El sol empezaba a salir cuando llegué al cruce de Gold Bar. Carretera abajo, a unas cuantas millas, unas cuantas horas más tarde, detuve la diligencia de Owyhee City. Como era indio tuve que viajar en el techo. Me hacía cargo del equipaje.
La carretera serpentaba durante todo el trayecto. La diligencia se sacudía y crujía a cada bache, y en un par de ocasiones tuve que agarrarme como pude para evitar caerme y rodar por el precipicio. Pero la verdad es que me gustaba no tener que sentarme adentro con los tybo. Me gustaba ir sentado en el techo. Me gustaba mirar por encima del precipicio.
Yo también me sentía indio.
La diligencia paró en un apeadero y los cuatro tybo que viajaban en el interior bajaron para hacer pipí. Me quedé en el techo, recostado contra el equipaje y mirando al cielo.
A media tarde, después de cruzar el río Kally, la carretera empezó a hacerse más recta. Montañas de cumbres planas ondulaban sus grandes cuerpos sucios hasta los árboles que se levantaban en familias a lo largo del curso del río. Pero casi todo era espacio. Grandes, secos y vacíos espacios. Y cielo. Brazos terrestres, piernas terrestres enroscándose para llegar al cielo. Caderas, valles ondulantes, pechos, codos, colinas: una enorme pila de ropa de cama revuelta que abarcaba toda la vista.
El día era muy caluroso, y cuanto más avanzábamos más sol había. Todo olía a resina caliente, a polvo, a artemisa, a caballos sudorosos al galope y a mi propio yo sudoroso.
Sin duda era la primera vez que iba al encuentro del cielo.
En Five Corners cambiamos los caballos. Había una posta con una casa detrás, un granero, un puñado de niños tybo de mirada salvaje y cinco carreteras que por alguna maldita razón confluían todas en el centro de la planicie.
En el momento en que iba a bajar de la diligencia, el conductor me dijo que saltara, pero no lo hice. Después de haberme introducido en la inmensidad del cielo no estaba seguro de tocar el suelo. A lo mejor me limitaba a flotar.
Una vez en el suelo, al caminar me aseguraba de que un pie estuviera firmemente posado en el suelo antes de levantar el otro.
Recorrí de este modo todo el trayecto hasta el granero. A esas alturas ya me sentía más conectado al terreno sólido bajo mis pies. Detrás del granero me puse a orinar contra el poste de un corral. Otros también orinaban por allí. Reconocí a un par. De cuando en cuando, me miraban como si yo también fuera un poste de corral. Y luego se quedaban mirándome esperando que yo los pescara mirándome, pensando que me llamaba Detrás-del-Granero además de Afuera-en-el-Cobertizo. Tal como estaba el sol —por lo que podía ver, en todo su esplendor y sin sombras— debía de ser más o menos la hora del baño de Ida. Probablemente en ese mismo instante se encontraba sentada frente al espejo. Ante su esquelético reflejo. Se estaría preguntando qué vestido se pondría esa noche, fumando, dando profundas caladas a su cigarrillo, agitando el vasito de whisky.
Y yo estaba orinando contra el poste de un corral en otro sitio… un sitio que no era aquél. Ni siquiera habría podido decir si alguna vez hubo una montaña, y menos aún un pueblo llamado Excellent con una mujer sentada, sentada en su habitación ante su espejo en un hotel de color rosa.
Se pondría el azul. Pensaría que yo iba a volver y se pondría el vestido azul.
Cuando fui a beber un vaso de agua a la posta volvía a ser un indio, y tuve que beber directamente del grifo de detrás. El sabor del agua era semejante al aspecto de todo lo demás; era un sabor plano. No había arbustos ni pinos o píceas o abetos, ni pendientes, ni cantos rodados en el agua. Me eché agua en la cara y me mojé el pelo tirándomelo hacia atrás. A mis pies, grandes manchas oscuras teñían el terreno polvoriento.
Volví a instalarme en mi lugar, en lo alto de la diligencia. El conductor aulló «arre» y fustigó a los caballos con las riendas. Los caballos de refresco enfilaron en línea recta por la carretera que teníamos delante. Al atardecer, los caballos tomaron la dirección del sol. Las montañas planas se habían sumergido en la tierra en algún punto del trayecto, dejando sólo la planicie. Planicie, artemisas, liebres y raíces; ni un solo árbol.
Yo era un pájaro que volaba bajo, y Alma Hatch era un pájaro que volaba delante, hacia el precipicio, donde las cosas todavía no han sucedido.
Púrpura, rosa, rojo y amarillo en el cielo; la tierra, oscura. Era mi rostro, esos colores; mi cabello, mis ojos, la oscuridad. Yo era el viento que soplaba.
Antes de que el sol se pusiera, antes de que mi rostro se sumergiera en mi cabello y sólo quedaran mis ojos oscuros, lo supe. Supe lo que tenía que hacer.
Tenía que encontrar a la gente de mi madre.
Y al búfalo.
Descubrir lo que significa Duivichi-un-Dua, mi nombre indio.
Quién era yo para tener ese nombre.
El Syringa, en Owyhee City, la primera población en la que paramos, era el doble de grande que el Local de Ida y estaba lleno de gente: hombres, y algunas mujeres que no tenían por qué ser prostitutas bebiendo en el saloon. Era un local espacioso, iluminado por una araña hecha con una rueda de carreta con lámparas de aceite en sus radios. Sabía que era una araña, a pesar de que nunca había visto una, porque había aprendido a deletrear la palabra. Ida Richilieu me había enseñado a deletrear la palabra araña y explicado sus significados porque planeaba comprarse una algún día.
—Una gran araña francesa con cristalitos por todas partes —decía—. Y puesto que vas a ver una araña colgando cada día por encima de tu cabeza, tienes que saber cómo deletrear la palabra.
Mientras estaba de pie en el porche delantero del Syringa escudriñando salió un vaquero por las puertas de batiente y topó conmigo. Las puertas estuvieron a punto de tumbarlo. Se llevó la mano al revólver.
Por un instante pensé en salir corriendo de allí, pero no me moví del sitio. Le miré directamente a los ojos. Eran de color verde. El vaquero, de aspecto fatigado, sucio y con el aliento oliendo a whisky, tenía grandes y hermosos ojos verdes.
Y entonces mis orejas escucharon a mi boca preguntándole al vaquero lo siguiente:
—¿La araña del interior es una araña francesa?
El vaquero me miró como si yo no hablara en inglés, la mano aún en la empuñadura del revólver, sus ojos cada vez más verdes.
El diablo.
Mis pies se volvieron y señalaron en la mejor dirección para salir a toda prisa, y ya estaba dando el primer paso cuando repentinamente mi cuerpo empezó a crecer. De pie en el porche de un saloon en un pueblo llamado Owyhee City a media tarde —mis piernas, mis brazos, mi cabeza y manos— todo mi cuerpo, cada vez mayor, cada vez más indio, y cada vez más en el camino de este vaquero.
Ansiaba estar de vuelta en Excellent, no hacerme cada vez mayor y, en cambio, estar de vuelta afuera en el cobertizo en Excellent, detrás del hotel de color rosa en una montaña que ni siquiera podías ver desde donde me encontraba.
El vaquero siguió mirándome directamente a los ojos, echó los hombros hacia atrás y dijo:
—Salt Lake City.
—¿Salt Lake City? —repetí.
—La araña —dijo.
—¿La araña? —inquirí.
—Es de Salt Lake City —dijo, y después de pestañear se dio la vuelta y empezó a andar calle abajo.
Observé al vaquero hasta que lo perdí de vista. Cuando volví a fijarme en mí había recuperado mi tamaño habitual.
Me aparté del trayecto de las puertas de batiente pero seguí escudriñando. Las chicas que trabajaban en el Syringa llevaban todas el mismo tipo de vestido: negro y rojo y plumas rojas. También había un escenario. Mientras observaba, siete de ellas subieron al escenario y se pusieron a bailar levantando las piernas y agitando sus faldas —mostrando sus culos al público— mientras los hombres gritaban y voceaban asiéndose entre ellos.
Y entonces mis ojos vieron algo a lo que el resto del cuerpo no daba crédito: Gracie Hammer y Ellen Finton estaban en el escenario, cantando y bailando.
Empecé a gritar y a dar brincos haciendo señales a Ellen Finton y a Gracie Hammer. No pasó mucho tiempo antes de que un tybo con unos espesos mostachos y otros tybo malencarados se llegaran hasta la puerta. Uno de ellos me agarró por detrás y me sacó del porche de un empujón. Repentinamente me vi rodeado por todas partes de hombres tybo: uno en cada brazo, un par cogiéndome las piernas, otro rodeándome con su brazo el cuello. Me llevaron a la parte trasera del Syringa. No me trataban con especial dureza. No me insultaron ni me pegaron. Parecía más como si yo fuera una vaca que se había salido de sus pastos, o un perro al que había que educar —una rutina, una interrupción—: querían librarse de mí para poder volver al bar.
Detrás del Syringa, los tybo me dejaron en el suelo.
—¿Dónde se supone que tiene que beber la gente como tú? —me preguntó el de los mostachos.
—Pero es que soy amigo de Ellen Finton y Gracie Hammer —repuse—. Viejos amigos.
Los tybo hacían como si de mi boca no hubiera salido ninguna palabra, se limitaban a hablar entre ellos, se escuchaban entre ellos, no a mí. Notaba cómo mi cuerpo empezaba a desvanecerse, por lo que rápidamente me deslicé de allí, llegué hasta la ventana trasera, deposité mi dinero y pedí una pinta de whisky. No fue el whisky, fue el hecho de comprar el whisky lo que evitó que me desvaneciera del todo.
Después de eso los tybo me dejaron solo, sentado en el suelo debajo de unos árboles y con una pinta de whisky en la puerta trasera de un saloon. Bebí y empecé a pensar que a lo mejor sólo pensaba que estaba hablando, que en realidad no estaba hablando, igual que cuando era más pequeño, igual que antes de que mi madre muriera, antes de que yo dijera «Ella era mi espíritu de las cosas».
Dije unas cuantas palabras para que las escucharan mis oídos, y lo cierto es que hablaba bien… a no ser que mis oídos se hubieran puesto de acuerdo con mi boca.
Supuse lo siguiente: no era que yo no hablara. Era que los tybo no me escuchaban.
Igual que en todas partes.
Lo que era igual era que la gente no escuchara.
Y todas partes era Excellent, Idaho.
Di otro trago de whisky. Una apestosa sabandija grande y negra que se dirigía al oeste paró el culo y se plantó delante de mis dos pies. Le pregunté a la apestosa sabandija qué había que hacer para que te escucharan. Le pregunté por qué a veces mi cuerpo no conservaba su tamaño, por qué a veces se hacía tan grande y por qué otras veces pasaba inadvertido.
La apestosa sabandija siguió su camino. Me quedé mirando; hasta que ya no pude ver a la apestosa sabandija, hasta que sólo vi el atardecer. Me compré otra pinta y bebí de ella hasta que mis ojos dieron con algo nuevo: luces en la calle.
Si te plantabas en el porche delantero del Syringa —lo que hice tras beber la mitad de la segunda pinta de whisky—, en el punto de intersección de Union Street con Grant Street, veías cinco farolas en Grant Street que avanzaban en línea recta hacia el norte, así como cinco más en dirección oeste en Union Street y otras cinco hacia el este.
Las farolas estaban colocadas en filas todas a la misma distancia: una, dos, tres, cuatro, cinco. La luz que despedían las farolas te hacía pensar en una gran habitación en la que las paredes exteriores de los edificios de la calle hacían las veces de las paredes interiores de esa única y espaciosa habitación. Y cuando mirabas hacia arriba el techo lo formaba el cielo.
Más allá de la última farola, en todas las direcciones, allí donde terminaba la luz, en la oscuridad, el cielo, inmenso, también esperaba.
Caminé hasta el final de cada una de las tres hileras de farolas, contando cada vez hasta cinco, dando un trago en cada farola, las casas y los comercios congregándose en el límite de la luz.
Cuando empecé a ver las farolas dobles —diez en lugar de cinco en cada dirección en la que mirabas— y cuando empecé a tener asimismo un par extra de brazos y piernas, me dije que era tiempo de parar.
En Union Street había iglesias mormonas en ambos extremos de la luz. En el extremo de luz al final de Grand Street había una iglesia católica. Decidí dormir detrás de la iglesia católica porque era la que se encontraba más cerca del Syringa.
Cuando salí de la luz y me introduje en la oscuridad, pensé que había desaparecido. Al poco llegué a una torrentera. La torrentera no era gran cosa pero al menos facilitaba un apoyo para la cabeza. Me bebí el resto del whisky en la oscuridad mirando hacia la zona iluminada de Grant Street, en la que podías ver cosas. En la hierba se oía el sonido de los grillos y del viento, pero lo que más se oía era el Syringa; el sonido de la gente, en su mayoría hombres, en un bar. Me sentía muy bien. La hierba me rozaba las orejas y cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad vieron el árbol que tenía delante. Me hizo sentir mejor incluso. En cierta medida el árbol detenía el cielo.
Y entonces escuché el sonido de un piano y una voz de mujer. El sonido de hombres en un bar paró. También paró el viento, y los grillos. Era una canción sobre corazones rotos. Cantaba mejor que Ida Richilieu, modulando la voz al atacar las notas altas. Pero era una estúpida canción sobre hombres tybo que se besan, tienen vahídos y siguen adelante.
Hasta que mis oídos dejaron de oír a esa mujer cantando. Empezaron a oír a Ida Richilieu, cantando la canción del hombre en la luna, con su vestido azul en su hotel rosado, cantándome desde allí.
Tardé un buen rato en volver a oír lo demás: el viento en la hierba, el viento en el árbol, los grillos, los pájaros, las hormigas escarbando bajo la hierba. Me apresté a escuchar mi corazón, mi respiración, pero estaban tan silenciosos como la luna y las grandes cosas lejanas.
Cuando estaba a punto de dormirme se puso a sonar una campana. Del Syringa empezó a salir gente a la calle iluminada; algunos se subieron a sus caballos y se fueron, un par de ellos se quedó hablando en la calle. Dos tipos se sujetaban intentando caminar rectos, pero acabaron por caerse, y tras levantarse volvieron a caerse.
La gente iluminada por las farolas; escudriñé sus historias humanas, procuré escuchar las palabras que decían. Ida habría sabido qué pensar de cada uno, qué vestido llevar, qué escribir sobre ellos en su libro.
Al poco tiempo no quedaba nadie en la calle. Algunos se habían ido en grupos, otros solos; habían dejado la luz para entrar en la oscuridad. Donde había habido seres humanos ahora no quedaba nada.
Te hacía pensar.
Entonces cerré los ojos, y me propuse soñar a alguien entrando en la luz —alguien especial— para poder observarlo y conocer su historia. Mi madre, Buffalo Sweets, entró en la calle iluminada. Su larga melena morena y la blusa roja, descalza, su falda de ante. Ida Richilieu entró en la luz con su vestido azul. Apareció Alma Hatch vestida de un rosa encendido y oliendo a rosas. Billy Blizzard entró en la luz vestido de negro, con sus botas rojas, con su anillo diabólico.
Abrí los ojos. Vi a un hombre saliendo por la puerta trasera del Syringa. Al abrir la puerta un rectángulo de luz del tamaño de la puerta iluminó la oscuridad. Hablaba con una mujer. Tal vez Ellen Finton o Gracie Hammer. Besó a la mujer y cerró la puerta, caminó junto al edificio hasta el porche delantero del Syringa, encendió un cigarrillo, miró en ambas direcciones y entró en la calle.
Escuché el sonido de caballos al galope a mis espaldas. Me aplasté contra la torrentera, respirando el polvo. Estuvieron a punto de pasarme por encima, caballos galopando a uña de caballo, caballos resollando por todas partes mientras yo me cubría la cabeza y metía el culo.
Los caballos desaparecieron por delante con la misma rapidez con que se me habían acercado por detrás. Y acto seguido volvíamos a estar solos la torrentera y yo. Levanté la vista.
El hombre que había salido por la puerta trasera del Syringa era el vaquero de ojos verdes que sabía de dónde venía la araña. Corría a toda prisa Union Street arriba hacia la iglesia católica y hacia donde me encontraba yo. Los dos hombres a caballo lo seguían al galope. Uno de los jinetes —el más grande de los dos, montado en un caballo ruano— llegó a la altura de ojos verdes y le golpeó en la cara con el lazo plegado, haciéndole morder el polvo de la calle. Los hombres saltaron de los caballos, y los caballos se agitaron levantando el polvo sin saber qué dirección tomar. Los dos hombres se abalanzaron sobre ojos verdes y empezaron a golpearlo. Pasé junto a la iglesia y llegué corriendo hasta el extremo de luz. Fue entonces cuando vi las insignias: el más grande era el sheriff y el otro, su alguacil.
El sheriff y su alguacil se levantaron y empezaron a hablar entre ellos mirando a ojos verdes, que yacía ensangrentado en la calle.
Tiraron a ojos verdes sobre la silla del caballo del alguacil. El alguacil, con su caballo por las riendas, y el sheriff, montado, empezaron a bajar por Union Street siguiendo las farolas, y después de pasar por delante del Syringa llegaron hasta la última farola en el extremo iluminado y desaparecieron en la oscuridad.
De vuelta en la torrentera, deseé tener más whisky y me juré que jamás, bajo ningún concepto, volvería a soñar a otra persona.
Cuando finalmente volví a cerrar los ojos, cuando finalmente me quedé dormido, soñé que el sheriff y su alguacil me mataban a mí.
Y después sucedió lo siguiente.
Cuado abrí los ojos el diablo me miraba directamente a los ojos; el diablo que había cruzado desde el otro lado, saliendo de la oscuridad resplandeciente y fuerte, un sol iluminándome en plena noche, despidiendo fuego.
Las ruedas del caballo de hierro no tenían la altura de un hombre de mi estatura. La tierra temblaba, el fuego y el azufre ascendía. La locomotora de vapor ni siquiera paró; atravesó Owyhee City entre aullidos, atravesó todos los músculos de mi cuerpo y me dejó temblando y con los pantalones llenos de mierda.
Tumbado en la torrentera, temblando, intenté pensar qué habrían hecho Ida Richilieu o Alma Hatch en mi situación, pero el imaginarme a esas mujeres con las enaguas manchadas sólo me hizo reír. Me quedé sentado durante un rato, y luego me levanté durante otro rato.
Saqué la hierba del bolsillo, me saqué la bolsita de cuero con el dinero que llevaba colgada al cuello, y tras hacer un agujero en la torrentera lo enterré todo para tenerlo en lugar seguro. Encima puse un piedra de río.
Caminé aparentando normalidad hasta el abrevadero que había delante del Syringa. No se veía a nadie en la calle, pero supe que detrás de cada ventana había gente espiándome, observándome caminar como un hombre con los pantalones llenos de mierda por la calle iluminada en plena noche. Cuando llegué al abrevadero no supe qué hacer. Como mis pies parecían saber lo que hacían, los seguí. Lo que mis pies hacían era lo que haría cualquier par de pies normales: intentar alejarse tanto como pudieran de la mierda de mis pantalones.
En el abrevadero había una farola endiabladamente iluminada. Y no había caballos detrás de los cuales esconderse. Me pasé un rato mirando el agua. Al final me dije que estaba haciendo las cosas tal como las haría Ida Richilieu. Me bajé los pantalones, me los saqué y metí el culo en el agua. Acto seguido me levanté, me sequé un poco y me puse a restregar los pantalones.
Estaba así —con el culo al aire y lavando los pantalones— cuando el sheriff apareció por detrás.
Al principio, cuando miré, pensé que estaba mirando los ojos de Billy Blizzard.
El sheriff no se parecía a Billy Blizzard, pero mi cuerpo pensaba que sí.
No podía ser otro que el diablo: mis ojos veían una cosa, mi corazón otra.
Cuando me preguntó cómo me llamaba, le dije que Aloisius Hatch. Sostenía los pantalones delante mío. El sheriff sostenía su revólver delante suyo.
—¡Manos arriba! —me soltó. Alcé las manos. Me apuntó con su revólver y lo amartilló—. ¡Andando! —añadió.
Andando era a la cárcel, en una calle lateral de Union más allá de una de las iglesias de los mormones. Nos pusimos a caminar, yo delante sujetando mis pantalones húmedos, y el sheriff detrás, con el frío cañón de acero contra mi nalga; atravesamos la luz y entramos en la oscuridad, colina abajo, por las vías del tren, hasta la cárcel.
En su mesa había una lámpara de keroseno. El sheriff la encendió en cuanto entramos. Acto seguido cerró la puerta con llave.
—Aloisius Hatch —dijo.
—Aloisius Hatch —dije.
—¿Y de dónde vienes, Aloisius Hatch? —preguntó.
—Minneapolis, Minnesota —repuse.
—¿Y cuál es tu ocupación? —preguntó.
—No conozco esa palabra: ocupación —dije.
—¿Dónde trabajas? —dijo.
—¿Cómo se deletrea esa palabra? —le pregunté.
—No empieces a joderme —me cortó.
—Vendedor de biblias —le dije.
—¿Biblias? —preguntó.
—Biblias —repuse.
El sheriff me dijo que sacara todo lo que llevaba en los bolsillos de mis pantalones húmedos. Como no tenía nada no saqué nada.
—¿No tienes ninguna identificación? Tampoco conocía la palabra, pero no le pedí que me la deletreara.
—Documentos que me demuestren quién eres —dijo.
—No tengo documentos —repuse.
—¿Dónde está tu cartilla de racionamiento? Ocupación, identificación, racionamiento.
—No sé lo que significa eso —le dije.
—Eres indio, ¿no es cierto? —me soltó.
—Irlandés —le dije.
—Irlandés —me dijo.
—Irlandés —le dije.
—¿Llevas algo de dinero, Aloisius? —preguntó.
—Se me ha acabado —repuse.
—¿Y biblias?
—Las he vendido todas —le dije.
—¿Qué estás haciendo en Owyhee City? —preguntó.
—Estoy de paso.
—¿No sabes distinguir un toque de queda, Aloisius Hatch? ¿No hay toque de queda en Minneapolis, Minnesota? —me preguntó.
—No —dije.
El sheriff me dijo que me quitara la camisa. Lo hice. Me quedé sólo con las botas puestas. Me dijo que también me las quitara. Me quité las botas. Se quedó mirándome.
—En la celda que hay justo detrás de ti encontrarás una biblia —dijo, empujándome hacia la celda con su revólver—. Estoy convencido de que te hará sentir como en casa.
—¿Puedo volver a ponerme la ropa? —le pregunté.
Me golpeó en el pecho con la palma de la mano.
Tuve ganas de matar al sheriff allí mismo.
—Te gusta, ¿no es cierto? —preguntó.
No dije nada.
—¡Entra ahí dentro! —gritó.
Entré en la celda. El sheriff cerró la celda con llave, se metió la llave en el bolsillo, se acercó a su mesa y sopló apagando la lámpara. Siguió en la oscuridad durante un tiempo, durante mucho tiempo, respirando pesadamente.
—Hueles a mierda, Aloisius Hatch —dijo el sheriff—. ¡A mierda india!
Abrió la puerta de la prisión, salió afuera, dio un portazo y cerró la puerta con llave.
Hacía calor, no había luz y yo estaba desnudo. Me puse a caminar por delante de la ventana, deseando que fuera la ventana de Ida para poder mirar hacia adentro y verla escribiendo en su círculo de luz rosácea.
En esta ocasión era la luna la que miraba por la ventana. La luna, en el exterior, observándome.
Me senté en una esquina con las rodillas contra el pecho y me puse a observar la ventana de luz de luna desplazándose por el suelo. Cuando la ventana se quedó quieta, encajé mis pies y manos en la luz de luna, sin tocar para nada la oscuridad.
A la mañana siguiente, el sheriff entró aullando en la cárcel:
—¡Las doce!
El alguacil seguía al sheriff con una bandeja.
—Alguacil Jones, me gustaría presentarle a Aloisius Hatch… ¡vendedor de biblias! —dijo el sheriff, y abrió la puerta de la celda.
No podía decir si el sheriff era tan grande como lo recordaba, o el alguacil tan pequeño.
—Es irlandés —dijo el sheriff.
—¿Es cierto? —preguntó el alguacil.
En la bandeja había un trozo de pan y un cazo de sopa.
—¡En pie, muchacho! —dijo el alguacil—. Veamos toda tu cepa irlandesa.
Me levanté. En ese momento entraron otros tres en la cárcel. El sheriff los presentó: O’Reilly, O’Casey y O’Brady.
—Ellos también son irlandeses —dijo.
—¿Sabes algún paso de baile irlandés? —preguntó O’Brady.
En la puerta aparecieron nuevos hombres. Al poco rato la cárcel estaba llena de gente. Cuando mi boca preguntó si podía volver a ponerme los pantalones, mis oídos no supieron quién hablaba. Los hombres se reían como ríen los hombres en un bar. Como no sabía qué pensaba hacer mi cuerpo, le dije a mi cuerpo que sería mejor desaparecer que engrandecerse.
Mi cuerpo siguió igual. Pero todos los demás cambiaron. Los hombres que se reían se convirtieron en perros ladrando.
—¿Los irlandeses no tienen pelo en el pecho? —preguntó el sheriff.
O’Brady abrió su camisa y dejó ver una mata de pelo rojo.
—¡Date la vuelta, chico! —dijo el sheriff.
Me di la vuelta.
—Tampoco tiene pelo en el culo. Debe de ser un puñetero inglés —dijo uno.
—… inglesa —dijo otro.
—Todavía no me ha respondido —dijo O’Brady—. ¡Enséñanos lo bien que sabes dar un paso de baile irlandés!
Brinqué tal como había visto a los irlandeses borrachos brincar en el Local de Ida, sujetándome los huevos con las manos.
—¡Mueve bien las pies, pero no los brazos! —aulló uno.
El alguacil me arrojó el cazo de sopa a la cara.
—¡Pon bien los brazos! —dijo.
Bailé la danza irlandesa con los brazos en posición.
—¡Tan cierto como el infierno que eso no es irlandés! —dijo O’Casey a O’Reilly al tiempo que me señalaba mientras yo seguía dando botes.
Perros y perros ladrando.
—¿Es un tenor irlandés?
—No, es un setter irlandés, ¿no lo ves?
—¡Ladra para nosotros!
—¡Cántanos una canción! ¡Cántanos una canción!
Como nunca había cantado en tybo empecé a cantar sin saber lo que saldría de mi boca. Cerré los ojos y con mi corazón arropé la canción, igual que la luna había arropado mis pies y manos la noche anterior. Canté como si la canción fuera lo último que le cantaba a Ida Richilieu, a Alma Hatch, a mi madre muerta, a mí.
—Ven a dar una vuelta en mi aeroplano y visitaremos al hombre en la luna.
Cuando terminé de cantar reinaba la calma. Me pregunté si no lo habría soñado todo, tal era la tranquilidad reinante. Abrí los ojos. No lo había soñado. Los hombres seguían allí, mirándome fijo. Ya no eran perros, no ladraban. Eran hombres mirándome de pie.
El sheriff se abrió paso entre la masa de gente y me golpeó en plena cara. Caí al suelo. Empezó a patearme en el estómago tal como Billy Blizzard había pateado a Ida Richilieu.
Pensé en el vaquero de los ojos verdes golpeado en plena calle la noche anterior.
A lo mejor él era yo.
A lo mejor esto era sólo un sueño y todo lo que tenía que saber era cómo despertarme.
Cuando me desperté no estuve seguro de estar despierto hasta que empecé a notar el dolor de los golpes que me había propinado el sheriff. Sabía que no podía estar dormido porque si lo estuviera sería una pesadilla, y en las pesadillas —cuando se ponen tan mal— siempre acabas por despertarte. Me toqué la cara. Tenía los labios y la nariz llenos de costras. Me arrebujé como una pelota, con las manos entre las piernas. La ventana de luz de luna estaba en mis rodillas y en el suelo.
Una mano llegó hasta la luna del suelo.
Tardé un rato en dar crédito a mis ojos. Tardé un rato en dar crédito a mis oídos:
—La jodida luna se está llenando. Esta noche vuelve loca a la gente. La luna del sheriff está más loca de lo que nunca lo ha estado él. La luna este mes tiene las pelotas llenas; y eso no es bueno para nosotros; nosotros estamos aquí, y él allí afuera y necesitado desesperadamente de un hombre. Si no consigue uno pronto, con toda seguridad nos matará (bueno, a ti con toda seguridad, y probablemente a mí también) y eso que el sheriff no tiene idea de que necesita lo que necesita. Odia a los indios y adora las pistolas y su whisky irlandés y sus compinches porque piensa que es lo normal. Lo que por otro lado, si lo piensas bien, es lo normal.
»El mes que viene la luna estará en las caderas. Lo pasaríamos mejor si estuviésemos aquí durante la fase de las caderas, pero no es así y, antes de entregarse a elucubraciones delirantes, es preciso afirmarse con toda el alma en la dinámica de la situación real.
»La situación es la siguiente: nosotros estamos dentro y él está afuera. Él es una persona normal y sheriff, y nosotros no; ése es más o menos el resumen.
»Tras eso, la luna llega a la altura de las rodillas. Cuando está en las rodillas yo me dedico a escalar rocas. No lo planeo de antemano pero siempre acabo así; rocas de lava, materia fría y dura que antes fue caliente y pegajosa. Es el principio del esperma. Sujétate los huevos durante un rato y retén el aliento. Ya verás. A la altura de los huevos está frío, y caliente al salir. El mes pasado la luna estaba en los riñones. Era un infierno aguantarse un rato sobre el caballo. Buena época para comer espárragos y orinar siempre que se tenga una oportunidad.
»Comprobé lo de la araña. La araña es de Salt Lake City. Eso es lo que pone debajo: Salt Lake City, Utah. ¿Tienes nombre? Yo me llamo Dellwood Barker.
Mientras su voz me hablaba, su rostro empezó a adquirir lentamente los rasgos del vaquero de ojos verdes al que creía que habían matado a palos la noche anterior.
Cada uno de mis músculos me decía que me volviese serpiente a través de los barrotes, pájaro a través de la ventana, o topo bajo la tierra hasta salir de allí porque, con toda seguridad, quien me hablaba era un fantasma. Supuse que yo también era un fantasma.
—Cuando empezaron contigo yo estaba en la celda de al lado. Cantabas tan bien que di por hecho tu linchamiento. Y esta noche, cuando me arrojaron aquí contigo, parecía como si estuvieras muerto. Supuse que pensaban endosarme tu muerte. Ahora supongo que quiere que follemos para poder observarnos. En cualquier caso guarda algo bajo la manga.
»Con el odio que tiene a los indios, no sabes la suerte que tienes de seguir vivo. Imagino que yo también he tenido suerte… aunque todavía no hemos conseguido salir de aquí. Con el sheriff Ronald R. Blumenfeld nunca se sabe.
»Se cuentan todo tipo de historias acerca del sheriff Ronald R. Blumenfeld. Y puedo garantizarte que la mayoría son ciertas.
Esperaba que las historias sobre el sheriff Ronald R. Blumenfeld fueran sólo historias locas contadas por gente loca.
—Deja que te vea la cara —dijo Dellwood Barker.
No me moví. No quería mostrarle nada. Dellwood Barker apoyó su cara en la ventana de luz de luna del suelo. Me tocaba la rodilla con el hombro. Estaba caliente… cálido; quiero decir que no parecía muerto; a menos que yo también estuviera muerto… que los dos estuviéramos muertos. Supuse que si los dos estábamos muertos era difícil saber cómo era la muerte.
Me senté apartándome para que no me tocara la rodilla. Entonces miré a Dellwood Barker, su rostro en la ventana de luz de luna. La única parte de su cuerpo que no tenía contusiones, sangre o una herida abierta era el nacimiento del cabello.
Pero mientras lo miraba, escudriñé que algo no marchaba. Me puse una mano delante del ojo izquierdo y cerré el derecho. No veía nada. Sólo veía por un ojo.
—¿Estamos muertos? —le pregunté.
Su rostro en la ventana de luz de luna, mirándome, repuso:
—No más de lo corriente. Todo lo que nos sucede es un sueño que soñamos nosotros… una historia que nos contamos a nosotros mismos.
El rostro sonrió.
—Pero estamos vivos. Quiero decir que yo soy quien sueña este sueño. O sea que si yo soy yo tú debes de ser tú.
—A lo mejor yo soy tú —dije.
—No, yo soy yo —dijo—. Ésta es la dinámica básica de la situación y tenemos que mantenerla.
—D… I… N… Á… M… I… C… A… —deletreó Dellwood cuando le pregunté— significa el modo como se presentan las cosas.
—Anoche te soñé —dije— y te coloqué en la luz, pero no supuse que el sheriff y el alguacil te golpearían de ese modo. En serio… yo no tuve nada que ver con aquello —dije—. Y hoy, cuando me golpeaban a mí pensé que a lo mejor anoche yo era tú.
—¿Quién eres tú? —preguntó.
—Es difícil de decir —respondí—. Apenas soy yo.
—¿Quieres decir que si no eres tú, eres yo? —preguntó.
—No. El único yo que conozco no soy yo. Supongo que nací así, y que hasta ahora la vida no ha ayudado demasiado.
Y a continuación lo dije:
—Mestizo —dije. Nunca había dicho la palabra en voz alta con anterioridad. No supe por qué la dije entonces.
—Había oído que eras irlandés —dijo Dellwood Barker.
—Puede ser. La mitad de mi ser. Cualquier suposición sirve. Lo único que sé es que soy medio tybo. La otra mitad es india, de acuerdo; bannock.
—Tendría que haberlo imaginado —dijo.
—¿Imaginar qué?
—Eso es lo que estás haciendo aquí.
—¿Qué? —preguntó.
—La luna te ha atrapado. Ese lado indio tuyo tiene que descubrir quién diablos es para poder descubrir quién eres realmente y así descubrirlo todo —dijo.
Me quedé pensando unos instantes y dije:
—Tiene sentido. —Y a continuación—: Empieza con un nombre.
—¿Qué nombre es ése? —me preguntó.
—Tengo dos. Uno, el tybo, que sé que no se refiere a mí. Ése lo dejé en la montaña. También está el otro que sí se refiere a mí, el nombre indio, pero no sé lo que significa.
—¿Cuáles son los nombres? —preguntó.
—No puedo decírtelo —dije.
—¿Y eso?
—Porque puede que tú seas el diablo —repuse.
En todo el rato Dellwood Barker no había levantado la cara de la ventana de luz de luna, desde la que me miraba. Cuando dije que a lo mejor él era el diablo miró hacia otro lado para volver a mirarme acto seguido. A pesar de que podía ver su rostro con claridad, no distinguía otra cosa que las contusiones. Vi que también él estaba desnudo. Ida Richilieu habría dicho que la tenía de un tamaño de ir por casa.
—Entonces te llamaré Aloisius a secas —dijo.
—¿Qué es un toque de queda? —le pregunté.
—La campana que oíste sonar anoche. Significa que tienes media hora para estar en tu casa o encerrado en otro lugar —dijo—. Q… U… E… D… A… —deletreó Dellwood.
—¿Y tú por qué saliste después del toque de queda? —le pregunté.
Dellwood Barker se encogió de hombros.
—Porque había llegado el momento de irme. No me gusta demasiado que la gente me diga qué es lo que está bien y qué está mal. Es algo que siempre me ha traído problemas —dijo, y se detuvo unos momentos a pensar en lo que había dicho. Dejó escapar un profundo suspiro—. Pero bueno, eso es agua pasada. Ahora todo depende de Ellen y Gracie.
—La besaste en la entrada trasera después del toque de queda —le dije.
—Sí, era ella —dijo—. ¿Dónde estabas tú?
—En la torrentera. ¿Era Ellen o Gracie?
—Ellen —repuso—. ¿La conoces?
—No —dije.
—Pues bien, el plan es —dijo Dellwood Barker acercándose y hablando entre susurros— que Ellen y Gracie van a sacarme de aquí. Como tú estás conmigo, nos sacarán a los dos; pero ellas todavía no lo saben.
—¿Por qué? —le pregunté.
—¿Por qué, qué?
—Que por qué a mí también —inquirí.
—Porque necesitamos toda la ayuda posible. Y además porque me lo ha dicho la luna.
—¿Qué te ha dicho la luna? —le pregunté.
—Me habló de ti —dijo.
—¿Y qué te dijo?
—… qué me dijo ella. La luna es femenina.
—¿Qué te dijo ella de mí? —pregunté.
—Todavía no lo sé, pero es una auténtica maravilla —repuso.
—¿Cuándo te lo dijo? —le pregunté.
—Al mismo tiempo que te hablaba a ti de mí —dijo—. Estuvo a punto de matarnos, ¿no es cierto?
—Sí, con toda seguridad.
—Como una mujer —dijo.
—Sí, igual que una mujer.
—Ellen o Gracie, o las dos juntas se escabullirán de sus clientes esta noche y traerán mi caballo, Abraham Lincoln, y mi perro, Metáfora, y nos esperarán en la parte trasera con mis pertrechos. Tenemos que estar listos para cualquier cosa. Será mejor que te levantes y andes un poco. Dentro de nada estaremos corriendo.
—¿Cómo conseguirán abrir estas puertas? —le pregunté.
—Intuición femenina —dijo Dellwood—. No te preocupes, pensarán en algo.
—¿Por qué te odia tanto el sheriff? —Mis piernas intentaban levantarse, mis brazos intentaba ayudar a mis piernas.
—Supongo que porque soy mucho más yo que la mayoría de la gente. El sheriff Ronald R. Blumenfeld no puede soportarlo. Es republicano y mormón. No se sale nunca de las reglas. Pero lo que más le molestó fue lo de la pintura.
—¿La pintura? —le pregunté.
—La que pinté de la luna que solía colgar encima de la barra del Syringa. De cuando en cuando pinto algún cuadro; sobre todo de la luna en la pradera. Éste en concreto era uno de un puñado de vaqueros en pelotas bailando borrachos y enloquecidos alrededor de un fuego de campamento a la luz de la luna. Uno de los vaqueros —el que tocaba el violín con su propio violincito colgando— se parecía mucho al propio Blumenfeld.
—¿Y entonces por qué volviste a Owyhee City? —le pregunté.
—Porque había llegado la hora de volver a ver a mis amigas Ellen y Gracie —dijo.
—¿También fue la luna quién te dijo que lo hicieras? —le pregunté.
—Pues sí.
—¿Y cómo consigue la luna decirte tantas cosas? —pregunté.
—Lenguaje lunar —dijo—. Sale del corazón. Y a veces, de los huevos. En ambos casos sólo se trata de saber escuchar.
—¿A qué se parece el sonido de la luna cuando te habla? —pregunté.
—A la respiración —dije—, como los latidos del corazón. —Y a continuación—: Acércate y te lo enseñaré. ¡Escucha!
Cuando su mano me tocó detrás del cuello me incliné despacio hacia él, su mano guiando mi cara hacia el vello de su estómago. Doblé la cabeza, mi oreja firmemente apoyada contra su pecho: piel de oreja contra piel de pecho. Delante de mi ojo bueno se encontraba su pezón, y su lenta respiración hacía subir y bajar mi cabeza. Mi propia respiración recorría mi interior a toda prisa, igual que el corazón, y la sangre me bajaba hasta los huevos para volver a subir. Momentos después el ritmo de mi respiración y el de mis latidos se había acompasado al suyo.
Con la oreja presionada contra él, la escuché: la luna. El sonido pleno y cálido del corazón, de alguien más allí.
Cuando me desperté, deseé seguir dormido. Delante de mi ojo bueno, un poco más allá del pezón de Dellwood Barker, se encontraba el sheriff Ronald R. Blumenfeld.
—O sea que el indio que huele a mierda es también un indio chupapollas —dijo el sheriff.
A pesar de que tenía la cabeza apoyada en Dellwood Barker para escuchar su corazón y no para chuparle la polla, no me tomé la molestia de dar explicaciones. Dellwood tampoco dio explicación alguna. Ni se levantó ni intentó cubrirse. Siguió tumbado cuan largo era con la cabeza apoyada en los brazos.
—¡Chupapollas! —repitió el sheriff—. Obscenos pervertidos.
—O… B… S… C… E… N… O… —deletreó Dellwood Barker— es algo que te la pone tiesa a pesar de odiar tenerla tiesa. P… E… R… V… E… R… T… I… D… O… —deletreó acto seguido— significa ser distinto… significa ser distinto a Ronald R. Blumenfeld.
El sheriff Blumenfeld fue hasta su mesa, dejó la lámpara, sacó dos pares de esposas de un cajón y arrojó las esposas dentro de la celda. Aterrizaron a los pies de Dellwood Barker.
—Esposa al indio a un barrote de la ventana —dijo el sheriff sacando su revólver y amartillándolo.
Dellwood Barker se levantó y se volvió hacia mí.
—Confía en mí —me dijo de tal forma que sólo yo pudiera oírlo.
Esa parte de la cárcel estaba a oscuras, pero pude ver sus ojos verdes. Dellwood empezó a esposarme.
Confianza.
Estaba esposado a los barrotes de la ventana.
Estaba convencido de que en cualquier momento escucharía el disparo de un revólver, pero lo que oí fue a la luna hablándome: mi respiración, los latidos de mi propio corazón.
Dellwood Barker caminó directo hacia el sheriff, sin vacilar. El sheriff Ronald R. Blumenfeld empezó a sudar y a temblar. Dellwood Barker se arrodilló, agarró al sheriff por el cinturón y lo empujó contra los barrotes. El sheriff apuntó su revólver a la cabeza de Dellwood —el revólver aún amartillado— dispuesto a teñirlo todo de rojo.
—El último deseo del condenado a muerte —dijo Dellwood Barker—. No irá a negárselo, ¿verdad, sheriff?
Dellwood le estaba bajando la bragueta al sheriff —y el sheriff le dejaba hacer—, le dejó hacer hasta que Dellwood metió la mano en los pantalones del sheriff. En ese momento el sheriff se apartó… o hizo amago de apartarse.
—Vamos, sheriff, no es la primera vez que hacemos esto —dijo Dellwood—. ¡No irá a parar ahora!
Entonces vi algo a lo que no podía dar crédito: Dellwood Barker era un obsceno pervertido… y chupaba la polla mejor de lo que mi ojo bueno había visto nunca. Lo hacía tan bien que deseé que mi ojo malo sanara para poder ver más.
El revólver del sheriff empezó a apuntar en todas direcciones, pero en especial a mí. De hecho, el sheriff no dejaba de mirarme, gimiendo algo acerca de un gran indio desnudo. Supuse que hablaba de mí, por lo que di un paso saliendo de la sombra y entrando en la luz que venía de la lámpara que había sobre la mesa, para que el sheriff pudiera contemplar mejor lo que ansiaba.
Y entonces, salida de la nada, Ellen Finton se encontraba justo al lado del sheriff.
—¡Sheriff Ronald R. Blumenfeld! —gritó Ellen—. La gente se está matando en el saloon. ¡Corra, dése prisa!
Correrse a toda prisa era lo que estaba haciendo el sheriff.
Ellen le cogió el revólver de las manos.
—¡Vosotros! —gritó Ellen—. ¿Cómo puede pensar en sexo en un momento como éste, sheriff? Hay gente inocente sufriendo la falta de ley y orden y usted aprovechándose sexualmente de prisioneros desamparados.
Ellen se sacó un pañuelo del escote, enjuagó al sheriff y le subió y abotonó los pantalones más rápido de lo que se tarda en decir «Alabado sea el Señor».
El sheriff Blumenfeld salió corriendo hacia la puerta. Fue entonces cuando Ellen le pasó las llaves a Dellwood.
—También están las llaves de las esposas —dijo—. Tendría que haberte comprado algo de ropa pero no se me ocurrió. ¡Dios Santo!
Ellen Finton me miraba fijamente.
—Cobertizo —esbozaron sus labios sin articular sonido. Sus ojos se inundaron de lágrimas. Parpadeó, echó la cabeza hacia atrás y salió sin darse un respiro—. ¿Cómo ha podido hacer una cosa así, sheriff? —vociferaba Ellen Finton tras el sheriff, que corría Union Street arriba—. Nada menos que con otro hombre, y en el momento en el que su comunidad más le necesita.
El primero en salir por la puerta fue Dellwood, y yo le seguí. Abraham Lincoln nos esperaba en la parte trasera, y Metáfora, el perro de Dellwood. Dellwood saltó sobre Abraham Lincoln y me tendió una mano para que subiera.
Cuando pasamos junto a la ventana de la cárcel, Dellwood tiró de las riendas de Abraham Lincoln y se puso a rebuscar en el petate que llevaba atado a la silla de montar. Dellwood sacó una moneda del saco, una reluciente moneda de diez centavos, y la arrojó por la ventana de la cárcel.
—Siempre hay que dar gracias al lugar que te ha cobijado —dijo Dellwood—. Regálale algo, independientemente de que haya sido un sitio bueno o malo para ti. Yo suelo regalar siempre una moneda de diez centavos. Para mí esa moneda es como la luna.
Cabalgamos Union Street abajo, las farolas una dos tres cuatro cinco, hasta la torrentera detrás de la iglesia católica para recoger la hierba y la bolsita de cuero con el dinero, antes de salir cabalgando juntos de la luz, Dellwood Barker y yo sobre Abraham Lincoln y Metáfora corriendo, para entrar en la noche con la luna iluminando las cosas, haciéndolas brillar: plata en las bridas, el sudor del caballo, los ojos de Metáfora y la piel de la espalda y los brazos de Dellwood Barker. También brillaban las rocas, y grandes y planos espacios vacíos. Sombras: artemisa y raíces, cantos rodados, aquí y allá un árbol: oscuros extraños esperándonos, observándonos correr.
Cabalgamos infinitamente, atrapados por el cielo, envueltos en algo redondo, lejano, silencioso, reflejante, atravesando la oscuridad.
Poco antes del amanecer notamos el olor del río. Mi ojo bueno empezaba a discernir algunas estribaciones. Dellwood tiró de las riendas hasta conseguir que Abraham Lincoln se detuviera. No me bajé: me caí. Después de cabalgar desnudo sobre la piel del caballo y la manta de la silla de montar, me dolía todo el cuerpo, y especialmente el culo.
Dellwood Barker sacó la silla de montar de Abraham Lincoln y las bridas, pasó las riendas por el cuello del caballo y lo condujo a través de una agrupación de sauces.
—El río Kally —dijo Dellwood.
Mientras Abraham Lincoln bebía, Dellwood Barker salpicó al caballo hablándole como si hablara con una persona, agradeciéndole lo bien que había galopado con semejante carga. Metáfora se sentó pacientemente cerca de allí, esperando que Dellwood advirtiera su presencia, gimoteó un poco y se acercó a su amo.
La luna se veía enorme en el cielo, una fruta madura y chorreante. El cielo tenía más de azul oscuro que de negro y las estrellas eran como motas de oro sobre el agua oscura. Caminé hasta un punto en el río en donde la luz de la luna me daba directamente. Me senté en una roca y metí los pies en el agua. El río fluyendo sobre las rocas era el mejor sonido que había oído nunca. Introduje el sonido en mi cabeza, sustituyendo con él lo que antes la ocupaba: lamentaciones por mi cuerpo dolorido, por mi estado lamentable.
En cuanto mis pies se acostumbraron al río, el resto de mi cuerpo quiso sentir lo mismo, por lo que me llegué hasta un lugar en donde me senté con el agua hasta el pecho. Echando la cabeza hacia atrás puse la oreja y escuché el río y las rocas del río.
En la orilla, Metáfora bebía. Dellwood se arrodilló junto a Metáfora, y encorvándose se puso a beber a lametazos como su perro; acto seguido se irguió, entró en el agua y se acomodó a mi derecha.
Lo notable de Dellwood era su piel —tan blanca— su cabello moreno, canoso, en contraste con su blanca piel. Procuraba no mirarle a los ojos; eran demasiado grandes para mí, demasiado verdes.
Ya sabía bastante sobre su cuerpo. Tenía, supuse, sus buenos cuarenta años. En las líneas de su cara se leía la vida difícil, cicatrices de cuchilladas en su estómago y la marca de un latigazo que le cruzaba la espalda. A sus largos brazos de vaquero y sus amplios hombros les hacía falta algo más de carne. Sus piernas eran grandes, y los músculos del trasero, prominentes. El vello negro bajaba por su pecho hasta el lugar en el que, con la polla sobresaliendo a la luz de la luna, se encrespaba.
El cuerpo de Dellwood tenía otra peculiaridad que con toda la conmoción había olvidado; sentado pierna con pierna en el río Kally, mi nariz me recordó de qué se trataba.
Dedicándome a lo que me dedicaba, el olor a hombre no era ninguna novedad, pero el de Dellwood Barker era distinto a los demás. Como sucede con la mayoría de los hombres, su olor lo conformaban en buena medida el sudor y el aliento: los cigarrillos que liaba y el whisky, y la cerveza cuando bebía cerveza. Como sucede con la mayoría de los hombres, su sudor olía a semen y culo, incluso después de haberse lavado.
Dellwood Barker olía como la mayoría de los hombres sólo que más: olía como una bodega llena de manzanas podridas o patatas, o como las entrañas de un ciervo cuando abres un ciervo. Como el aliento de un caballo después de que el caballo ha comido peras. Un olor fuerte como el musgo de un manantial.
Su olor era como el que, supongo, despide un toro al olisquear a una vaca en celo: era un olor tan abiertamente sexual que te hacía retroceder.
Al poco, el olor de Dellwood y el que yo no dejara de pensar en el olor de Dellwood, la pierna de Dellwood contra mi pierna y la luna en la corriente del río sobre nosotros empezaron a pesarme demasiado. Me las compuse para levantarme y volver a la orilla, en donde me quedé, primero solo y luego con Dellwood, hasta que desapareció el estremecimiento.
Dellwood arrojó una moneda de diez centavos al río, y cuando nos subimos de nuevo a la silla, Abraham Lincoln ya no podía galopar; de hecho apenas si podía marchar al paso. Así y todo, seguía siendo nuestro único apoyo. Metáfora, por el contrario, rebosaba de energía. Corría delante de nosotros o se desviaba en persecución de una liebre.
—Los perros sólo se cansan cuando se aburren —dijo Dellwood Barker—. Seguro que esta noche no se ha aburrido.
Seguimos el curso del río. A ratos me dormía, rodeando con mis brazos a Dellwood Barker y con la boca abierta babeándole la espalda. A ratos se dormía Dellwood, inclinado hacia adelante mientras yo sostenía las riendas y evitaba que se cayera. A ratos Abraham Lincoln se dormía. En un par de ocasiones me desperté para darme cuenta de que los tres nos habíamos quedado dormidos en medio de la gran planicie.
Cuando me desperté nos encontrábamos en un recodo del río. Dellwood también estaba despierto. Estábamos todos despiertos. Desmonté primero y ayudé a Dellwood a bajar. Anduvimos hasta una zona arenosa junto a un manantial no demasiado alejado del río. El sol empezaba a salir por detrás de una colina y el rosa y dorado de la mañana lo teñía todo. Dellwood volvió a desensillar y desembridar a Abraham Lincoln, cogió el lazo, se lo pasó por el cuello al caballo y lo puso a pastar. Sacó un hueso de cordero de la bolsa y se los dio a Metáfora. El perro se puso a comer de inmediato, gruñendo mientras lo hacía. Me tumbé sobre la arena con los músculos relajados y distendido.
—Al otro lado de esa colina tengo unos cuantos amigos —dijo Dellwood—. Voy a ver si pueden darnos algo de comida y ropa. Creo que será mejor que tú te quedes aquí. Es más fácil explicar un hombre desnudo que dos.
—¿Necesitas dinero? —le pregunté.
Dellwood esbozó una sonrisa.
—Bueno, los tipos del otro lado de la colina son generosos, pero si tuviera algo tal vez podría conseguirte un caballo equipado.
Me dije que había llegado el momento.
—Me llaman Afuera-en-el-Cobertizo —solté—. Mi nombre indio es Duivichi-un-Dua. ¿Bastará con treinta dólares?
Dellwood se acuclilló y empezó a recorrer la arena con un dedo. Cada vez había más luz y yo no paraba de pensar en nosotros, desnudos. Me sentía mejor, lo que significaba que mi polla también se sentía mejor. Temía que mi polla empezara a sentirse demasiado bien. Levanté las piernas y me abracé las rodillas.
—Afuera-en-el-Cobertizo —dijo—. Bonito nombre aunque un poco largo. El otro también es muy bonito, pero lo encuentro demasiado difícil. ¿Qué te parece si te llamo Cobertizo a secas?
—Cobertizo me parece perfecto —le dije.
—Con treinta creo que tendré bastante —dijo.
Saqué el dinero de la bolsita y conté cuarenta.
—Con todo el dinero que tienes a lo mejor tendría que llamarte «señor» —me dijo.
—Míster Cobertizo.
—¿Te importa si te pregunto de dónde has sacado todo ese dinero?
—Me lo he ganado —repuse.
—¿Cómo?
—Afuera en el cobertizo —dije.
—Ya. Afuera en el cobertizo.
El sol ya había salido del todo cuando el blanco culo de Dellwood Barker llegó a lo alto de la colina. Abraham Lincoln y Metáfora se quedaron conmigo, a pesar de que Metáfora no quería. Me acerqué al perro para que me conociera mejor, pero Metáfora asió su hueso de cordero, enseñó los dientes y gruñó.
Me acerqué al río reclamado por su sonido. En la otra orilla, en la base de la colina, había una familia de pinos; amigos a los que no supe cuánto había echado de menos hasta que el viento agitó sus ramas.
Me tiré al río: un estrecho y profundo canal. Buceé hasta el fondo con mi ojo bueno abierto, observando cómo mis brazos se movían delante de mí, observando la luz del sol en el agua, los colores, hasta el lodo y luego de vuelta a las cálidas aguas que salían del manantial.
En la orilla, me recosté contra una gran roca blanca redondeada. El sol me daba en el ojo igual que la luna la noche anterior, cuando Dellwood y yo nos sentamos en el río. Tenía la piel de gallina y volvía a temblar, moqueaba; mi respiración agitada me rodeaba el cuerpo como si de una roca se tratase y yo, sentado en una roca.
Fue entonces cuando mi ojo bueno vio la trucha en el remanso. En cuanto vi la trucha, agarré una piedra y se la arrojé. Con la primera piedra conseguí atontarla, con la segunda la maté.
No había contado el tiempo que llevaba sin comer, y de pronto caí en la cuenta de que no había probado bocado desde que salí de Excellent, tres días antes.
—¡Tres días! —dije en voz alta. Parecían tres meses.
Sostuve la trucha en alto como probablemente debieron de hacer mi abuelo o mi abuela maternos, y di gracias al Gran Misterio por la trucha, mi comida, sirviéndome de palabras que no estaba seguro si el Gran Misterio entendería: palabras tybo.
Cuando concluí mi oración, en el río sólo quedábamos yo, vivo, y la trucha, muerta. Pedí perdón a la trucha diciéndole que algún día yo también estaría muerto. Embadurné la trucha con lodo y pinaza tal como había visto hacer a mi madre, y encendí un fuego tal como ella encendía el fuego.
Cuando la trucha estuvo cocinada me la comí disfrutando de cada bocado; le di un par de trozos a Metáfora. Las espinas y las entrañas se las devolví al río.
Me quedé dormido y soñé con la trucha. Yo era la trucha y nadaba.
Abraham Lincoln me despertó dándome cabezadas. Tiraba del lazo, buscando más pasto. Lo llevé río arriba… la llevé, mejor dicho. Abraham Lincoln era una yegua. Me pregunté por qué un hombre había puesto a su yegua un nombre masculino… un nombre de presidente como Abraham Lincoln.
Pero he oído contar historias más locas.
Me volví a meter en el agua y nadé hasta el otro lado. Metáfora saltó detrás, correspondiendo por fin a mis atenciones. Subimos juntos la colina, y en lo alto —donde había visto desaparecer el blanco culo de Dellwood Barker— di con una gran roca de lava que sobresalía de la tierra. Me subí a la roca, ayudé a Metáfora a hacer lo mismo y nos sentamos.
Allí abajo, en el valle, rodeados por un muro de ladrillo, se veían tres grandes edificios, también de ladrillo: dos casas y una iglesia con una cruz en lo alto.
Encima de la puerta de la iglesia pude leer San Francisco de Asís. Tras rodear la colina, el río discurría por delante de San Francisco de Asís para precipitarse acto seguido, todo agua blanca y espuma, en una gran cascada en la que se veía el arcoíris.
El muro de San Francisco de Asís estaba rodeado por rectángulos de cultivos verdes. Alrededor del río también se veían zonas verdes, sobre todo a la altura de la cascada. Todo lo demás era del color de la tierra —de rojo a marrón— excepto en los lugares donde la artemisa era de un gris plateado, herrumbrosa.
El valle montañoso se extendía por la inmensa planicie en todas las direcciones. En el horizonte sobresalían cabos púrpura, uñas o dientes. Pero nada era tan inmenso como el cielo azul —azul profundo— cubriéndolo todo.
Pero durante todo el rato que estuvimos sentados en la colina no vimos a nadie asomar la cabeza en los edificios o salir caminando del muro.
Y tampoco vimos otra cosa.
No vimos búfalos; sólo la ondulante tierra vacía, el agua blanca, el viento, los jadeos de Metáfora y el lenguaje de la luna: mi respiración, los latidos de mi corazón.
Abraham Lincoln estaba tumbado junto al río mirando el agua en actitud meditativa cuando volvimos. Me senté a su lado y Metáfora se nos unió. Los pertrechos de Dellwood yacían junto a Abraham Lincoln.
Y me dije, qué diablos… a lo mejor conozco su historia humana mejor si miro dentro, por lo que abrí el petate y eché un vistazo.
El macuto era una pieza de tela con bolsillos cosidos en el interior. En los bolsillos había un cuchillo, una pastilla de jabón, una cafetera, una taza de hojalata, una sartén, un plato de hojalata, una lata de café, tabaco, papel de liar y cerillas.
Luego descubrí algo e inmediatamente supe de qué se trataba: su bolsa de medicinas; una pluma de águila, una pluma de lechuza, un cascabel, un silbato hecho con hueso de águila y una bolsita de cuero llena de monedas de diez centavos.
Aparte del macuto, llevaba una bolsa con avena, una cantimplora de agua, el rifle automático del calibre 22, un revólver de seis tiros y la cartuchera.
Y entonces vi el libro.
El libro estaba gastadísimo y apenas era de una pieza. Estaba atado con un pedazo de cuerda. En la cubierta había un diagrama de la luna. Se titulaba Secretos de la luna. Saqué la cuerda y pasé las páginas. Cada página contenía algo distinto sobre la luna: fases de la luna, eclipses de la luna, la luna en Escorpio, la luna en Cáncer, la luna en Piscis, la luna en el resto del zodiaco: doce en total, una para cada mes. El libro hablaba de qué se podía comer, qué no se podía comer, cuándo comerlo y cuándo no comerlo. Cuándo tener relaciones sexuales y cuándo no. Cuándo está la luna en su posición correcta para ponerse un enema, cuándo hay que plantar vegetales, cortarse el pelo e incluso limpiarse las orejas.
Una de las partes del libro llevaba por título «Lunática Lunar», y en ella se decía que en ocasiones la luna podía llegar a volverte loco; durante estos periodos —que se sucedían con frecuencia— tenías que evitar las bebidas alcohólicas y la compañía de mujeres que tuvieran el menstruo.
Estaba ocupado en los periodos en los que no había que tener relaciones sexuales —por lo que pude ver, ese día en concreto no era uno de ellos— cuando algo cayó de entre las páginas.
Lo recogí. Era una fotografía. Era la fotografía de una mujer. Era la fotografía de una mujer india.
Era la fotografía de mi madre.
Mi madre, dentro del libro de Dellwood Barker sobre la luna, mirándolo a él.
Lo primero que pensé fue que Dellwood Barker había mirado detrás del espejo afuera en el cobertizo de la parte trasera del hotel color rosa de Ida en Excellent, Idaho, y robado la fotografía.
Después di la vuelta a la fotografía. Por lo que pude leer con mi ojo bueno, había escrito: A mi adorado marido, 1881.
El sol se estaba poniendo cuando regresó Dellwood Barker. Metáfora y Abraham Lincoln lo oyeron antes que yo. Lo que yo oí fue el sonido de un caballo cruzando el río y acto seguido un potente silbido.
—Eres todo un espectáculo para unos ojos cansados —dijo.
Dellwood también era un espectáculo para mi ojo cansado: rebosante de vida, con pantalones, botas y un sombrero de paja.
—Éste es tu caballo —me dijo, y a continuación, dirigiéndose al caballo—: Caballo, éste es… ¿Puedo decirle tu nombre? —preguntó.
—Por supuesto —dije.
—… éste es Cobertizo, caballo. En otro momento te dirá sus demás nombres.
Miré al caballo directamente a los ojos. Me enamoré de él de inmediato. No sabía que pudiera tener tanta suerte como para poseer un caballo tan hermoso como ése: un gran semental negro con ojos de diablo.
—Medio Morgan, medio cuarterón. Veintisiete dólares con cincuenta contando la manta y la brida. Esos franciscanos son duros negociantes. Aquí tienes el cambio: doce dólares y cincuenta centavos.
Me puso el dinero en la mano.
—¡Cuéntalo! —añadió—. Me dieron botas, un par de pantalones y un sombrero… y también una camisa. Si quieres te puedes poner la camisa y el sombrero. Dudo que los pantalones o las botas te sienten bien. ¡Eres un muchacho endiabladamente grande! —dijo Dellwood mirándome de arriba abajo.
Y a continuación:
—¿Cómo vas a llamar a tu nuevo caballo?
—Princesa —respondí.
—Pero si es un semental.
—Abraham Lincoln es una yegua —dije.
—Es cierto.
El negro del caballo era casi azul. Me acerqué, le puse una mano en el cuello y apoyé la cabeza en su costado. Piel de oreja contra piel de caballo, podía oír palpitar su corazón de caballo. En ese mismo instante supe que él también me querría.
Era una buena carga, ser querido y querer algo tan grande, azul y salvaje como eso.
Llevé a Princesa con Abraham Lincoln y empezaron a tantearse; Abraham Lincoln echaba las orejas hacia atrás y soltaba ventosidades, Princesa hacía cabriolas, se dejaba ver, Abraham Lincoln mostraba su dentadura y coceaba. Metáfora estaba cerca, observándolo todo sentado sin moverse y batiendo el polvo con la cola.
—Algún día estos caballos follarán como locos —dijo Dellwood mirándome con sus ojos verdes directamente a mi ojo bueno—. Los dos lo saben. Es sencillo: vas detrás de lo que te excita —prosiguió Dellwood—. Sólo esperan el momento oportuno.
—Sencillo —dije.
—Es una verdad —dijo Dellwood.
Pero la verdad no era sencilla: yo creía que Dellwood Barker era mi padre.
Lo que yo hacía lo estaba excitando, e iba detrás de mí.
Y luego pensé: Si Dellwood Barker fuera en realidad mi padre, no iría detrás de mí. Los hijos no excitan a los padres, y aparte de eso ni una sola parte del cuerpo de Dellwood Barker se parecía a mí: pelo, ojos, piel, polla… nada. Es probable que mi madre y él se hubieran divorciado.
Pero lo cierto era que… a pesar de lo que yo pensara mi corazón me decía que Dellwood Barker era mi padre.
Como también era cierto que la luz que despedían sus ojos verdes me excitaba.
Los dos lo sabíamos. Yo y Dellwood Barker íbamos a follar como locos. Sólo esperábamos el momento oportuno.
Até a Princesa cerca de Abraham Lincoln mientras Dellwood Barker empezaba a deshacér su petate. Sacó la cafetera y la sartén, dejando el trozo de tela con bolsillos cosidos abierto. Podía ver un extremo de Secretos de la luna sobresaliendo de uno de los bolsillos.
—Saca la ijada de carne que hay en ese saco, ¿quieres? —gritó Dellwood.
Abrí el saco y di con dos grandes barras de pan, un par de tomates, casi una docena de patatas, un buen pedazo de queso y unas cuantas manzanas. Me comí una de las manzanas en un instante y acto seguido otra. En el fondo del saco encontré la ijada de carne y una botella encorchada de color verde con un líquido marronáceo.
—Trae también esa botella, ¿quieres? —dijo.
Le llevé la ijada y la botella. Dellwood dio un trago, pero no me ofreció. Yo pensaba, qué diablos… saqué la hierba del bolsillo y lié un cigarrillo, lo encendí, di unas cuantas caladas y se lo pasé a Dellwood Barker. Cogió el cigarrillo, me echó una mirada y acto seguido inhaló. Nos lo fumamos entero sin cruzar palabra. Cuando la brasa llegó a la altura de los dedos, Dellwood se la comió.
La hierba golpeaba con fuerza y las cosas se volvieron como se vuelven cuando la calidad de la hierba es buena y la noche clara y apacible. Aparte del sonido de la carne al freírse, estaba el sonido producido por los caballos, el río y los ocasionales aullidos de un coyote. Y el sonido de la luna hablando; mi respiración, mi corazón.
Me puse la camisa. Más que una camisa era un camisón: del tipo que Ida Richilieu hacía llevar a sus clientes si pensaban pasar la noche y no tenían calzoncillos largos. El camisón era blanco y me llegaba a las rodillas. Las mangas eran demasiado cortas, por lo que me las enrollé. La luna se reflejaba en la camisa y la hacía brillar.
Me acerqué al río, me agaché, me salpiqué agua en la cara, hice una copa con las manos y me llevé agua de río y luna a los labios. Metí la cabeza en el río.
—¡A cenar! —gritó Dellwood Barker.
Y cuando llegué al fuego, añadió:
—Pareces un fantasma.
Dio un trago directamente de la botella y me la pasó.
—Brandy —dijo—. Del mejor. Esos tipos de San Franciso de Asís no son tontos.
Bebí un sorbo del mejor brandy y mi garganta soltó un: agua de fuego. Como no quería parecer estúpido, atragantado por esa cosa, di otro trago.
Cuando terminé de toser, Dellwood me pasó el plato lleno de patata, tomate y carne. El comió directamente de la sartén, mojando trozos de pan en la grasa. Compartimos la taza de café como compartíamos la mejor agua de fuego de la botella verde. Yo terminé de comer antes, y Dellwood me dio una parte de su comida.
—¿Es católica? —pregunté.
—¿Qué? —preguntó.
—San Francisco de Asís —dije.
—Sí —dijo—. San Francisco de Asís era un santo católico. Hablaba con los animales y ellos le respondían.
—¿Pueden hacerlo todos los católicos?
—No —dijo—. Sólo San Franciso.
—Deben de ser unos amigos agradables —dije.
—Desde luego —se rió—. Tendrías que haber visto sus caras esta mañana cuando llamé a su puerta. Son la reencarnación del Buen Samaritano. El Padre Jack, el superior del convento, nada más verme anunció que tenían que llevarme de inmediato a sus habitaciones para ponerme bajo su cuidado.
—¿Conoces a esos franciscanos desde hace mucho? —pregunté.
—Sí, somos amigos desde la época en que les enseñé cómo alejar a las liebres y los ciervos de sus árboles frutales y del huerto. Evidentemente esos franciscanos pensaban que había alguna suerte de explicación científica para lo que hacía, pero no la había. Me limitaba a hacer lo que San Francisco solía hacer: hablar a los animales, darles regalos, pedirles que por favor no se acercaran a los árboles frutales y al huerto de los franciscanos.
»Más o menos al cabo de una semana, los animales acabaron por escucharme. Se tarda bastante en expresarse adecuadamente para que te escuchen.
«Cuando el padre Jack vio lo que había hecho, se quedó encantando conmigo por el éxito de mis esfuerzos.
»“¿Puedo pagártelo de alguna manera, Dellwood?”, me preguntó. El padre Jack es un tipo grande y pesado con una barba roja y hermosos pies. Me quedé pensando unos instantes y le dije: “Seguro, Jack”; yo le llamo Jack a secas. A continuación le dije lo que quería.
»Primero tenía que rezar… porque lo que yo quería era que cometiera un pecado… pero resultó que pecar un poco era justo lo que Jack necesitaba. Y luego estaba el castigo. Le hizo mucho bien.
»C… A… S… T… I… G… O… —deletreó Dellwood— significa recibir azotes por tener ganas de follar.
»Desde entonces —prosiguió Dellwood— puedes estar seguro que yo y Jack hemos tenido una satisfactoria amistad especial dos o tres veces al año.
Mientras Dellwood hablaba yo no dejaba de observar su boca. Supuse que de su boca podía salir cualquier tipo de palabras, pero eran esas palabras en concreto las que salían de su boca. Supuse que las palabras que utilizaba eran esas palabras porque él era quien era.
La historia humana de Dellwood Barker, y las palabras que utilizaba para contar su historia, eran muy semejantes a las de otros tybo. Pero cómo juntaba Dellwood Barker sus palabras y su historia era otra historia.
No sabía qué preguntarle primero: si preguntarle directamente si era mi padre, o preguntarle dónde había aprendido a chupar la polla tal como se lo había hecho al sheriff Ronald R. Blumenfeld… porque yo era el único afuera en el cobertizo que había conocido. También quería preguntarle si hablar a los animales era lo mismo que el lenguaje de la luna. Quería decirle que la luna siempre me había hablado. Quería hablarle del teruteru. Quería preguntarle cómo se deletreaba la palabra Metáfora y qué significaba Metáfora.
Dellwood Barker sacó su propia hierba, lió un cigarrillo, lo encendió, dio una calada y acto seguido me lo pasó.
Cuando llegó el momento de preguntarle una de las preguntas que quería preguntarle, las había olvidado todas. Cuando me desperté, el fuego casi se había extinguido y los platos estaban lavados, la luna se veía baja en el horizonte, Metáfora dormía con la cabeza apoyada en sus pezuñas; yo estaba tumbado sobre la manta de mi silla de montar y Dellwood Barker yacía tumbado con su manta cerca de mí. En esta ocasión la piel de su oreja en mi camisón, nuestra respiración, nuestros corazones latiendo. Necesitaba con urgencia un encuentro sexual con él. Mi polla levantaba el camisón esbozando un por favor desde el otro lado de la cabeza de Dellwood.
Padre.
En ese momento Dellwood Barker dio un profundo ronquido y se volvió, apretándose contra mí. Dormido tenía cara de niño. Un niño… humano como yo. Lo que palpitaba en su corazón palpitaba en el mío: hermano.
Así pasé el resto de la noche: con mi polla rogando, mi cabeza diciendo padre, mi corazón junto al suyo palpitando hermano, hermano.
Pero más que cualquier otra cosa, lo que mis pies me pedían era salir corriendo.
A la mañana siguiente, lo primero que oí fue a Dellwood Barker silbando mientras preparaba el fuego. Me hice el dormido y deseé tener una manta para taparme. Cuando el café estuvo listo me trajo la taza.
—No puedes dormir todo el día —dijo—. ¡Ten la absoluta seguridad de que una cuadrilla nos sigue los talones!
Me senté y tomé el café, procurando introducirme en un cuerpo que pudiera reconocer, cuando Dellwood Barker dijo de pronto:
—Tienes que venir conmigo al rancho de Montana en el que trabajo: el rancho Sage Hill, cerca de Livingston. Yo soy el capataz. Un indio grande como tú será una buena ayuda. Puedes quedarte hasta que las cosas con la ley se enfríen. Allí hay gente bastante agradable, y tu compañía me vendrá bien.
Marchamos por un terreno que subía y bajaba, con grandes agrupaciones de roca volcánica sobresaliendo en las ondulaciones, las auténticas crestas de las montañas. Cuanto más avanzábamos hacia el sur y el este las agrupaciones se hacían mayores, más altas y abundantes.
—Eso de ahí delante son los Cráteres de la Luna —gritó Dellwood—. Allí nunca nos encontrarán.
El viento nos azotó con endiablada fuerza durante todo ese día. Dellwood y yo tuvimos que arrebujarnos en nosotros mismos, y cuando hacía falta, nos llevábamos las manos a la boca para gritar, sobre todo él indicándome hacia dónde íbamos.
Pero me gustaba no tener que hablar porque tenía que seguir pensando en Dellwood Barker, en lo que sentía al saber que Dellwood Barker era mi padre. El viento, el soleado cielo azul, el polvo y la arena contra mi cara, el día era perfecto para pensar.
Hacia el mediodía nos detuvimos en un sitio que Dellwood llamaba Dry Creek. Tras llenar las cantimploras no quedó mucha agua en el seno del arroyo, así de seco era. Nos sentamos a la sombra de una de las agrupaciones de roca volcánica, a cubierto del viento. Fue entonces cuando le hablé a Dellwood de los búfalos y de mi nombre indio y de que tenía que descubrir cuál era su significado.
—Vigila las serpientes —fue lo primero que dijo Dellwood—. ¿Quieres llevar mi rifle?
—No —dije.
Y a continuación comentó:
—Ya no quedan búfalos. —Escupió y se secó la dolorida boca con el pañuelo rojo que llevaba anudado al cuello—. Se extinguieron hace quince o veinte años —añadió a continuación—. El hombre blanco los mató a todos.
—Deben de estar en algún lugar —dije—. Es imposible matar mil búfalos.
—¡Mil! Dios, ¡yo diría mejor un millón! —dijo Dellwood.
—¿Un millón? —preguntó.
—A lo mejor más —dijo—. Había manadas que ocupaban diez millas de ancho y veinticinco de largo.
Un millón de búfalos.
—He oído hablar de dos sitios en los que todavía se pueden encontrar búfalos. Uno es Fort Lincoln.
—¿Dónde está eso? —le pregunté.
—Probablemente en un sitio en el que puedas matar dos pájaros del mismo tiro —dijo—. A cuatro o cinco días a caballo en dirección sur, en la reserva bannock shoshone.
—¡Pues allí voy yo! —dije—. ¿Cuál es el otro lugar?
—Llegaremos allí esta noche —dijo.
—¿Los Cráteres de la Luna? —le pregunté.
—Sí —respondió—. Allí vive una raza especial de búfalo. La mayoría de las de veces es difícil de ver.
—¿Difícil de ver?
—Difícil de ver —insisitió.
—¿Cuántas veces los has visto? —pregunté.
—Sólo una —dijo—, y hace mucho tiempo.
El sol se encontraba más o menos a las tres de la tarde cuando hice que Princesa se detuviera en un alto. Miré a mi alrededor. Abarcando todo el campo de visión se veían grandes formaciones de roca volcánica altas como montañas; unas estaban excavadas en profundidad mientras que otras se abrían hacia arriba como si hubieran explotado. Se veían los surcos de la lava, que cuando estuvo caliente había fluido sobre la tierra: ríos de ella… ardientes ríos rojos ahora oscuros y duros como costras en una quemadura profunda… arrecifes de costras, de valles… por todas partes.
Dellwood Barker trajo a Abraham Lincoln cerca de donde nos encontrábamos Princesa y yo, se levantó sobre los estribos, estiró la espalda y dijo como si le pertenecieran:
—¡Los Cráteres de la Luna! El lugar más hermoso del mundo. Allí sólo viven chinches, serpientes de cascabel y alguna que otra liebre; nadie más podría vivir allí.
—¿Y los búfalos? —pregunté—. La raza especial de búfalos.
—También —dijo, y a continuación añadió—: Hay que tener mucho cuidado. Puedes levantarte, andar unos pocos pasos y perderte para siempre. El lugar está plagado de esqueletos de gente que intentó salir de allí. Yo y Abraham Lincoln nos lo conocemos como la palma de la mano.
Mis ojos volvían a contemplar el movimiento de la boca de Dellwood Barker, observaban cómo sus labios articulaban las palabras.
La mujer de la fotografía es mi madre, eran las palabras en mi lengua, en mis labios. Es cierto, padre, a punto de saltar desde mi boca hasta sus oídos.
—Vamos a un lugar que yo llamo Cabeza de Búfalo —dijo Dellwood—. Nadie ha visto ese lugar excepto yo, Abraham Lincoln, Metáfora y los indios berdajes en otros tiempos.
—¿Indios berdajes? —pregunté.
—B… E… R… D… A… J… E… —deletreó Dellwood—. En otro momento te explicaré lo que significa.
Cogimos una senda que entraba y salía de las rocas, una senda no más ancha que Abraham Lincoln, que avanzaba delante de mí. Lo único que tenía de senda era que nosotros la seguíamos: a un lado la pared de la montaña y al otro, debajo de mi pie en el estribo, el vacío.
No había ni rastro de verde excepto por los ojos de Dellwood Barker: ni un árbol, ni un arbusto, ni una brizna de hierba.
En un lugar de la senda en el que no había sitio para hacer tonterías, Abraham Lincoln se encabritó. Por un momento los vi cayendo al vacío, Dellwood precipitándose en el cielo de cabeza. Pero Abraham Lincoln recuperó el equilibrio y se calmó, y Dellwood, firmemente sentado en su silla, me señaló un nido de serpientes de cascabel a un lado de la senda: serpientes retorciéndose y moviéndose y haciendo sonar los cascabeles, un agujero lleno de colas apartando moscas.
Metáfora empezó a arrastrase hacia el agujero. Cuando Dellwood vio lo que hacía el perro, soltó un feroz chillido y Metáfora salió en dirección contraria con la cola entre las piernas.
El resto del día no dejamos de ascender. Cuando el sol estaba en su punto más alto, llegamos hasta un elevado chaparral que se extendía plano y pulido. Dellwood volvió a alzarse en su silla, y haciendo sombra sobre sus ojos con una mano señaló hacia el este con la otra.
—Cabeza de Búfalo —dijo.
Hice sombra sobre mi ojo bueno y parpadeé. En la distancia, por entre las olas de calor que despedía el chaparral, se veía una roca, una enorme cabeza de algo friéndose en una sartén. Dellwood le clavó las espuelas a Abraham Lincoln y salió al galope. Princesa dio un brinco y se puso a perseguir a la yegua.
—Mi sitio —aulló Dellwood—. Cabeza de Búfalo.
Llegamos hasta la agrupación rocosa y la rodeamos en el sentido de las agujas del reloj hasta el punto más oriental. Allí había una abertura en forma de boca, un lugar en el que jamás te habría apetecido entrar. Entramos en la boca.
Dentro sólo había oscuridad. Completa oscuridad. Mi ojo bueno conservaba la brillante luz del chaparral. Apenas podía discernir a Dellwood y Abraham Lincoln.
Mis oídos seguían escuchando el viento. Le pregunté a Dellwood por Metáfora y mi voz se desdobló en cien voces.
—Metáfora está perfecto —repuso Dellwood.
Perfecto. Perfecto. Perfecto. Perfecto.
La luz empezó a filtrarse por entre las rocas. Grandes retazos de luz, las sábanas de Ida Richilieu tendidas al sol. Polvo flotando en la luz.
Al atravesar un retazo de luz, Dellwood levantó los brazos agitando el polvo en círculos. Polvo azul y verde y rosado siguiendo el recorrido de sus brazos.
Ascendíamos de nuevo pero no de forma abrupta, en lentos círculos por entre la sombra y la luz.
—Esto es lo que yo llamo la Casa Redonda —dijo Dellwood.
El espacio en el que nos encontrábamos era tan grande como para dar cabida a todo el Local de Ida. La luz entraba por los resquicios. Podías caminar hasta la luz y tocar la luz, apoyar tu peso contra ella.
En uno de los costados de la Casa Redonda el sol entraba a ras del suelo por una abertura. Dellwood llegó hasta la abertura, desmontó y se puso a desensillar y desembridar a Abraham Lincoln. Yo hice lo mismo con Princesa. Dejamos los caballos sueltos, y colocamos la silla, las bridas, las mantas y los pertrechos junto a una pila de heno y un montón de leña.
—¿De dónde has sacado el heno y la leña? —pregunté, pero Dellwood ya se había metido por la abertura. Y entonces escuché algo inimaginable: el sonido de agua corriendo.
Salí de la abertura y entré de nuevo en la luz. El sol estaba en el oeste y sobre todo mi cuerpo. Igual que el viento.
Metáfora bebía agua en el remanso. Pregunté a mi ojo bueno si era cierto lo que veía. Llegué hasta donde se encontraba Metáfora y lo que cogí con mis manos era ciertamente agua: agua cálida de un torrente que salía de una grieta entre dos rocas de una altura semejante a la de los hombros de un hombre alto. Tenía la altura suficiente para poder estar debajo. En las rocas había musgo verde, y en torno al remanso crecía la hierba: hierba verde. Dellwood había hecho una presa con rocas, por lo que el remanso tenía una profundidad hasta la rodilla. No creo que nada haya tenido nunca un aspecto mejor.
Dellwood sonreía como un tonto, orgulloso del sitio. Me cogió del brazo y seguimos así durante un rato.
Por lo que podía discernir con mi ojo bueno, Dellwood y yo nos encontrábamos en un reborde cerca de la cima de la agrupación rocosa que formaba la Cabeza de Búfalo. Hacia el oeste la vista abarcaba la inmensidad del mundo brillante. A cada lado sobresalían rocas del suelo, Extremidades de Búfalo que salían de Cabeza de Búfalo en un intento por alcanzar el crepúsculo.
Un pulido saliente de roca nos cubría la cabeza, y la roca sobre la que nos encontrábamos estaba aplanada por el viento, la lluvia y la nieve.
Llegué hasta el borde y miré. Daba a una vacía extensión marrón rojiza y gris plateada que caía hacia el oeste, en donde todo paraba: el abismo, el horizonte. Y más allá del horizonte, más allá del abismo, a un lado, en millones de azules, hasta el lugar de donde un día salió aquel que apiló las rocas, aquel que con sus manos enormes colocó una roca encima de la otra para los indios berdajes en los viejos tiempos, para Dellwood Barker después, y ahora para mí.
—Cuando llegue mi hora vendré a morir aquí —dijo Dellwood—. La historia dice que si vives tu vida sin traicionar a tu corazón, encontrarás un lugar como éste al que poder ir cuando mueras, y que podrás contar la historia de tu vida en voz alta a la naturaleza, que te escuchará. La muerte esperará hasta que hayas terminado con tu canción, con tu baile y con todo lo que tengas que hacer para poder contar tu historia.
»Cuando cuentes tu historia entenderás lo que has conocido. Y eso, el conocimiento comprendido, es la mejor sensación posible.
Nunca se sabía qué saldría de la boca de Dellwood Barker. Por eso me gustaba tanto. Y probablemente también era por eso por lo que a mi madre le había gustado tanto. Pero sobre todo me gustaba que un tybo pudiera ser una persona como él, y que una persona como él pudiera ser mi padre.
Lo cierto es que no podía imaginar mejor modo para morir. Supe al instante que ése era el único modo de morir que quería para mí, pero no estaba seguro de entenderlo con exactitud, sobre todo eso del conocimiento comprendido.
Pero lo más importante era saber que al menos ya había encontrado mi lugar. La pradera de Falsa-Montaña me llamaba en voz alta y clara.
—Tengo que decirte algunas cosas sobre este lugar —dijo Dellwood Barker—. Éste no es un sitio como los demás, en especial al atardecer y en época de luna llena, como ahora.
El sol empujaba la sombra de vuelta a la Cabeza de Búfalo, y el viento nos azotaba.
Esperé a que me dijera por qué éste no era un lugar como los demás. Dellwood Barker se limitó a mirarme con sus ojos verdes.
Dellwood se sacó el sombrero y se quitó la saca de los hombros. Acto seguido entró en la sombra por la abertura y de vuelta a lo que él llamaba la Casa Redonda. Volvió con los caballos. Abraham Lincoln se dirigió directamente al remanso y bebió. El agua estaba tan caliente que al principio Princesa no quiso beber, pero después de ver cómo Abraham Lincoln se saciaba, decidió aplacar su sed.
El sol aún golpeaba con fuerza y faltaba poco para que el calor resultara infernal. Cuando los caballos hubieron terminado de beber, Dellwood se los llevó de vuelta a la Casa Redonda. Me llegué hasta la cascada dispuesto a desnudarme para tomar una ducha. Miré a Dellwood. Se encontraba en el reborde y simulaba no prestarme atención.
Yo estaba desnudo cuando conocí a Dellwood Barker, había viajado desnudo encima de un caballo con Dellwood Barker, me había sentado desnudo en un río con Dellwood Barker, me había acostado a su lado en dos ocasiones, conocía su cuerpo de memoria… y seguía dándome vergüenza quitarme la camisa delante de él.
Me saqué el camisón. Me metí debajo del agua y dejé que el agua cayera sobre mi cuerpo. Seguí en el remanso, debajo de la cascada, porque el agua me sentaba muy bien, pero sobre todo porque no sabía qué hacer conmigo una vez fuera.
Lavé el camisón, salí del remanso y extendí el camisón al sol. Me senté en la escasa sombra que quedaba y cerré los ojos. Al poco tiempo oí cómo Dellwood Barker se quitaba las botas y los pantalones. Oí cómo se metía en el agua.
Entré en la Casa Redonda, donde sólo se estaba un poco más fresco. Abraham Lincoln y Princesa estaban parados en una zona arenosa cuello con cuello, mordisqueándose y moviéndose para alejar a las moscas. Cogí la manta de la silla, la extendí en la arena y acto seguido me tumbé. Metáfora se tumbó a mi lado. Princesa se agitó y el polvo acumulado en su cuerpo flotó en el aire en los retazos de luz. Estaba casi a oscuras; no la oscuridad de la noche sino la de la sombra.
Lo que yo me dije que hacía no era lo que estaba haciendo. Me dije que estaba durmiendo. Lo que hacía era seguir pensando.
Cabeza de Búfalo.
Un lugar distinto.
Viejos indios berdajes.
Raza especial de búfalos.
Hoyo lleno de serpientes de cascabel.
Dinámica de la situación.
Padre.
Conocimiento comprendido.
Ir a tu lugar especial a morir y la muerte esperando a que cuentes tu historia.
Lenguaje de la luna; respiración, latidos del corazón.
Cuando me desperté las cosas eran doradas y resplandecían en sus interioridades. Dellwood Barker estaba sentado en su manta junto al remanso. A su lado, las astillas apiladas formaban un pequeño tipi, la madera seca lista para el fuego.
Deseé poder mirar a Dellwood a través de una ventana. Deseé yacer en su gran cama de plumas en una habitación fresca. Cuando finalmente se metió en la cama, conté hasta mil y me volví hacia él.
Llegué hasta el remanso y me salpiqué agua en la cara, la gran mano de alguien grande me subía por las entrañas.
—Se está poniendo el sol —dijo Dellwood Barker.
Mi ojo malo empezaba a abrirse.
—Es un buen lugar para curarse —dijo—. Ven aquí y deja que te vea.
Me senté junto a Dellwood Barker. Su trayectoria sexual volvía a excitarle.
La nariz y los labios de Dellwood estaban menos inflamados y su ojo había pasado del negro al azul. Sus heridas casi se habían cerrado.
—Dentro de nada te encontrarás bien —dijo—. Pero dudo que tu cara vuelva a ser igual que antes. Probablemente el ojo se te quedará como dormido. Las chicas lo llamarán tu ojo de dormitorio —concluyó.
El alguien grande de mis entrañas amontonaba rocas. Mis brazos, piernas, estómago, mis caderas y cabeza amontonadas cada vez más alto.
—El ojo dormido es el izquierdo. El ojo del alma. A pesar de que la mayoría de la gente dice que los dos ojos son la ventana del alma, sólo lo es el izquierdo. El derecho únicamente ve aquello que no le da miedo. Pero no te preocupes, seguirás siendo muy guapo.
Dellwood Barker puso una mano sobre la mía.
Yo aparté la mía.
—¿Has visto algún búfalo? —le pregunté.
—Todavía no —repuso—. Tal vez esta noche.
Mi estómago era tan grande como la Casa Redonda. Mi cuerpo entero tan grande como el estado de Idaho —brazos y piernas y polla y cabeza—: cordilleras montañosas en todas direcciones.
—Cobertizo, ¿te sientes bien? —preguntó Dellwood.
—Muy bien —repuse.
—Ésa es otra de las cosas extrañas de este lugar —dijo Dellwood—. Aquí, da igual lo que sea, tienes que decir la verdad.
—La verdad.
Había nieve en mi cumbre montañosa, en mis orejas, en mi cabeza, fríos vientos cada vez más fríos.
—¡Sí, la verdad! —dijo Dellwood con una mano sobre mi frente.
La verdad era que su mano dolía.
Padre, duele.
—Me dijiste que veríamos búfalos —dije.
—Vendrán —repuso Dellwood—. Dime la verdad, Cobertizo —insistió.
Extendí las piernas de Dellwood, y me las puse sobre los hombros.
—Con cuidado, hijo —comentó.
Apoyé la punta de mi pene contra él, me mantuve firme hasta atravesar sus pliegues y él se abrió por mí.
Lo que había entre nosotros desapareció para siempre. Despacio, ascendiendo, con cuidado, lacerando el lento adentro y afuera. Cuando fue mío del todo, la dinámica de la situación era sólo yo y él, sólo la gratificación de dos seres humanos follando a placer, serpientes revolviéndose en un agujero, lo grande en nuestros interiores demasiado grande, piel sudorosa contra piel sudorosa, ojo izquierdo contra ojo izquierdo, boca contra boca, y el idioma… una sola palabra: verdad.
Lo primero que aprendí por mí mismo, sin que me lo dijera Ida, Dellwood, Alma u otra persona, mi primera auténtica verdad fue ésta: follar era igual que todo lo demás; lo que pensabas que hacías no era lo que estabas haciendo. Pensabas que estabas mamando y penetrando y besando, aguantando y eyaculando. Pero lo que en realidad hacías era contar una historia.
Antes que nada, de todos modos, necesitas saber que tienes una historia. Luego tienes que contarla. Saber cómo contar bien tu historia es importante, pero el secreto para follar bien es lo bien que sepas escuchar. Follar sólo sale bien cuando las dos historias empiezan a ser la misma historia —la historia de la trayectoria sexual humana—, cuando los dos cuerpos dejan de ser dos cuerpos pasan a ser una única y gran laceración, un único corazón latiendo.
La mayoría de los hombres, la mayoría de los pobres hombres, cuentan siempre la vieja historia de erecciones y eyaculaciones, y siempre son el que la mete a fondo. La mayoría de las mujeres, la mayoría de las pobres mujeres, cuentan esta historia —que en realidad poco tiene de historia: tú habla que yo escucho, avísame cuando hayas terminado. Siempre acaban siendo aquéllas a quienes se la meten a fondo. Pero cuando follas las cosas no son así. Follar bien implica permutarse, luchar, intercambiar relatos y contar mentiras hasta acceder a la verdad. Allí arriba, en Cabeza de Búfalo, cuando se la metí a fondo a Dellwood Barker, el hombre que creía que era mi padre, yo era un chico cuyo cometido era follar, por lo que me dediqué a follar… aunque el diablo lo sabía, aunque yo bien sabía que uno no folla con su padre.
Al principio yo no era distinto de cualquier pobre hombre… contándole la historia que yo creía que quería escuchar… contándosela a fondo… metiéndosela a fondo. Al principio lo que hacía era lo que creía estar haciendo: follar a un hombre que además era mi padre, follar al padre que me había abandonado. En ocasiones le hacía daño, no me tomaba el cuidado que me había pedido y le hacía daño; le aplastaba el culo, aplastaba el culo de mi padre tal como Billy Blizzard había aplastado el mío.
Al poco rato, sin embargo, las cosas eran distintas. Al poco rato todo cambió. Empecé a escuchar. Tenía que ver con sus ojos verdes, con su piel, con la suavidad de su tacto; Dellwood Barker me contaba una historia que nunca había oído contar con tanta verdad. Él en mis brazos hacia lo desconocido.
Fue entonces cuando empecé. Le dije lo que había necesitado decir durante toda mi vida. Dellwood Barker fue la primera persona a la que mi cuerpo le contó su auténtica historia. Dellwood Barker, la primera persona que hubo en mi vida para escuchar.
Lo cierto es que no pasó demasiado tiempo antes de que Dellwood Barker y yo dejáramos de ser nosotros y fuéramos incapaces de tener historias: Dellwood gritando, yo gritando, riéndonos y haciendo ruidos, besándonos con fuerza, abrazándonos.
Cuando estaba a punto de correrse… ya se sabe lo que suele suceder cuando te corres; sólo quieres decir la mayor de las verdades. Cuando Dellwood Barker se corrió, aulló:
—¡Me espanta la muerte, hijo! —y empezó a pegar alaridos a la luna.
Y después, cuando terminamos de follar, Dellwood Barker no intentó hurtarse, no intentó esconderse. Supuse que por eso lo odiaba tanto el sheriff Blumenfeld. Aquéllos que tienen algo que necesitan esconder siempre odian a aquéllos que no lo esconden…
También supuse que era a lo que Dellwood se refería cuando decía que él era más él que la mayoría de la gente.
Las mejores historias son las historias reales.
Había algo más, sin embargo, algo que nunca he podido olvidar.
La verdad era que el diablo acabaría por enterarse.
La verdad era que yo sabía que antes o después el diablo acabaría por enterarse.
A los padres de Dellwood Barker también los asesinaron: a su madre y a su padre. La historia dice que los tres Barker —madre, padre y Dellwood— viajaban hacia el oeste desde Nueva York en la Holiday Line cuando Dellwood tenía más o menos mi edad: catorce o quince años. Al sur de Fort Hall, a lo largo del río Portneuf, en un lugar llamado Robber’s Roost, Dellwood escuchó disparos y vio cómo su madre caía muerta de un balazo en la nariz, y después su padre, con el chaleco ensangrentado.
De su padre antes de emprender el viaje hacia el oeste, Dellwood únicamente recordaba que enseñaba literatura inglesa y que amaba la poesía.
A Dellwood sólo se le había quedado grabada una situación relacionada con su padre: la vez que se escondió en su estudio.
—Me quedé allí durante horas observando al sujeto, con la nariz enterrada en un libro y moviéndose sólo para pasar la página. Recuerdo que pensé que mi padre era un extraño. Y luego mi padre levantó la vista hacia mí, me miró por encima de sus gafas y siguió así, pensando quién diablos era yo, qué hacía en su estudio. Cuando finalmente me reconoció, me dijo: «Mi caballero errante»… porque así me llamaba, y «Pepita mía» o «Mi aguerrido héroe» como si acabara de salir de uno de sus libros.
Cuando la madre de Dellwood se sentaba al piano tenía lo que éste llamaba una «mirada interior», lo que significaba, según Dellwood, que perdía el mundo de vista y se sumía en otro al interpretar una música que tus oídos no habían escuchado antes ni volverían a escuchar en lugar alguno, y todo el tiempo sollozando y con los ojos anegados de lágrimas.
—Cubos de lágrimas rodando por sus mejillas —decía Dellwood con las lágrimas rodando por sus mejillas—. Lágrimas sin fin.
»“La pena en mi interior desde el mismo día que nací”, decía siempre mi madre —decía Dellwood—. Nunca supe lo que la ponía tan triste. Tal vez vivir con un extraño.
Dellwood Barker heredó de su madre la «mirada interior» del piano.
—Cada vez que oigo un piano no puedo dejar de llorar —comentaba—. Voy directamente al piano y la armo.
Los forajidos mataron a todos los de la caravana, incluidos el conductor y la pareja que esperaba un hijo, a todos excepto a Dellwood Barker y a un viejo llamado Bush, que decía ser un profeta mormón.
—Los forajidos nos dejaron a mí y al viejo Bush para que enterráramos a los muertos. Enterramos primero a mi madre, luego a mi padre y después a los demás. Cuando los hubimos enterrado a todos, el viejo Bush se sentó y dijo que estaba teniendo una revelación. Su revelación era que iba a morir. En cuanto el viejo Bush dijo que iba a morir soltó un gruñido y cayó muerto. También tuve que enterrarlo a él.
»En medio de ninguna parte y cagado de miedo —prosiguió Dellwood—, empecé a caminar, siguiendo el curso del río de vuelta hacia Fort Hall, sin pistola y sin nada. Tres días más tarde me seguían las águilas y una bandada de coyotes. Terminé por trepar a un árbol en busca de un lugar seguro para dormir. Lo último que recuerdo fue la caída. Parecía como si nunca fuera a golpear el suelo —dijo Dellwood—. Tal vez nunca lo toqué.
Cuando Dellwood despertó se encontró atado con una correa a un bastidor que arrastraba un caballo.
—Empecé a aullar como un cerdo a punto de ser degollado —siguió—. El caballo se detuvo y una mujer india se acercó. En toda mi vida he visto a una mujer tan fea. Era grande como un oso y tenía parte de la cabeza afeitada. Y por donde tenía pelo le salían plumas disparadas en todas direcciones. Un ojo, su ojo derecho, miraba hacia atrás, idiotizado. Su ojo izquierdo miraba fijo. Tenía un solo diente en la boca, y brazaletes desde la muñeca hasta el pecho. Pensé que iba a comerme, pensé que a buen seguro iba a morir. “Me llamo Mujer Loca” dijo en un inglés de indio.
»En ese momento no lo sabía, pero no tardé en descubrir que Mujer Loca no era una mujer. Era un hombre. Mujer Loca era un berdaje.
Mujer Loca arrastró a Dellwood Barker hasta la Cabeza de Búfalo, Dellwood fuera de sí… en otro lugar, sólo huesos, cascadas de sudor.
—No sé cuánto tiempo pasé aquí —dijo Dellwood—. Creo que un par de semanas. Mujer Loca también estaba medio muerta, intentando sanarme, cuando una noche sin previo aviso desapareció la fiebre y pude enderzarme.
»Lo comprendí todo, conocimiento comprendido —prosiguió—. Era éxtasis. Todo estaba claro.
Mujer Loca besó a Dellwood en la frente y luego señaló.
En un agujero en el cielo —plateado por la luna— junto al borde del precipicio, y desde allí hasta el horizonte, se veían los búfalos, la raza especial de búfalos… miles… millones. Nubes doblándose, corriendo, fieras y orgullosas, a través del cielo.
—Mujer Loca y yo nos sentamos en el reborde y nos pasamos la noche observando correr a los búfalos —dijo Dellwood—. Y todo el tiempo tanto yo como Mujer Loca corríamos con los búfalos.
Allí arriba en la Cabeza de Búfalo, después de follar, cuando quise salir de Dellwood, me pidió que siguiera dentro. Dijo que quería sentirme un rato más. Dijo que hasta ese momento siempre la había metido él y que el cambio le había gustado. Dijo que me amaba.
Y seguimos así, abrazados en el suelo y hablando; bueno, hablando él casi todo el rato, yo escuchando.
Esa noche mientras yacía con el hombre que decía amarme, y luego, al yacer con él los días y noches siguientes, Dellwood Barker y yo allí arriba en la Cabeza de Búfalo, aprendí muchas cosas. Cosas que Dellwood Barker había aprendido por sí mismo viviendo su propia vida y cosas que había aprendido de Mujer Loca. Cosas que se pueden decir en voz alta; cosas que no se puede. Cosas para las que hay palabras y otras cosas para las que no. Pero hoy en día sigo pensando en la mayoría de las cosas que aprendí; y es probable que no deje de hacerlo nunca.
Pienso en los berdajes.
Y en el Loco Lunático.
Mueve Mueve es otra de las cosas en las que siempre pienso.
De lo que Dellwood Barker me dijo de los berdajes entendí lo siguiente: hombres que follan con hombres y mujeres que follan con mujeres es el mismo acto, no importa cómo lo llames, no importa qué lengua hables, no importa qué palabras uses. Pero las palabras que usas en indio para esos hombres que follan y esas mujeres que follan tienen un significado distinto a las palabras tybo para describir a esos hombres que follan y a esas mujeres que follan.
—Las cosas son según el modo en que uno las piensa —decía Dellwood.
»Los tybo piensan que es pecado —decía Dellwood—, que follar es pecado, tanto si se hace entre hombres, entre mujeres o entre hombres y mujeres. Sólo se puede follar para tener un hijo, y entonces quieres terminar a toda prisa.
»A la mayoría de los indios les encanta follar —decía Dellwood—, igual que les encanta comer, y respirar y cagar a gusto… para ellos no se trata de pecado ni de condenación ni de fuego eterno… es sólo una parte más del Gran Misterio.
La parte relativa a la jodienda.
—En indio —decía Dellwood—, en muchas tribus, si eras berdaje, la gente suponía que al ser diferente a la mayoría de los hombres y de las mujeres, eras algo distinto, lo que significa alguien especial, pero no malo. Los berdajes eran considerados dirigentes espirituales y brujos. Solían vivir solos pero no eran unos proscritos. Los berdajes se ocupaban de los niños, hacían pan, recogían bayas, salían de caza, curtían cuero; en resumen, hacían todo lo que hacen los hombres, y también todo lo que hacen las mujeres, llegando incluso a convertirse en una segunda esposa para un hombre si el berdaje creía que el hombre valía la pena.
»Depende del tipo de persona que fueras, qué tipo de berdaje eras; si querías vestirte como una mujer y quedarte con los niños, entonces así eras y así te comportabas. Si vivías solo, con tu tipi apartado de los otros, y eras un berdaje lo suficientemente poderoso como para conseguir un hombre distinto cada noche, entonces así eras y así te comportabas. Algunos berdajes eran temidos guerreros porque su medicina era muy poderosa.
»Cuando llegaron los misioneros cristianos una de las primeras cosas que hicieron fue matar a los berdajes en nombre de su dios; los misioneros sabían que librándose de los berdajes se libraban de buena parte de lo indio.
»Y casi lo consiguen —dijo Dellwood.
Aparte de lo relativo a los berdajes, otra de las cosas que Dellwood Barker me explicó en la Cabeza de Búfalo en la que siempre pienso es la historia del Loco Lunático.
Se dice que el Loco Lunático vive en el fondo de un lago en el sur. Las noches de luna llena, sale, te agarra y te arrastra con él al lago.
Los pocos que han visto al Loco Lunático dicen que tiene el cuerpo cubierto de pelo y de una costra de barro.
Al Loco Lunático no le gusta mucho la gente: no le gustan mucho los indios y odia a los tybo. Pero siempre busca a jovencitos, jovencitos especiales, y procura que se sienten junto al lago de noche o se den un baño.
Dice la historia que cuando te atrapa te lleva hasta el fondo del lago, a su hogar, y te enseña a respirar en el agua. Si no confías en él o no haces lo que te dice, te ahogas y a la mañana siguiente encuentran tu cadáver. Pero si confías en él y sigues sus indicaciones, dice la historia, cuando empiezas a respirar en el agua, esa vieja y embarrada cabra peluda se transforma en un hermoso y fornido guerrero y te enseña muchos secretos sobre el auténtico poder de ser un hombre.
Estábamos sentados junto al fuego, con la luz de la luna en la oscuridad que nos rodeaba. Dellwood Barker me dijo:
—Cuando el Loco Lunático te lleva bajo el agua, al costroso barro peludo, te está llevando al agujero de tu culo. Al lugar más femenino que un hombre puede tener. Descubres tu poder masculino natural a través del agujero de tu culo, no de tu polla. Descubres tu próstata. Te enardeces allí, debajo de todo ese barro y pelo y agua. Descubres en ti mismo lo que la mayoría de los hombres aman en las mujeres: su éxtasis, su agujero hacia el otro mundo. Recibiendo a un hombre en ti, recibiendo a un hombre como una mujer, siendo todo lo femenino que un hombre puede llegar a ser, descubres (si no te ahogas) al hermoso guerrero de tu interior que conoce ambos lados.
»Los hombres como nosotros son afortunados —proseguía Dellwood—. Hemos aprendido a respirar en el agua.
»Pero no ha sido fácil; nunca lo es.
«Incluso cuando eres aceptado por tu gente (como sucede con los indios), cuando el Loco Lunático acaba contigo eres diferente, y cuando se es diferente se es diferente, tal cual… y tú y todos los demás lo sabéis.
»Pero no me malinterpretes, entre los indios para un padre era un gran honor entregar a su hijo a las enseñanzas de un berdaje, y un honor aún mayor que lo eligiera el Loco Lunático.
»Pero no importa lo que digan (indios, tybo o lo que sea), un padre quiere que su hijo sea como él. Tan sencillo como eso.
»En muchos casos, sin embargo, los jóvenes son diferentes antes incluso de que el Loco Lunático los atrape. ¿Por qué si no iban a sentarse solos junto al lago de noche? Probablemente para escribir poemas o una estupidez semejante.
»Una cosa es segura: nunca encontrarás a un auténtico berdaje con una próstata seca, te lo prometo.
Liberado del agujero de mujer.
—P… R… Ó… S… T… A… T… A… —deletreó Dellwood—, y acto seguido me señaló dónde se encontraba.
No había pasado mucho y yo ya respiraba en el agua.
—É… X… T… A… S… I… S… —deletreó Dellwood—. Volver loco —dijo—. Perder el control y la razón.
Nunca se sabía con qué iba a salir Dellwood Barker a continuación. Por eso pasé con él tanto tiempo; para ver qué iba a suceder. En un momento dado hablaba de un viejo costroso que vivía en el fondo de un lago y de repente saltaba al agujero del culo, la próstata, el conocimiento comprendido y el perder el control y la razón.
Y luego estaba Mueve Mueve. Mueve Mueve es la forma de decirlo en tybo. Desconozco la palabra india. Mueve Mueve significa retención de esperma; esto es, tener un orgasmo sin eyacular.
—R… E… T… E… N… C… I… Ó… N… —deletreó Dellwood— significa ahorrar esperma.
»E… Y… A… C… U… L… A… C… I… Ó… N… —deletreó Dellwood— significa disparar esperma.
Yo sabía ya deletrear esperma y lo que significaba.
Los indios lo llaman Mueve Mueve porque, según me explicó Dellwood Barker, a quien se lo había explicado Mujer Loca, «mueve», para los indios, significa «vida». Todo lo que tiene vida se mueve. No hay nada que no esté vivo. Por consiguiente todo se mueve. Hasta las piedras están vivas, y el polvo. Hasta las tablas y los techos de hojalata están vivos, aunque es difícil ver cómo se mueven. Pero se mueven. Sólo hace falta saber cómo verlos moverse.
Ésta es, por consiguiente, la parte de Mueve.
Mueve Mueve es lo que hace mover los movimientos. Un movimiento es un latido de corazón. Mueve Mueve es lo que hace latir el corazón: tu corazón y mi corazón y el de todos los demás.
Tu eyaculación, tu esperma, es el movimiento que hace mover los movimientos, o al menos lo que puedes ver de Mueve Mueve en el hombre.
El Loco Lunático hace Mueve Mueve en el fondo de su lago.
Si no eyaculas tu esperma y lo conservas, tú y Mueve Mueve y el Loco Lunático pueden llegar a ser una y la misma cosa, enormemente poderosa, tal como son la mayoría de los berdajes.
Dellwood Barker me habló de Mueve Mueve justo después de hablarme del Loco Lunático. Seguíamos yaciendo en el reborde de la Cabeza de Búfalo, el sonido de la cascada salpicando. El pequeño tipi de astillas era ahora un fuego de bajas llamas. Metáfora yacía junto al fuego, una alfombra de perro. La luna se veía grande sobre las rocas, sentada en el cuerno de búfalo que salía de la Cabeza de Búfalo. La luna sobre las rocas, la luna otra roca, suavemente redondeada por la gran mano de un ser grande, suavemente redondeada por el cielo del gran río, la luna de ese color, sólo eso.
Dellwood metió la mano entre nosotros y limpió algo de esperma eyaculado de mi estómago. Olió el esperma y me mostró el esperma.
—Mira qué cosa tan buena y fuerte ha salido de ti —dijo.
—No todo ha salido de mí —repuse.
—Todo ha salido de ti —dijo.
—No es posible —dije—. No todo.
—Todo —dijo—. Con toda seguridad, y será mejor que aprendas rápido a no correrte antes de haber agotado todo tu Mueve Mueve.
—Tú te has corrido conmigo, todas las veces, vez tras vez —dije.
—Me he corrido, de acuerdo. Pero sin eyacular.
—¿Cómo diablos lo haces?
Puesto que estábamos en un lugar en el que había que decir la verdad, Dellwood Barker me la dijo.
Haz una línea con tu respiración desde la boca hasta los huevos, dijo Dellwood Barker. Cuando la respiración llega a tus huevos, la expulsas por detrás de tus huevos hasta llegar delante del agujero del culo, en donde vive el Loco Lunático. Luego haces que la respiración te atraviese la raja del culo hasta la base de la espalda. Y luego hacia arriba hasta la base del cráneo. Después la haces llegar hasta lo más alto de tu cabeza.
Cuando logras que la línea de la respiración baje desde la boca hasta los huevos, a través de la raja del culo, hacia arriba por tu espalda, más arriba luego hasta la base del cuello y después hasta lo alto de tu cabeza, estás listo para tener una erección.
Cuando estás a punto de eyacular, respiras a toda prisa y estableces la conexión con tus huevos. Entonces reúnes todo el esperma que el Loco Lunático ha calentado para ti en la próstata y que todavía no has expulsado y lo envías a través la raja del culo hasta el nacimiento de la espalda, de allí a la base del cuello, y luego hasta lo alto de tu cabeza. También tienes que apretar los puños, contraer el rostro, hacer como si tus pies fueran garras y apretar el agujero del culo.
—Ése es el momento en que realmente vives —dijo Dellwood—. Vives tan bien que mueres y vas al cielo. Te corres pero no eyaculas. Empiezas a comprender lo que es el conocimiento comprendido. Enloqueces, pierdes el control y la razón —dijo—. Éxtasis —añadió.
Nunca sabías lo que Dellwood Barker iba a decir a continuación. Y me dije que todas las rocas de Cabeza de Búfalo iban a caer rodando sobre nosotros en cualquier instante, porque no es que lo de Mueve Mueve no sonara a una verdad en ese recinto de la verdad, sino que lo cierto es que sonaba como la mayor pila de mierda que había escuchado en toda mi vida.
Las rocas no cayeron.
Cuando volvimos al asalto, acerqué la cabeza a la polla de Dellwood y seguí así para estar seguro de poder contemplar todo lo que sucedía. Dellwood no tardó en apretar los puños, colocar los pies como garras, contraer el rostro y apretar el agujero del culo, en el que no había sitio ni para meter mi dedo meñique. Dellwood Barker no tardó en perder el control y la razón, enloquecía, gemía de éxtasis, de laceración, voceaba mi nombre y gritaba como si fuera Alma Hatch.
Ni una gota.
Ni una maldita gota de Mueve Mueve.
Tras eso, se le ablandó la polla. Dellwood jadeaba y reía y me besaba por todas partes.
En ese mismo instante decidí que tenía que empezar a creer en algo. Y empecé a creer en Dellwood Barker.
Luego llegó mi turno. Me puse a respirar tal como él me había dicho que hiciera. Llevé la respiración hasta mis huevos, y más abajo, luego a través y espalda arriba hasta los cuello, y de allí hasta lo alto de la cabeza. Cuando la respiración fluía acompasadamente, Dellwood empezó a chupármela al tiempo que me daba directrices.
Cuando llegó el momento, apreté los puños, doblé los pies como garras, contraje el rostro y apreté el agujero del culo. Dellwood aullaba:
—¡Propóntelo! ¡Respira hondo! ¡Ya lo tienes! ¡Así! ¡Cuidado! ¡Aspira por el culo! ¡La espalda es la parte más difícil! ¡Ahora la cabeza!
Lo que sentí en mi cabeza fue teruteru; tanto que me hizo desear derrumbarme. Y me derrumbé. Y entonces todo mi Mueve Mueve empezó a bajar por la garganta de Dellwood Barker.
—Hay que practicar —dijo Dellwood, sonriendo y limpiándose de esperma el bigote—. Yo tardé años.
Dellwood Barker y yo seguimos en Cabeza de Búfalo hasta que los caballos se comieron todo el heno. Nuestra comida se acabó hacia el tercer día, y nos quedamos al menos dos días más.
Nuestra última noche juntos, ambos lo sabíamos. El brazo de Dellwood estaba debajo de mi cabeza y mi rostro en su pecho. Nada más ponerse el sol, y sin un piano a la vista, Dellwood se puso a llorar sin previo aviso. Le recorrían el cuerpo sollozos tan contundentes que también me entraron ganas de llorar.
Me dije que no iba a llorar, y no lo hice; bueno, al menos hasta que se me acercó y me cogió de la mano —mano derecha con mano derecha— de la única manera que los hombres tybo suelen tocarse; dos hombres dándose un apretón de manos, ofreciendo su amistad.
Los sollozos de mi padre también eran los míos. No habría podido decir de quién era cuál, si era él o era yo, si era su padre, todos los hombres.
Era Metáfora… estallando en aullidos.
A la mañana siguiente, en las encrucijadas, en el punto donde él se fue hacia allí y yo hacia aquí, Dellwood me garabateó un mapa en la arena. Me indicó dónde empezaban las montañas, cómo llegar cuanto antes al río Kally. Me dio su rifle automático del calibre 22. Me habló del comercio de Biss Station, en Idaho, donde podía conseguir ropa decente, y también me dijo que cuando fuera a pagar procurara que nadie viera cuánto dinero llevaba encima. Me explicó cómo llegar al rancho Sage Hill por si cambiaba de opinión.
—El mes que viene la luna llena estará en los muslos —me dijo—. Ten la seguridad de que me gustaría verla contigo.
Bajé la vista hacia Metáfora. Me dedicó esa mirada perruna que parecía decir que si no iba con ellos se le rompería el corazón.
Como no podía hablar, me limité a tirar de las riendas de Princesa y enfilamos hacia el oeste. Dellwood Barker se despidió de mí con un gesto y siguió haciéndolo hasta que fue sólo un puntito que yo suponía seguía despidiéndose.
A Princesa le gustó tan poco partir como a mí, y no dejó de actuar, desplazándose de lado y resoplando.
Hasta el mediodía no me di cuenta de que me dolía todo; estaba dolorido no tanto por la paliza del sheriff, sino dolorido en mi corazón, dolorido en el reducto de las lágrimas, detrás de los ojos, y especialmente dolorido en donde mi cuerpo se unía a la manta del caballo.
El sol era grande y parecía como si el viento quisiera atraparte para llevarte con él. Princesa y yo proseguimos nuestra marcha. Dije todos mis nombres en voz alta para que Princesa los oyera, le hablé de mi madre, de cómo murió, y de Billy Blizzard. Le hablé de Ida Richilieu y de Alma Hatch. Le conté la verdad. Le conté con palabras lo que le había contado con mi cuerpo, sin hablar, a Dellwood Barker.
O sea que se lo conté todo.
El diablo no iba a oírme decir nada en voz alta; nada excepto lo que yo le contara a mi caballo. La única persona a la que puedes contarle toda la verdad en voz alta es a tu caballo.
Dellwood Barker había hecho casi todo lo que estaba en su mano para arrancarme mi historia. Yo me limité a decirle que si abría la boca tendría que decir la verdad, y confiar en mí… que si decía la verdad los dos nos veríamos envueltos en problemas, que lo mejor que podía hacer era seguir callado.
Pero así y todo dejé que Dellwood conociera lo importante. Dejé que supiera cómo era mi corazón. Le dejé que mirara tan a fondo en mi ojo izquierdo como quisiera. Dejé que mi cuerpo fuera tal que no cupiera nada entre medio. Dejé que supiera cómo lo miraban mis ojos, cómo mis dedos sentían su piel. Con mi propia lengua se lo dije todo, absolutamente todo.
En más de una ocasión detuve a Princesa, que se aprestó a volver sobre sus pasos; pero seguí diciéndome que necesitaba encontrar a los búfalos, necesitaba descubrir lo que mi nombre, Duivichi-un-Dua, significaba, y ello a pesar de que incluso mi nombre, lo que significaba, no era tan importante ahora que había encontrado a Dellwood Barker.
Así es el pájaro teruteru: descubrí mi lado tybo cuando buscaba el indio.
Pero de momento estaba perdido. Princesa y yo estábamos perdidos en un mundo vacío, y más que hacia un lugar concreto lo que hacíamos era encaminarnos en dirección contraria a Dellwood Barker.
Me decía que si había podido encontrar a mi padre en una celda de una tierra tan vacía como ésa, lo podía encontrar todo. Y sin embargo me sentía bien tal cual estaba, a pesar incluso de estar perdido.
La primera noche que pasé solo preparé un gran fuego y me dormí con la espalda apoyada contra una roca y Princesa a menos de medio metro de distancia. Pero lo que no hice fue dormir. Me quedé sentado con las piernas cruzadas y el rifle del calibre 22 de Dellwood en el regazo.
El día siguiente fue igual al primero. Princesa marchó paso a paso. La tierra era igual de vacía, menos rocosa y con más arbustos. Pero podría haberme encontrado en cualquier otra parte. Entre los miles de millones de lugares que hay en el mundo, yo me encontraba en el lugar de la añoranza, la añoranza de Dellwood Barker.
¿Cómo podía haber follado con mi padre?
¿Cómo podía haberlo abandonado?
—¿Follas con mujeres? —le había preguntado a Dellwood Barker nuestra última noche.
—Sí —repuso.
—¿Te gusta más que con los hombres?
—Normalmente no, pero depende de la mujer —repuso.
—¿Con las mujeres también haces Mueve Mueve?
—Sobre todo con las mujeres —dijo Dellwood— a no ser que quieras tener un hijo. De otro modo, las mujeres son las peores para tus Mueve Mueve, y ello porque son dos veces más poderosas que los hombres y tus Mueve Mueve acaban siendo suyos. Al poco lo que era de él es de ella.
—¿Pasa lo mismo con un hombre? —le pregunté—. Quiero decir que si un hombre puede apropiarse de los Mueve Mueve de otro hombre.
—Sí —repuso Dellwood—, y ahí radica el secreto de cualquier berdaje que se precie.
—¿Has estado enamorado alguna vez? —le pregunté.
—Lo estoy en estos momentos —dijo.
—… Me refiero a antes.
—Sí, una vez —repuso.
—¿De una mujer?
—Sí.
—¿Y eyaculaste en ella?
—Sí —dijo.
—¿Es la mujer de la fotografía que guardas en el libro de tu petate?
—Sí.
—¿Cómo se llamaba?
—Buffalo Sweets —repuso.
—¿Tuvo un hijo? —le pregunté.
—Gemelos. Un niño y una niña.
—¡Gemelos! —repetí.
—Gemelos —dijo—. Un niño y una niña. Los vi nada más nacer… durante once días.
—¿Y qué pasó? —le pregunté.
—Vivíamos cerca de Fort Lincoln. Era al final del otoño. El invierno se aproximaba y yo quería tener más carne de ciervo para ahumar. Me fui a cazar por los alrededores de Pocatello, Idaho, y estalló una de las mayores tormentas que han estallado en esta parte del país. Tardé dos semanas en poder volver a casa. Buffalo Sweets y los gemelos se habían ido. Me dijeron que en mi busca. No volví a verla, ni a los crios tampoco.
Dellwood Barker siguió un rato callado. Luego habló:
—Y ahora que te lo he contado sobre mí qué te parece si me cuentas algo de ti.
—¿Murieron?
—Se dice que se helaron durante el invierno —repuso—. Todos.
—¿Piensas alguna vez en los gemelos? —le pregunté.
—A todas horas.
—¿Amabas a Buffalo Sweets?
—Más que a nada.
Allí a solas en la planicie, Princesa y yo vagando por el viento, sin propósito, pensaba en gemelos. Lo que pensaba era más importante que nada de lo que había pensado hasta entonces.
Hacia el cuarto día las rocas de lava habían abandonado el valle y se levantaban en bloques a lo largo de las colinas, ejércitos de guerreros indios, agotados y apaleados pero aún orgullosos. Los bloques de lava nos miraban emboscados a Princesa y a mí mientras nos desplazábamos despacio por la arena que rodaba por el suelo del valle.
En Bliss Station me detuve a comprar ropa: un sombrero, un par de calcetines, botas, pantalones y una camisa roja. En un principio el dueño del comercio ni siquiera me dejaba entrar en su almacén; él era tybo y yo era indio y después de tanto tiempo en espacio abierto estaba semidesnudo y supongo que parecía un loco de tanto practicar el Mueve Mueve.
Pero cuando le pasé un billete de veinte dólares por delante de la cara cambió de parecer. Repentinamente ser indio no era un problema, y si me cambiaba de ropa tendría un aspecto veinte dólares mejor.
El pueblo —si se puede llamar pueblo a Bliss Station— estaba formado por dos edificios. Uno de los edificios era un puesto comercial y bar, y el otro unos establos. La única razón por la que Bliss Station era un pueblo era porque la diligencia necesitaba un sitio donde detenerse.
Mirara adonde mirara veía vaqueros observándome con mirada asesina. Pensé en quedarme allí. Podía haber hecho una fortuna afuera en el cobertizo.
Al quinto día cruzamos el río Portneuf y entramos en una zona pantanosa. Hacia el mediodía, con los huesos molidos y mortalmente aburridos de avanzar y avanzar, Princesa y yo paramos junto a un arroyo lleno de truchas. Acampamos en una zona de monte bajo, junto a una gran agrupación de sauces que llegaba hasta el borde del agua. Esa tarde, tras atrapar una trucha y darme un baño, después de cocinar y comerme la trucha, me senté en el descampado con la hierba a la altura del cuello y me puse a mirar a mi alrededor. Todo lo que había que ver era la hierba pantanosa meciéndose con el viento de Idaho, que nunca sabe cuándo parar.
Observé el mundo. Escuché el sonido del viento en la alta hierba. Ni un maldito búfalo a la vista.
Era fácil imaginar que un hombre pueda volverse loco mirando y escuchándolo todo; sobre todo después de fumar un pitillo de hierba.
El sol poniéndose para ti —más hermoso de lo que hubieras imaginado o pensado o soñado— entra directamente en tus ojos y en tu piel, te atraviesa —atraviesa tus ojos— empujando colores en tu cabeza, en la parte de atrás del interior de tu cabeza, a través de tu cabeza y por todo tu ser. Y entonces la hierba pantanosa se tiñe de dorado, rosa y rojo, a juego con el viento.
La esfera caliente baja. La esfera fría sube en el azur y el negro, en el vestido azul como el de Ida; estrellas de tafetán.
Y a mi alrededor la luz de la esfera fría. El maldito aullar a la luna. Hierba pantanosa plateada con la oscura respiración y los latidos del corazón. Fuego de campamento tan bajo que es sólo ascuas rojas y negras; de cuando en cuando un escupitajo.
Un hombre puede volverse loco sentado; Dellwood Barker loco sentado, observando cómo son las cosas, las sombras, la luz, observando la belleza, intentando saber, volviéndose loco porque trataba de comprenderlo todo.
A la mañana siguiente seguía mirando. No podía recordar si había dejado de mirar en algún momento. Supuse que podía haber soñado que miraba. Pero si lo había soñado, tenía que haber estado dormido. Y si me había dormido, tenía que haberme despertado.
No había habido despertar. Sólo mirar: la esfera fría bajando, la esfera caliente volviendo a subir.
Al amanecer, las sombras de la esfera caliente eran largas: una sombra de hombre y una sombra de caballo, una sombra desplazándose por encima de la hierba pantanosa, la hierba pantanosa oscilando en un gesto de despedida con el viento.
Cuando el sol era una esfera ardiente, cuando las sombras se introdujeron en el interior de las cosas, Princesa y yo llegamos a un lugar en donde todo el suelo que nos rodeaba subía abruptamente para volver a aplanarse. En la cumbre, las cosas eran diferentes.
Los indios, el pueblo de mi madre —la parte de mí que no era mía— y los búfalos no estaban lejos.