A finales de la primavera, casi en junio, volví a subirme en la diligencia y dejé Fort Lincoln. En esta ocasión viajé en la parte superior porque quería.
En Robber’s Roost, nada más salir de Fort Hall, en donde el río Portneuf serpentea a través de un estrecho valle, escudriñé la tierra en la que el padre y la madre de Dellwood Barker habían sido asesinados. Todo lo que mis ojos pudieron ver era el sol, la planicie, la artemisia, y un búho desplazándose por el azul.
La mañana que llegué a Owyhee City caminé hasta el Syringa, y sin detenerme en el porche para mirar dentro, abrí las puertas de un empujón, entré en el saloon, me coloqué debajo de la gran araña de luces de Salt Lake City y pedí un whisky. Miré al camarero bigotudo directamente a los ojos y me bebí el whisky de un solo trago. El sheriff Blumenfeld entró en el Syringa. Apoyó su gran barriga contra la barra y pidió una zarzaparrilla. Estaba justo a mi lado. No me reconoció porque para mí no tenía otros ojos que los ojos que se tienen para un apestoso indio de mierda a quien una vez has arrinconado como a un animal. Estuve a punto de preguntarle a Blumenfeld si había visto a Dellwood Barker por allí. En lugar de eso, le pregunté al camarero dónde podía encontrar a Ellen Finton y Gracie Hammer.
El sheriff Blumenfeld se volvió y me miró con su carota. Sostuve su mirada.
—Viejas amigas —dije.
—Tengo entendido que en Excellent y Gold Bar —dijo el camarero—. Las dos.
De nuevo en la parte superior de la diligencia, de nuevo en la carretera, observé cómo la planicie se rompía en piezas —piezas que se desplazaban— que en su mayoría acababan en cúspides de montañas llamadas mesas. A última hora de la tarde empezaron a dejarse ver los árboles: familias de árboles agrupadas cerca del río; álamos y olivos primero, y pinos, píceas y enebro a mayor altura. El cielo había vuelto al lugar que le correspondía —la copa de los árboles más altos— y el aire refrescó hasta alcanzar la frescura que se le supone en una tarde de principios de junio. La diligencia se ladeaba en cada curva. La tierra caía en picado a cada lado, y yo sonreía porque el viento me envolvía, porque el espíritu de Falsa-Montaña empezaba a poseerme, porque me dirigía a casa.
Después de que Charles Smith me disparara, me encontré en donde creía encontrarme.
En ocasiones me encontraba fuera de mi cuerpo. En ocasiones, dentro.
Cuando me encontraba fuera de mi cuerpo no era difícil imaginarme dónde me encontraba, quién era; no era difícil afirmar que yo no era Puerco Espín, o Hazel, la mujer de Pluma de Búho, o Sombrero Hongo, no era la casa cuadrada con media ventana, no era Bandera Americana, o el tipi, los niños indios o los perros, no era el balancín.
Dentro de mi cuerpo era más difícil. No existía un lugar que yo pudiera señalar y decir: ahí estoy; ése soy yo. No importaba cuánto me esforzara en descubrirlo, no encontraría el yo que poseía este cuerpo.
A pesar de que fuera yo quien se dedicara a mirar.
Descubría los movimientos pero no quién hacía estos movimientos.
Por tanto me prometí que cuando me hubiera recuperado del balazo, cuando volviera a levantarme, me mostraría particularmente agradecido por mi nombre… que tendría mucho cuidado de no decir mi nombre en voz alta, porque, tal como yo lo veía, mi único yo era un nombre que decía que yo era el yo que se llamaba así.
Floté fuera de mi cuerpo sólo al principio —justo después de que la bala hubiera entrado en mi corazón— buscando a Princesa, al búfalo, a Pluma de Búho y a Charles Smith.
Ellos no eran yo. Yo era el tipo con un agujero en el corazón, sujetándose el pecho, mirando a la luna.
Al poco tiempo ya no estaba fuera, sólo estaba dentro de mí.
Cuanto más tiempo pasaba dentro, más difícil se me hacía no ser todo.
Dentro, me dirigía a la fiebre, al lugar al que había ido cuando Billy Blizzard me había reventado el culo. Iba a la eternidad. Mi cabeza era la Cabeza de Búfalo y mis extremidades eran las extremidades de lava del búfalo. Un ser grande me había apilado. El resto de mí eran diferentes partes del mundo. Mi culo era Minneapolis, Minnesota. Mis pies se extendían más allá del horizonte, clavados en Roma, Italia, fuera de la tierra, fuera de las cenizas de la pequeña polla del marido de Ida. Mi ojo izquierdo era la lunática lunar, y al derecho le asustaba demasiado mirar. Mi polla era un agujero lleno de serpientes.
Y rodeándome por todas partes escuchaba a los indios, a la gente de mi madre, cantando y llorando y cantando. Junto a mi cabeza había un fuego y los cantos rodados del río también me cantaban en el fuego.
Yo estaba con Pluma de Búho y cabalgábamos sobre Princesa; cabalgábamos libres, sin reserva, sin vallados, sin una casa cuadrada con media ventana. Sólo nostros, cabalgando por colinas con la hierba de junio siempre verde y mecida por viento. Búfalo por todas partes. Pluma de Búho hablaba: no paraba de hablar, de contarme cosas importantes, contarme la verdad, contarme chistes, enseñándome cómo la gente de mi madre miraba el mundo, el redondo mundo de la Gran Madre: escarbar para coger raíces, cazar los cuatro patas, recoger piñones, arponear salmones en las transparentes aguas frías.
Yo sudaba, estaba tumbado en un lugar fresco y sudaba, el fuego junto a mi cabeza y los indios cantando sus canciones de aullidos de coyote, canciones teruteru. Ven, parecían decir, vuélvete y ven hacia aquí.
Volaba con el búho por encima de todo, volaba hacia el sol que siempre se ponía, intentaba alcanzar el límite donde estaba el horizonte.
Estaba en un tipi y la nieve que se apilaba contra la tienda había roto la vara que había sobre mi cabeza y rajado otra. Dentro del tipi había un fuego y la gente se apiñaba alrededor. Estaban tapados con mantas y cobertores. Hacía frío: frío afuera-en-el-cobertizo, sólo que más. Ni rastro del Día de Reparto.
Un niño lloraba. Parecía como si el niño fuera a llorar siempre. Y de repente el niño dejó de llorar.
La historia dice que cuando me desperté la siguiente primavera, decía palabras, hablaba de una montaña que no era una montaña y cantaba una canción sobre la luna.
Lo primero que hice fue ponerme en pie. Intenté caminar pero los pies no me obedecieron. Seguían en Roma, Italia, y habían perdido la costumbre de obedecer las órdenes.
Lo que sí recuerdo es a Puerco Espín echándome agua fresca en la cara. Abrí mi ojo izquierdo y miré en su ojo humano. Tardé días en poder abrir mi ojo derecho. Cuando conseguí abrir el ojo derecho me miré el agujero en el pecho. Parecía como si un ser de gran tamaño me hubiera clavado el dedo allí.
Cuando intenté caminar nuevamente, Puerco Espín me ayudó a salir del tipi. Tuve que sujetarme a Puerco Espín y caminar despacio. Una vez afuera, me rodeó un puñado de desconocidos. Reconocí a unos pocos: Bandera Americana, Sombrero Hongo y Hazel, la mujer de Pluma de Búho. Todos se me acercaron para tocarme; incluso los niños se acercaron y me tocaron. Sonreían y algunos tenían lágrimas en los ojos.
«Bienvenido», decían. «Bienvenido».
Puerco Espín me llevó hasta donde habían levantado el tálamo de Pluma de Búho: en la ladera de una de esas colinas donde guerreros indios de roca de lava resisten en formación. Hacía una mañana soleada, y el viento de Idaho casi me toma y me lleva consigo. La hierba de junio se mecía y empezaba a adquirir ese nuevo color verde.
Todo lo que quedaba de Pluma de Búho era un lugar quemado en el suelo. Me levanté y contemplé la zona quemada, pensando en la otra zona quemada de mi vida. Poco sabía entonces de la gran zona quemada que estaba por venir.
—Cuéntame la historia —le grité a Puerco Espín para dejarme oír en el viento fuerte.
Puerco Espín se sentó con las piernas cruzadas de cara a la zona quemada, y el viento soplaba sus cabellos de manera semejante a como soplaba la hierba. Al principio no le oía, por lo que me acerqué y me senté a su lado, tan cerca que podía oler el ante y el sudor y lo que había comido para desayunar. Cuando hice esto, se le inundaron los ojos de lágrimas y apoyó la cabeza en mi pecho y sollozó. Le rodeé con un brazo, levantando la manta con que me había envuelto, y nos quedamos sentados así. Cuando pudo hablar, cuando dejó de llorar, Puerco Espín me contó la historia.
—Cuando Charles Smith te disparó, antes de darme cuenta, Pluma de Búho estaba en tu corazón succionando la bala. Y consiguió sacarla. Vi la bala asomando entre sus dientes —dijo Puerco Espín, hablando como si tuviera una bala entre los dientes.
Puerco Espín calló pensando en lo que iba a decir a continuación. Y entonces dijo:
—Lo que sucedió después no tendría que haber pasado nunca. —Puerco Espín se levantó, y mientras contaba la historia movía el cuerpo como si la historia estuviera sucediendo realmente—. Pluma de Búho se volvió hacia Charles Smith. —Y Puerco Espín se dio la vuelta—. Intentó escupir la bala, pero ya no le quedaban fuerzas. Se sentía mareado después de intentar sanar todos los dolores y heridas de la nación bannock… y de la shoshone. Y además estaba Charles Smith… el propio hijo de Pluma de Búho como una gallina con la cabeza cortada. —Puerco Espín agitó sus piernas y brazos—. Entonces vi cómo la bala entraba dentro de Pluma de Búho, y supe que era el fin. Corrí hasta allí y puse mi boca sobre la suya, succionando con todas mis fuerzas, pero yo no soy un brujo (ni un berdaje como tú), no podía hacer salir esa bala. Le pedí que me explicara lo que debía hacer. Me respondió que dijera la verdad. Todo lo que pude decir fue «Te quiero, por favor no te vayas». Pluma de Búho me sonrió y me dijo que si realmente le quería volviera a besarle como lo había hecho.
Me levanté de un salto para pedir ayuda, pero todos estaban de pie rodeándonos sin hacer nada aparte de contemplarnos. Cuando volví a mirar hacia abajo vi cómo Pluma de Búho te echaba su último aliento: fue como una gran bocanada de humo que salió de su boca para entrar en la tuya. Cuando llegué hasta Pluma de Búho, estaba muerto. Tú volvías a respirar.
Hay algunas historias más difíciles de escuchar que otras. La historia de Puerco Espín era una de ésas. Mientras la contaba, yo no dejaba de mirar la zona quemada. Siempre había sabido que el diablo se encontraba cerca de mí, pero en ese momento, parecía como si el diablo fuese yo. Cualquiera que se me acercase siempre acababa por sufrir.
—¿Por qué lo hizo? —pregunté.
Puerco Espín se quedó pensando y acto seguido se encogió de hombros.
—Porque había que hacerlo —dijo—. Pluma de Búho siempre decía que un brujo no tiene que buscar pelea. Decía que la vida cotidiana era el campo de batalla de los brujos (como el de todos nosotros) sólo que el brujo sabe que su vida es su campo de batalla, y nunca lo olvida.
»Los brujos curan acogiendo ellos las enfermedades. —Puerco Espín se tocó el corazón—. Y entonces se curan ellos de la enfermedad; o no. La única forma de ayudarles es decirles la verdad cuando se están curando… pero eso ya lo sabes —dijo Puerco Espín.
—¿El qué? —le pregunté.
—Lo relativo a la medicina —dijo.
—¿Yo?
—Tú.
—¿Y eso? —pregunté.
—Estás aquí. Estás vivo. Cualquier otro en estos momentos sería polvo.
—Pero es por Pluma de Búho, no por mí.
—Pero tú también has contribuido —dijo Puerco Espín—. Y lo sabes. Eres berdaje, ¿no?
—Pero tú me dijiste que Pluma de Búho me pasó su último aliento como una gran bocanada de humo.
—Se postró ante ti, es cierto, pero tú le ayudabas —dijo Puerco Espín—, Pluma de Búho no habría podido hacerlo él solo; pero no me malinterpretes… no digo que tú le forzaras a hacer algo que él no hubiera querido. Es sencillo: tú le pediste su aliento y él accedió y te dio su aliento.
Mi corazón latía con tanta fuerza que creí que iba a volver a estallar, pero seguí sentado junto a la zona quemada. Cuanto más rato permanecía sentado más difícil se me hacía escuchar la historia de Puerco Espín. Me subí la manta cubriéndome las orejas. Quería apartar el viento de ellas para escucharme pensar. Fue entonces cuando caí en la cuenta.
—Puerco Espín —dije—, la gente del tipi. ¿Por qué han sido tan amables conmigo? Apenas si me conocen.
—Supongo que porque son gente amigable; indios amigables —dijo.
—Puerco Espín, dime la verdad. ¿Creen acaso que yo soy Pluma de Búho?
—¿La verdad?
—La verdad —le dije.
—Creen que tú eres Pluma de Búho.
El hotel todavía era rosa y rosa era el color del crepúsculo cuando mis ojos se alzaron y contemplaron.
Me bajé de la diligencia. Recogí mi equipaje. Lo primero que oí fue su voz cantando la canción del hombre en la luna, su voz, profunda y a punto de quebrarse. Contemplé mis pies subiendo los siete escalones de madera, escuché el sonido que siempre habían hecho mis pisadas. Miré por la ventana. Ida Richilieu llevaba puesto el vestido azul.
No me vio, o al menos hizo como si no me hubiera visto. Di la vuelta al edificio, las ventanas abiertas, la canción me acompañaba. No se veían sábanas en el tendedero. La tierra había perdido su color rosa.
Cuando llegué al cobertizo, me detuve. En la puerta había un candado. En la puerta trasera había otro candado. Acerqué la cara a la ventana. La ventana por la que Ellen Finton había visto a mi madre viva por última vez. Vi mi cama, mi Hudson Bay sobre mi cama. La piel de ciervo. Las enaguas que hacían las veces de cortina seguían colgando del carril hecho con un viejo mango de escoba. La alfombra trenzada en el suelo. La lámpara de keroseno en la repisa, y las cerillas a su lado. Las mismas cerillas. Tal como yo las había dejado.
Mis ojos, y no mis pies, fueron los que me hicieron subir las escaleras traseras del Local de Ida. Parecía atrapado por mis ojos, que miraban todas esas cosas especiales, en realidad no tan especiales excepto porque mis ojos volvían a mirarlas, miraban el antes y el ahora: la cera en la barandilla, el jabón en las esquinas de los escalones, el revestimiento de las paredes que yo creía que eran puertas para gente baja y delgada, la ventana del rellano donde siempre me detenía para descansar la tina de agua caliente y mirar hacia afuera. No importaba cuántas veces lavara la cortina, siempre olía a polvo.
El rellano del piso superior formaba parte del sueño que tuve al morir; mientras Pluma de Búho me succionaba la bala del corazón, yo corría por el rellano, descalzo sobre las flores de la alfombra, buscando a Ida.
Llegué hasta la barandilla. El bar estaba lleno de tybo bebiendo, reuniendo hambre para su trayectoria sexual. Parecía que el negocio funcionaba. Allí debajo estaba el piano, el trasero de tafetán azul de Ida Richilieu, su masa de cabello y peinetas, su boa de plumas, las perlas del océano, sus esqueléticos brazos sobresaliendo como palos, sus dedos formando parte de las teclas del piano: suave marfil contra marfil tocaba la canción del hombre en la luna.
La puerta del cuarto de Ida estaba abierta, y el color de la habitación entraba en el recibidor con un gran retazo de rosa. Su olor lo invadía todo.
Al mirar adentro vi a Alma Hatch en la cama.
—Dos dólares —dijo, sin dejar de fumar ni darse la vuelta en mi dirección—. Nos vemos en la habitación once, abajo. Estaré allí dentro de cinco minutos.
Dejé mis dos dólares sobre la mesilla para que Alma pudiera oír el repique de la plata. En la habitación once me eché desnudo sobre el edredón de plumas. Sábanas blancas almidonadas en medio de la oscuridad.
Alma Hatch entró en la habitación once y cerró la puerta a sus espaldas. La oscuridad se llenó con su aroma a agua de rosas. Escuché mientras se desvestía. Cuando Alma Hatch me tocó, dejó revolotear su mano por mi pecho. La bajó y me acunó la pierna y la nalga, me recorrió con su pelo, plumas contra mi piel que poco a poco bombeaban sangre, bombeaban sangre desde el corazón hasta los huevos, su suave pelo en mis huevos, su boca en torno a mi prepucio, la lengua de Alma haciendo círculos, succionando.
Escaleras abajo, Ida Richilieu cantaba.
Arriba, Alma Hatch me había estirado y prendido con alfileres en su colección: otro espécimen de polla dura, como los cerebros de su padre en frascos. Alma me introdujo en su agujero de mujer, estremeciéndose como un pájaro frágil; sus alas sobre mí, garras. La canción de Ida era tan dulce como el azúcar de Alma.
Agujero de mujer, polla en la oscuridad. El acceso al éxtasis de todo pobre desgraciado. Con la cabeza en el coño de Ida —en el de mi madre— y la polla dentro de Alma, escudriñé. Intentaba descubrir dónde me encontraba, dónde me encontraba.
Con una mano cogí un mechón de cabello de Alma y tiré de él hasta las blancas sábanas del edredón de plumas. Alma gimiendo como un gorrión; cambié de posición su agujero de mujer para que su lenguaje quedara debajo del mío. Mis puños eran brazaletes, esposas en torno a los tobillos de Alma. Le abrí las piernas tanto como pudieron mis brazos. Saqué la polla de su interior. Escudriñé mi erección rebozante, húmeda y de un color rosa azucarado que señalaba el lugar donde yo quería volver. Penetración.
«P…», el glande es mi rostro husmeante; la ranura del pipí, unos labios que sonríen.
«E…», descansando contra Alma, contra el agujero de mujer.
«N…», la pendiente fácil y suave.
«E…», muy despacio hasta llegar a los huevos.
«T…», la resistencia de Alma, una gratificación.
«R…», agujero de hombre, agujero de mujer… un agujero es un agujero, ¿qué diferencia hay?
«A…», deslizarse hacia atrás y afuera, mi prepucio envuelto por la carne de su interior, el vello púbico castaño de Alma.
«C…», coloco las piernas de Alma sobre mis hombros. Con una mano empujo mis dos huevos en su interior. Eran mis ojos. Yo estaba rodeado.
«I…», busco el contenido interior, el significado, mis huevos ojos escudriñan en la oscuridad dónde me encontraba, quién era, mi hogar.
—¡Oh! —dije—. ¡Oh!
Alma dijo:
—¡Oh!
«N…», dije, deletreando de nuevo, dentro y fuera, P y E y N y E y T y R y A y C y I y Ó y N… penetrando el agujero de Alma y empujándola fuera de la cama, en el suelo, en un ovillo en una esquina, debajo de mí.
—¡Cobertizo! —gritó Alma.
Cuando encendió la luz me abofeteó.
Yo le devolví la bofetada con más fuerza.
Entonces Alma Hatch saltó sobre mí tal como hacen las mujeres cuando se vuelven pumas. Estaba preparado para recibir arañazos en la espalda y para perder la oreja de un mordisco, pero en vez de eso lo que hizo fue abrazarme, Alma Hatch me abrazó.
—Dios mío, Cobertizo —dijo Alma Hatch—. No sabes cuánto lo siento.
Aparté a Alma Hatch de la oreja que creía que iba a morderme. Vi cómo las palabras salían de su boca: Lo siento. Esa oreja y la otra todavía tardaron un rato en oír el resto de lo que decía.
—Ida está medio muerta de todo lo que te ha echado de menos —es lo que oyeron mis orejas.
Alma dio un salto, se envolvió con la sábana y salió corriendo del cuarto. Se asomó sobre la barandilla y gritó:
—¡Idee! ¡Idee! Mueve tu culo y sube rápido. ¡Rápido!
»Ya verás como aprenderemos a querernos —me dijo Alma Hatch—. Ya verás.
Al cabo de nada Ida Richilieu estaba plantada en el umbral de la habitación once, yo con el culo al aire y doblado buscando mis pantalones, respirando el aire insuficiente, con el corazón palpitando a toda prisa, yo y no yo por toda la habitación.
Desnudo y sin querer estar desnudo pero estándolo. Intenté taparme con algo como una camisa, hasta que me di cuenta de lo estúpido que era intentar apartar mi polla de la vista de Ida Richileu.
Por la ventana de esa habitación, lo primero que recuerdo haber recordado es apartar el geranio del antepecho, mirar hacia la calle polvorienta y ver al diablo Billy Blizzard matando a su caballo.
La de veces que yo había hecho esa cama. La de veces que había traído whisky a hombres en esa cama, a hombres que se follaban a Gracie Hammer y Ellen Finton, que se follaban a todo el resto de aquéllas que habían pasado por el Local de Ida, se follaban a Ida, se follaban a Alma, se follaban a la Princesa.
La de veces que yo había sacado hombres de esa cama para llevarlos abajo, al cobertizo de afuera, hombres que me follarían afuera en el cobertizo.
Nosotros tres: Ida Richilieu, Alma Hatch y yo. Respiré hondo y me puse recto, dejando caer la camisa. Me hice grande, no grande como se hacen grandes los hombres —sacando pecho y tensando los músculos— sino grande al estilo de las mujeres. Yo, un hombre grande como las mujeres: sólido, flexible, lo suficientemente fuerte como para caer y volver a levantarme. Yo, un hombre, grande… liberado del agujero de mujer.
El vestido azul. Ida se acercó hasta donde estaba yo. Me había olvidado de lo negros que eran sus ojos. Una dama endiabladamente esquelética, pequeña y blanca, una persona blanca. Acaricié su pelo, las peinetas de su pelo. Colocó su boa de plumas azul en torno a mi cuello. Me miró tal como siempre lo había hecho: directamente al ojo izquierdo. No había nada entre nosotros. Ni Ida Richilieu ni yo ni no yo, sólo nosotros, nosotros formando una unidad y no dos. Por un instante pensé que yo era ella mirándome a mí. Entonces alargó la mano izquierda y puso la palma sobre mi corazón, sobre el agujero en el que Charles Smith había disparado su bala del diablo. Se puso la otra mano sobre el corazón.
—¡Oh! La humanidad —dijo Ida Richilieu.
Fuimos a la habitación de Ida y cerramos la puerta por dentro: yo, Alma e Ida en la cama. Nos pusimos a beber whisky y a fumar hachís, a fumar opio sobre las sábanas de Ida: tres seres humanos.
Al poco llamaron a la puerta y Gracie Hammer se subió a la cama, y también Ellen Finton.
Las dos mujeres gritaron como cerdos en el matadero al verme.
Automáticamente contaron la historia de cómo nos habían librado de la cárcel a Dellwood Barker y a mí.
Los seres humanos tienen que contar historias.
Sentada en la cama de Ida, Ellen Finton contó la historia tal como la recordaba. Y luego Gracie Hammer contó la historia tal como la recordaba ella.
Ida Richilieu y Alma Hatch escucharon la historia de Ellen y la historia de Gracie: historias que Ida y Alma probablemente ya habían escuchado una docena de veces.
En la cama con las chicas, con la boa de plumas en torno al cuello, lo que yo oía era una historia totalmente distinta: la historia que Ida Richilieu siempre contaba sobre mí, un bebé boca abajo en esa misma cama, rodeado de mujeres, y cogiendo la boa de plumas en lugar del arco y la pluma.
Más tarde, cuando cerró el bar, cuando Ida y yo bajamos al bar en la oscuridad para coger otra botella y prepararnos algo de comer… en la cocina, nada más encender la lámpara, Ida me cogió los brazos y me atrajo hacia ella. Miré su ojo izquierdo y vi que no sabía qué hacer a continuación. Ida se apoyó con fuerza contra mí como si yo fuera aquello que tanto temía se le escapara.
—Tú eres mi hijo —dijo—, y te quiero. Por favor, no vuelvas a marcharte nunca del Local de Ida. Me moriría. Éste es tu hogar. Cuando yo me muera, será tuyo.
Mis oídos no estaban seguros de oír correctamente. Ciertas cosas era mejor no mencionarlas, e Ida Richilieu las estaba diciendo. Decía hijo, y amor, decía hogar.
En ese momento una suerte de explosión atravesó los huesos de Ida y se colgó sobre mí, una gata asustada con sus garras en mis hombros y mis rodillas; nosotros en la cocina, nosotros que no éramos los dos, de nuevo éramos uno: todo plumas azules y cuentas.
Cuando volvimos arriba, Ida actuó como si nada hubiera sucedido en la cocina. Pusimos la comida sobre la cama de Ida: pollo frío y manzanas, y queso que Ida había comprado en Boise, y más cerveza. Ida con una nueva botella de whisky, realmente empezamos a contar historias, yo más que ellas.
Les conté la historia de Dellwood Barker, nuestra fuga; les hablé de los franciscanos. Les conté cómo Dellwood Barker y yo habíamos follado en la cumbre de una montaña —entre las risillas de colegialas de las dos putas. Alma Hatch ululando como una lechuza. Les conté que después de ellas a quien más quería era a Dellwood Barker.
Les hablé del correrse sin correrse de Dellwood Barker, lo que provocó que Alma Hatch se cayera de la cama de la risa.
Ida Richilieu se golpeó la rodilla y espetó:
—Eso es una maldita mentira, hijo. Es imposible; no es algo que pueda hacer un hombre. No me lo creeré hasta que lo vea con mis propios ojos.
Eso fue todo lo que les dije acerca del Mueve Mueve. No les hablé de la fotografía de mi madre. No les hablé de los gemelos que, según Dellwod Barker, había tenido mi madre; esto es, hasta el día siguiente no le pregunté a Ida por los gemelos. No les dije que creía que se trataba de mi padre.
Todas las historias de Alma Hatch trataban sobre el amor. Dijo que ahora que yo había vuelto al hogar su corazón rebosaba de amor por Ida y por mí. Habló de los manantiales, del opio y de follar. Nos habló del nido de arrendajos azules que había encontrado y de que en los bosques de su tierra la gente llama a las golondrinas «cazamoscas».
—¿Habéis visto lo gordos que están los petirrojos este año? —preguntó Alma Hatch—. ¿Habéis visto esta mañana a los pajarillos en el arbusto de lilas que hay al lado de la barbería?
Alma Hatch también habló de su pelo, y cuando estábamos por el segundo cigarrillo de opio, se puso a imitar los zumbidos de un pavo. Era imposible saber cuándo empezaría esa mujer.
Ida hablaba de las montañas.
—Durante los últimos dos años no ha nevado en el Paso del Diablo hasta después de Navidades —decía—. Y el deshielo no llegaba hasta abril.
Hacia el final de la velada Ida se puso a hablar de algunos viejos vaqueros cuyos corazones había roto; cómo el suyo también había sido roto en un par de ocasiones. Habló de unas cuantas grandes pollas que había conocido, y de otras pequeñas también. Ida habló de opio, de hierba y de follar.
Pero de lo que más hablaba Ida era de los mormones y de cómo llegaban por manadas a Excellent. Según Ida, el movimiento mormón se debía antes que nada a una cosa, más que persona, llamada William B. Merrilee.
—Uno de los doce apóstoles de la Iglesia de Jesús de los Santos de los últimos Días —dijo Ida—. Afirma que tuvo una visión según la cual su gente tenía que poseer una mina de oro y un molino en Excellent. También él es el responsable de la nueva iglesia que hay junto a la escuela. Ya hay dos de esas cosas en el pueblo. La pintó de verde por el amor de Dios. Una blanca y otra verde. Me entran ganas de abrir otro saloon. Lo pintaría de color púrpura.
«¡Tendrías que ver el pueblo los domingos por la mañana! ¡Es un desfile con todas las de la ley! El sábado por la noche muchos de esos tipos están aquí bebiendo y jodiendo, y el domingo por la mañana te los encuentras camino de la iglesia con esas mujeres de la Sociedad de Beneficiencia (esas vacas que se hacen llamar a sí mismas mujeres) cuya compañía no aporta ningún beneficio —dijo Ida.
»Pero supongo que no tendría que quejarme —prosiguió—. Al menos pasan aquí las noches de los sábados. Los problemas empiezan cuando todo es domingo por la mañana y no hay sábados por la noche. Para hacer un ángel decente se necesita un diablo.
Los gorriones me despertaron por la mañana. El cuerpo de Ida Richilieu, el cuerpo de Alma Hatch y mi cuerpo estaban tan entremezclados que tuve que preguntar a mis brazos y piernas si eran los míos.
Finalmente conseguí sacar de la cama a las dos malhumoradas mujeres con una taza de café —Ida blasfemando, Alma gimoteando— logré que se pusieran algo encima y nos dirigimos hacia los manantiales. Acabábamos de bajar las escaleras y estábamos junto a la puerta de entrada del Local de Ida, cuando de golpe nos encontramos frente a un puñado de tipos en los que no me había fijado antes —hombres, mujeres y niños de lo más puestos— todos los hombres tybo con el aspecto del mismo hombre tybo, las mujeres como la misma mujer, las niñas como la misma niña, y lo mismo en cuanto a los niños.
Era domingo. Éstos eran los mormones.
Miré a Alma Hatch. Todo lo que llevaba era su corsé, unas enaguas y la falda. El aspecto de Ida era aún peor. Llevaba mis pantalones, mi camisa y mi sombrero, y fumaba como solía hacer, con el cigarrillo colgándole de la boca. Pero el peor de todos era yo: en ropa interior y con el albornoz rojo brillante de Ida colgando abierto sobre los hombros.
Alma Hatch le guiñó el ojo a uno de los hombres y sonrió. Alzó los brazos, enseñando las axilas, y se compuso el pelo en la nuca.
Las mujeres mormonas empezaron a acarrear su rebaño de niños alejándolo de allí a toda prisa, mientras los niños nos miraban como si nunca antes hubieran puesto los ojos en seres humanos que no fueran mormones. El hombre al que Alma le había guiñado el ojo también se fue, al igual que otros hombres, pero los demás se quedaron en su sitio mirándonos, aunque de modo distinto a como lo habían hecho los niños. Los hombres miraban con odio, miraban como sólo los cristianos saben odiar, especialmente los mormones. Uno de los que se quedaron era Josiah Helm: el Hermano Reverendo Josiah Helm. En ese entonces no sabía su nombre, pero pronto lo sabría, así como un montón de otras cosas acerca de su persona. El Reverendo Hermano Josiah Helm no era un hombre grande pero se comportaba como si lo fuera: sacando pecho, con la barbilla hacia afuera y llevando un sombrero alto. Sostenía su Biblia o el Libro de los Mormones; no sé cuál de los dos era, pero era un libro grande. Entonces nos maldijo, a mí y a Alma Hatch y a Ida Richilieu, nos maldijo amenazándonos con la condenación y el fuego eternos.
Igual que con Billy Blizzard, tendría que haber matado a Helm en ese mismo instante y salvado al mundo de un buen puñado de desgracia.
Ida Richilieu, que esa mañana no caminaba demasiado recto, bajó los escalones, caminó no demasiado recto hasta el tal Reverendo Helm, se sacó el cigarrillo de la boca y le escupió directamente a la cara. Y entonces no pude dar crédito a mis oídos cuando Ida dijo lo que dijo:
—¡Odio tu pequeña polla mucho más de lo que la odias tú!
No había mucho que el reverendo pudiera hacer, después de que su boca se hubiera cerrado, excepto resoplar y bufar de rabia, y citar las palabras de algún otro sacadas del libro que sostenía. Nada que pudiera hacer excepto salir reculando de allí; él y el resto de los tipejos mormones.
Ida se dio la vuelta y dijo:
—Los manantiales son lo mejor en el mundo para la resaca. —Trastabilló y estuvo a punto de caer, pero Alma Hatch la cogió a tiempo. Empezamos a caminar de ese modo— yo y Alma Hatch sosteniendo a Ida Richilieu Pine Street abajo hacia la salida del pueblo, hasta los manantiales.
El día oficial para que las prostitutas fueran a los manantiales siempre había sido los miércoles. Sin embargo, nadie prestaba demasiada atención a esa cuestión. Ese día, como acabamos de saber, era domingo. Alma, Ida y yo discutimos sobre si era conveniente que fuéramos a los manantiales en domingo, y decidimos seguir adelante porque era temprano, porque ya estábamos a medio camino, porque éramos sólo tres seres humanos que necesitaban un baño y porque, tal como Ida lo expresó:
—¡Pueden irse al infierno!
Yo dije a mi vez:
—No pueden sacar a la alcaldesa de los manantiales aunque sea una prostituta.
Alma dijo:
—Ida ya no es alcaldesa.
Y entonces Ida respiró a fondo tal como siempre hacía cuando tenía que hacer algo difícil, y dijo:
—No, ese obispo mormón es ahora el alcalde de Excellent. El Reverendo Hermano Josiah Helm es ahora el alcalde.
En cuanto mis oídos escucharon a Ida decir que el Reverendo Helm era el alcalde, vi cómo los problemas se cernían sobre todo. Antes, los árboles, la bruma, el suelo bajo mis pies, lo que podías ver del cielo, las piedras, todo eran cosas que solías ver y eran como eran.
Pero tras oír que Ida no era la alcaldesa, las cosas dejaron de ser simplemente cosas, dejaron de ser como eran: las cosas se tornaron un problema.
En cualquier momento, imaginaba, una manada de mormones salvajes saldría corriendo de la bruma, blandiendo grandes libros, mirándonos con sus temerosos ojos derechos —los izquierdos completamente ciegos— maldiciéndonos con la condenación eterna en el infierno.
Lo que sentí fue el fuego. Fuego en el interior de las cosas. El fuego de Billy Blizzard en el interior de la gente, cuyos corazones han sido segados en flor, doblados sobre sí y aplanados, ardiendo sin llamas entre las páginas de su gran libro cristiano.
Problema: cada paso que dimos esa mañana, cada paso que dimos a partir de esa mañana, cada paso que dimos a partir de ese momento, nos aproximaba más al problema.
Cuando llegamos a los manantiales, me arrastré por el borde con Alma hasta el agua. Ida no quería ayuda. Colocó el cuerpo con los miembros muertos y bajó con las piernas por delante arrastrando consigo una avalancha de piedras.
En cuanto me desprendí de la ropa interior y del albornoz de Ida, me zambullí en la poza de agua caliente con una gran salpicadura y produciendo mucho ruido, un ruido que repitió el eco. Seguí un rato bajo el agua, muy abajo, en compañía del Loco Lunático, intentado respirar en el agua, intentando desprenderme de la horrible certeza: desprenderme del fuego y del problema.
Cuando volví a salir, todo mi cuerpo era sólo una cabeza agitándose en una poza de agua hirviendo. El agua me caía desde las rocas sobre la cabeza. Chispeando en la distancia, el río fluía espumeante. El agua que caía, el río, el viento en los árboles y mi cabeza flotando era todo lo que mis oídos escuchaban.
Alma estaba sentada desnuda en una roca junto a la poza, con las piernas cruzadas y un pie dentro del agua. Ida estaba de pie a su lado, desenredando una tras otra las trenzas del pelo castaño polvo de Alma. El postizo que estaba en su regazo, el nido para las ramas de sus trenzas, era más oscuro. La piel más rosada que nunca.
Ida también estaba desnuda, blanca como el vientre de una rana, resplandeciente con luz propia. Al lado de Alma parecía uno de esos ángeles de los cuadros con pequeñas alas en los pies que flotan alrededor de santos sagrados, esperando.
Cuando Ida terminó con el pelo de Alma, se sacó las peinetas del suyo estirando los brazos hacia atrás y mostrando el pelo de las axilas. El olor de las dos mujeres siempre me había golpeado el corazón. De tan succionados, los pezones de Ida eran grandes círculos oscuros. Su pelo era como una carga de alfalfa negra desparramándose por su cabeza. El pelo de su agujero de mujer era negro. Pelo negro que se desparramaba. A medida que el pelo avanzaba por las piernas, se hacía más y más claro hasta llegar a los tobillos —esto sucedía cuando Ida todavía tenía tobillos.
Ida y Alma colocaron todos sus jabones y objetos de aseo en las rocas. Alma rodeó el agua buscando el sitio apropiado. Ida se limitó a taparse la nariz y saltó.
Salí del agua y me arrastré por la pendiente de la orilla, grandes manchas de musgo en las rocas, agua caliente sobre mis manos y pies, el viento de la mañana en mi desnuda piel húmeda. La cascada en la Cabeza de Búfalo tenía ese mismo tipo de musgo. Me senté donde me había sentado un millar de veces, con el agua salpicándome. Me eché hacia atrás, hacia la cascada. Mis oídos escucharon el agua tal como la escuchan las piedras.
Allí abajo, en la poza, alrededor de Alma flotaba su pelo. Ida cogía piedras del fondo de la poza y las contemplaba en sus manos a través del agua. Un ciervo asomó la cabeza desde la bruma, y todos miramos al ciervo del mismo modo que nos miraba a nosotros.
Cuando el sol estuvo en lo alto, la bruma se tornó una cortina de enaguas sobre la ventana de las cosas. Podías ver los árboles y el río y retazos de cielo, pero tenían el mismo aspecto calinoso que el que daba la luz rosada de la habitación de Ida.
Miré hacia arriba y la vi: Falsa-Montaña. Te entraban ganas de caer de espaldas. Esa montaña te la ponía tiesa: la montaña que nos había impulsado a todos allí, se había apoderado de nosotros y nos hacía creer que hacíamos lo que estábamos haciendo.
Ida empezó a subir hacia donde yo me encontraba, arrastrándose como una araña, colgándose más de su tela que cualquier otra cosa. Cuando llegó arriba y se sentó a mi lado tenía la piel de gallina y de color azul.
Ida me sonrió ampliamente.
Agujero de mujer: me he pasado la vida procurando conseguir tantas sonrisas de ésas como he podido.
—Conocí a un hombre que conocía a mi madre —le dije.
—Muchísimos hombres conocían a tu madre, Cobertizo —dijo Ida.
—Tenía un fotografía suya. La misma que tengo yo. Me dijo que la había querido más que a nada en el mundo. Me dijo que era su esposa y la madre de sus hijos —le dije—. Gemelos. Un niño y una niña.
Ida no tenía cigarrillos. De haberlos tenido, en ese mismo instante se habría colocado uno en la boca, dejándolo colgar, y habría raspado una cerilla contra una superficie dura y encendido el cigarrillo, antes de inhalar profundamente. Habría aguantado el humo durante bastante rato y luego habría dejado escapar dos delgadas estelas por la nariz.
—¿Tengo una hermana gemela? —pregunté.
—No —repuso Ida.
—¿La tuve? —le pregunté mirándola al ojo izquierdo.
—Sí, tenías una hermana. Pero murió.
—¿Cómo?
—Cuando era un bebé. De fiebres.
—¿Cómo se llamaba?
—No me acuerdo. Pasó hace mucho tiempo —dijo Ida—. ¿Cómo se llamaba ese vaquero? —preguntó a continuación.
—Dellwood Barker —repuse.
—¿El que jodio contigo en las montañas? ¿El que afirma tener orgasmos sin eyacular? —preguntó.
—El mismo.
—Está lleno de sorpresas. ¿Crees que es tu padre, no es cierto?
—Sí.
Ida se levantó dispuesta a irse.
—Prométemelo, Ida —dije—. Prométeme que nunca le dirás a nadie que es mi padre.
Ida respiró profundamente, lo que hizo que las costillas le sobresalieran más aun.
Mantén tus promesas, mantente limpio, mantente vivo.
—Te lo prometo —dijo Ida.
—¿Qué sabe Alma de Princesa y de mí? —pregunté.
—Diablos, no tengo ni idea —repuso—. Supongo que sólo los rumores, pero no te preocupes por Alma Hatch. Yo me ocuparé de ella.
Ida me miró con los dos ojos a mis dos ojos. Estaba sobria.
Yo siempre creía en Ida —hiciera o dijera lo que fuese— pero creía más en ella cuando estaba sobria. Allí había más que creer. Cuando estaba bebida —lo que sucedía la mayor parte del tiempo— Ida no sabía escuchar, o sea, que se escuchaba más a sí misma que a ti.
Creía que lo que pasaba por su cabeza también pasaba por la tuya. Aunque no fuera así. O sea que podías tener una conversación con Ida sin siquiera saber de qué estabas hablando. Ella sabía de qué hablaba, y eso era lo único que importaba. Ella era así.
Yo siempre creía en Ida, pero siempre sabía cuándo mentía.
Y mentía… Ida Richilieu mentía sobre mi hermana gemela.
Ida volvió a arrastrarse por la pendiente y se deslizó en el agua. Nadó por debajo del agua y salió a la altura del pelo flotante de Alma.
Falsa-Montaña encima, las dos mujeres en el agua debajo, me esforcé en pensar qué era lo que yo hacía que creía que estaba haciendo.
Qué era lo que hacía mentir a Ida Richilieu.
Al día siguiente subí caminando a Falsa-Montaña, a mi lugar, a la pradera.
Bajé arrastrándome por las rocas graníticas y caminé por la pradera directamente hasta el borde del precipicio. Las flores púrpuras empezaban a abrirse, igual que las brochas indias y las amarillas. Junto al precipicio, en el promontorio de roca, me golpeó una ráfaga de viento. Me situé en el círculo que había dibujado en la roca desde la que prometí, tanto tiempo atrás, liberarme del agujero de mujer.
Miré hacia el precipicio. Podías verlo todo: Excellent allí abajo, el río, los manantiales, el Local de Ida, la nueva iglesia de los mormones y el agujero en la ladera de la montaña donde William B. Merrilee construía su mina de oro.
Todo. Las montañas arriba y abajo, dentadas, ondulantes, hasta el horizonte. Nieve en algunas a pesar de estar en el mes de agosto. Podía verse Gold Hill y Gold Bar; no la población en sí sino el valle. El Paso del Diablo. El lugar donde comenzaba el Valle de Boise. La carretera que llevaba a Owyhee City. Gente que viajaba por la carretera.
Y más. En ocasiones, por la noche, cuando no había luna, podías ver las fogatas del bosque. Te sentabas justo en el límite del mundo, el lenguaje del silencio dentro de ti, el mundo en silencio, y oscuridad y fuego más allá del precipicio.
Y más. Allí afuera estaba Dellwood Barker. Y Cabeza de Búfalo, y la cascada. Allí afuera, una fotografía de mi madre presionada entre las páginas de un libro sobre la luna, ese libro dentro de un petate atado a una silla de montar en un caballo llamado Abraham Lincoln. Owyhee City, el sheriff Blumenfeld, Fort Lincoln allí afuera. El matadero, las diabólicas Mujeres Almohada, Bandera Americana, Sombrero Hongo, Puerco Espín.
Todo. Todo había sido tan real. Y más.
Pero ahora era un sueño; lo había hecho mientras dormía —en otro lugar; en el lugar de mi interior al que había ido después de recibir la bala de Charles Smith.
Pero había vivido para contar la historia.
De pie en la roca, mirando hacia adelante, comprendí lo que significaba la historia.
La historia es la siguiente: la vida es un sueño.
Todo es una historia que nos contamos a nosotros mismos. Las cosas son sueños, sólo sueños, cuando no están delante de nuestros ojos. Lo que se encuentra delante de nuestros ojos ahora, aquello que puedes alcanzar y tocar, ahora, pasará a ser un sueño.
Lo único que evita que el viento se nos lleve son nuestras historias. Ellas nos dan un nombre y nos colocan en un lugar, nos permiten seguir tocando.
De pie en donde me encontraba, en el círculo de la roca en la pradera de Falsa-Montaña, vociferé lo siguiente:
—Éste es mi sitio. Yo, Duivichi-un-Dua, Chico de Chicos. Ésta es mi historia. Moriré en esta pradera. Donde murió mi madre. Donde el conocimiento será comprendido.
En cuanto articulé mis palabras, éstas desaparecieron. Una sombra pasó entre el sol y yo. Me cubrí los ojos y miré hacia arriba. Un búho volaba en círculos por el cielo.
Mi cuerpo dio un brinco. Pluma de Búho se encontraba a mi lado. Me contaba cosas importantes. Me contaba un chiste.
El conocimiento comprendido: todo lo que quedaba delante de mí era yo mirando lo que había delante de mí. Todo lo que podía hacer era reírme.
Esa noche fui a casa del doctor Ah Fong y llamé a su puerta. Por la ventana vi cómo la llama de su vela se movía en mi dirección. El doctor Ah Fong acercó la llama al cristal. Aproximé el rostro para que me reconociera. Corrió el cerrojo y abrió la puerta.
El doctor Ah Fong hizo una pronunciada reverencia.
—Encantado de velte, Místel Cobeltizo. Ha pasado mucho tiempo.
Y a continuación:
—¿Opio? ¿Pala Ida?
Incliné la cabeza, avancé en su dirección y le tomé de las manos:
—No —repuse—. No es para Ida; para mí… opio para mí.
—Opio pala Místel Cobeltizo —dijo el doctor Ah Fong—. Espela aquí.
Cuántas veces había esperado en la oficina del doctor Ah Fong a la luz de las velas el opio para los constipados de Ida, para las llagas de Ida, para los dolores de cabeza de Ida. Estanterías de libros detrás del cristal.
Botellas y latas, papeles escritos con caracteres chinos. Objetos de rojo brillante, de verde oscuro y de azul. El gráfico del cuerpo humano con líneas señalando las diferentes partes. Lengua china: palabras, no nuestras palabras, gente emitiendo esos sonidos y entendiéndolos. Escritas, esas palabras más parecidas a arbolitos, sombras de lámparas de keroseno contra una pared, o sueños que entiendes sólo mientras duermes.
—Oh —dijo el doctor Ah Fong—, opio pala Místel Cobeltizo. —Hizo una reverencia y yo se la devolví. Le di el dinero.
En Chinatown había mucho teruteru. Sacas de red que se extendían por el cielo, espinas de pescado en la calle, y esa música. Bajé caminando por la calle principal, torcí a la derecha, luego a la izquierda y finalmente escaleras abajo. Alquilé la cama de sábanas rojas en la que Ida me había contado la historia de Pie Grande. Preparé mis cigarrillos con el opio, me saqué las botas, me saqué la ropa, me metí debajo de las sábanas, encendí el primero y me lo fumé. Me fumé un segundo.
Los domingos el doctor Ah Fong tenía helado. Mi sabor favorito era el de cereza. También era el favorito de mi madre. El teruteru corría por toda la población, lo observaba todo, escudriñaba.
La mejor sensación que podía recordar era contemplar a Ida en su círculo de luz, escribiendo en su diario, escribiendo secretos que yo necesitaba saber, historias que yo tenía que oír.
Me encontraba de vuelta en el hogar, el Local de Ida en Excellent, Idaho. Todo era diferente. Todo seguía siendo lo mismo. Yo, escaleras abajo en Chinatown, tumbado en las sábanas rojas, otra vez fumando polvo de estrellas, yo, que todavía jugaba a teruteru, que todavía intentaba resolver el misterio: quién era yo, por qué vivía, dónde estaba mi hogar.
Por encima de mí, por encima de Excellent, Idaho, esa montaña, Falsa-Montaña, apoderándose de mi espíritu en Excellent, haciendo que pensara que hacía lo que creía estar haciendo.
Lo que hacía era encender otro cigarrillo. Una historia de locos contada por un loco.
Tendría que hacerte pensar.
El cartel claveteado en la puerta principal del Local de Ida decía lo siguiente: Entre nosotros viven sujetos malignos y prenisiosos.
La frase estaba escrita con grandes letras sinuosas. La siguiente frase estaba escrita en letras mayores de color negro: ¡Cuidado!, ciudadanos de Excellent, Idaho. Prostitutas y Falsos Hombres Caminan por Nuestras Calles.
En el centro de la página se veía el dibujo de una mano que señalaba lo siguiente: ¡Fornicadores! ¡Hacedores del Mal! ¡Diablos! ¡El Anti Cristo!
Y luego, en letras más pequeñas:
Nosotros, los ciudadanos de Excellent, Idaho, cumplidores de la ley, estamos seriamente preocupados por las malignas prostitutas, los alcohólicos y drogadictos de nuestra hermosa ciudad y de su desvergonzada ostentación de pecados demasiado prohibidos como para ser mencionados aquí.
El próximo domingo a las 3 de la tarde se celebrará una reunión en la Capilla del Primer Distrito, en el lado sur de Pine Street. Todo el mundo está invitado a asistir.
Conté diez de esos carteles por toda la población. Los arranqué uno tras otro y los colgué en hilera en el porche del Local de Ida.
Ida hizo su propio cartel: Diez dólares de recompensa para el hombre, mujer o niño que escriba bien la palabra prenisioso.
Cuando empecé a deletrear pernicioso, Ida me dijo:
—Eso va con todo el mundo menos contigo, Cobertizo; y si no sabes deletrearla, no quiero saberlo.
En el Local de Ida y por toda la población, los tipos intentaban deletrear la palabra. Escuché tantas formas distintas de deletrear pernicioso que de cuando en cuando tengo que deletreármela sólo para asegurarme que me la sé.
El concurso duró semanas, y durante semanas sólo se escuchó la palabra pernicioso.
Hasta Gracie Hammer y Ellen Finton se pusieron a ello, y si no sabían leer, imaginaos deletrear.
Cuando alguien le preguntaba a Alma Hatch cómo se deletreaba pernicioso, ella, harta a estas alturas de la palabra, respondía:
—C… O… M… E… M… I… E… R… D… A…
Un día, en la oficina de correos, cuando recogía el correo de Ida, Fern Hurdlika me dijo de sopetón:
—P… E… R… C… I… N… I… O… S… O…
—No —le dije.
—Ida Richilieu está mucho más llena de energía desde que has vuelto. ¿Cuánto tiempo has pasado fuera?
—Más de un año —repuse.
—Cristo, ¿ha pasado tanto tiempo? ¡Déjame mirarte! —dijo Fern mirándome.
»No hay duda que te estás convirtiendo en todo un hombre. ¿Cuándo dejarás de crecer?
—Mido seis pies y medio.
—Como mínimo —dijo Fern—. Pero ¿sabes? no sé a quién me recuerdas. A alguien que conozco, pero no es tu madre. No tienes aspecto de indio, pero tampoco de blanco.
—Me parezco a mí.
—Es al mejor al que te puedes parecer —dijo Fern Hurdlika. Y a continuación—: P… E… R… C… I… N… C… I… O… S… O…
—Mal —le dije.
Thord Hurdlika golpeaba una pieza de hierro en su herrería mientras movía los labios como un caballo comiendo heno. Me senté junto a los fuelles. Tardó un rato en verme, pero cuando lo hizo, arrojó el martillo, se sacó los guantes, aulló «¡Cobertizo!» y me dio un gran abrazo de oso. Cuando dejamos de abrazarnos, Thord Hurdlika no supo que decir, y se limitó a sonrojarse. Estábamos de pie sonriéndonos, yo sin saber tampoco qué decir, hasta que finalmente habló Thord:
—P… R… A… N… I… C… I… O… S… O…
—No —le dije.
—¿Has vuelto para quedarte? —me preguntó.
—Sí.
—Has crecido.
—He crecido —repetí.
—¿Sigues todavía, esto…?
—¿Afuera en el cobetizo?
—Sí —repuso—. Afuera en el cobertizo.
—Por supuesto.
—Tal vez pase a verte una de estas mañanas a primera hora, si te parece bien —me dijo.
—Cuando quieras.
—¿P… R… O… N… I… C… I… O… S… O…?
—No —dije.
—Me encanta volver a verte, Cobertizo —dijo—. Estoy muy contento de que hayas vuelto. Seguro que Ida también lo está.
—Sí.
—Eres como un hijo para ella. Se lo he oído decir más de una vez.
Aproximadamente en mi tercer día en el pueblo, mientras bajaba por Pine Street, justo antes del recodo de la carretera, me encontré de frente con Dave el Maldito y su Maldito perro. Cada día se parecían más. Dave el Maldito se puso a dar brincos, emitiendo sonidos, y el Maldito Perro empezó a ladrar. En un principio pensé que Dave el Maldito volvía a estar borracho, pero cuando estuve más cerca vi que no estaba borracho sino, simplemente, contento de verme. Así y todo tuve que calmarlo. Pensé que si seguía así podía darle un ataque al corazón. Le sujeté las manos tal como Ida solía hacer y empecé a respirar profundamente con él hasta que sus ojos dejaron de bizquear. Al poco el Maldito Perro dejó de ladrar. Cuando el Maldito Perro dejaba de ladrar se podía decir que Dave el Maldito estaba bien.
Dave el Maldito no me soltaba las manos. Quería llevarme a algún sitio, y lo seguí. Abrió la gran puerta del establo y la cerró detrás de mí y del Maldito Perro. El olor a mierda de caballo y paja fresca, a caballo y a cuero. Allí dentro también olía a madera de manzano y a jamón ahumado. Dave el Maldito me hizo rodear su carreta hacia la esquina sudeste del establo, hasta el último pesebre.
Él vivía en el pesebre. Nunca he visto nada igual. Un colchón en el reluciente suelo de madera y las sábanas limpias y dobladas. La almohada de Ida que yo le había dado años atrás estaba colocada en la cama como si fuera su posesión más importante. Las paredes estaban cubiertas con pedazos de papel rotos —en su mayoría sobres viejos— dibujados. En una pared había un tablero de correos para apartados postales, y en cada apartado un número y puertas con llaves para que la gente pudiera coger su correo. Al abrir uno de los apartados vi una cabeza de muñeca. Abrí otro y vi un casquillo de bala. Abrí otro y vi un viejo reloj. En cada apartado postal había un tesoro. Luego, Dave el Maldito me enseñó un mapa de Excellent y Gold Bar. Señaló un número escrito en el mapa —102— y después señaló el apartado de correos número 102. Había encontrado la cabeza de muñeca en ese lugar, dejando constancia de ello. El lugar exacto. El mapa estaba recubierto de números.
Los dibujos de la pared eran de Dave el Maldito.
Eran del estilo de como los niños dibujan árboles y casas. Figuras de palote y rostros con dos puntos por ojos y una línea por boca. Pero los dibujos eran algo más que dibujos de niños. Eran completamente locos: cosas como caballos saliendo de la tierra, casas con rostro y árboles con pies y manos.
Tuve que concentrarme mucho en ellos, y durante un buen rato, antes de comprender que estaba ante la historia de cómo veía el mundo Dave el Maldito. Como también entendí que, igual que Ida Richilieu, Dave el Maldito había estado registrando su propia historia de Excellent, Idaho.
Tardé un buen rato, pero lo primero que descubrí, después e incluso mientras miraba, era a quiénes representaban los dibujos de Dave el Maldito. Y más tarde, tras mirar otro rato, descubrí qué hacía toda esa gente.
Éstos eran algunos de los dibujos de Dave el Maldito: el marido de Ida con su pequeña polla saltando desde Falsa-Montaña. Billy Blizzard dando una paliza a su caballo hasta matarlo. Gente fumando opio en Chinatown. Billy Blizzard con una pistola contra mi cabeza y encorvándose hacia mi culo. Ida Richilieu barriendo las escaleras traseras. Yo acarreando agua para el aseo de Ida. Mi madre persiguiendo a Billy Blizzard en la carreta de Ida. Yo de pie en la ventana de Ida mirando hacia su círculo de luz. Un dibujo de Alma Hatch con aquel sombrero que llevaba el primer día. Yo subiéndome a la diligencia. Yo volviendo en la diligencia.
Había muchos más dibujos y yo tenía ganas de mirarlos, pero no lo hice; esto es, no ese día, porque Dave el Maldito, viendo cuánto me gustaban los dibujos, me volvió a coger de las manos y me llevó hasta una puerta que había junto al pesebre. Abrió la puerta y lo seguí adentro.
Me quedé de pie en la oscuridad mientras él encendía la lámpara. Cuando pude ver, lo que vi fue una habitación, un cobertizo adosado a la parte trasera del establo en el que no me había fijado en todo el tiempo que llevaba en Excellent, Idaho. Las paredes estaban cubiertas con más paneles de apartados de correos, y cada apartado contenía un tesoro: nueces, cerrojos y pedazos de cristal, fotografías, trozos de tela, un viejo tenedor, un frasco vacío de morfina, piedras, pomos, pepitas de oro, bisagras, clavos, un rollo de cordel.
Había también más dibujos —miles de ellos— y, como los tesoros, los dibujos estaban colocados juntos sin orden: la Compañía Minera William B. Merrille, Ida y mi madre peleándose en el barro, la nueva iglesia de los mormones, mujeres y niños mormones camino de la iglesia, el doctor Ah Fong, la Dry House, Thord Hurdlika casándose con Fern. Un grupo de hombres haciendo cola para verme afuera en el cobertizo. La bandera americana. El Paso del Diablo. Yo descubriendo el cadáver de mi madre y las botas rojas de Billy Blizzard. Doc Heyburn borracho apoyado contra la barra. Gente remojándose en los manantiales.
Yo sentado en mi círculo en la roca de mi sitio en Falsa-Montaña.
Un dibujo de Pluma de Búho.
Señalé el dibujo en el que se me veía en la roca de mi sitio. Dave el Maldito sonrió y señaló hacia Falsa-Montaña.
Señalé su dibujo de Pluma de Búho y le hice un gesto como queriendo decir que no entendía de qué se trataba.
Dave el Maldito me señaló.
—¿Yo? —le pregunté, dándome en el pecho.
Sí, asintió Dave el Maldito. Tú, dijo con un movimiento de labios.
Dave el Maldito me pasó un trozo de papel. Al principio no supe ver qué quería decir el dibujo. Y entonces lo vi. Era un dibujo de la palabra pernicioso. Dave el Maldito había dibujado la palabra en cuestión.
Al día siguiente, Doc Heyburn estaba en su lugar habitual de la barra. Borracho como siempre. Cuando me vio, me habló por primera vez en mi vida.
—¿Has vuelto? —preguntó.
—He vuelto.
Pidió otro whisky.
—P… E… R… C… I… N… I… O… S… O… —deletreó en voz alta, para que toda la gente que estaba en el bar pudiera oírlo.
—No —dijo Ida Richilieu.
—Déjame un poco de tiempo —dijo Doc—. Dentro de poco podré deletreártela.
Nadie consiguió deletrearla correctamente.
Pernicioso era la palabra que Ida, Alma y yo más utilizábamos después del asunto del cartel. La utilizábamos con nosotros: alcohólico pernicioso, pernicioso propagador del pecado prohibido, falso y pernicioso. Y: Perniciosa Ida, Perniciosa Alma, Pernicioso Cobertizo. El pernicioso Local de Ida. Y con las otras prostitutas también: Perniciosa Ellen Finton, Perniciosa Gracie Hammer, Perniciosas todas y cada una. Ida llegó incluso a escribir una canción sobre la palabra pernicioso y la interpretaba al piano: «¿No es delicioso? / Ser tan pernicioso / joder a esos mormones / que nacen sin cojones».
Fue divertido durante un tiempo. Pernicioso era divertido. Pero luego, con Ida poniéndose como se estaba poniendo, pernicioso dejó de ser tan divertido.
Tras el cartel pernicioso, Ida no volvió a ser la misma. Ida no era la misma, nada era lo mismo. Todo era distinto.
Era la guerra. Ida Richilieu declaró la guerra al Reverendo Hermano Josiah Helm y a la Iglesia de Jesús de los Santos de los últimos Días.
—El que unos estúpidos mormones puedan escribir sobre mí y mi hotel en mi pueblo significa la guerra —decía Ida.
El domingo siguiente, Ida organizó su propia reunión. Barra libre y diversión a partir de las tres de la tarde. El bar estaba abarrotado. Allí estaban todos los perniciosos del condado. Ida tocó el piano para ellos. Se podía oír Drink to Me Only with Thine Eyes y Tavern in the Town hasta Gold Bar. El himno Rock of Ages en el Primer Distrito no podía compararse. Y se organizó un desfile para Ida. Ida a hombros de dos grandes mineros —y todo el bar marchando detrás— bajando los escalones del Local de Ida y subiendo por Pine Street, cantando a voz en grito, especialmente al pasar por delante del Primer Distrito, especialmente su canción al pasar por delante del Primer Distrito: «¿No es delicioso? / Ser tan pernicioso / joder a los mormones / que nacen sin cojones».
Era la guerra, no había duda. Eran los problemas.
Después de eso, cada día, lo juro —aunque suene imposible— Ida Richilieu empezó a adelgazar, a descarnarse, a empalidecer, a beber más, a fumar más, a follar más y a limpiar más el hotel. Las sábanas colgadas al sol eran blancas como sus huesos sobresalientes. Por las mañanas se ponía las enaguas y uno de los vestidos buenos con un delantal limpio encima, se pintaba los labios y se ponía a trabajar en algo: fregar las escaleras, lavar los vasos del bar, barrer, fregar el suelo, planchar, siempre algo, siempre de aquí para allá dando instrucciones a la gente. Eh, tú, ven aquí, chaval. Yo procuraba no ponerme en su camino.
Llegó a tal punto que lo único de lo que la gente hablaba era de la guerra entre el nuevo alcalde, el Reverendo Hermano Josiah Helm, y la antigua alcaldesa, Ida Richilieu. La guerra religiosa. Los mormones hablaban de las fuerzas del bien contra las fuerzas del mal. Ida hablaba de pelea de gallos.
Ese verano me dediqué sobre todo a pasear de noche, buscando con ahínco algo que se me escapaba. No era algo que pudiera satisfacer. Era algo que echaba en falta, por lo que suspiraba, algo que yo desconocía. Amor. Dellwood Barker. Pluma de Búho. Pero era algo más. Suspiraba por una parte de mí que echaba en falta.
Casi siempre acababa en casa del doctor Ah Fong.
A veces me ponía a correr como hacía cuando era un niño en busca de teruteru. Ver lo rápido que podía correr de noche. Cerraba los ojos haciendo ver que estaba ciego y me ponía correr, cerraba los ojos y corría. Luego ponía eso que era yo, lo que me faltaba de mí, delante de mí y corría hacia allí. Cuando abría los ojos nunca había nada. Me despertaba por las noches con el espantoso sonido de los latidos de mi corazón, la respiración acelerada. Sólo me calmaba Ida: ir a la ventana de Ida, mirarla desde fuera en su escritorio en el círculo de luz, mientras escribía en su diario.
A veces me preguntaba si realmente había un secreto que conocer, o sólo se trataba de la apariencia de un secreto creada por todos esos años de mirar a Ida por la ventana mientras ella escribía.
A lo mejor no escribía sobre misterios, a lo mejor sólo escribía recetas. A lo mejor no escribía filosofía, sólo escribía sobre los mormones y su guerra. Escribía sobre pollas grandes o pollas pequeñas.
Pero seguía contemplando a Ida por la ventana cada noche —nunca dejé de hacerlo— porque, suponía, el secreto, el misterio —lo que siempre me llevaba de vuelta a su ventana por las noches— era lo que yo sentía al ver a Ida escribiendo.
Sentía que había un secreto, un misterio.
A veces, de noche, ese verano, me acercaba hasta donde la Compañía William B. Merrillee construía la mina, en el punto donde el río dobla al norte de Excellent, en la gran grieta que habían abierto en la ladera de la montaña. La luz de la luna en esa cicatriz de granito hacía que sus excavaciones se parecieran a la luna. Grandes pilas de árboles secándose. Algunos de esos árboles ya estaban clavados en el suelo como postes.
Vi cómo crecía el edificio. Vi a los mormones construir cimientos en la roca. Vi cómo traían grandes piezas de hierro por la carretera de Owyhee City: veinte parejas de mulas arrastrando todo ese hierro hacia arriba. Grandes piezas de hierro, vigas, barras y tuberías. Vi cómo arrastraban la chapa para el techo. Lo más duro que vi fue cómo se abrían camino por el bosque durante dos millas hasta la mina. Les vi desenrollar el cable, dos millas de cable —hacia arriba y hacia abajo— cables que llevaban los baldes de oro en polvo las dos millas hasta la mina William B. Merrillee, y cómo esos baldes volvían vacíos en busca de más, y más, arriba y abajo, más y más siempre. Vi cómo más y más familias se trasladaban a vivir a Excellent: familias de mormones. Los mormones acabaron su mina de oro un año más tarde, en el verano de 1904, o tal vez era 1905.
Se dice que cuando William B. Merrillee tuvo su visión de oro, lo que vio fue a los miembros de su bandada viviendo juntos en armonía en las montañas de Idaho, alejados de cualquiera que fuera distinto de ellos, viviendo de la mina de oro y el molino, alimentándose de la comida que ellos producían, viviendo en casas construidas por ellos, sin depender de otros que no fueran ellos.
Se dice que cualquier cosa o persona que se entrometiera en el camino de esta visión era el diablo.
También se dice que lo que nos sucedió a nosotros, a Ida Richilieu, a Alma Hatch, a Dellwood Barker y a mí, era un castigo de Dios por habernos entrometido en su camino.
Eso al menos era lo que decían los mormones.
Volví a trasladarme al cobertizo. Empecé a aceptar clientes a pesar de que Ida no quería. Decía que no necesitaba volver a prostituirme. Decía que yo tenía un hogar y dinero de sobras. Pero yo seguí. En gran parte para no aburrirme. Pero teníamos que andarnos con más cuidado por los mormones, pensando lo que pensaban sobre la sodomía. Ida, Alma y el resto de las chicas escudriñaban a sus clientes más que nunca. Por consiguiente yo estaba menos ocupado. Y además yo ya no era un niño. Había crecido y rondaba los veinte años, ya no era ningún niño. Era todo un hombre, grande y sombrío, con un punto sombrío en mi persona que asustaba a la mayoría de los hombres sin importar lo suave que me mostrara.
Alma y yo acabamos queriéndonos tal como ella había prometido. De hecho, Alma, Ida y yo nos convertimos en una especie de familia; Ida era la madre, y Alma y yo la prohijábamos cada vez más. Cuando no prohijaba o amaba a Ida, Alma hacía las veces de hermana. No podía ser fácil ya que Ida había empezado prohijándome a mí: a prohijarme y a darme clases de lengua y literatura inglesas. Al ser su niño, cada vez más su estudiante, yo la arropaba en la cama, apartaba sus pensamientos de la guerra con los mormones todo lo que podía, hacía las faenas más duras y todo tipo de trabajos.
Y los tres éramos al mismo tiempo buenos amigos. Había dinero. El negocio marchaba bien. Estaban los mormones contra los que pelear. Pasábamos borrachos buena parte del tiempo. Llegamos al punto de que lo normal era ir a Chinatown a emborracharnos y fumar. Yo seguía haciendo todo como se esperaba. Igual que Ida. Igual que Alma. Se limpiaban las sábanas. Se fregaban las escaleras, se lavaban los vasos, se pedía whisky, la cerveza se mantenía todo lo fresca que se podía, follábamos con nuestros clientes. Siempre que podía iba a los manantiales. Nunca dejaba de ir a Falsa-Montaña. A veces me quedaba allí durante cuatro días. Y también estaban los dibujos y los tesoros de Dave el Maldito.
Pero lo cierto es que faltaba algo.
El secreto. El misterio. No veía de qué se trataba y lo intentaba día tras día. Me miraba las manos, juntaba los dedos, y me decía: «Éste soy yo; yo soy quien cuenta la historia; yo soy quien conoce el secreto; yo soy quien sabe lo que falta… entonces, continúa, ¡dime de qué se trata!».
Pero no funcionaba.
Lo que me daba vueltas por la cabeza cuando había fumado bastante, bebido bastante, en Chinatown, lo que se deslizaba por mi cabeza como una bayoneta de oreja a oreja era Pluma de Búho, era verme yaciendo muerto durante meses en algún lugar para volver a depertarme. Era la muerte de mi madre, era mi hermana gemela, era Ida mintiéndome acerca de mi hermana gemela, era la fotografía de mi madre en el petate de Dellwood Barker, era cómo había follado con mi padre y cuánto había disfrutado, era Mueve Mueve, el Loco Lunático y berdaje, era el Día de Reparto, era el búfalo.
Llegó el otoño y después el invierno. Una vez más en el Paso del Diablo no nevó hasta Navidades. El deshielo volvió a retrasarse hasta principios de abril. Y llegó un nuevo verano.
Nuestro honorable alcalde, el Reverendo Hermano Josiah Helm, se nombró un ayudante. El alcalde eligió a un viejo amigo mío: el sheriff Blumenfeld de Oywhee City.
El sheriff Blumenfeld se convirtió en el nuevo ayudante del alcalde de Excellent.
La historia dice que Blumenfeld había perdido las últimas elecciones para sheriff en Owyhee City. La historia dice que lo habían cogido comentiendo actos antinatura con uno de sus prisioneros. O ésa al menos era la historia que Gracie Hammer y Ellen Finton habían oído.
Todos los demás —o sea, los mormones— habían oído una historia completamente distinta sobre Blumenfeld; la historia de sus hermanos. Historias de un sheriff honesto, temeroso de Dios y cumplidor de las leyes que había caído víctima de un sistema político corrupto.
Problemas.
Y una mañana me desperté.
Ese día, hoy hace dos años, fue el día que volví a ver a Dellwood Barker.
Poco después descubrí el secreto. Resolví el misterio.
Descubrí la auténtica dimensión de los problemas.
Según Ida Richilieu, ella lo vio primero. Acababa de bañarse y había salido al pasillo para escudriñar la gente del bar cuando Dellwood Barker entró.
—Volví a mi habitación y me puse el vestido azul —comentaba Ida.
Según Alma Hatch, ella lo vio primero. Estaba sirviendo whisky en el bar. Cuando lo oyó pedir un whisky, Alma levantó la vista y se encontró con los escudriñadores ojos verdes de Dellwood Barker.
—Me puse agua de rosas detrás de las orejas —decía Alma—, me solté el pelo, me levanté las tetas y le serví un whisky.
Alma Hatch fue la primera en follar con él porque era la que más cerca se encontraba de él. Dellwood Barker estaba a un lado de la barra y ella, al otro.
—Me harté de la barra que nos separaba —decía Alma— y de todo lo demás (incluida su ropa y la mía) y ya me lo follaba en la habitación once antes de que Ida Richilieu tuviera siquiera tiempo de abotonarse su vestido azul.
Dice la historia que cuando Dellwood Barker empezó a correrse, se corrió como ningún hombre que Alma hubiera conocido, retorciéndose y gritando y alabando al Señor como sólo las mujeres hacen, sobre todo Alma Hatch.
Dellwood, por supuesto, se estaba corriendo sin correrse, reservando sus Mueve Mueve, pero Alma estaba tan interesada en lo que le sucedía a Dellwood Barker que no se dio cuenta que lo que él hacía, o no hacía, era no eyacular.
Ida Richelieu se apoderó de él con el piano. Ida con su vestido azul bajando por la escalera, con su piel blanca, blanca como sus perlas, las peinetas en el pelo, la boa de plumas azules, Ida bajando las escaleras hacia el piano, sentándose en el piano e interpretando su canción favorita sobre el hombre en la luna: se apoderó de él.
—Cubos de lágrimas rodando por sus mejillas —decía Ida—. No había visto a un hombre llorar así desde mi marido.
Ida supuso que Dellwood lloraba porque tenía la polla pequeña. Pero antes de que tuviera la oportunidad de descubrirlo, antes de terminar la canción, antes de poder invitar a ese hombre a subir a su habitación para acomodarlo, consolarlo e inspeccionarlo más de cerca, Dellwood Barker arremetió contra el piano y se puso a tocar.
—Se puso a tocar una espantosa basura —decía Ida—. Una especie de horripilante barahúnda para piano que chirriaba en los oídos. Como un alma poseída: con los ojos abiertos como si hubiera visto al diablo, llorando como un bebé.
Ida necesitó a dos hombres para aplacar a Dellwood Barker, que lo arrastraron escaleras arriba hasta la habitación de Ida, en donde le dio unos polvos. Y a continuación follaron.
—Me encantó que no tuviera la polla grande —diría Ida más tarde—. Lo hubiera arruinado todo. Tenía una polla discreta, de ir por casa, y lloraba con toda la dulzura imaginable.
Ida tampoco había visto nunca a un hombre correrse como Dellwood Barker. Al igual que Alma, Ida comentó que Dellwood se corría como una mujer, con todo el cuerpo y no sólo con una cosa colgante.
Pero cuando Dellwood hubo terminado, Ida no había recibido ni una sola gota.
Ida Richilieu lo miró al ojo izquierdo y luego le miró la polla, para acto seguido volver a mirarle al ojo izquierdo.
—Tú eres Dellwood Barker, ¿no es cierto? —le preguntó Ida.
Yo estaba afuera en el cobertizo, solo.
Él no estaba allí. Y entonces llamó a la puerta. Entró dentro. Allí estaba, Dellwood Barker. Todo era distinto.
La primera vez que vi a Dellwood Barker, en Owyhee City, pensé que era un invento mío. Cerré los ojos, pedí por una persona especial, por él, abrí los ojos, y desde la oscuridad apareció él surgiendo de una zona de luz del tamaño de una puerta.
Tras la paliza que le dieron Blumenfeld y su alguacil, tras la paliza que después me dieron a mí, esa misma noche, cuando en la celda puso su mano en el rectángulo de luz de luna, pensé que no me había inventado a Dellwood Barker sino que en realidad yo era él.
Luego, cuando volvió a ser Dellwood, y yo era yo, cuando Dellwood empezó con lo de ser como somos por la historia que nos contamos sobre quiénes somos, la línea que nos separaba al uno del otro volvió a hacerse más delgada.
Luego la fotografía de mi madre, su esposa, y Dellwood Barker, mi padre.
Luego Dellwood Barker y yo follando como lo hicimos, tanto tiempo como estuvimos, lo que nos divertimos follando, los Mueve Mueve y el Loco Lunático.
Pero antes incluso, antes de que apareciera Dellwood Barker, había estado lo de yo y no yo y ambos luchando para ver quién tenía razón.
O sea que ese día, cuando Dellwood Barker llamó a la puerta, entró en el cobertizo y se plantó allí, mi cuerpo no supo qué hacer aparte de lo que mi cuerpo siempre había hecho, esto es desplegarse en todas direcciones. Los pies intentando correr, el corazón latiendo, la respiración acelerándose, los brazos extendiéndose para tocar, los puños cerrados, la polla tiesa, la cabeza intentando dilucidar la dinámica de la situación.
Buscarme a mí mismo era mi manera de ser. Intentar ser alguien capaz de mantener todo mi ser junto en un mismo lugar. Ser alguien capaz de hacer que esto sucediera, que Dellwood Barker también pudiera suceder.
Ida lo había aseado. Sabía que yo pensaba que era mi padre, pero la vieja prostituta lo había aseado de todos modos antes de enviarlo al cobertizo.
Llevaba una camisa blanca, pantalones limpios, botas relucientes. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, todavía húmedo, y olía a barbero. Fern Hurdlika le había afeitado, había afilado la cuchilla con la correa y había afeitado la blanca piel de los pómulos de Dellwood hasta la línea del cabello, negro en las patillas, plateado en las sienes.
—Esta noche hay luna llena —dijo Dellwood Barker con sus verdes ojos resplandecientes y escudriñando mi ojo izquierdo—. Llena en el corazón. Y la luna no sólo está llena en el corazón, sino que también hay un eclipse de luna. Eso dice en mi libro. «Eclipse lunar», dice.
—¿Eclipse? —escucharon mis oídos a mi boca.
—E… C… L… I… P… S… E… —deletreó Dellwood— es lo que ocurre cuando la tierra se interpone entre el sol y la luna, y la luna se oscurece.
—Siempre hay algo que se interpone —dije.
—Esta noche no, Cobertizo —dijo Dellwood acercando su olor y el de barbería—. Llena en el corazón —prosiguió Dellwood, rodeándome con sus brazos, estrechándome con fuerza—. La mejor luna del año para estar con quien amas.
Miré las cosas que había alrededor: el Hudson Bay en mi cama, la piel de ciervo, la estufa, la pila de leña, la alfombra trenzada, la cortina que en realidad eran unas enaguas, la ventana por la que mi madre fue vista viva por última vez, el espejo, la lámpara de keroseno: todo parecía distinto. De repente todo resplandecía con luz propia. Pensé que a lo mejor era el ocaso que hacía que todo pareciera lujoso, pero no era el ocaso. Era Dellwood Barker.
—¿Estar con quién amas? —pregunté.
—El eclipse sólo tiene lugar una vez en la vida del mapache, y está sucediendo esta noche: para ti y para mí —dijo Dellwood.
Y a continuación añadió:
—Siempre he dicho que primero haces que la historia suceda en tu cabeza y luego, antes o después, el mundo la hace realidad. Tú en mis brazos es la historia que me he estado contando desde la Cabeza de Búfalo. Por eso supongo que no es ninguna sorpresa que tú estés aquí conmigo ahora; pero te diré, hijo, que no puedo dejar de pensar que haberte encontrado de nuevo es un milagro. Mi corazón herido se siente feliz de volver a verte. No puedo expresar cuán feliz.
Dellwood apartó una mano y se la puso en el corazón cuando habló de su corazón herido, y luego puso su mano en mi corazón, en el agujero de mi corazón.
—Ida me dijo que te dispararon —dijo Dellwood—. ¿Estás bien?
—Estoy vivo —dije—. Y con mi familia. Ahora estás aquí.
—¿Quién te disparó? —preguntó Dellwood.
—Charles Smith. Está muerto. Si te quedas el tiempo suficiente, te explicaré lo que sucedió —dije.
—Tenemos todo el tiempo —dijo Dellwood—. La noche nos es propicia.
—¿Propicia? —le pregunté.
—Tú, yo, la luna llena en el corazón y el eclipse —dijo Dellwood—. Es increíble que no sepas nada sobre los eclipses.
—¿Qué hay que saber?
—Existen todo tipo de cuentos sobre los eclipses —dijo Dellwood mientras se sacaba la camisa y yo me sacaba la mía—. Se dice que cuando la luna se oscurece (durante esos minutos en los que la luna está completamente oscurecida) los hombres pueden convertirse en mujeres, y las mujeres en hombres. También he oído que los amantes que están jodiendo pueden atravesar los límites y pasar a ser el otro.
Dellwood Barker estaba frente a mí y apoyó la cabeza en el agujero de mi pecho.
—Los indios berdaje de los viejos tiempos dicen que el conocimiento puede comprenderse durante el oscurecimiento de la luna; que puedes enfrentarte a quien eres y a quien crees ser —prosiguió Dellwood—. Y mucha gente no soporta descubrir que son quienes creen ser, y acaban completamente locos.
La boca de Dellwood Barker en mi oreja, él de nuevo en mis brazos.
—He oído decir que puedes hablarle a tu sombra, y que tu sombra te contesta —dijo Dellwood—… se trata de eso, ¿sabes?, el eclipse de luna es una sombra: la tierra se interpone entre el sol y la luna, y lo que oscurece la luna es la sombra de la tierra. O sea que, como dice mi libro, el sol (que es la fuente de luz) es bloqueado por la tierra (que es el lugar en el que todos pensamos que somos quienes somos) y el pensamiento de ser quienes somos, la sombra de la tierra se proyecta sobre la luna (que es nuestro yo secreto), y el secreto es que no somos quienes creemos ser.
Mi cara en el cuello de Dellwood. Contra su piel, escuchando cómo sus palabras ascendían.
—En cualquier caso, el resultado es —dijo Dellwood— que durante el oscurecimiento de la luna todo sucede de modo distinto a lo habitual.
La luna era un retazo de ventana sobre las sábanas, y sobre la espalda de Dellwood. Mis manos sobre el retazo de luna en su espalda, sin tocar la oscuridad.
—¿Podemos ir a algún lugar en donde dispongamos de una buena vista del cielo? —preguntó Dellwood.
Me apoyé sobre un codo.
—¡Sígueme! —le dije.
En cuanto salimos, Metáfora llegó corriendo y me saltó a los brazos sonriendo y con la lengua fuera. Abraham Lincoln piafó y asintió cuando le acaricié el cuello.
—¿Dónde está Princesa? —preguntó Dellwood.
—Charles Smith —dije.
—Tenemos todo el tiempo —dijo Dellwood.
La noche era grande. Vadeamos el río con el agua resplandeciente hasta los tobillos, con la luna llena en el corazón. Empezamos a subir.
Cuando llegamos al afloramiento granítico, empecé a correr. Corrí y miré hacia abajo, a la pradera. Nunca había visto la luna tan grande, roja anaranjada con el fuego de agosto.
—Éste es mi lugar —dije—. El lugar del conocimiento comprendido. Los tybo lo llaman Cabeza de Indio, pero su auténtico nombre es Falsa-Montaña.
Dellwood me rodeó con su brazo y yo pasé el mío por su espalda y nos quedamos allí, yo en mi sitio con Dellwood Barker, quien no dijo una palabra durante un buen rato, limitándose a escudriñar.
—¿Quién murió aquí? —preguntó Dellwood.
—¿Murió?
—Aquí murió alguien a quien conocías.
—Aquí murió un hombre llamado Pie Grande —dije.
—¿Lo conocías? —me preguntó Dellwood.
—Sabía cosas de él —dije. Y a continuación—: Mi madre murió aquí.
—¿Tu madre? ¿La mató Charles Smith?
—Tenemos todo el tiempo.
—Y la noche nos es propicia —dijo Dellwood.
—¿Propicia?
—En el eclipse de luna —dijo—. Esta noche nos convertiremos el uno en el otro.
Trepé por las rocas y Dellwood me siguió. Anduvimos por la pradera directamente hasta el precipicio. En la roca, en el círculo que yo había trazado allí, nos sentamos al borde del mundo con las piernas colgando. La luna era una bola roja anaranjada perfecta en el nocturno cielo azul.
—Otra cosa sobre los eclipses es que los muertos pueden resucitar y ponerse a caminar —me dijo Dellwood.
Miré alrededor.
—Será mejor que nos vayamos —dije.
—Demasiado tarde —dijo Dellwood—. ¡Mira!
La luna llena roja anaranjada en el corazón tenía un mordisco de sombra terráquea.
—Esta noche nada se interpone —dijo Dellwood—. Somos yo y tú y Mueve Mueve y la luna llena en el corazón que se eclipsa.
—Y los muertos caminando por aquí —dije—. Mi madre caminando por aquí.
—Y los hombres convirtiéndose en mujeres, y las mujeres en hombres —dijo Dellwood—. Y los amantes convirtiéndose en el otro —añadió.
—Todo lo que escondes saldrá a relucir.
—Y te encontrarás frente a frente con tu ser —apuntó Dellwood.
—Y te encontrarás frente a frente con mi ser —dije.
—Tu sombra te hablará. Conocimiento comprendido.
Nos sacamos las botas antes de empezar a besarnos, tumbados en el círculo que yo había trazado. Mueve Mueve aflorando con fuerza, fuerte como la sombra que mordía la grande y redonda luna roja anaranjada que flotaba en el cielo, en la lejanía. Mis manos en su espalda roja anaranjada, en sus caderas de luna, en su cuello.
Entrar superando la resistencia.
Mi agujero, el agujero de mujer, la polla de Dellwood dentro de mí, el Loco Lunático, hombre convirtiéndose en mujer, yo convirtiéndome en mujer, yo Alma Hatch, Ida Richilieu, Gracie Hammer, Ellen Finton: esas hembras.
Fuera del círculo, los muertos caminaban en torno al círculo. Mi madre, la Princesa, la esposa de Dellwood, caminaba en torno al círculo, los pies descalzos, la falda de ante, la blusa roja.
—Los ojos —le dije a mis ojos— no miran los ojos de tu madre.
La polla de Dellwood clavándose en mis entrañas, haciendo aflorar todo, haciendo aflorar el dolor. En la penetración —puedo asegurarlo— ya sea de una polla grande o pequeña, tienes que mantenerte abierto si no quieres que te duela.
El secreto es abrir el agujero de mujer para que no duela.
El secreto es que cuando estás abierto, cuando eres la luna reflejando la luz, el sol te pertenece, todo te pertenece.
La verdad es que esto es algo que la mayoría de los hombres ignora. Todo pobre desgraciado necesita saberse vivo, y lo cierto es que la única forma de saberse vivo es penetrar, superar la resistencia, entrar a fondo.
Prueba: entras en la oscuridad, estás vivo.
Lo cierto es que simplemente siente nostalgia del pecho materno.
El agujero de mujer es el agujero de la madre.
Todo pobre desgraciado sin destetar tiende hacia su madre con la polla.
Lo cierto es que ningún pobre desgraciado se mira los pezones. Ignora que está sentado sobre su propio oscuro secreto: el ignorado, el impenetrado agujero lunar que él se ha dedicado a rellenar durante todo este tiempo y de cuyo contenido y significado no tiene la más remota idea.
La verdad es que la luna, oscura, próxima a la cabeza de Dellwood, era una cabeza. En el suelo, en el círculo, a nuestro lado, estaban nuestras encorvadas sombras.
—Tu padre, tu madre —decían las sombras—. El hombre, la mujer —decían—, la luz.
Más allá de las sombras, más allá del círculo, los ojos de mi madre eran grandes estrellas resplandecientes demasiado grandes como para mirarlas, pero yo miré, escudriñé con mi ojo izquierdo en el suyo.
—Madre —le dije a Buffalo Sweets—. Estás muerta. No hay sitio en mí para ti, no hay sitio en Dellwood, y él y yo tenemos que partir solos.
—Cobertizo —dijo Dellwood acercando su cara a la mía—. Mírame en el ojo izquierdo.
Verdes incluso en la oscuridad.
—Contrae el rostro. Cierra los puños. Tus pies, garras. Saca el Mueve Mueve de tus huevos, a través del culo, por la espalda hasta lo alto de la cabeza. No eyacules.
La luz disparándose a través de mi cuerpo, eyaculé.
—¿Soy yo? —pregunté, siendo él—. ¿Soy yo?
Conocimiento, comprensión: el diablo no tiene luz. El diablo es sólo una sombra: nuestra propia sombra que llamamos el diablo, esa oscuridad.
Ida dijo que había preparado una gran cena para Dellwood y para mí en su habitación. Que yo recordara, Ida nunca había dado una cena en su habitación para más de dos personas; a saber: ella y aquél para quien luciera el vestido azul cuando ovulaba.
Ida ni siquiera llevaba su vestido azul; llevaba el vestido blanco. Alma Hatch también llevaba su vestido blanco. El mantel era blanco. Sobre la mesa, en las palmatorias que Ida llamaba «candelabros» había colocado velas. La habitación estaba más rosada que nunca.
Ida sentó a Dellwood Barker frente a ella, y a Alma Hatch frente a mí.
—La cena consiste en bistec, whisky y pan —dijo Ida.
Como en la mesa no había ni bistec ni pan, empezamos con el whisky.
Ida llenó hasta el borde los cuatro vasitos que había sobre el mantel blanco. Ida cogió su vaso la primera, lo levantó dirigiéndose a Dellwood Barker y dijo:
—Bienvenido, forastero.
Nos bebimos el whisky sin decir palabra e Ida nos sirvió otra ronda.
Miré en torno a la mesa. Alma Hatch, con el color de la habitación en su vestido blanco y en su piel, estaba más hermosa que nunca. Ida también estaba muy hermosa. Con su vestido blanco, con el pelo estirado hacia atrás y recogido en la nuca y los diamantes de bisutería en el pelo. Y Dellwood, hermoso, la piel blanca, la línea de las patillas, los ojos verdes, el pelo peinado hacia atrás, la camisa blanca con cuello.
Ida siempre servía las dos primeras rondas y luego lo dejaba en tus manos. Yo fui el primero en servirme la tercera: Ida Richilieu, Alma Hatch y yo juntos en la misma habitación, una situación propicia para beber.
Ida no tardó en contar la historia de la boa de plumas, golpeándose la rodilla al decir: «en lugar de coger el arco y la pluma, cogió la boa de plumas».
Ida empezó con esa historia y siguió con su versión de todas las historias. La historia de mi fuga con veinte prostitutas persiguiéndome. Cuando pintamos el hotel de rosa. La historia de cómo me folló Alma Hatch, Ida siempre magnificando lo que realmente sucedió al tiempo que juraba que todo lo que decía era cierto, que era la palabra de Dios que, para Ida, nunca estaba demasiado lejos de la suya.
Mientras Ida hablaba, Dellwood se levantó para servirse otro trago. Alma Hatch también se levantó y sostuvo su vaso vacío delante de Dellwood mientras éste se llenaba el suyo; Dellwood sonreía y Alma le hacía caídas de ojos.
Alma Hatch tenía esa mirada en su ojo: el tipo de mirada que tenía Ida cuando se ponía su vestido azul. Sólo que ella no era Ida.
—Eres todo un caballero, Dellwood —le dijo Alma—. ¿Te gustan los pájaros?
—La luna menguará hasta el dieciséis de septiembre —repuso Dellwood—. Si has plantado patatas, será mejor que esperes hasta el día dieciséis.
—¿No es delicioso? / Ser tan pernicioso / joder a esos mormones / que nacen sin cojones —canturreaba Ida.
Todos bebimos otra ronda.
Fue un poco después de que yo hubiera dejado de contar por qué ronda iba cuando recordé que todavía no habíamos cenado. Luego, de repente, Ida Richilieu puso su vaso a un lado, apartó el plato vacío, el cuchillo, el tenedor, la cuchara y la servilleta de delante, colocó los codos en la mesa, cerró los puños, hizo retumbar la mesa de un puñetazo y aulló:
—Dime, Míster Trago, Enamorado de la Luna, Dellwood Barker, ¿qué diablos hace tu culo en Excellent, Idaho?
Cuando levanté la vista hacia Ida lo que vi fue una Ida asustada. Asustada de Dellwood Barker, mi padre, asustada por la mentira que había contado de mí y de mi hermana gemela.
La mayoría de los hombres habría tenido la sensatez de levantarse y salir de allí mientras estuviera a tiempo. En el hotel de Ida, en la habitación de Ida en su hotel, a la mesa de Ida, bebiendo el whisky de Ida no era un lugar para un pobre desgraciado si Ida Richilieu pensaba abalanzarse sobre ti como un puma.
Pero Dellwood Barker no era ningún pobre desgraciado. Miró a Ida Richilieu, escudriñándola, en su ojo izquierdo, y los ojos de Ida se movieron nerviosamente (sólo había visto ese movimiento nervioso con mi madre, Buffalo Sweets, y el día que Alma Hatch entró en el saloon).
—He venido por una sola y única razón —dijo Dellwood Barker.
—Has venido por Cobertizo —dijo Ida.
—No —repuso Dellwood—. No sabía que Cobertizo estuviera aquí.
—Has venido por mí, ¿no es cierto? —dijo Alma.
—No —dijo Dellwood—. He venido por una sola y única razón —dijo—. P… E… R… N… I… C… I… O… S… O…
—¡Oh! ¡La humanidad! —dijo Ida Richelieu mientras se golpeaba la rodilla. Y a continuación—: ¡Glorioso!
»¡Glorioso! ¡Glorioso!
Nos servimos otro trago.
Tras eso, Ida Richilieu le preguntó a Dellwood Barker todo lo que una persona puede preguntarle a otra persona. Dónde había nacido, quiénes eran sus padres, dónde había estudiado, quién le había enseñado a tocar el piano de ese modo, dónde había vivido, cuánto dinero tenía y con quién le gustaba follar más, con hombres o con mujeres.
Dellwood Barker contestó todas las preguntas de Ida Richilieu. No se guardó ni un solo detalle sobre su historia personal: cómo sus padres habían muerto en Robber’s Roost, el berdaje Mujer Loca, por qué los pianos le volvían loco. Les habló de su libro, Secretos de la luna, y de los periodos de la luna apropiados para comer ciertos alimentos, cuándo no comerlos, cuándo lavarte las orejas y cuándo tener conocimiento carnal. Les habló incluso de Mueve Mueve y del Loco Lunático. Les dijo que sus preferencias sexuales dependían de la persona, y no del sexo de esa persona. Dijo que con quien más le gustaba follar era conmigo.
—¿Con Cobertizo? —preguntó Alma.
—¿Y eso? —intervino Ida.
—Porque le quiero —dijo Dellwood.
Alma Hatch había estado lujuriosamente callada gran parte de la velada, excepto para reírse con la palabra pernicioso y emitir un reclamo de pájaro de cuando en cuando, mirando de refilón a Dellwood siempre que tenía oportunidad. Pero cuando dijo que me quería, se produjo un cambio en Alma Hatch, como si un fusible flojo hubiera sido encendido.
—¿Ha estado casado alguna vez, Míster Barker? —le preguntó Alma.
Observé a Ida. Ida me miró a mí, y después a Alma. Alma le devolvió la mirada.
—Sí —dijo Dellwood—. Hace años. Con una mujer india llamada Buffalo Sweets. Pero la perdí a ella y a los gemelos, un niño y una niña. En una helada.
—¿Era una india? —le preguntó Alma.
—Bannock —dijo Dellwood.
—Tu madre era bannock, ¿no es cierto, Cobertizo? —me preguntó Alma.
Dellwood me miró al ojo izquierdo con sus dos ojos.
—Shoshone. —Me bebí el whisky de un trago y me serví otro. Miré fijo a Ida. Ida miró fijo a Alma. Alma le devolvió la mirada.
—¿Cómo se llamaba? —me preguntó Dellwood.
—Princesa —dije.
—¿Princesa?
—Pero también la llamaban de otro modo, ¿no es cierto? —intervino Alma.
—La llamaban prostituta de dos cuartos —dijo Ida mirando a Alma.
—Perdonadme —escuché decir a mi boca—. Tengo que hacer un pipí.
Me levanté, vi cómo mis pies abandonaban la habitación de Ida, entraban en el pasillo y salían por la puerta trasera del rellano del segundo piso. Me observé mear por encima de la barandilla.
Cuando me volví y miré por la ventana de Ida, en lugar de ver a Ida Richilieu escribiendo historias humanas en su diario, la escuché contar una historia humana; sobre mí.
La historia la contaba Ida Richilieu, y Alma Hatch y Dellwood Barker la escuchaban. Esto es lo que oí:
—Nunca he visto a un chico amar tanto a su madre como Cobertizo. Se pasaba casi todo el tiempo esperando un gesto de reconocimiento suyo. La atendía como si fuera su pretendiente. Limpiaba su habitación, se aseguraba de que comiera, le hacía recados, dormía con ella siempre que podía, iba a buscar agua al abrevadero para prepararle el baño: cada día le subía cuatro baldes por las escaleras traseras. Incluso sacaba su orinal cada mañana. Princesa no era feliz, y era una mujer egoísta que trataba a Cobertizo como a un sirviente. No tenía el más mínimo escrúpulo en ese sentido.
»Pero no me malinterpretéis, Cobertizo no era ningún estúpido. Cuando no atendía a su madre, Cobertizo era una harina de muy otro costal. Ese niño podía desaparecer durante semanas cuando no era más que un renacuajo, y vivir en plena naturaleza como un animal. Nunca he visto nada parecido. Podía correr como un ciervo. Desaparecer en un segundo. La mitad de las veces no sabías dónde estaba. Antes de cumplir los cinco, se podían contar cientos de historias sobre ese niño. En una ocasión, cuando Billy Blizzard mató a su caballo aquí afuera, Cobertizo se puso a delirar: empezó a bailar y a aullar como un desequilibrado, sacando espuma por la boca. Se pasó dos días llorando.
»Y luego Billy Blizzard, Dios bendito. Violó al chiquillo delante de nuestros propios ojos. Puso una pistola contra la cabeza de Cobertizo y se lo folló aquí detrás de la casa delante de mí, delante de su madre… delante de todos. Creímos que Billy había matado al chiquillo. Yo bajé corriendo y Billy empezó a pegarme y darme patadas. Me dejó fuera de combate cerca de tres meses. Billy Blizzard se subió a un caballo y salió disparado de aquí, con la Princesa siguiéndole en la carreta de las mulas. No la encontramos hasta la primavera siguiente. Cobertizo también encontró las botas rojas de Billy Blizzard… lo que mucha gente, entre la que no me cuento yo, toma como evidencia de su muerte. No encontraron el anillo de Billy Blizzard, y yo no me creeré que está muerto hasta tener una evidencia mejor que un par de botas y unos trozos de ropa vieja.
»En primavera, Cobertizo volvía a andar pero no estaba bien. Dijo sus primeras palabras en inglés —o las primeras que yo le escuché: Era mi espíritu de las cosas, dijo. Casi me parte el corazón.
»Su madre solía dirigirse a él diciéndole “Cobertizo”; con lo que quería decir: “¡Ve al cobertizo!”. De ahí viene su nombre.
»Todo esto que os cuento, mister Dellwood Barker y missis Alma Hatch, es tan cierto como la verdad de Dios; es la verdad de cuanto sucedió. Si alguien os cuenta otra cosa no será más que una distorsión de los hechos. Os cuento todo esto para que comprendáis el lacerante dolor con el que ha tenido que vivir este muchacho, y eso es algo de lo que nunca hay que burlarse, o que pueda tomarse a broma. Es simplemente demasiado doloroso.
»Es por eso por lo que no hablamos de su madre —añadió Ida.
»¿Me entiendes, Alma Hatch?
»¿Y tú, Dellwood Barker?
Era la primera vez que oía la versión de Ida de mi propia historia. Mientras la contaba, lo que mis ojos vieron fue mi reflejo en la ventana mirando hacia dentro. Vi las figuras encoladas de Dave el Maldito, dibujos de mí en trozos de papel haciendo lo que Ida decía que yo había hecho, junto a caballos que salían del suelo, casas con rostro, árboles con pies y manos. Luna llena y un cuchillo sangriento atravesándola de oreja a oreja.
La verdad según Ida Richilieu.
Pero la verdad era que Ida mentía. La historia que Ida contaba sobre mí —según mi versión— no era la historia de mi madre y mía en ningún caso. En realidad era la historia de Ida Richilieu y de mí.
La historia de una loca, contada por una loca.
Tendría que hacerte pensar.
Yo seguía en la ventana cuando Dellwood Barker salió al porche. Meó por encima de la barandilla y encendió un cigarrillo.
—Tu historia es bastante impresionante —dijo Dellwood.
En lugar de volver la vista hacia Dellwood seguí mirando la ventana. Ida Richilieu zarandeó a Alma Hatch y la abofeteó con tanta fuerza que la tiró al suelo. Alma se tapó la cabeza con las manos.
—Lo siento, Idee, lo siento —decía Alma—. No sé lo que me ha pasado. No volveré a hacerlo. ¡Te lo juro!
—Tu madre no es un tema de conversación muy recomendable por estos pagos —dijo Dellwood.
—No.
—La mató a ella y te violó a ti ¿verdad? —dijo Dellwood—… ¿Billy Blizzard? —Ajá.
—¿Cobertizo? ¿Por qué no me lo contaste? Lo de tu madre.
—Ella murió y yo sobreviví —dije.
—¿Pero por qué no me lo contaste? —me preguntó Dellwood.
—No sabía por dónde empezar —dije—. Y además, tú estabas demasiado ocupado hablando de la luna.
Cuando Dellwood y yo volvimos a la habitación de Ida, por fin habían traído la cena: en la mesa había bistec y pan. Había un vaso lleno de whisky para cada uno. Ida y Alma volvían a estar sentadas a la mesa, Ida en su sitio, Alma en el suyo, las dos hablando como si no hubiera sucedido nada.
Con Dellwood Barker, nuestra familia de tres compuesta por Ida, Alma y yo pasó a ser una familia de cuatro sin problemas; bueno, sin problemas excepto por Alma Hatch. El problema es que Alma creía estar enamorada de Dellwood Barker.
Alma Hatch creía que era amor. Pero no era amor. Ni tampoco la hierba. Se trataba sólo de la forma de ser de Alma.
A Alma siempre le sucedía lo mismo: veía a un hombre y se enamoraba de él de buenas a primeras igual que articulaba sus reclamos de pájaro. En cuanto lo veía, nada más enamorarse empezaba a odiarlo. Enamorarse era algo obligado para Alma, y puesto que era algo obligado, era algo que odiaba. Lo odiaba porque estaba enamorada de él. Lo odiaba porque ahora que lo amaba él iba a penetrarla, y odiaba amarlo.
Y todo esto sucedía en un solo instante, antes incluso de que Alma hubiera hablado con el hombre en cuestión. El hombre solía ser otro pobre desgraciado que bebía una copa en el bar. Alma Hatch se acercaba al hombre y en cinco minutos estaban arriba en la habitación once, haciendo lo que Alma más amaba y odiaba del mundo. La historia solía durar sólo unas dos semanas. Alma sentía todo lo que había que sentir. Sentía orgasmos como nunca antes. Se sentía utilizada y poco valorada. Se sentía hermosa y satisfecha. Se sentía como un coño, un ojete y una boca andante. Sentía que por fin había comprendido el sentido del amor. Se sentía perdida. Escribía poemas y a veces, en medio de un polvo, podía levantarse y, envolviéndose en una sábana, salir al rellano y recitar uno de sus poemas para que lo escuchara todo el maldito saloon.
Y durante todo este tiempo, el pobre desgraciado del que se había enamorado no entendía nada de lo que sucedía. Según su versión de la historia, un día, mientras bebía una copa, esta belleza de larga melena quiso poseerlo y él se dejó hacer.
Pero con Dellwood Barker fue peor que con cualquier otro. Peor, supongo, porque realmente, creo, estaba enamorada de él. Peor porque Dellwood Barker también la amaba… la amaba como supongo todos amamos a los otros.
En nuestra familia —cuando la familia era de tres— echábamos en falta un padre. Cuando de tres pasamos a ser cuatro, Dellwood el cuarto, ya no volvimos a necesitar un padre.
Un padre para mí, carne y sangre; algo que sólo Ida y yo sabíamos. Un padre para Ida en el sentido de que ella era madre y Dellwood se parecía mucho a su ex marido. Pero en lo que respecta a Alma Hatch, Dellwood Barker no era tanto un padre como un papá.
—Igual que tú con tu madre —me dijo Dellwood en una ocasión—. Alma nunca recibió el cariño que necesitaba de su madre, y ésa es la historia que se cuenta a sí misma casi cada maldita vez que conoce a un hombre. En cierta ocasión me dijiste que intentabas liberarte del agujero de mujer, ¿y qué crees que le sucede a Alma? Ni siquiera sabe que necesita liberarse, no importa de qué.
Pero Alma Hatch lo pasó peor que nunca con Dellwood Barker, porque Dellwood Barker no era un pobre desgraciado, porque Dellwood Barker era un lunático, especialmente cuando se refería a las historias de la gente y cómo la gente se cuenta a sí misma sus propias historias. Con Alma Hatch, Dellwood Barker descubrió una historia, más clara y sencillamente contada que cualquiera de las que se suelen encontrar. Y Dellwood la hizo encajar, completando las partes de la historia de Alma que necesitaban ser completadas. Dellwood jugaba, cizañeaba, avivaba el fuego, con lo que Alma podía sentirse como tenía que sentirse: más gloriosa, más lacerante que nunca.
Dellwood Barker hacía lo mismo con Ida Richilieu. Completaba las partes de su historia que necesitaban ser completadas. Dellwood se sentaba hacia atrás y dejaba a Ida ser Ida. Se convirtió en su mayor admirador. Odiaba a los mormones con ella. Hablaba de pollas con ella. Siempre se ponía de su parte. La trataba como a una reina: la autoridad, la única con mando. También avivaba su fuego, tal como el fuego de Ida necesitaba ser avivado; a saber, asintiendo a todo lo que decía excepto cuando hablaba de filosofía. Dellwood Barker estaba en completo desacuerdo con Ida Richilieu siempre que se hablaba de filosofía. Los dos habían leído mucha literatura inglesa, y hablaban de literatura, pero casi siempre disentían porque, como Dellwood decía, «No puedes hablar de literatura inglesa sin tocar asimismo la filosofía».
Dellwood discutía con Ida porque, decía, sabía que Ida necesitaba discutir. Necesitaba alguien listo como ella para poder discutir con él. Así pues, él le brindaba la oportunidad.
Supongo que Dellwood Barker alimentaba mi fuego del mismo modo, aunque él decía que no era así; que no podía y que por eso mismo estaba tan enamorado de mí.
—La mayoría de los tipos son endiabladamente estúpidos —decía Dellwood— y no saben que se están maquillando. Pero tú eres diferente, Cobertizo. Tú vives conociendo y comprendiendo que eres una historia que has inventado para mantener alejada a la luna. Y como sabes lo que es vivir sin una historia, te has vuelto un experto en historias y en el poder de las historias.
»¿Qué es un ser humano sin una historia? —preguntaba—. Es un niño mestizo y pervertido que persigue al pájaro teruteru, que mira por las ventanas, a la gente que hay dentro, que mira a quienes creen que son, cómo les van sus historias… y cómo se las arreglan.
Pensé durante un buen rato en lo que Dellwood Barker había dicho de mí. Con el siguiente resultado: hay una historia en la que creía y todavía sigo creyendo: éramos una familia. Ida Richilieu, Alma Hatch, Dellwood Barker y yo éramos una familia.
Una de las mejores épocas como familia llegó después de que Ida le enseñara a Dellwood a tocar el piano. Dellwood no tardó en controlar su llanto. Tampoco pasó mucho tiempo antes de que Dellwood pudiera interpretar música hermosa. Me encantaba sentarme a escucharle tocar. A Ida también le gustaba su música. Y Alma Hatch, por supuesto, pensaba que la música de Dellwood era la música más hermosa que había sonado nunca en el mundo. Decía que le hacía sentir como si volara. Emitía sonidos de pájaro inimaginables. Ida decía que la música que tocaba él era clásica. Dellwood se vio obligado a disentir. Decía que no era clásica sino romántica. Discutieron sobre este punto hasta el último momento.
Cuando Ida y Dellwood se sentaban al piano para tocar duetos, eran la misma persona, el lado masculino y el lado femenino de cada uno, una persona con la música que hacían. Era bastante gracioso, ellos dos tocaban y Alma Hatch y yo bailábamos al modo de los tybo —al menos cuando Alma no sollozaba o amenazaba con quitarse la vida—; bailábamos polkas y valses, danzas de la tribu judía de Ida, danzas del país del ex marido de Ida, Italia. Bailes gloriosos, los llamaba Ida.
Ida y Dellwood a veces dormían juntos pero no follaban. Al menos yo no lo creo. Para Ida follar no era demasiado importante, y yo estaba allí e Ida sabía lo que sentía por Dellwood, y recordaba el fallo que había cometido al caer en brazos de Alma Hatch, lo que significó perderme a mí; por no hablar de Alma Hatch, que perseguía a Dellwood como una yegua en celo…
Ida probablemente supuso que las manos de Dellwood ya estaban llenas de trayectorias sexuales. Además, Ida decía —¿o era Dellwood?—: «La trayectoria sexual es sólo una de las formas de contacto entre los seres humanos».
Dellwood Barker pasaba mucho tiempo con Alma Hatch. Más del que yo había pasado en su tiempo. En un par de ocasiones, cuando veía sus trucos, me entraron ganas de arrancarle todas las trenzas del pelo: intentaba poner celoso a Dellwood con otros hombres, compraba pasteles en la Sociedad de Beneficencia y le decía a Dellwood Barker que los había horneado ella, siempre encontraba algo en su habitación para reparar o mover de sitio o le decía a Dellwood Barker que quería un hijo suyo y le pedía que le diera sus Mueve Mueve.
Pero nunca le levanté la mano a Alma Hatch. Y todo por lo que Dellwood había dicho acerca de Alma Hatch y su padre, y también por lo que Dellwood no dejaba de decirme sobre la grandeza del amor.
—El amor —decía— te hace más grande, te entran ganas de compartirlo más y más.
Pero en ese punto, yo tenía el as en la manga, por hablar así. Toda esta charla sobre el amor, el engrandecimiento fruto del amor y la no exclusividad de las relaciones sexuales para expresar el amor tenía todo su sentido. Pero lo cierto era —y eso era algo que siempre tenía presente— que a Dellwood Barker le gustaba que me lo follara. Decía muchas veces que se había pasado toda su vida metiéndola él, que siempre había anhelado hacerlo al revés, y que ahora que había encontrado a alguien de confiaza con quien hacerlo al revés, y dado que era yo, Cobertizo, alguien a quien amaba, con quien lo hacía al revés, y puesto que ni Ida ni Alma servían para hacerlo al revés, la relación comigo era perfecta, era perniciosa.
Un día que me encontraba en Falsa-Montaña, me senté con las piernas colgando del precipicio. Pensaba en el conocimiento comprendido mientras contemplaba el mundo —la cordillera, el Local de Ida, la ventana de la habitación de Alma, en donde Dellwood Barker y Alma Hatch probablemente estarían follando— y empecé a comprender. Cada vez me guardaba mejor mis Mueve Mueve y, cuanto más me los guardaba, más comprendía, más amor parecía tener.
Comprendí: Dellwood y Alma eran yo, e Ida era yo también. Nosotros cuatro éramos el mundo entero —todas las historias que contaban sobre nosotros— follando y jugando y tocando el piano, nosotros éramos una familia, la historia familiar del ser humano.
—Formando una piña —como decía Ida.
—Contra viento y marea —decía Dellwood.
—No importa qué —decían.
—Una familia —decía yo.
—Mejor que cualquier familia de mormones —decía Ida.
Todo se desmembró, o se reunió, un sábado por la noche de mediados de septiembre. Alma Hatch estaba en uno de sus peores momentos, que eran los mejores, y odiaba a Dellwood Barker porque lo amaba. Habían ido a dar un paseo hasta el cementerio. Dellwood la había penetrado y ella había tenido un orgasmo como nunca antes y sentía todo lo que había que sentir: se sentía hermosa, satisfecha y como un coño, un ojete y una boca andante. Alma Hatch le gritaba a Dellwood Barker, le decía a él y al condado entero que siempre sería el mismo vaquero loco, un cabeza-caliente, un despistado, un inmaduro, un salvaje, un temerario, una especie de borracho lunático.
Más o menos en ese momento tropecé con ellos en los escalones de entrada del Local de Ida. En cuanto Alma Hatch me vio, empezó. Me dijo las mismas cosas que le había estado diciendo a Dellwood. Cuando terminó de dar alaridos, de vocear, de maldecir todo lo que quiso, se abalanzó escalones arriba.
Dellwood y yo nos quedamos mirando. El vestido de Alma se había enganchado en su cinturón, corsé o lo que fuera, y allí estaba —el culo al aire de Alma Hatch— delante de nuestros ojos.
Dellwood y yo nos partimos de risa. Alma se bajó el vestido, entró corriendo en el Local de Ida y se abalanzó por la escalera hacia su habitación. Más tarde, cuando Dellwood y yo estábamos en la barra tomando un whisky, Alma Hatch se asomó por la barandilla y se puso a recitar uno de sus poemas: una cosa espantosa sobre su culo desnudo, que era la luna y el objeto de deseo de todo el mundo.
Más o menos una hora más tarde, se acercó a Dellwood y le dijo:
—¡Esta noche duermes conmigo!
—No —repuso—. Esta noche duermo con Cobertizo.
Y Alma Hatch dijo:
—Os voy a matar a los dos.
A la mañana siguiente Dellwood y yo nos levantamos de la cama en silencio, pero no lo suficientemente para la vieja Alma Hatch Ojo de Halcón. En cuanto notó que Dellwood y yo pensábamos levantar el vuelo juntos y solos, enloqueció; «hasta el punto de que se me nubló la vista», le contaría más tarde a Ida. Pero Alma veía lo suficiente como para coger el arma de Ida que estaba junto a la cama y, tal como sucedió, salir corriendo del Local de Ida detrás de nosotros, con el pelo ondeando al viento y medio desnuda.
Cuando Dellwood y yo dejamos el Local de Ida por la puerta trasera, el sol todavía no había salido, y la luna seguía brillando. Falsa-Montaña se veía negra y sin estrellas contra el cielo azul marino. Pero todo tenía un tono rosa, como el Local de Ida, y dorado cuando cruzamos el río y empezamos a subir por la montaña. Metáfora venía con nosotros. Tenía mucho de cabra.
Hacia media mañana, nos paramos a descansar en la linde del bosque. Yo hablé primero:
—La noche que estuvimos aquí, durante el eclipse, ¿te convertirste realmente en mí?
—Sí —respondió Dellwood.
—¿Y qué se sentía siendo yo?
—Me sentía bien. Con ganas de reír.
—¿Eso es todo? —pregunté—. ¿Y algo más?
—Sentí la presencia de tu madre, y a Pie Grande —repuso Dellwood.
—¿Viste a mi madre?
—No la vi, no, sólo la sentí —dijo Dellwood.
—¿Y cómo se sentía mi madre?
—Te quería mucho.
—¿Eso es todo?
—¿Tendría que haber algo más? —preguntó Dellwood.
—No —repuse—. Es sólo curiosidad.
Y a continuación:
—¿Y con respecto a Billy Blizzard, nada?
—Nada de Billy Blizzard —dijo Dellwood—. Sólo tu madre y Pie Grande.
»¿Y qué hay de ti? —preguntó Dellwood—. ¿Qué se sentía siendo yo?
—Me sentía como si estuviera en la luna —dije.
—¿Eso es todo? —preguntó Dellwood.
—Con eso basta —dije.
En la pradera, mientras caminábamos hacia el precipicio, el viento agitó nuestro pelo como agitaba la hierba. La hierba estaba seca y marrón y dorada excepto en aquellos lugares por donde había agua subterránea. Las brochas indias se habían secado, igual que las flores de color púrpura y las amarillas.
Dellwood me rodeó con un brazo. Nunca conseguí acostumbrarme a que me tocara. Me dolía como un diente enfermo que pide más dolor.
—Saltemos —le dije.
—Un método infalible para aprender a volar —dijo Dellwood.
Fue entonces cuando Alma Hatch abrió fuego contra nosotros.
Con toda la perdigonada aterrizando a nuestro alrededor, Dellwood, Metáfora y yo aplastados contra el suelo, escondiendo el culo, pensé lo siguiente: Billy Blizzard aún vive.
Ésta es la versión de Alma: tras vaciar sobre nosotros los dos cañones de la escopeta de Ida, volvió a cargar y disparó, volvió a cargar y disparó, y entonces tiró la escopeta, corrió montaña abajo como una posesa, cruzó el río, entró corriendo en Excellent gritando sangrienta asesina, en el Local de Ida, escaleras arriba y en la habitación de Ida en donde le confesó a Ida Richilieu que nos había asesinado a mí y a Dellwood Barker a sangre fría y que ahora pensaba matarse ella.
Ida Richilieu abrazó a Alma Hatch y cayeron en una sollozante pila al suelo. Siguieron así casi todo el día, Ida sin dejar a Alma por miedo a que se matara. Y esa tarde Dellwood Barker y yo entramos en el bar y abrimos una botella de whisky.
Ellen Finton nos miró a Dellwood y a mí como si fuéramos fantasmas y salió corriendo escaleras arriba hacia la habitación de Ida. Cuando Ida se asomó a su puerta y nos vio a Dellwood y a mí en su saloon bebiendo y vivos, se volvió sobre sus talones. Cuando Ida volvió a salir, yo me estaba preparando para decirle que Billy Blizzard estaba vivo, que había vuelto y que había intentado matarnos con su escopeta, y que lo hubiera conseguido de no ser un endemoniadamente mal tirador, cuando lo siguiente que vi fue que Ida Richilieu tenía cogida a Alma Hatch por la melena y la balanceaba como si fuera un lazo por encima de su cabeza. Cuando Ida soltó a Alma, Alma salió volando, aterrizó de cabeza en medio de las escaleras y bajó el resto rodando hasta acabar a los pies de Dellwood.
Alma Hatch sentada en el suelo del saloon, con el pelo revuelto y colgándole por todas partes, nos miró como si ella ya no fuera Alma Hatch y nosotros no fuéramos Dellwood Barker y yo.
Ida Richilieu bajó las escaleras como alma que lleva el diablo, cogió la escopeta de mis manos, metió dos cartuchos en la recámara, se acercó a Alma Hatch, volvió a agarrarla del pelo, tiró de la cabeza hacia atrás, clavó los cañones de la escopeta en el cuello de Alma y dijo lo siguiente con un solo aliento:
—Aclaremos esto ahora mismo. Tú, Alma Hatch, vas a tener que madurar. Vas a dejar a este Dellwood Barker, y lo vas a dejar en paz. Pero primero te vas a levantar y le vas a dar la mano a estos dos hombres en disculpa de toda la rencorosa y malévola mierda femenina que has estado echando encima de ellos y de todos los demás durante las últimas dos o tres semanas. Tu exagerado histrionismo es aburrido y estúpido y ha ido demasiado lejos. Y ahora levántate y compórtate como la mujer fuerte que eres diciéndoles que lo sientes, ¡o te vuelo la cabeza!
Alma Hatch se levantó, se apartó el pelo de la cara, hizo una finta, su cuerpo aún poco firme sobre las piernas, y las piernas no demasiado en sus pies. Me miró a mí y después a Ida y finalmente a Dellwood. Su boca tardó un rato en desplazar las palabras que le venían de dentro, pero finalmente habló:
—No os he matado, ¡a Dios gracias! —dijo, a pesar de que no creía en Dios. Alma se sacó un pelo de la boca—. No volveré a molestarte, Dellwood —añadió—. Lo prometo. No sabes cuánto lo siento. No sé por qué hago estas cosas. ¿Me perdonas, Dellwood?
—Te perdono, Alma —repuso.
—¿Y tú, Cobertizo? —preguntó Alma.
Perdón era una palabra que yo sabía deletrear. También sabía lo que significaba. Pero nunca lo había hecho antes, ni siquiera había pensado en ello.
—Te perdono, Alma —dije, imitando las palabras de Dellwood, palabras que me salían del interior y sonaban extrañas a mis oídos; palabras que decían que yo iba a hacer algo que nunca había sabido si sabría hacer, pero cuando llegó el momento, lo hice—. Te perdono —repetí, en gran parte para oírme decirlo.
Glorioso era la nueva palabra de Ida. Decía «glorioso» tanto como «pernicioso», «¡Oh! ¡La humanidad!» y cuánto odiaba a los mormones.
—G… L… O… R… I… O… S… O… —deletreaba Ida— significa mejor que todo lo demás.
Glorioso era la palabra de Ida para nosotros cuatro: Ida Richilieu, Alma Hatch, Dellwood Barker y yo. Y los días gloriosos, según Ida, eran los días que los cuatro pasábamos juntos, antes de que se interpusieran los problemas.
Según Ida, el día que Alma Hatch nos pidió perdón fue el día que Alma Hatch maduró, y cuando Alma maduró, todos maduramos.
—Empezamos a ser una familia —dijo Dellwood.
—Mejor que cualquier familia de mormones —decía Ida.
Ida sirvió whisky a todos. Levantó su vaso antes de beber. Nosotros también levantamos nuestros vasos.
—Mientras estemos vivos —dijo Ida— nada tiene que volver a interponerse entre nosotros cuatro.
Levantamos más alto los vasos y brindamos.
—Que nada vuelva a interponerse entre nosotros —dijimos todos a la vez— mientras estemos vivos.
Alma Hatch cumplió su promesa, y tuvimos doscientos de esos días gloriosos.
Hasta que todo se interpuso.
Y entonces no quedó nada excepto lo que se había interpuesto.
Pero estaba ese día especial, uno entre los doscientos, que recuerdo, que a veces desearía olvidar.
Fue un domingo de finales de septiembre. Las noches empezaban a ser más frías, igual que la mañanas. Hasta el mediodía no sentías calor. Todos llevábamos la ropa que Ida había elegido y comprado por catálogo a Sears and Roebuck. Todas las prendas eran blancas. Hasta la última hebra de cada una era blanca.
Dellwood y yo abrimos nuestros paquetes de Sears and Roebuck afuera en el cobertizo. Nunca había visto ropa igual en toda mi vida: sólo dibujada en el catálogo. La ropa estaba bien envuelta en crujiente papel de seda: camisas blancas con cuello, pantalones blancos, tirantes blancos, chaquetas blancas, calcetines blancos; hasta zapatos blancos de cuero fino que llegaban hasta el tobillo y se ataban al frente con cordones blancos. Había incluso una corbata blanca y Dellwood tuvo que enseñarme a hacer el nudo. Los sombreros: el de Dellwood era uno de hongo como el de Sombrero Hongo en Fort Lincoln, sólo que blanco. El mío era de paja y tenía una banda roja.
Y esas dos mujeres: Alma e Ida tiraron sus viejos vestidos blancos cuando recibieron los nuevos. Ambas tenían parasoles y llevaban grandes sombreros blancos. Alma enseñaba casi todas las tetas por encima del escote de encaje que hacía de sus hombros y cuello una luna menguante, las dos lunas de Alma casi mostrando hasta el pezón rosado. En cuanto a Ida parecía como si le hubieran echado azúcar, con encajes hasta el cuello medio transparentes, el vestido apretado, sin combinación como Alma, su negro diamante de pelo, sus grandes pezones morados marcándose en el blanco, sus labios tan rojos esa tarde, nunca lo olvidaré. Tanto Alma como Ida llevaban medias blancas de seda, y ropa interior de Sears and Roebuck. Debajo del vestido de Alma, combinaciones de todos los colores: rosa y azul y amarillo. El sonido que producían cuando caminaba.
Ese domingo cruzamos el pueblo caminando, pasamos ante la nueva iglesia verde de los mormones justo cuando la gente de William B. Merrille salía del servicio: Ida Richilieu, Alma Hatch, Dellwood Barker y yo, bajamos por Pine Street y cruzamos el pueblo pasando por delante de los establos de Dave el Maldito, el comercio de Stein y el colmado de North, todos vestidos de blanco.
Al pasar por delante de la barbería, los hombres que estaban sentados en el banco dejaron de hablar. En ese momento, el Reverendo Hermano Josiah Helm y el nuevo ayudante del alcalde de Excellent, Blumenfeld, salieron de la oficina de correos a la calle. Estaban debajo justo de la bandera americana cuando nos vieron. Se pararon en seco.
Era la primera vez que veíamos a Blumenfeld en el pueblo. Ida Richilieu y Alma Hatch siguieron andando sin decir nada. Yo tampoco abrí la boca. Pero Dellwood Barker sí que habló. Golpeándose su sombrero hongo, dijo:
—¡Buenas tardes, sheriff! Aunque ya no es sheriff, ¿no es cierto? ¡Qué lástima! —dijo Dellwood, haciendo que sus palabras sonaran como las de alguien que siempre había ido vestido de blanco—. A este pernicioso pueblo no le vendría mal un poco de ley y orden.
Ida, Alma y yo nos reímos cuando Dellwood dijo «pernicioso».
—Aunque he oído decir que todavía sigue en el servicio público —añadió Dellwood.
A estas alturas los ojos de Blumenfeld eran dos rendijas.
—Pero nadie parece saber qué tipo de servicio hace usted al público, sheriff. ¿Le importaría aclarárnoslo? —dijo Dellwood apoyándose en su bastón.
Blumenfeld no se movió ni abrió la boca.
—Bueno, sheriff, pues sea cual sea el servicio que usted presta —dijo Dellwood deslizando su bastón por entre las piernas— no dude en recurrir a mí si necesita una mano.
Ida Richilieu estaba entuasiasmada con Dellwood Barker. Podías leer el amor en sus ojos, unos ojos a la sombra de su parasol blanco. Y se entusiasmó con él porque había hablado por sí mismo, por pelear en la guerra, por hacer de la guerra de ella también su guerra.
Estábamos parados en Pine Street, no lejos del lugar donde Billy Blizzard había matado a su caballo, no lejos del lugar en donde a Dave el Maldito le dieron las convulsiones la noche que Billy Blizzard lo emborrachó —ese lugar debajo de la ventana donde tantas cosas habían sucedido.
Blumenfeld bajó de la acera y caminó despacio hacia nosotros. Fue como si caminara durante una eternidad. Ya no llevaba pistola. En cuanto a los hombres del banco, tampoco parecían llevar pistola. Dellwood no se movió una pulgada, siguió en su sitio, apoyado en su bastón y sonriendo sin sonreír. Habría deseado poder cambiarme de ropa.
Ida Richilieu no se movió; me sorprendió endiabladamente porque no abrió la boca. Ni tampoco Alma Hatch.
Blumenfeld se paró delante de Dellwood. Tenía el doble de tamaño que Dellwood.
—Dellwood Barker —dijo Blumenfeld por fin— ¡qué alegría volver a encontrarte!
Dellwood miraba fijo al ojo izquierdo de Blumenfeld.
—Y el vendedor de Biblias —dijo subiéndose los pantalones y mirándome—. Aloisius Hatch, ¿no es cierto?
Y Alma:
—Está usted equivocado, señor Ayudante Mayor. ¡Aloisius Hatch era mi bienamado esposo!
—Perdone usted, señora, pero yo nunca olvido una cara —dijo Blumenfeld—. Sólo que la última vez, si no recuerdo mal, Aloisius Hatch no estaba tan puesto; de hecho, olía a mierda de indio.
El Reverendo Hermano Josiah Helm sonrió cuando Blumenfeld dijo esto último, igual que un par más de hombres. Verlos sonreír provocó algo en mí, y de repente, antes de darme cuenta, mi cuerpo se movió en todas direcciones, y con una sacudida mi pierna golpeó a Blumenfeld en plenos cojones. Noté sus cojones a través del fino cuero blanco de mis zapatos. Si hubiera golpeado un poco más abajo le habría enterrado el pie en el culo.
Blumenfeld se dobló sobre sí y empezó a vomitar horribles imprecaciones. Sonaba como si aullara a sus botas.
Nos quedamos en la calle contemplándolo, Ida Richilieu, Alma Hatch, Dellwood Barker y yo. El Reverendo Hermano Josiah Helm también estaba allí, y los hombres de la barbería, todos observando. En el Local de Ida, Gracie Hammer y Ellen Finton descorrieron la cortina de la ventana de la habitación once. Nadie se movió.
Tras unos instantes, los cuatro nos pusimos de nuevo en marcha. Acabábamos de pasar ante el Local de Ida cuando Blumenfeld recuperó su voz.
—¡Os cogeré a los dos! —aulló—. Puede que ya no sea sheriff, pero os cogeré. Tened en cuenta lo que os digo. ¡Sois hombres muertos!
Y el Reverendo Hermano Josiah Helm se puso a maldecirnos amenazándonos con la condenación eterna en el infierno.
Y de repente fue como si todo el pueblo se hubiera puesto a vociferar.
—¿No es delicioso?/Ser tan pernicioso/joder a esos mormones/que nacen sin cojones —empezó a cantar Ida, y a continuación Alma, y luego Dellwood y por fin, yo.
Pero cuando terminamos de cantar, ninguno de nosotros dijo una palabra.
Atravesamos Chinatown, atravesamos el cementerio, seguimos más allá de los manantiales, por una senda a lo largo del río, Ida y Alma cogidas del brazo debajo de sus parasoles, Dellwood y yo detrás, hasta el lugar en donde Ida lo había dispuesto todo: la mesa con el mantel a cuadros rojos y blancos y cuatro sillas en torno a la mesa en la sombra donde el río parecía verde y tenía su mayor anchura. Sentados a la mesa, bebimos vino italiano y comimos alimentos que Ida decía tomaban en Europa: huevos negros de pescado, hígados de pollo, salmón ahumado y pato, queso maloliente, pan judío y algo de fruta. Pasamos el día entero sentados a la mesa junto al río comiendo esas cosas europeas y bebiendo vino italiano en vasos auténticos que también había comprado por catálogo a Sears and Roebuck, era una de las últimas tardes calurosas, el río discurría sobre las rocas y llevaba ese sonido hasta tus oídos, el sol dorado como suele ponerse en el otoño, el oro resplandeciendo sobre cosas doradas y marrones y secas; avispas sobre la fruta; los saltamontes emitiendo esos sonidos imposibles de reproducir pongas como pongas la lengua.
Ése es el día que no olvido, la tarde en la que los cuatro nos sentamos en torno a la mesa vestidos de blanco a la sombra junto al río verde.
Había sido idea de Ida. Decía que estaba harta de barbarismo.
—Cansada de follar con vaqueros y mineros, de pelearme con los mormones —había dicho Ida—. Lo que necesito es un poco de gracia y belleza en mi vida.
Ya iba siendo hora, sostenía.
O sea que compró la ropa por catálogo a Sears and Roebuck, y cuando llegó a Excellent, y cuando vimos que no nos quedaba bien, Ida y Alma hicieron las modificaciones. La rehicieron casi por completo: bajando el escote de Alma, ciñéndolo; sin combinación para Ida. Mi chaqueta era demasiado estrecha, igual que los pantalones.
—Ese chico nunca dejará de crecer —comentaba Ida.
Ida pensó en enviar mi traje blanco de vuelta, pero decía que no podía esperar tanto. No sé cómo lo hizo, pero cuando me volví a poner la chaqueta y los pantalones, me quedaban bien.
Ida también había pedido la comida y el vino a una vieja amiga prostituta en Portland, Oregon. La comida estaba enlatada. La comida tardó cuatro meses en llegar. El día que llegó, Ida gritó tan alto que creí que teníamos problemas, pero se trataba de la comida y el vino que había encargado.
Esa tarde, estábamos todos tranquilos, sentados observando y escuchando, disfrutando de la vista desde donde nos encontrábamos. La ropa blanca que llevábamos nos hacía sentir como si fuéramos otros. Nos hacía sentir tímidos. Alma Hatch se trajo un espejo. Se pasó casi todo el tiempo sentada contemplándose al espejo. Dellwood todo vestido de blanco era algo de lo que mis ojos no se cansaban. Esa piel blanca, y la sombra de su barba sobresaliendo de la tersura. Ida parecía un punto brillante en el día, un lugar tan soleado que para mirar tenías que bizquear. Alma me dijo que parecía un príncipe extranjero venido a América vestido con ropa americana.
Ida contó una historia que no había contado nunca antes sobre un volcán de Italia en donde vivía la gente de su marido.
—Allí hay un santo, no me acuerdo de su nombre —dijo—. En una iglesia católica tienen sangre suya en una botella. Cada año todos los habitantes del pueblo rezan al santo para que el volcán no entre en erupción. Si rezan con la suficiente fuerza la sangre se vuelve líquida y saben que se encuentran a salvo. Si no, saben que morirán abrasados.
La mano de Ida sostenía el tallo de la copa mientras contaba la historia. Cuando terminó la historia, Dellwod le rellenó la copa de vino tinto. En la mesa, cerca de su vaso, había rebanadas de pan. Sobre el mantel de cuadros había migas de pan.
Dellwood nos contó que una noche había topado con un animalito que saltaba en dos patas y tenía grandes orejas y hablaba inglés y le contó secretos.
—La luna es el ojo izquierdo de Dios —dijo Dellwood que le había dicho el animalito—. También me dijo que moriría en los brazos de mi auténtico hijo en mi auténtico hogar.
Alma Hatch tradujo lo que los pájaros decían que nos rodeaban.
—Los pájaros dicen que sus corazones rebosan amor —decía Alma— porque los cuatro que están vestidos de blanco en esta mesa y en este mismo instante (los corazones de esos cuatro) rebosan de amor en un sentido que mucha gente jamás conoce.
Yo no hablé demasiado. Cuando estábamos los cuatro juntos, nunca solía hacerlo. A no ser que bebiéramos y fumáramos. En ese caso, no paraba de hablar.
Fuera-de-sí, solía llamarme entonces Dellwood. Y después no recordaba una sola palabra de lo que había dicho. Ese día tenía ganas de hablar, pero no sabía qué decir. Quiero decir que sabía lo que quería decir, pero no sabía cómo decirlo.
Si dijera ahora lo que quería decir en ese entonces, seguiría encontrándolo difícil, a pesar de que era lo suficientemente sencillo:
«Gracias, Pluma de Búho por respirar tu aliento de vida dentro de mí, permitiéndome vivir para poder estar hoy aquí».
Habría dicho: «Gracias, Gran Misterio, por permitirme estar con gente que habla con los animales y a quienes hablan los animales».
Habría dicho: «Gracias por este vino italiano y por el aspecto de mis pies en estos zapatos, sobre esta hierba dorada en este sol dorado».
Habría dicho: «Gracias por dejar que Dave el Maldito dibuje esta pintura de nosotros en algún lugar».
Habría dicho: «Gracias por Dellwood Barker, gracias por Alma Hatch, gracias por Ida Richilieu, gracias por mí».
«Que nada se interponga entre nosotros», habría dicho. «Nunca más entre Ida y Alma y Dellwood y yo».
«Que nada se interponga entre yo y yo».
Lo que dificultaba poder decir esto, y la razón por la que no dije nada ese día, era porque temía que si decía todo esto en voz alta, se desvanecería. Nunca hay que decir tu nombre en voz alta delante del diablo. Del mismo modo que nunca dices cómo te sientes por el miedo a que él lo oiga y se lo lleve todo; a que algo se interponga. Pero algo se interpuso igualmente. O sea que bien podría haber hablado.