Ida y Alma se dedicaron bastante a volcar su rencorosa ira sobre nosotros, por lo que Dellwood y yo nos acostumbramos a pasar más y más tiempo en Falsa-Montaña, acampando en la pradera, en mi lugar, sobre todas las cosas, por decirlo así, mirando hacia abajo, cogiendo perspectiva, como Dellwood lo expresaba.
Esas veces en que me sentaba en lo alto de la montaña mirando hacia abajo era difícil creer que ya no existía el Local de Ida; que todo lo que quedaba era un rectángulo de negro. Cerraba los ojos y sabía que cuando los abriera de nuevo, el Local de Ida volvería a ser de madera rosa, y que el incendio sería sólo una pesadilla de la que podría despertarme; tal como haces cuando no te gusta cómo termina una historia y decides ponerle un final mejor.
Pero cuando abría los ojos el Local de Ida no estaba allí.
Los Hermanos Wisdom, el fuego, Ellen Finton, Gracie Hammer y la ausencia de justicia inteligente en el mundo nos acercaron más a Dellwood Barker y a mí; esto es, me acercaron más a Dellwood.
A pesar incluso de que Dellwood Barker llegó más lejos. Más lejos porque Dellwood Barker intentaba curarnos. El corte en la cabeza, su corazón herido, nuestros corazones heridos, le llevaron más lejos.
Todo se interponía.
Le afeité la cabeza a Dellwood para que pudiera mantener la herida limpia.
Y después decidió afeitarse todos los demás pelos de su cuerpo. Se afeitó el bigote, se afeitó el pelo del pecho y el del estómago, el de los huevos y el del culo.
Al preguntarle, me dijo que cuando se les muere un ser querido los indios se afeitan todo el cuerpo.
Dellwood compró otro caballo y lo llamó Teruteru. Lo puso en el establo junto a Abraham Lincoln. Equipó a Teruteru con unas bridas, una manta y una silla.
Dellwood también se compró ropa de invierno extra. Ropa que no le sentaba bien; ropa que le venía demasiado grande.
Empezó a hablar de la muerte, de la Cabeza de Búfalo. Empezó a hablar de la vida en pasado.
Hizo que el doctor Ah Fong lo tatuara. Un corazón rojo encima de su corazón con los nombres de Cobertizo, Alma, Ida, Virgil, Ulysses, Blind Jude, Homer, Princesa, Sauce y Oso de Luna.
Cuando le pregunté quiénes eran Sauce y Oso de Luna, Dellwood me dijo que eran los nombres de sus hijos muertos.
Sauce y Oso de Luna, los gemelos que habían muerto.
Dellwood se compró un rifle especial.
—El tipo de rifle que usaban en la Guerra Civil —me dijo.
El rifle tenía un enganche para la bayoneta.
Y entonces llegó el día de pago en Gold Bar y todos nosotros seguíamos en Excellent. El día en que Dellwood e Ida empezaron a discutir otra vez sobre el árbol caído y la realidad de las cosas. Y después el concurso: quién era el más gracioso, hombre o mujer. Pero la verdad es que el concurso poco tenía que ver con quién era más gracioso, con hombres o mujeres. La verdad es que fue un concurso entre Ida Richilieu y Dellwood Barker: quién tenía razón y quién no la tenía. Qué era real.
Y está la leyenda sobre esa noche.
Todo lo que llegamos a beber.
Todo lo que llegamos a fumar.
Quién ganó el concurso.
Quién tenía razón y quién no la tenía.
Empezó Dellwood. De hecho empezó Ida a raíz de lo que hizo Alma. Lo que hizo Alma fue robar una botella de whisky que yo había ocultado en las vigas del cobertizo. Sólo nos quedaban ocho botellas, por lo que cogí lo que consideraba era mi parte y la escondí.
Pesqué a Alma con las manos en la masa. Cuando le dije que la devolviera a su sitio, Alma Hatch actuó como si de súbito no entendiera el inglés. Entonces entró Ida, y cuando descubrió la actitud de Alma, se puso de mi parte y acabó abofeteándola en un lado de la cabeza. Alma no pensaba dejarle pasar esto, por lo que se abalanzó sobre Ida, y en ese mismo instante se produjo la mayor pelea de gatas vista en Excellent, Idaho, desde el embarrado día con las sábanas resplandecientes y el sol de hacía unos quince años en que mi madre, la Princesa, arremetió contra Ida Richilieu.
Ida Richilieu y Alma Hatch, las dos mujeres convertidas en pumas: gritando y golpeando, tirándose del pelo, pateando, aullando y maldiciendo.
En ese momento llegó Dellwood Barker. Al principio nos miró como si fuéramos extraños. Durante unos instantes me pregunté si siquiera nos había visto.
Y entonces:
—¿Por qué se pelean esta vez? —preguntó.
Se lo dije.
Dellwood se sentó pesadamente en la cama. Yo me senté a su lado. Contemplamos a Ida y a Alma hasta que se quedaron sin fuerzas: Alma tendida en el suelo; Ida en la cama, jadeando y sudando, sangrando por la nariz.
Afuera se oía el sonido de los cuervos. Dentro lo único que se oía era la respiración pesada de Ida y Alma. El sol empezaba a aparecer por la ventana proyectándose en un parche en el suelo. Dellwood se levantó, dio una vuelta por la habitación sacando botellas de whisky de debajo de la cama, de detrás de la estufa, del rimero de leña y de otros lugares que yo ni siquiera conocía. Puso las botellas en el centro de la habitación, salió fuera y pronto estuvo de vuelta con dos nuevas botellas. Puso las botellas en fila. Doce.
—Sacad el resto —dijo.
Todos nos miramos. Al principio no se movió nadie. Dellwood sacó un puñado de cigarrillos liados y una bolsita de cuero. Yo saqué todos los cigarrillos de polvo de estrellas y hierba que tenía. Alma buscó en su pantalones, sacó un pañuelo lleno de hachis y su polvo de estrellas. Ida buscó en su falda y sacó una lata de tabaco que puso con el resto.
—¿Alguna cosa más? —preguntó Dellwood.
Ida salió y volvió con otras tres botellas de whisky y una pinta de peppermint schnapps.
—¿Alguien más? —preguntó Dellwood.
Todos miramos a Alma.
Alma se desabrochó los pantalones y sacó otro pañuelo. Después sacó dos cigarrillos de debajo de la toalla que se había enrollado en torno a la cabeza. Y una bolsita de entre las tetas.
—Eso es todo —dijo.
Seguimos mirándola. Alma se levantó y salió pisando con fuerza. Volvió con una pinta de vodka ruso y una botella del vino tinto italiano que tomamos el día que nos vestimos todos de blanco.
—Eso es todo, en serio —dijo Alma—. ¡No tengo nada más!
Dellwood puso cuatro vasos en el suelo; uno delante de cada uno de nosotros.
Alma estaba sentada en el suelo arrebujada, abrazándose las rodillas. Ida estaba en la cama, mirando hacia la pared. El aire era fresco y no habíamos encendido el fuego porque ya habíamos tenido suficiente fuego. Todavía no había nevado. En los últimos dos años había tardado en nevar; hasta Navidades o incluso más tarde. Ida nos había dicho que este año sería igual; tardaría en nevar.
Ida decía que los inviernos llegaban de tres en tres, y lo decía como lo decía todo: como si no hubiera una sola posibilidad en el infierno de equivocarse.
Por el aspecto que tenía el cielo ese día —azul claro y soleado— parecía que Ida volvía a tener razón.
El sol que entraba por la ventana se desplazaba sobre las botellas. El sol en las botellas despedía pequeños círculos de luz por la habitación, el sol en el whisky de las botellas: el color de la luz del sol a finales del otoño. El sol o el vodka haciendo arcoíris en el rostro de Dellwood.
Dellwood tocó la botella de vodka con la punta con la bota, desplazando el arcoíris lo suficiente.
Al mirar a Dellwood Barker en ese instante pensé en las épocas en que él y yo habíamos movido arcoíris entre nosotros.
Ida rodó y miró. Todos miramos el sol en las botellas.
Dellwood cogió la botella que había más cerca y nos sirvió un trago a cada uno. Cuando empezó a hablar, su voz era como el parche de sol. Sonaba como su antiguo yo.
—¡Formando una piña! —brindó Dellwood con el vaso en alto.
Nadie se movió.
—Una familia —brindó Dellwood.
—¡Auténtica como cualquier familia de mormones! —dije yo, y brindé.
—¡Porque nos tenemos los unos a los otros! —dijo Alma.
Y a continuación Ida:
—Que nada se interponga entre nosotros mientras vivamos.
Levantamos los vasos en alto.
—Que nada vuelva a interponerse entre nosotros —dijimos todos a la vez.
Alma encendió uno de sus cigarrillos y se lo pasó a Ida.
Cuando volví a mirar, el parche de sol había desaparecido, igual que la pinta de vodka y una de las botellas de whisky. Ida y Alma estaban sentadas juntas en el suelo. Dellwood y yo estábamos sentados en la cama.
Ida dio un gran suspiro y, mirando por la ventana hacia donde se había levantado el Local de Ida, dijo:
—Las cartas están marcadas en tu contra; piensa también en eso. Mantén tus promesas, mantente limpio y mantente vivo; eso es todo lo que puedes hacer.
Normalmente, cuando Ida decía algo que siempre decía como lo decía todo —como que las cartas están marcadas en tu contra— Alma Hatch, Dellwood Barker y yo nos quedábamos en silencio, o nos limitábamos a asentir.
Pero ese día, después de haber intentado mantener la paz, Dellwood Barker no pudo evitar el decir:
—Estoy harto de oírte decir siempre esa basura, Ida. Pobre Ida Richilieu; las cartas están marcadas en su contra pero sigue marchando; la vida es un oso pardo, e Ida una mujer valiente y dura —dijo Dellwood—. Estoy harto de oírlo. La gente tiene lo que se merece. El mundo sólo hace lo que le dices que haga. El mundo te trata así porque tú mismo te cuentas la historia así. Si quieres cambiar este maldito mundo, Ida, tienes que empezar por cambiar la visión que tienes del mundo.
Auténtico.
Ida alcanzó la botella que Dellwood había abierto y sirvió otra ronda.
—Entonces qué me estás diciendo, Dellwood Barker —dijo Ida—. ¿Qué mi hotel se ha quemado por mi manera de ser?
—Exacto —repuso Dellwood—. Fuiste tú quien declaró la guerra.
—La guerra tenía que ser declarada —dijo Ida—. Si no lo hubiera hecho yo, nadie lo habría hecho. Estaba obligada por la situación.
—¿Quién te obligó? —preguntó Dellwood.
—Los mormones. La falta de justicia inteligente en el mundo.
—El que los mormones no actúen como tú quieres que actúen no tiene nada que ver con el odio que les tienes, ¿verdad? —comentó Dellwood.
—Los mormones se merecen ser odiados —dijo Ida—. Cualquiera que piense que es un santo, ya sea del último día u otro cualquiera, se merece el odio, merece que se le combata. Las cosas son así, y así soy yo. No me pidas que cambie.
Serví otra ronda.
—También hemos oído eso antes —dijo Dellwood—. ¿No te das cuenta que así lo único que haces es mantener el culo a cubierto? Si piensas que la vida es una baraja de cartas marcadas en tu contra; si piensas que no tienes nada que decir sobre lo que te sucede; si piensas que lo único que puedes hacer es sufrir el oprobio, entonces el mundo hará exactamente lo que le dices y será del modo como tú dices que será. Pero deja que alguien te sostenga un espejo delante; deja que alguien se atreva a intentar señalarle a Ida Richilieu que puede hacer algo con el desarrollo de los acontecimientos de su vida; y lo primero que hace Ida Richilieu es esconderse tras esa gastada, miserable y maldita historia: que ella es tal como es y que lo mejor es que todo el mundo lo acepte porque Ida Richilieu no piensa cambiar.
»Tal como yo veo las cosas —prosiguió Dellwood Barker— diría que todo es de lo más dogmático, y una manera cobarde de vivir tu vida porque todo lo que no te gusta de tu vida resulta ser un fallo de los demás.
—¿Y qué pasa entonces con los Hermanos Wisdom? —preguntó Ida—. ¿Crees que los emboscaron, los mataron a tiros como perros porque así lo querían? Si mi local se ha quemado por como soy yo, entonces ellos han muerto (según tu miserable y cansina historia) por lo que ellos se contaban. No me lo creo ni me lo creeré nunca. Esos hombres… esos negros no escogieron nacer en un mundo que los odia. La baraja de cartas estaba marcada en su contra, y todo lo que podían hacer era lo que el resto de nosotros podemos hacer: atrapar la vida antes de que ésta te atrape a ti, dar un paso detrás de otro, procurar ser la mejor persona posible… y mantenerte vivo.
»Y si se trata de soportar el oprobio, entonces es lo que hago, igual que cualquier otro hijo o hija de su madre en la verde tierra de Dios.
—O… P… R… O… B… I… O… —deletreó Dellwood—. Significa sufrir la desgracia por algo que has hecho mal; a saber, nacer.
Dellwood nos sirvió otra ronda.
—Y tú ten cuidado, Dellwood Barker —dijo Ida—. Nadie llama cobarde a Ida Richilieu.
—Es cierto, Ida, cuando te sientes arrinconada… te revuelves —dijo Dellwood—. ¿Por qué no me declaras la guerra a mí? Tendrías un motivo para seguir viviendo.
Ida cogió una botella de whisky y se la arrojó a Dellwood. Dellwood se apartó y la botella se rompió contra la pared. Era una botella vacía.
Dellwood saltó sobre Ida, la sujetó por el cuello y acercó su cara a la suya.
—¿Qué es lo que te asusta tanto? —dijo Dellwood con los dientes apretados—. ¿Por qué no paras aunque sea sólo una vez y te pegas un vistazo a ti misma?
—Allí fuera hay un mundo, Dellwood Barker —dijo Ida con los dientes igual de apretados que los dientes de Dellwood—. Lo veo, lo noto y lo siento. No es sólo una construcción mía. Y el maldito árbol que cae en el maldito bosque producirá un maldito ruido porque allí afuera hay un mundo: no sólo una idea que un lunático vaquero cree estar construyendo; y en ese mundo la caída de un árbol produce ruido, esté o no esté yo allí para oírlo.
—Entonces es así, ¿de acuerdo, Ida? —dijo Dellwood—. ¿Has terminado, Ida?
—Es así —dijo Ida—. Y ya he terminado.
—¿Y no va a cambiar nunca? —preguntó Dellwood.
—Nunca va a cambiar —dijo Ida.
Providencia. Ida dio un salto.
—¿Qué día es hoy? —preguntó.
Dellwood miró a Ida, luego a Alma y finalmente me miró a mí.
Nadie lo sabía, pero yo lo sabía porque era Halloween, víspera de Todos los Santos.
—Hoy es Halloween, treinta y uno de octubre —dije.
—¡Día de pago! —gritó Ida—. ¡Oh! La humanidad, ¿cómo habré podido olvidarme de la fecha? ¡Hoy es día de pago en Gold Bar! ¿Y ahora dime quién soy yo para que esto me suceda a mí? —preguntó Ida mirando a Dellwood.
—Eres una miserable testaruda —dijo Dellwood.
—No tan testaruda y miserable como la mayoría de los hombres que he conocido, incluido tú, Dellwood Barker.
—¡En Gold Bar no hay prostitutas! ¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Alma.
—Enganchemos el mulo a la carreta de los Hermanos Wisdom y hagámonos un trabajito —dijo Ida.
—Pero primero tomemos un trago —dijo Alma y nos sirvió otra ronda.
—Por los árboles caídos en el bosque —brindó Ida.
—Y porque estemos allí para oírlos caer —dijo Dellwood.
Después de esa ronda nos servimos otra ronda, nos la bebimos de un trago y volvimos a llenar los vasos. Alma encendió otro cigarrillo de hierba.
En un momento dado, Ida comentó algo acerca del hecho de que las mujeres son más fuertes que los hombres. Dellwood dijo que estaba de acuerdo; creía que era cierto que las mujeres tenían más fuerza que los hombres, pero los hombres, decía, saben siempre cómo divertirse más.
—¡Para un hombre es físicamente imposible pasárselo mejor que una mujer! —dijo Ida.
Y yo comenté:
—Lo que la mayoría de las mujeres hace es intentar poner tiesa una polla.
—Y eso también es lo que hacéis la mayoría de los hombres —dijo Alma.
Y así empezó lo que al final resultaría un concurso.
Dellwood Barker y yo sosteníamos que podíamos pasárnoslo mejor que Ida Richilieu y Alma Hatch.
La diversión resultó en quién podía beber y fumar más, y reírse con más fuerza.
Cuando empezamos había catorce botellas de whisky, una botella de vino italiano, una pinta de schnapps, siete cigarrillos de hachís y un montón de polvo de estrellas que ocupaba la palma de mi gran mano.
—Que gane el mejor de todos —brindó Dellwood.
—Que gane la mejor de todas —brindó Ida.
Lo que recuerdo del concurso es que el concurso empezó a media tarde y que el concurso empezó follando. No follando sino hablando de follar. Ida Richilieu dijo que con quien se lo había pasado mejor había sido con Billy Blizzard. Alma dijo que con Virgil Wisdom. Dellwood Barker dijo que a él todavía no le había llegado la hora. Recuerdo que yo intenté decir cuál había sido la vez mejor pero que no encontré las palabras. De todos modos, de haber podido habría dicho lo siguiente: quien mejor me ha follado es la bala de Charles Smith.
Fue entonces cuando Dellwood me puso el nombre: Jodidamente-Desmadrado. Recuerdo cómo todos nos reímos del nombre Jodidamente-Desmadrado, sentados en torno a la lámpara de keroseno en la luz rosada, nuestra familia —el rostro de Alma, el rostro de Ida, el rostro de Dellwood— la oscuridad no muy lejos de nuestra luz.
Lo que sucedió a continuación fue que salimos todos a la luna. Era la luna del cazador, llena. Estábamos en las cenizas del Local de Ida. Dellwood puso una silla donde solía estar el banco del piano. Alma estaba detrás de la barra, junto a la puerta, donde siempre se ponía para ser la primera en coger al que entrara. Ida, con su vestido blanco, todavía sobre ambas piernas, bailaba a la luz de la luna en el bar, en toda esa negrura, Ida con su vestido blanco, bailaba en lo que quedaba del bar.
—Ven a dar un paseo en mi aeroplano y visitaremos al hombre en la luna —cantó, no una prostituta en un saloon, sino una Ida que bailaba con su hombre, desplazándose a ritmo de vals con un hombre al que amaba, tal vez su marido, tal vez un joven recién llegado, un auténtico niño.
Yo estaba donde siempre había estado: en el umbral de la cocina, mirando, observándolos, mi familia.
Lo siguiente que recuerdo fue que ya era de mañana. Me desperté frío, cubierto de negro, solo, afuera en el cobertizo. Todos se habían ido. Ida Richilieu, Alma Hatch y Dellwood Barker se habían ido.
Cuando miré por la ventana vi la nube de nieve sobre el Paso del Diablo. La nube era hermosa; una lenta bolsa de plumas de oca flotando en un cielo azul de octubre. Observé la nube durante un rato. Pensé en su aspecto: un pájaro, una mano extendida, una mujer en plena carrera.
Pensé en la nieve —la nieve en el Paso del Diablo; pensé que Ida se había equivocado sobre la nieve este año.
Pensé: día de pago en Gold Bar, Gold Bar al otro lado de la nieve.
Pegué un salto a toda prisa, mis piernas y pies siguiendo las órdenes, y corrí hasta donde Ida había dejado la carreta de los Hermanos Wisdom. Cómo no, la carreta ya no estaba. Tampoco estaba el mulo.
«Como alma que lleva el diablo», describió el doctor Heyburn la salida del pueblo de la carreta la noche anterior.
—Nada más ponerse el sol —dijo—, la carreta de los negros salió volando de aquí como alma que lleva el diablo.
Bajé corriendo por Pine Street. Subí corriendo por Pine Street. Llegué corriendo hasta Chinatown. Volví corriendo.
En la barbería dejé de correr y me planté delante del lugar donde estuvo el Local de Ida.
—¡Como almas que lleva el diablo! —dijo el Reverendo Helm. Estaba de pie en el porche delante de la barbería. Blumenfeld estaba a su lado.
—¡Cómo hechiceras de vudú! —dijo—. ¡Más borrachas que unas canallas!
—¡Putas canallas! —dijo Blumenfeld—. ¡Al infierno con ellas!
Estuve a punto de matar a los dos hombres en ese mismo lugar. Pero no lo hice. Me dije que era más importante reunirme con Ida, Alma y Dellwood.
Corrí hasta el establo de Dave el Maldito y abrí la puerta trasera. Al entrar, Abraham Lincoln se me quedó mirando, igual que Teruteru, igual que Dellwood Barker.
Me asustó comprobar lo feliz que me hacía ver a Dellwood Barker. Quise correr y rozarle la cara y percibir su respiración, y empecé a correr hacia él… hasta que, notando algo extraño, me detuve.
Dellwood maldecía y se apresuraba, pero Dellwood nunca se apresuraba. Estaba ensillando a Abraham Lincoln, dando vueltas a toda prisa, tirando cosas —el látigo en una mano, la cantimplora de agua en la otra, intentando engancharlos a la silla.
—Están en el Paso del Diablo —dijo Dellwood—, y tienen problemas, Cobertizo, lo sé. Ida y Alma están atrapadas en medio de esa nube en el Paso del Diablo y tenemos que ayudarlas.
Dellwood me arrojó las ropas de invierno nuevas que tan grandes le iban a él, y las até a la silla de Teruteru. Salimos del pueblo a todo galope, como almas que lleva el diablo, despedidos como demonios. Dellwood delante en Abraham Lincoln, yo montado en Teruteru, hacia la carretera que llevaba al Paso del Diablo, hacia la nube que cubría el Paso del Diablo.
Abraham Lincoln era medio Morgan y medio cuarterón, sensato pero más lento que Teruteru, que supuse era en gran medida árabe. Así y todo, Teruteru era lento para lo que yo quería. El caballo más rápido del mundo no habría sido lo suficientemente rápido.
Teruteru y Abraham Lincoln tenían el cuello lleno de espuma. Marchábamos rápido por entre la oscuridad de árboles, rápido por entre las sombras y la luz, nuestro corazón palpitando, el corazón de los caballos palpitando, la respiración agitada, los cascos de los caballos; yo pensaba en oprobio, en infierno: abre tu corazón en el infierno. En el tercer recodo de la carretera, al llegar a la curva en S, tiramos de las riendas y detuvimos a los caballos.
Allí estaba la nube.
En el claro cielo azul, asentada sobre el Paso del Diablo como el fuego se había asentado sobre el Local de Ida, una flotante montaña blanca asentada sobre una montaña, resplandeciendo desde dentro.
Dellwood y yo nos miramos. A los caballos tampoco les gustó la nube. Nos bajamos y completamos la ascensión arrastrando a los caballos. Caminábamos directamente hacia la nube. Encima de la nube todo era azul y sol. Y de repente nos encontramos dentro de la nube y hacía frío, las capas de nube nos rodeaban igual que las capas de niebla por la mañana en el río. Desaté la ropa de invierno de la silla y me puse los pantalones de lana, el abrigo y la bufanda. En ese instante no caí en la cuenta, pero toda la ropa me sentaba bien.
Más adelante, cuando se levantó la niebla, lo que vimos fue nieve. Caían grandes copos de nieve, algunos tan grandes como un puño: joyas caídas del cielo, lentas y silenciosas.
No podía dejar de mirar la nieve cayendo, copos de nieve aterrizando en mi rostro y brazos, aterrizando en las orejas y las crines de los caballos. Te entraban ganas de descabalgar y ponerte a correr y a jugar.
Abraham Lincoln y Teruteru no dejaban de pisotear agitados; dos caballos fogosos, aunque ninguno de los dos era particularmente llamativo.
Ni rastro de huellas de carreta.
Nos adentramos en la nube hasta que los copos de nieve dejaron de ser hermosos, y todo estaba oscuro y frío. En el último repecho antes de la cumbre, nos detuvimos. Dellwood me gritó que el Paso del Diablo se encontraba a menos de un cuarto de milla. La nieve se había amontonado sobre el camino y apenas veíamos más allá de las orejas de los caballos. Las ráfagas de viento nos azotaban deseosas de tumbarnos.
Seguimos un trecho arrastrando a los caballos, pateando en la nieve amontonada, pero no servía de nada. Nos estábamos helando hasta los huesos. Estábamos a punto de dar la vuelta cuando Dellwood golpeó con el pie una botella de whisky. Todavía podía oler el whisky. Me acerqué hasta el borde, donde el camino torcía hacia la izquierda casi de vuelta sobre sí mismo. En el borde del precipicio por donde caía la nieve, vi las rocas astilladas y derrumbadas. Más abajo la oscuridad eterna.
—¡Ida! ¡Alma! —Mis oídos apenas podían oír lo que gritaba mi boca.
Volví a gritar sus nombres, y una ráfaga de viento me golpeó en el rostro, una ráfaga que olía a rosas y a Alma Hatch.
Y entonces lo supe.
En ese instante una explosión de sol asoló el mundo. Un sol tan brillante que nos vimos obligados a cubrirnos los ojos. Dellwood y yo observamos cómo la nube dejaba el Paso del Diablo en dirección norte.
Desde donde estábamos, debajo de nosotros el abismo caía en picado hasta una gran roca que sobresalía como un puño en la nieve. Más allá de la roca todo lo que podías ver era más vacío. A uno de los lados de la roca había pinos. En el otro lado había rocas pequeñas, y matas.
En ese momento un águila aterrizó en los árboles que había a la izquierda de la roca, batiendo sus grandes alas despacio, para descansar junto a las otras águilas de los árboles; debía de haber unas veinte o así.
—Muchas gracias —le dijo Dellwood Barker al águila, y se puso a correr hasta un lugar en un lado del camino, justo por encima de donde estábamos, en donde el terreno ondulaba en lugar de caer a pico. Dellwood llevó a Abraham Lincoln pendiente abajo y yo lo seguí con Teruteru. Al principio la tierra estaba seca por el viento, pero luego había nieve, nieve profunda, y, con el abismo tan cerca, no podías decir si pisabas sobre nieve con tierra debajo o no. Tardamos toda la mañana en abrirnos camino hasta la roca, con la nieve acumulándose por encima de nuestras cabezas.
Y todo el tiempo el sol sobre nosotros, brillante como Dios. Las águilas volaban en círculos, aterrizaban, hacían ruido. Brillaba tanto el sol que hasta Blind Jude habría podido ver. Me tapé la cara con la bufanda nueva de Dellwood, y para poder ver hice dos agujeros no mayores que mi dedo meñique. La luz que entraba por los agujeros cortaba como cuchillos. La nariz y los labios me ardían. Dellwood sólo llevaba puesto su sombrero Stetson. La herida de la cabeza volvía a sangrarle. El ala del Stetson detenía el sol que llegaba desde arriba pero no le evitaba el deslumbrante resplandor de la nieve. Dellwood optó por taparse la cara con las manos y avanzar en línea recta.
Los caballos también lo pasaban mal. Estaban cada vez más espantados. Iba a atarles una manta o algo así en la cabeza para protegerlos del sol, pero podría haber empeorado las cosas. Con ese abismo a un lado no era un sitio como para que un caballo se volviera loco, por lo que me dije que era mejor no tentar la suerte.
En un par de ocasiones me dije que estaba muerto, me dije que con el precipicio tan cerca iba a tener que aprender a volar.
Cuando finalmente llegamos a la roca nos pusimos a su sombra sin siquiera intentar abrir los ojos. Cuando lo hicimos, ver fue como sangrar.
Lo primero que vieron mis ojos, aparte del brillante resplandor de Dios, fue a esas águilas apiñadas alrededor de Alma Hatch. Estaba de pie, apoyada contra un árbol. Cientos de esos pájaros la rodeaban, pero ninguno comía de ella, todavía no, a pesar de las ganas que tenían.
Corrí hacia los pájaros, maldiciéndolos, gritándoles todos los insultos que conocía en tybo o en indio. El sonido de sus alas en mis oídos lo llenaba todo, era todo lo que yo podía oír a excepción de mis gritos.
Junto a la roca no había nieve. Corrí por el risco hasta el lindero de los árboles. Entre la roca y los árboles había un espacio abierto por donde el viento entraba con fuerza. Desde allí, colina arriba en dirección al camino, vi el letrero rojo, amarillo y verde y la pintura de los Hermanos Wisdom. La pintura de Ulysses, Virgil, Homer y Blind Jude estaba en la nieve, y todos me sonreían. Junto al rótulo se veían los restos medio comidos del mulo, y una de las ruedas de la carreta, pero ni rastro de Ida.
Corrí hacia el árbol, hacia la sombra, hasta Alma. Estaba a punto de llegar a su lado cuando me di cuenta que sus pies no tocaban el suelo. Vi que salía una rama de ella; entre las piernas sobresalía una rama, una rama de árbol atravesaba su falda a la altura del agujero de mujer.
He intentado hacerme crecer una polla mientras os esperaba, muchachos, casi podía oírle decir, riéndose después de haberlo dicho.
Alma Hatch. Tenía los ojos abiertos. Ningún águila se habría atrevido a comerse esos ojos: tan hermosos como el volar para las aves. Miraba hacia el frente, como si pensara que allí todo era más hermoso. Su cuerpo ya no tenía brazos. Se encontraban más arriba en el árbol, alas, esperando que el resto del cuerpo los alcanzara.
Dellwood se me acercó por detrás y me pasó un brazo por los hombros; nos quedamos mirando a Alma Hatch.
Entonces oímos una risa. Dellwood y yo nos miramos para ver si el otro se había vuelto loco.
Era la risa de Ida Richilieu.
Al principio pensé que Ida estaba jugando al escondite con nosotros, y que no pudo contener la risa porque Dellwood y yo estábamos muy cerca.
Le quitamos la nieve que le había caído encima. Ida Richilieu era un saco de huesos. Casi todos rotos. Lo peor de todo eran las piernas. Sangrientas, inflamadas, carne helada. Debió de aterrizar con los pies por delante.
Ida volvió a reírse de ese modo un par de veces, como si alguien le contara chistes. Dellwood dijo que hablaba con el Gran Misterio.
Yo sabía que era otra cosa. Ida sólo se reía así con sus propios chistes.
Envolvimos a Ida con mantas y la dejamos en el suelo mientras sacábamos a Alma del árbol. Trepé y cogí sus brazos. Dellwood ató a Alma a Teruteru, y después ató los brazos de Alma a Teruteru.
Preparamos una camilla para Ida con ramas y arbolitos, atamos la camilla a Abraham Lincoln con el lazo de Dellwood y luego atamos a Ida en la camilla.
Tardamos medio día más en llegar a Excellent; era de noche, y había empezado a nevar con fuerza.
Desatamos a Ida de la camilla, y tras entrarla en el cobertizo la metimos en la cama. También desatamos a Alma y la pusimos, junto con sus brazos, en el suelo. Dellwood fue a buscar a Doc Heyburn. Preparé un fuego en la estufa y puse agua a hervir.
Cuando empezó a hacer más calor en el cobertizo, le saqué a Ida su vestido blanco y el resto de la ropa. La piel de sus piernas parecía quemada y era roja y azul y escamosa. Le desabroché las botas. Podías oír cómo la carne se escapaba de las botas. Jamás he sentido un olor semejante.
No le quité las botas. Me dio miedo llevarme los pies con ellas.
La aseé: con una tela le lavé la frente, los labios, el cuello. Lavé esos esqueléticos brazos azules. Dedos que eran como calamocos. El pelo debajo de sus brazos. Le lavé los pechos, los pezones, el estómago. Lavé su agujero de mujer. La levanté en la cama para sentarla, su rostro contra mi hombro. Le lavé la espalda, el culo, le lavé las piernas desde arriba hasta las botas. Lavé las botas. Peiné el pelo de Ida con mi cepillo. Volví a ponerla boca arriba. Negro pelo rizado volviéndose gris en torno a su cabeza; Ida tumbada sobre la blanca funda de almohada, un ángel en un círculo de luz: luz rosada. La tapé con la piel de ciervo.
Ida Richilieu.
Cuando Dellwood volvió me dijo que Doc Heyburn había salido a emborracharse.
Dellwood destapó a Ida. Pegó un vistazo a las piernas de Ida. Pude leer en su cara.
Dellwood salió. Cuando volvió traía una sierra.
Cuando mis ojos vieron la sierra, mi boca le pidió a Dellwood que esperara. Mis pies empezaron a correr hacia la casa del doctor Ah Fong, con la nieve hasta las rodillas, justo por debajo de las rodillas, nieve húmeda y pesada soplando contra mí en la oscuridad. Llamé al timbre de su puerta como había hecho desde que tenía memoria. Al poco se encendió una luz. Froté la humedad del cristal y vi cómo la llama se aproximaba a la ventana. El doctor Ah Fong acercó la vela casi hasta tocar el cristal. Acerqué la cara para que pudiera reconocerla. Corrió el cerrojo y abrió la puerta.
—Opio —dije—. Para Ida. Está herida.
—¿Ida helida? ¿Cómo? —preguntó el doctor Ah Fong.
—Sus piernas. Se le han congelado las piernas.
—Congelado las pielnas —dijo el doctor Ah Fong—. Muy malo. Las pielnas congeladas.
El doctor Ah Fong cerró la puerta detrás de mí.
—¡Espela aquí! —dijo como siempre había dicho—. Tlaigo opio pala las pielnas de Ida.
Encendió la vela del escritorio: nada más en su escritorio, sólo el libro mayor cerrado. Hizo una reverencia y salió por el vestíbulo: su cabeza una sombra, arrastrando los pies. Levanté la vista hacia los libros en las estanterías, detrás del cristal: las botellas, los papeles escritos en chino, los objetos de color rojo y verde oscuro, y aquel color azul. Vi el gráfico del cuerpo humano con líneas marcando las diferentes partes y los nombres en chino de esas partes.
¿Cuántas veces había estado allí a oscuras en busca de opio para Ida? Para los resfriados de Ida. Para los dolores de espalda de Ida. Para los dolores de cabeza de Ida. Para las piernas congeladas de Ida.
El doctor Ah Fong volvió por el vestíbulo, el opio en un frasco de cristal, el frasco de cristal envuelto en papel de color rojo plegado en tres pliegues.
—Oh —dijo—. Pala las pielnas congeladas de Ida.
Le di el dinero. Hizo una reverencia y yo hice una reverencia. Cuando llegué al cobertizo, Dellwood había llenado todos los baldes y jarras que yo tenía con agua. Había apilado toallas y trozos de tela. El fuego en la estufa calentaba: el cobertizo estaba caliente como un horno. Había llevado a Ida a la mesa y las piernas le colgaban del borde. El lazo en torno a Ida, sujetándola a la mesa. Había atado un trozo de tela en cada pierna; torniquetes, los llamaba Dellwood.
Rompí la parte superior del frasco de cristal y vertí el opio en el papel rojo. Con un cuchillo distribuí el opio en rayas. Enrollé un trozo del papel rojo y después de aspirar con la boca una raya de opio la soplé en uno de los agujeros de la nariz de Ida, aspiré más y se lo soplé en el otro lado. Cogí un poco con los dedos y se lo puse en las encías y debajo de la lengua. Le abrí la boca y le eché un poco. Le puse un poco más en su agujero de mujer; intentaba pensar cuál era el mejor medio de metérselo dentro. Lié un cigarrillo, me lo fumé y le eché humo de opio en la boca, mi boca contra su boca, muy adentro. Le pasé el cigarrillo a Dellwood. Dellwood le sopló humo dentro, su boca contra la de ella.
Dellwood le metió una astilla en la boca y me dijo que pusiera la sartén en la estufa. Puse la sartén en la estufa y coloqué la palangana en el suelo, debajo de las piernas de Ida.
Dellwood me dijo que mantuviera la boca de Ida cerrada sobre esa astilla a toda costa.
Dellwood Barker entró en el círculo de luz con la sierra en la mano. El pelo empezaba a crecerle de nuevo. La herida de la cabeza le sangraba. Sudaba y sus ojos no miraban a ninguna parte. Yo podía sentir los efectos del opio, y supongo que él también.
Dellwood acercó primero la sierra a la pierna izquierda de Ida, al hueso que había justo debajo de la rodilla. Desplazó la sierra hacia él siguiendo la pierna; la sierra produjo aquel sonido… Dellwood invirtió el movimiento de la sierra, se detuvo, tomó aliento y volvió a iniciar el gesto. La piel se rompió y saltó la sangre; la sierra llegó al hueso, cambió el sonido, que pasó a ser como si cortara leña. Ida se tensó y empezó a gemir, intentando abrir la boca para dejar escapar el grito, pero yo no se lo permití. Apretaba su barbilla con fuerza. La sangre saltaba por los aires contra el rostro de Dellwood, contra la mesa, contra Ida. Podías oír cómo goteaba sobre la palangana de debajo.
Menos mal que Ida era tan endiabladamente esquelética y tenía esos huesos tan delgados. Hacia la mitad del hueso, el hueso se quebró y la pierna de Ida quedó colgando sólo de la carne. Dellwood sacó su cuchillo y terminó de cortar la pierna. Como no sabía qué hacer con la pierna la puso en la palangana. Cogió la sartén sin acordase de cuánto podía quemar. Desde donde yo estaba pude oler su carne chamuscándose. Dejó escapar una maldición y empezó a llorar. Le pasé un trozo de toalla. Se enrolló la mano con ella y volvió a coger la sartén. La toalla empezó a humear. Dellwood acercó la sartén al punto de corte y la sostuvo allí. Carne frita. Ida mordió la astilla. Dellwood seguía llorando, apretaba la sartén contra su muñón. Ida se retorcía de dolor. Yo temía que se tragara el trozo de madera pero no podía meterle los dedos en la boca. Trataba de morder como un perro rabioso. Los sonidos que salían de ella no eran gritos.
Dellwood volvió a poner la sartén en la estufa, grumos de sangre burbujeando en la estufa. Seguía sollozando y llorando. Empezó por la segunda pierna pero tuvo que detenerse a vomitar. Ida se había quedado inerte. Supuse que estaba muerta y que por tanto ya no hacía falta cortarle la otra pierna. Le dije a Dellwood que parara pero mi voz era algo muy débil en una habitación llena de ruidos de sartén, de gritos, de arcadas para vomitar, de los latidos de mi corazón y de todo.
La segunda pierna se resistió más. La mano de Dellwood tenía serias quemaduras y los huesos de la pierna derecha deben de ser más duros; no se partieron como el de la primera. Como no conseguía nada con la sierra, Dellwood tuvo que golpear la pierna. Cuando se partió, Dellwood volvió a cortar la piel y puso esa pierna con la otra. Luego volvió a envolverse la mano con la toalla, cogió la sartén y volvió a apretarla contra la pierna derecha. Ida no se movió. En el suelo, la pierna derecha no había caído en la jofaina y yacía sangrando con la bota puesta justo al lado de los brazos de Alma.
Dellwood sacó los torniquetes, envolvió los muñones con una sábana y volvió a colocar los torniquetes. Las sábanas se tiñeron de rojo. Desatamos a Ida de la mesa y tras llevarla a la cama y tumbarla, volvimos a cubrirla con mi piel.
Dellwood salió afuera a vomitar otra vez. Mi estómago también intentaba salir por la boca, pero no se lo permití. Tenía demasiado trabajo entre manos. Vacié afuera todos los cubos de agua sanguinolenta, acarreé más nieve para hacer agua y me puse a fregar. Fregué la sierra, fregué la mesa, fregué el suelo, las manchas de las paredes. Acabé arrojando cubos de nieve dentro del cobertizo. El siseo de la nieve contra la estufa. No sabía qué hacer con las piernas de Ida. Pensé en dejarlas fuera para que se helaran, pero seguro que un oso u otro animal las cogería. Por lo tanto las dejé en la jofaina.
Cuando Dellwood volvió al cobertizo, empezó a sacarse la ropa. Al sacarse la camisa miré directamente el tatuaje. Me dijo que me quitara la ropa; que avivara el fuego y me quitara la ropa.
Dellwood se tumbó en la cama junto a Ida. Me dijo que también me tumbara junto a Ida, al otro lado.
Yo en la cama, Dellwood en la cama, Ida en medio, de cara a Dellwood. Dellwood rodeó a Ida con sus brazos y piernas. Yo hice lo mismo.
Ida encajaba entre nuestros cuellos y rodillas, tan sólo un pequeño saco de huesos entre nosotros. Podía sentir su sangre en mis piernas. Estiré la piel para cubrirnos.
Dellwood cerró los ojos y empezó a respirar pesadamente. Yo también cerré los ojos y acompasé mi respiración a la de Dellwood, abriendo los ojos de cuando en cuando para ver lo que sucedía. La lámpara estaba justo encima. La mecha estaba baja. Dellwood abrió los ojos. Su rostro junto al mío. Me besó, su lengua dentro de mi boca, y puso las manos en mi cuello.
—Y ahora, mi joven berdaje —dijo, encorvándose lentamente hacia Ida—, vamos a necesitar todos los Mueve Mueve que podamos conseguir.
»Ida está entre nosotros —dijo—. Tenemos que sacar todo lo que llevamos dentro, todo el amor, todo el amor que sentimos por ella, y colocarlo en su corazón. Curar a Ida tiene que ser nuestro único propósito. Hagas lo que hagas, no eyacules.
Y volvió a besarme. Me puse a pensar en huesos aserrados, en sangre y en brazos y piernas separados del cuerpo.
—Tienes que pensar rápido, Cobertizo, y con claridad, y sólo en una cosa: curar a Ida con tus Mueve Mueve. Saca el resto de mierda que hay en tu cabeza o morirá.
Dellwood besó a Ida en la boca. Vi cómo su lengua empujaba sus carrillos mientras seguía encorvándose contra ella. Pensé en Ida viviendo sin piernas y me dije que era mejor eso que no vivir.
Empujé mi polla contra ella, entre sus piernas, junto a la polla de Dellwood, justo por debajo de su agujero de mujer.
—No la penetres —dijo—. Rodea su corazón con tus Mueve Mueve.
—¿Cómo?
—¡Simplemente hazlo! —repuso.
E hice acopio de mis Mueve Mueve y rodeé con ellos su corazón.
Ida se estremeció.
—¡Y ahora haz que la sangre deje de manar! —me dijo Dellwood—. ¡Y tú también, Ida, haz que la sangre deje de manar! —le dijo Dellwood a ella.
Nos quedamos juntos en la cama, con los ojos cerrados, deteniendo la hemorragia de Ida, Dellwood Barker, Ida Richilieu y yo, sudando, respirando, con el corazón palpitando.
Oía la respiración de Ida, su corazón.
—¡Y ahora dime la verdad! —me soltó Dellwood.
—¿Sobre qué? —le pregunté.
—Sobre todo. Una historia… cualquiera. Pero todo lo que digas tiene que ser verdad. Mantén dura tu polla. No te corras. Rodea su corazón con tus Mueve Mueve. No pienses en otra cosa aparte de curar a Ida.
—Di la verdad —repitió—. Te quiero. Tenemos toda la noche. Cuéntame toda la verdad.
Cuando alguien te espera, puedes tardar mucho en sacar lo que llevas dentro, sobre todo si es la verdad.
Y la verdad es que no se me ocurría nada que decir.
Por entre las rajas de la estufa podía ver el fuego. Restallantes piñas, fuego rosado en la estufa proyectando zonas de fuego en las paredes y el techo.
Debajo de las mantas, cuerpos produciendo fuego. La polla de Dellwood dura frotando con suavidad justo por debajo del agujero de mujer de Ida, mi polla al lado de la suya, deslizándose contra ella, deslizándose con suavidad contra su humedad. Podías oírnos moviéndonos el uno contra el otro, respirando, Dellwood y yo respirando.
Ida respirando.
Mis Mueve Mueve saltaron rodeando con fuerza el corazón de Ida, su palpitante corazón, y lo sostuvieron cerca.
Luego, supuse que como Ida respiraba, como su corazón latía, también podía escuchar. Por lo que abrí la boca para que las palabras pudieran salir. Dentro de mí había un lenguaje, un lenguaje para que Ida lo escuchara. La verdad muy profunda para que la escuchara ella, la verdad muy dentro de mí, la verdad viniendo de donde está todo, donde se encuentra el conocimiento y la comprensión. La verdad en mí, la verdad de todos; la verdad que Puerco Espín le había contado a Pluma de Búho cuando Pluma de Búho se estaba muriendo.
—No quiero que te mueras —le dije a Ida—. Te quiero. Ida, no tienes piernas y Alma está muerta, pero no quiero que te mueras. Dellwood está aquí y yo estoy aquí y siempre estaremos contigo. Somos una familia —le dije—. Formamos una piña. Nada se interpone entre nosotros. Auténtica como cualquier familia de mormones.
Noté algo en el movimiento de Ida.
Una familia: ese día del mes de septiembre en que todos nos vestimos con la ropa blanca de Sears and Roebuck, y nos sentamos a la mesa con el mantel a cuadros blancos y rojos en la sombra desde la que el río parecía verde y tenía su mayor anchura. Estábamos de vacaciones de barbarismo, de follar con vaqueros y mineros y de pelear con los mormones. Poníamos gracia y belleza en nuestras vidas con el vino italiano y la comida que comen en Europa, y nos contábamos historias.
Alma, Ida, Dellwood, yo.
La verdad es que ese día yo no había contado una historia. Sólo pensé en lo que habría dicho de haber podido. Lo que habría dicho, lo que dije entonces en voz alta, tumbado junto a Ida Richilieu, sin piernas afuera en el cobertizo, arqueando mis Mueve Mueve con Dellwood, diciendo la verdad, fue lo siguiente:
—Oh Gran Misterio —dije—. Si tú eres el diablo, no soy yo quien cuenta esta historia. Mi nombre es Afue-ra-en-el-Cobertizo. Puede que me conozcas como Duivichi-un-Dua. Tú posees el conocimiento y la comprensión de la cosas y nosotros no. No sé por qué no, pero no lo tenemos. No sé por qué no nos dejas saber por qué. Pero no nos dejas. No me lamento.
»Tal como yo lo veo, sin embargo, si sigo trabajando mis Mueve Mueve lograré que el conocimiento se transforme en comprensión en Falsa-Montaña y moriré feliz. Entre tanto, mientras esperamos aquí, me gustaría agradecerte el poder vivir. Gracias por dejarme conocer a Pluma de Búho, por la nueva vida que él me infundió. Gracias por permitirme querer a gente como Dellwood Barker y Alma Hatch, que hablan con los animales y a quienes los animales hablan. Gracias por Ida Richilieu, que se ocupó de mí cuando mi madre murió. Aunque tal vez no lo parezca, hizo un buen trabajo.
»Esté donde esté, te ruego que le devuelvas los brazos a Alma, o que le des alas.
Cuando dejé de hablar, sólo se oían los ronquidos de Dellwood Barker e Ida Richilieu; los dos roncaban. Por unos instantes pensé que era yo quien roncaba, tan próximos estábamos en la cama, piernas y brazos enmarañados como si allí sólo hubiera uno y no tres.
Pero yo no roncaba. No se puede pensar y roncar, no al mismo tiempo, o sea que supuse que ellos dormían y roncaban y yo estaba despierto.
Hasta que Dellwood me gritó en una voz que no reconocí como suya:
—¡Sigue, Cobertizo! Adelante con tus Mueve Mueve. Curar a Ida es nuestro único propósito. No eyacules. Di la verdad.
Pero la verdad es que no sabía cuánto tiempo iba a poder contenerme; me refiero a la verdad y a estar debajo de las sábanas sudorosas, y encorvándome y seguir con una erección sin eyacular.
Ida volvió a estremecerse —ella o yo, no estoy seguro—; yo apretado contra ella, mi erección junto a ella, la erección de Dellwood, nuestros huevos los unos contra los otros debajo del agujero de mujer de Ida. Nosotros tres, uno, follándonos.
Lo cierto es que sabía que Ida tenía que despertarse. Siempre había dicho que era incapaz de dormir con una erección en la habitación.
—Hay erecciones en la habitación —dije, y creí ver sonreír a Ida, pero a esas alturas la luz era tan escasa que era difícil decirlo. Era difícil decir qué era qué, caliente y húmedo y difícil de respirar. Difícil de decir. Fuegos rosados y sombras en una habitación a oscuras—. La verdad —añadí en voz alta… creo que en voz alta.
»La verdad es, ¿puede decirse la verdad en voz alta?
»Ida, tú trajiste a Billy Blizzard aquí. Me folló a mí porque te quería a ti. Mató a mi madre porque quería matarte a ti.
»La verdad es que habría preferido que te matara a ti antes que a mi madre.
»Tú trajiste aquí a los Hermanos Wisdom, Ida. Fueron bajas de guerra; de tu guerra. La verdad es que habría preferido que la emboscada te la tendieran a ti.
»Tú y tus pollas, Ida. Tú estás tan loca por las pollas como dices que los hombres lo están. La verdad en lo que respecta a mi polla es que cuando viste mi erección la primera noche, lo que viste fue algo que podías vender.
»La verdad, Ida, es que por alguna razón me mientes sobre mi hermana gemela.
La verdad era que los Mueve Mueve subían con fuerza y calor, sudorosos, húmedos. Acerqué mi cara a la de Dellwood. Se había ido, Ida y él se habían ido de vacaciones para descansar del barbarismo.
Los dos se habían ido, dejándome aquí con la verdad, a solas con la expresión de la verdad, con el lenguaje de la verdad. Un lenguaje que en voz alta se parecía más al ulular de Alma Hatch, más a la sensación que tienes cuando te corres.
«Abre tu corazón en el infierno», decía Pluma de Búho. Pluma de Búho estaba echado a mi lado en la cama.
—No eyacules, me decía.
—¡No pares!
—Ida, tu esquelético cuerpo. Tu sexo es como la ropa interior que te pones a la hora de trabajar. Tu sexo; ropa interior que te quitas y pones, lavas y tiendes, sábanas blancas sin una sola mancha, en el tendedero.
»La verdad es que tu cuerpo es un negocio.
»La verdad es que tratas a tu cuerpo como tratas al mundo.
»La verdad, Ida, es que eres Madam Jefa. Crees que siempre tienes razón porque así eres tú y nunca cambiarás. Incluso cuando te equivocas tienes razón. Los inviernos llegan de tres en tres; siguen el mismo patrón tres veces, ¿no es cierto, Ida? De acuerdo, y si eso es cierto, entonces dónde están tus piernas.
»Yo te diré dónde: están en esa palangana de allí, congeladas por un invierno que tú dijiste que no tendría lugar.
»La verdad es que tú no quieres escuchar otra historia que la tuya.
»La verdad es que no hay sitio para nadie más en una vida como la tuya.
»La verdad es que eres una santa del último día. Eres tan mala como los mormones que tanto odias.
Arqueándome con fuerza contra el huesudo culo de Ida, deseando hacerle ver, follarla hasta que comprendiera.
—Ida Richilieu. Eres un agujero de mujer. Agujero de mujer es Madam Jefa, eres tú.
»El agujero de mujer te da vida. Madam Jefa pide que le entreges tu vida, hace de tu vida la suya. Todo en la vida de Madam le pertenece.
»Hasta me bautizaste con el nombre de uno de tus edificios.
»La verdad es que mi vida es la historia de recuperar mi vida.
La verdad era que estaba empezando a correrme sin correrme. Los ojos de Dellwood en mi ojo izquierdo, él también empezaba.
La verdad.
Y entonces lo supe.
Una bayoneta atravesando la cabeza.
Tenía que contar la verdad.
—Mi madre era Princesa —le dije a Dellwood, la voz saliendo de mi interior, no de mí—. Su nombre indio era Buffalo Sweets.
»Tengo la misma fotografía de ella que tú. Si quieres verla, está detrás del espejo.
»La fotografía de mi madre, tu esposa.
Esas palabras, mi madre, tu esposa, arqueándose contra mi cabeza como yo me arqueaba contra Ida, como Dellwood se arqueaba.
—Es el cuerpo de tu hijo lo que tú tanto amas, Dellwood.
»Es la verdad —añadí—. ¿Te lo hubieras imaginado?
Yo no dejaba de hablar, mis ojos miraban el ojo izquierdo de Dellwood, mis ojos miraban la sangre que le goteaba de la herida de la cabeza, en la comisura de la boca de Dellwood. La sangre que corría por su barbilla. El fuego en la estufa, ascuas rojas y negras, ese fuego, el mismo fuego, en los ojos de Dellwood.
—¿Cobertizo? —dijo Dellwood, y nada más, mirándome, escuchando la verdad, comprendiéndola.
—Eres mi padre —dije.
»Soy tu hijo.
Así es como mueren muchos berdajes, dijo Dellwood en cierta ocasión. Tienen su poder, mucho amor y no el suficiente sentido común, y acaban abarcando más de lo que pueden apretar.
Eso es lo que le había sucedido a Pluma de Búho.
Lo mismo que con Dellwood Barker. Que nunca había tenido sentido común. Siempre tuvo mucho amor; demasiado, como al final resultó.
Demasiado, el bocado que Dellwood tomó de Ida esa noche.
Demasiado, el bocado que yo tomé de él.
Vi cómo Dellwood daba su bocado. Le vi succionar la enfermedad de Ida y cómo entraba en él. Vi cómo engullía oscuridad.
—Soy tu hijo. Tú eres mi padre —le dije.
—¿Cobertizo? —dijo Dellwood.
Mueve Mueve, Dellwood y yo al mismo tiempo, Ida entre medio.
Búho, volando bajo, deslizándose por el cielo nocturno. Dellwood succionando la enfermedad de Ida hacia él. Un bocado demasiado grande. Su boca en la boca de ella, infundiéndole su aliento.
—Tú eres mi padre. Yo soy tu hijo —dije.
—¿Cobertizo? —dijo Dellwood.