Si tú eres el diablo, no soy yo quien cuenta esta historia. Ni soy Afuera-en-el-Cobertizo. Ése es el nombre que ella me dio sin siquiera saberlo. Ella es Ida Richilieu, la misma a quien años más tarde, tras lo sucedido en el Paso del Diablo, llamaban Ida Pata-palo.
Yo también creía que Eh-tú y Ven-Aquí-Chaval eran mis nombres. Hasta que tuve más o menos diez años, yo pensaba que esas palabras tybo se referían a mí. Tybo significa «hombre blanco» en mi lengua. Mi lengua está compuesta por unas cuantas palabras que todavía recuerdo.
Mi madre era una bannock y trabajaba para Ida, limpiando y satisfaciendo a los hombres. Así es como fui concebido… o eso al menos pensaba yo. Mi madre me llamaba Duivichi-un-Dua, lo que significaba algo, lo que significa que yo era alguien que se merecía un nombre semejante: no uno como Afuera-en-el-Cobertizo.
Tardé mucho en saber lo que significa mi nombre indio. Una de las razones de ello es que mi nombre no es bannock sino shoshone, y ningún bannock podía explicármelo cuando se lo preguntaba. Siempre creí que mi madre era una bannock. Supongo que debía de ser shoshone. ¿Por qué si no me puso un nombre shoshone?
Mi madre murió cuando yo era un chico de unos diez u once años. Asesinada por un tal Billy Blizzard. Una de las cosas que recuerdo de mi madre era que me puso el nombre y que yo nunca debía contestar cuando me llamaban por él porque el que preguntaba podía ser el diablo. Si alguien me llamaba por mi nombre, lo primero que tenía que responder era que yo no era. Otra cosa que recuerdo de mi madre es que cuando estoy a punto de dormirme ella es un olor y una sensación que no puedo expresar con palabras.
Cuando mi madre murió ocupé su lugar en casa de Ida encargándome de la limpieza y las faenas. Alguna noche, afuera en el cobertizo, cuando la luna brillaba demasiado y todo parecía suspendido en el aire, cuando todo lo que podía oír era el latido de mi corazón y la respiración entrando y saliendo a toda prisa de mi interior, subía de puntillas los escalones traseros hasta la segunda planta del Local de Ida y miraba por la ventana de Ida. Ida Richilieu estaba sentada en su habitación en su círculo de luz, con la lámpara de keroseno que daba un tono rosado al cuarto. Si era invierno, Ida estaría envuelta con la ropa de cama. Si verano, Ida apenas llevaría nada encima. Pero fuera invierno o verano, siempre encontrabas a Ida en su círculo de luz bien entrada la noche, cuando había terminado su trabajo, escribiendo en sus diarios sobre la vida y sobre su cargo de alcaldesa.
Espiar a Ida en su círculo de luz, con la pluma y el tintero, escribiendo en un papel sus historias sobre seres humanos, invariablemente me hacía sentir bien. Sentía que había secretos que yo necesitaba conocer… Historias que tenía que oír. Detenía el espantoso martilleo en tu interior.
Hasta que estuve a punto de morir congelado. Me quedé dormido de pie mientras miraba por la ventana de Ida. O creo que me quedé dormido, porque no se parecía al sueño. No sentía el frío, no miraba por la ventana, me encontraba en el círculo de luz de Ida, el color rosado en mi piel, y tumbado en la cama de plumas de Ida.
Me quedé en la cama de plumas de Ida. A ratos despierto; Ida en su escritorio escribiendo en su círculo de luz. Otras veces inconsciente, sin saber dónde estaba, en el lugar adonde vas cuando te duermes.
Cuando regresé de ese lugar desconocido, cuando se me pasó la fiebre, Ida me dejaba dormir con ella de cuando en cuando en su cama de plumas. Se suponía que no debía contárselo a nadie y nunca lo hice. Si Ida te hacía prometer algo, lo cumplías. Pero tenía que lavarme a fondo antes de meterme en su cama.
Una noche, mientras dormía con Ida, la desperté con lo que estaba sucediendo. Ida siempre decía que no podía dormir si había alguien en su habitación que la tenía tiesa.
Después de la noche que Ida no pudo dormir, y después de ver mi polla dura —bueno, y de conocer el resto de mi historia— a pesar incluso de que no tenía más de doce años… Ida supuso que me gustaría el trabajo. O sea que acabé asumiendo el resto de los deberes de mi madre: satisfacer a los hombres en la cama.
En indio eso se llama berdaje. La primera vez que oí la palabra berdaje fue cuando conocí a Dellwood Barker. Me dijo la palabra y me explicó la historia del berdaje conocido como Mujer Loca, cómo Mujer Loca había curado a Dellwood Barker para luego enseñarle a follar.
No sé si berdaje es una palabra bannock, shoshone o simplemente india. He oído que es una palabra francesa, pero como yo no sé francés no podría afirmarlo.
Lo importante es que ésa es la palabra: berdaje.
—B… E… R… D… A… J… E… —deletreó Dellwood Barker— significa hombre santo que folla con otros hombres.
La únicas palabras tybo que conozco para afuera en el cobertizo, para cómo soy, para follar con otros hombres, son palabras que ahora no utilizo. Pero solía utilizarlas. Creía que eran otros nombres para definir quién era yo.
Pero Dellwood Barker lo cambió todo. Volvió a entrar en mi vida tras dos años de no estar en mi vida y cambió todo eso: mi nombre, quién creía yo que era. Llamó a la puerta del cobertizo. Dio un paso dentro. Ahí estaba, Dellwood Barker, el hombre que yo creía era mi padre. Todo era diferente. Yo era diferente. Yo era alguien que se había enamorado.
Me enamoré de él profunda y rápidamente, desde ese instante y para siempre.
Siempre era una de las palabras de Ida. Fue una de las primeras palabras que me hizo aprender.
—S… I… E… M… P… R… E… —me había deletreado Ida—. Significa eternamente —añadió.
En cuanto a mí, nunca creí que me enamoraría de alguien, menos aún de un hombre blanco, menos aún de mi padre, y menos aún para siempre.
Dellwood me dijo que él también estaba enamorado. Pero no de mí, no estaba enamorado de mí. Ni tampoco de Alma Hatch, aquella hermosa mujer pájaro de pezones rosados que olía a agua de rosas que un día entró en el Local de Ida inopinadamente y, delante de todos los hombres del bar, pagó en metálico para pasar la tarde con el chico de Ida afuera en el cobertizo; pagó en metálico para follar conmigo, me folló y luego me despachó, sin inmutarse.
No estaba enamorado de ninguno de nosotros; ni de Ida Richilieu, ni de Alma Hatch ni de mí.
Y es que Dellwood Barker era el hombre que se enamoró de la luna.
Todo esto sucedía en Excellent, Idaho; para ser más preciso, entre Excellent, Gold Bar y las tierras de en medio. Las dos poblaciones se encuentran al norte de los Sawtooths. Excellent está en el valle que se forma en la bifurcación norte del río Payette, y Gold Bar está a una jornada a caballo con buen tiempo de Excellent atravesando el Paso del Diablo, en donde la altura es tal que los árboles dejan de crecer y hay nieve hasta finales de junio.
Tanto Excellent como Gold Bar se llamaban de otro modo en los tiempos de vacas flacas; esto es, antes de la fiebre del oro del 63 en Excellent y la del 72 en Gold Bar. El nombre de Excellent era un nombre indio que he olvidado y que venía a significar Buena-Agua-Caliente-Saliendo-De-La-Tierra. Gold Bar se llamaba simplemente Rock Creek. Los nombres cambiaron nada más descubrirse el oro. Pero no sólo cambiaron los nombres. Cambió casi todo. Las montañas se llenaron de tybo que se arrastraban por el suelo, cavaban, colocaban explosivos, se emborrachaban, se disparaban los unos a los otros y se hacían ricos. Las cosas siguieron así durante un tiempo, pero luego el oro empezó a escasear hasta que desapareció por completo. Diez años después de la primera fiebre del oro no quedaban más de cien personas en Excellent y Gold Bar juntos. O eso al menos decía Ida, y ella tenía que saberlo ya que fue alcaldesa de Excellent durante bastante tiempo… antes de los mormones… o sea, durante la época que la gente de por aquí llama de la Segunda Oleada, entre el año 1882 y 1902.
Aparte de prostituta y alcaldesa, Ida era también la historiadora del pueblo y lo escribía todo, todo lo que había oído o experimentado en carne propia lo transcribía en sus diarios. Me pidió que cuando muriera quemara sus diarios. Pero no lo hice. Yo y Doc Heyburn le jugamos una mala pasada y salvamos los diarios. Así, la gente hoy conoce las cosas como hechos y no como alguien me dijo que dijeron, que es lo único que mucha gente de por aquí sabe hacer.
—Así es la gente —solía decir Ida—. Se ponen a hablar. Y cuando empiezan no hay quien los pare. Hablan y al cabo de poco ya tienes una historia, ¿y qué es un ser humano sin una historia?
Como con la mayoría de las cosas que Ida decía, yo pensé en lo que había dicho sobre los hombres y las historias, y como con la mayoría de las cosas que Ida decía, tenía razón. Así es la gente: tybo o indios.
Las historias tybo y las que nosotros contamos sólo se diferencian en el tema.
Nosotros somos indios, aunque sólo una parte de mi sangre sea india.
La parte que a mí me gustaba llamar la parte de mí que no es mía.
Los indios hablan acerca del mundo. Sus historias tratan de cómo el lobo empezó a llamarse lobo. Cómo los mosquitos se convirtieron en esas cositas tan desagradables. Cómo los alces consiguieron su cornamenta; lo que los osos dicen a las abejas cuando quieren miel; cómo el río canta una canción a los árboles y cómo estos devuelven la canción.
La gente india habla de la montaña a cuya sombra se levanta Excellent, Idaho —la montaña a cuyas espaldas sale el sol cada mañana—, por qué razón actuamos del modo que lo hacemos. Las historias indias nos dicen que la montaña nos ha impulsado aquí… nos ha poseído. Podemos pensar que estamos aquí por esta razón o por aquélla. Podemos pensar que hacemos lo que hacemos, pero lo cierto es que el espíritu de la montaña obstaculiza lo que hacemos. Su nombre en tybo es Cabeza India, pero su nombre en indio no se puede pronunciar en voz alta.
Como no soy yo quien cuenta esta historia, lo diré.
No sé cómo se dice en indio, pero significa lo siguiente: Falsa-Montaña. Puede significar también «siempre», pero que nadie me pregunte cómo es eso.
Los tybo hablan de oro, de dinero, de dólares y dólares, pero digan lo que digan siempre se refieren a otra cosa. Dellwood Barker me lo hizo ver años atrás: los tybo hablan de cómo serán —en algún lugar al otro lado del margen y a la vuelta de la esquina—, hablan de ellos como si aún no estuvieran vivos.
—A casi todos ellos… sin apenas excepción —decía siempre Dellwood Barker— les asusta ser quienes son.
Ida Richilieu también era tybo, pero no hablaba tybo. Utilizaba palabras tybo pero lo que decía no era tybo. Lo mismo pasaba con Alma Hatch, y, como he dicho, con Dellwood Barker: tres tybo que no eran tybo.
Ida solía hablar de las Montañas Sawtooth y de la Cabeza India en particular. Hablaba de este valle junto al río y del Paso del Diablo y de Excellent y de Gold Bar. Hablaba de negocios. Hablaba de whisky y de opio y de hierba y de follar. Hablaba de mantenerse limpio, de mantener las promesas y de mantenerse vivo. Hablaba de pollas grandes y de pollas pequeñas. Ida hablaba de la polla de Dellwood Barker. Hablaba de mi polla… a Ida le encantaba hablar de pollas. No había nada de lo que le gustara más hablar que de pollas, excepto de los mormones, y eso muy al final.
Ida hablaba de Alma Hatch, de Dellwood Barker y de mí. Pero nunca hablaba de lo que más quería. Lo que más quería era su vieja pluma y su tintero, y sus diarios encuadernados en piel con los márgenes dorados que tenía guardados bajo llave en su gran escritorio de madera, y la lámpara bajo la cual se sentaba por las noches cuando escribía.
Alma Hatch hablaba del amor. Hablaba de corazones rebosantes de amor. Hablaba de los manantiales y de whisky y de opio y de hierba y de follar. Alma hablaba de pájaros y de libélulas y de todo lo que tuviera alas. Alma hablaba de Ida, de Dellwood y de mí. Alma hablaba de su pelo. También hacía extraños sonidos de animales y de pájaros y no sólo cuando follaba. Con esa mujer nunca se sabía cuándo podía ponerse a aullar.
Dellwood Barker hablaba de whisky y de opio y de hierba y de follar. Hablaba de mí y de Ida y de Alma. Hablaba de los berdajes. Hablaba de cómo la mayoría de la gente se limita a contarse a sí misma la historia de quién es. Hablaba de su caballo, Abraham Lincoln, y de su perro, Metáfora. Pero de lo que Dellwood Barker hablaba casi todo el tiempo era de la luna.
Habría que preguntarles a ellos de qué hablaba yo, pero ahora es demasiado tarde. Creo que yo apenas hablaba, a no ser que estuviéramos bebiendo o fumando opio —Dellwood lo llamaba polvo de estrellas, por lo que todos acabamos llamando polvo de estrellas al opio— y me comentaron que cuando yo bebía o fumaba opio era capaz de hablar como un descosido y que no podía entenderse una jodida palabra de lo que decía. Cuando me ponía así me llamaban Fuera-De-Sí o Jodidamente-Desmadrado en lugar de Afuera-En-El-Cobertizo.
La otra gente del valle, e incluso aquéllos que vivían en Gold Bar —los tybo—, cuando no hablaban de cómo serían, hablaban de Ida Richilieu y de Alma Hatch y de Dellwood Barker y de mí. Pero no se limitaban a contar historias. Contaban leyendas.
Hasta yo las he escuchado. He oído historias sobre mí; leyendas, mejor dicho.
Una de las que escuché decía que era tan bueno como cualquier mujer a la hora de satisfacer a un hombre afuera en el cobertizo, y desde ahora te digo que eso es una jodida mentira. Ninguna mujer habría podido hacer lo que yo hacía allí afuera, y quien diga lo contrario es un mormón.
Otra leyenda dice que ciertas noches de luna las piernas de Ida Richilieu se ponen a vagar buscando el resto de su cuerpo. Sus restos, que cantan su canción favorita: Ven a dar una vuelta en mi aeroplano y visitaremos al hombre en la luna.
Y también está aquélla sobre la iglesia de los mormones —la nueva, construida de ladrillo— en la que nadie se atreve a entrar porque está embrujada.
La leyenda de Billy Blizzard… según la cual nunca morirá.
Los gemelos de Ida… un híbrido de Ida y de otra cosa.
Otra leyenda que escuché decía que Alma Hatch era la mujer más hermosa y con el pelo más hermoso del mundo. Era tan hermosa que cuando aquella noche murió congelada en el Paso del Diablo, las águilas ratoneras la sobrevolaban sin atreverse a picotearle los ojos. Tenía abiertos los ojos helados, y eran tan hermosos que ningún ave se atrevía a acercarse porque lo que había en sus ojos era como el volar para las aves.
También estaba aquélla sobre los aullidos de pájaro que profería Alma por las noche. Hasta yo los he oído. Era el sonido más triste del mundo.
Y también oí decir que Dellwood Barker era el vaquero más loco que jamás haya existido, un cabeza-caliente, un despistado, un inmaduro, un salvaje, un temerario, una especie de borracho lunático.
Si quieres puedes creerlo. Como muchas de las historias de por aquí, es en parte cierta. En cuanto a mí, ya he contado lo que Dellwood Barker significó para mí.
Y además creo que era el hombre más amable que he conocido nunca, indio o tybo.
Como Ida solía decir de las historias que circulaban por ahí: «Ten en cuenta la fuente; la historia de un loco contada por unos locos tendría que hacerte pensar».
Y luego está la leyenda de William B. Merrillee, uno de los doce apóstoles de la Iglesia de Jesús de los Santos de los Últimos Días, que tuvo la visión de que sus feligreses debían irse a vivir a Excellent, Idaho, y poseer una mina de oro.
El Local de Ida destruido por las llamas y los que allí murieron.
El obispo tybo mormón y el sheriff tybo, a quienes se encontró degollados poco después del incendio que destruyó el Local de Ida; sus cabezas rebanadas de oreja a oreja con una bayoneta.
Otra de la que tuve noticia decía que ciertas noches se nos oye reír a todos. Nos partíamos de risa porque formábamos una familia. Hasta yo lo he oído, y no importa qué, siempre acabo riéndome, partiéndome de risa. A veces pienso que es a mí a quien oyen cuando todos dicen oír la risa.
Y también está la leyenda sobre esa noche. La noche del día de pago en Gold Bar, cuando nosotros todavía estábamos en Excellent. La leyenda de nuestro concurso para ver quiénes eran más graciosos: los hombres o las mujeres. Todo lo que bebimos. Todo lo que fumamos. Cuán ruidosamente nos reímos. Cómo Alma Hatch empezó a hacer sonidos de águila. Cómo Ida se puso a bailar sobre la barra —lo que quedaba de ella tras el incendio— todavía sobre sus dos piernas y vestida con su vestido blanco en medio de tanta negrura. Cómo Dellwood Barker enganchó el mulo al revés. Cómo enganchar el mulo al revés significa muerte.
La extraña nube sobre el Paso del Diablo esa noche y con cuánta fuerza nevaba dentro de la nube.
Quien gano el concurso.
Me parece que lo ganó Ida. Se limitó a perder las piernas. Alma Hatch perdió la vida. Dellwood Barker perdió la razón.
Y yo, finalmente, los perdí a todos.
Todo lo que queda de ellos es esta historia, y yo que cuento esta historia.
No fue hasta que los perdí a todos que oí la historia que siempre había necesitado oír, y descubrí que las cosas no eran como yo había supuesto; lo que significaba: lo que yo hacía no era lo que creía hacer, y yo, finalmente, no era quien creía ser.
No fue hasta que los perdí a todos que el que las cosas fueran lo que eran o fueran de otro modo dejó de importar. Como decía siempre Ida, «las mejores historias son las historias reales», y la verdad, a pesar de todo, es que siempre fuimos una familia… mejor que cualquier familia de mormones: Dellwood Barker, Ida Richilieu, Alma Hatch y yo.
Una familia.
Mis primeros recuerdos son de un juego que yo llamaba teruteru. Jugué tanto a teruteru que llegué al punto de no ver diferencia entre el juego y yo. La verdad es que hoy en día sigo jugando a teruteru.
El juego empezaba cuando te levantabas por la mañana. Tenías que ser muy silencioso porque las chicas y los clientes seguían durmiendo, especialmente Ida, que tenía un sueño ligero. Lo más difícil era salir de la habitación once en la que mi madre y yo dormíamos. La puerta de la habitación once hacía un ruido del diablo al cerrarse a tus espaldas. Abrieras la puerta despacio o lo hicieras de golpe, Ida, dormida, pensaba que era el viento o la nieve cayendo sobre el delgado tejado. Era mejor abrir la puerta despacio, pero por las mañanas yo tenía unas ganas locas de hacer pipí, y abrir la puerta despacio era lacerante.
—L… A… C… E… R… A… N… T… E… —deletreaba Ida—, indica un dolor profundo, lo que en ocasiones no está mal.
Mis tareas consistían en cortar leña, encender el fuego de la estufa de la cocina y el de la barriguda estufa del bar. La estufa de la cocina tenía escrita la palabra Kalamazoo en la portezuela. La estufa del bar no llevaba ninguna inscripción. De todos modos, Ida llamaba a esa estufa la Thord Hurdlika, porque Thord Hurdlika, el herrero, la había fabricado especialmente para ella. En lugar de recibir dinero por su trabajo, Thord Hurdlika se cobró en especias. Pudo follar gratis durante toda su vida en el Local de Ida, y los sábados tenía el whisky a mitad de precio.
Otra de mis tareas consistía en llevar agua a las habitaciones. Bombeaba el agua del grifo rojo que había junto al abrevadero de los caballos y luego cruzaba Pine Street acarreando los dos baldes, subía las escaleras y llenaba las jofainas de porcelana blanca sin verter una gota. Había una de esas jofainas blancas en cada habitación, cinco habitaciones y cinco jofainas en total.
Y otra más consistía en recoger los orinales y vaciarlos en el pozo ciego del exterior; luego había que limpiarlos, para lo cual a veces tenía que coger el cepillo de los caballos y frotar las manchas.
Llamaba al juego teruteru por el pájaro del mismo nombre. En cierta ocasión había oído a mi madre decirle a un cliente que le gustaban los teruteru porque el teruteru era un artista del engaño. El engaño consistía en que el teruteru simulaba tener un ala rota para que el zorro o el coyote lo siguieran, alejándolos así del nido.
Un día vi un teruteru y lo seguí. Eso fue exactamente lo que hizo: simuló que tenía el ala rota para apartarme de su nido.
Lo consideraba un pájaro muy listo.
Yo me parecía mucho a ese pájaro.
El juego del teruteru nació de que yo buscaba algo sin saber qué estaba buscando. Lo que buscaba era teruteru.
El engaño consistía en que si actuabas como si estuvieras buscando teruteru, nunca encontrabas teruteru.
Tenías que ser teruteru.
Una cosa más sobre el juego de teruteru: si no querías que te vieran, no podían verte.
No podían atrapar al pájaro, no podían encontrar su nido, no podían verme.
Teruteru empezaba una vez finalizado mi trabajo. Empujaba la puerta del porche trasero con tanto cuidado como siempre. Cuando la puerta chirriaba —ahí comenzaba todo— tenías que salir a toda prisa.
Salía corriendo de la casa, pasaba al lado del montón de ceniza, junto al cobertizo, cruzaba la verja y enfilaba hacia Chinatown a lo largo de la valla de alambre hasta Hot Creek. Tres saltos para cruzar el arroyo —siempre sobre las mismas tres piedras—. Fui yo quien colocó las piedras en el lecho del arroyo, por lo que estaban a la distancia correcta. Seguía corriendo y pasaba junto a la cárcel, con las puertas siempre abiertas y nadie encarcelado excepto los sábados por la noche; corría hasta la casa del doctor Ah Fong en Chinatown —un lugar que parecía una pila de cajas de madera puestas una encima de la otra—. La casa del doctor Ah Fong era la caja de madera más próxima al camino y marcaba el inicio de Chinatown. Las otras cajas de madera de Chinatown seguían la curva del terreno bajando hasta Hot Creek para subir luego por el otro lado de la colina.
Teruteru en Chinatown era algo estupendo. Podía moverme a hurtadillas, observar, escudriñar.
—E… S… C… U… D… R… I… Ñ… A… R… —deletreaba Dellwood Barker— significa examinar lo que ves con tus ojos.
Escudriñar: las sacas de red tendidas de caja de madera a caja de madera a través del cielo, espinas de pescado en las calles, el olor de la comida china mezclado con el de incienso quemado y, en ocasiones, su música.
Pero hasta que crecí no supe lo que había en Chinatown, qué era el estupendo teruteru, bajados los escalones hasta llegar a las habitaciones llenas de humo y sus camas; no lo supe hasta que mi madre murió, y yo hube crecido.
Lo que más recuerdo de cuando era niño, sin embargo, era el helado. El doctor Ah Fong hacía helado los domingos. Mi madre me llevaba a casa del doctor Ah Fong y tomábamos el gusto de ese domingo. Mi favorito era el de cerezas. Y también el suyo. Me acuerdo en concreto de una mañana de primavera: Ida Richilieu, Gracie Hammer, Ellen Finton y el resto de las mujeres también estaban en casa del doctor Ah Fong. Estábamos todos sentados al sol porque a la sombra hacía fresco, y tomábamos helado de cerezas, un helado de cerezas de color rosa… aquellas mujeres vestidas, los pechos oscilando arriba y abajo, rosados como el helado… aquellas mujeres riendo y charlando y tomando helado.
Después de Chinatown seguía corriendo hasta el cementerio. Teruteru en el cementerio era lo que más me gustaba. Habían limpiado el bosque dejando sólo los grandes árboles vírgenes: once pinos que crecían rectos hacia el cielo. La luz cayendo sobre las lápidas era lo más parecido a una sensación teruteru, si dejamos de lado el fuego y los manantiales y la Dry House.
El cementerio estaba dividido en dos partes; la parte en la que enterraban a los tybo, con tumbas valladas y lápidas con sus nombres grabados, y la parte en la que se enterraba a los chinos y a las prostitutas y a los asesinos y a los maleantes. Ida Richilieu llamaba a esta parte del cementerio su parte. También era mi parte.
El cementerio era el mejor sitio para sentarse y escudriñar Falsa-Montaña. Ningún obstáculo estorbaba la vista. Sólo estabas tú mirando y la montaña.
Después del cementerio seguía corriendo, ahora a campo abierto. Había un viejo abeto centenario contra el que te podías apoyar. El campo estaba cubierto de hierba de junio, verde durante no más de una semana y el resto del tiempo de color dorado, especialmente por las tardes. Hacia el oeste, con el sol declinando, sólo se veía oro. No el oro como lo concebían los tybo, sino la luz del oro, teruteru, que podía emocionar tus ojos escudriñadores.
El río tenía siempre un color distinto: azul o verde o gris. En primavera el río era marrón y oscuro. En ocasiones era negro y otras veces tan cristalino que cuando acercabas la cara podías ver las rocas del fondo y los peces y tu propio rostro mirando.
El agua estaba fría. Incluso en pleno agosto maldito, cuando los huevos te olían a savia de pino, el agua estaba fría. Plantado en medio del río, tus pies y tus piernas aullarían de dolor, la sangre te subiría tan rápido como pudiera subir la sangre, poniendo tanta distancia entre ella y el río como la sangre pudiera poner.
Arriba, en el punto que yo llamaba el nido, me arrojaba desde la gran roca de granito, surcando el cielo azul hasta el agua profunda azul verde gris negra clara, en la poza del río, para salir a toda prisa y quedarme desnudo al sol, resollando y respirando, con el corazón palpitante.
Pero más que en cualquier otro lugar, el teruteru hacía el engaño del ala rota en los manantiales. Cuando llegas hasta la orilla, en el punto donde la tierra baja hasta el río, puedes ver el río pero no puedes ver los manantiales. Sin embargo, sólo con dar un paso en la dirección correcta y volver a mirar… allí, ante tus ojos, te encontrabas con la vista más hermosa que unos ojos sanos pueden contemplar: agua caliente cayendo de la ladera, bajando por las rocas, salpicando con fuerza en la gran roca del centro, y de allí a la poza. Cuando el sol tocaba el agua todo centelleaba, provocando incontables arcoíris. Es difícil batir a un arcoíris para el teruteru.
Libélulas e insectos de río.
De noche, la luna lo volvía todo diferente.
En realidad la luna es el sol jugándote la mala pasada.
A veces, cuando la habitación once estaba ocupada, me quedaba en el río días y noches enteras. Acampando y haciendo fuegos, en el punto en que el río se estrechaba junto a los manantiales de donde salía el agua caliente, caminando a lo largo del río, en el río, atrapando peces, jugando a teruteru. Veías todos los animales que había que ver: puma, gato montés, ocelote, castor, carcayú, tejón, ciervo de cola blanca, antílope, alce… mofeta, zorro, coyote, lobo, conejo… oso… todos. Incluso los animales que sólo salen por las noches y con la niebla matinal.
Corriendo de vuelta al pueblo, todavía en busca de teruteru, el primer edificio era la escuela a la que iban los chicos mormones. Yo no podía asistir a esa escuela. Y tampoco quería. Mi madre lo había intentado pero le dijeron que sólo podría asistir si vivía con una familia de mormones. Así fue como ella se había criado y dijo que al diablo. Dijo que prefería tener a un indio estúpido por hijo que a un mormón.
Yo no conocía a ningún chico tybo. Sólo había cuatro o cinco y todos tenían un aspecto parecido excepto por el hecho de que algunos eran chicos y otros chicas y siempre me hacían carantoñas… cuando mi teruteru dejaba que me vieran, por supuesto.
Al lado de la escuela de los mormones se encontraba la iglesia de los mormones. Tanto la escuela como la iglesia estaban pintadas de blanco y rodeadas de una valla como alguna de las tumbas: una valla de estacas, pintada a su vez de blanco.
Tras la escuela y la iglesia de los mormones, lo siguiente con que te encontrabas, justo después de la granja de Moosman, era el comienzo de Pine Street. A mano izquierda estaba primero Hot Creek y después el Indian Head Hotel: el Local de Ida. El Local de Ida también estaba pintado de blanco: el único edificio del pueblo aparte del de los mormones que estaba pintado. Enfrente del Local de Ida se encontraba el motivo por el que la calle se llamaba Pine Street: un enorme y centenario pino ponderosa, con el tronco tan grande como cuatro hombres de pie en círculo dándose las manos con los brazos extendidos. Al otro lado de la calle estaba la barbería en la que casi todos los hombres del lugar se reunían para contarse historias. En invierno se sentaban en torno a la estufa barriguda del interior, y en verano lo hacían en el banco del exterior. Al lado del banco había un rodillo pintado de azul, rojo y blanco… los colores daban vueltas y más vueltas en el rodillo. Fuera de la barbería estaba el abrevadero de caballos y el pozo con el grifo rojo y la palanca de bombeo. Frente a la barbería un entarimado recorría todo el frente hasta la parada de la diligencia. Eso era la estafeta de correos. Delante ondeaba la bandera americana.
La bandera era lo primero que veías si mirabas por la ventana de la habitación once del Local de Ida.
El mástil del que colgaba la bandera era el mástil que yo lustraba para sentir teruteru. El teruteru no estaba en la bandera, estaba en el mástil.
En verano, traían el correo dos veces por semana desde Owyhee City y Mountain Home en diligencia. En invierno, el correo lo traía un cartero con esquís por el Paso del Diablo.
Fern Hurdlika, la mujer de Thord Hurdlika, era la jefa de correos y la encargada de la barbería. Dice la historia que gracias al trabajo de herrero de Thord y a que Fern cortaba el pelo de todo el mundo y abría las cartas de todo el mundo, Thord Hurdlika y Fern Hurdlika sabían todo lo que había que saber de toda la gente que vivía en el valle.
Después de la estafeta de correos estaba el comercio de Stein y luego el colmado de North. Yo no podía entrar en ninguno de los dos establecimientos. Al igual que mi madre, tenía que ir por detrás porque éramos indios. Stein y North eran ricos y ya no vivían en Excellent. Vivían en Boise City. Tenían gente que trabajaba para ellos en Excellent. Cada primavera Stein y North venían con un puñado de carromatos llenos de provisiones y todo el mundo se abalanzaba para comprar los productos nuevos.
En cierta ocasión mi madre se vistió como una mujer blanca, se estiró el pelo, se puso uno de esos sombreros y se dirigió al comercio de Stein. Entró directamente. El viejo Stein agarró a mi madre por el cabello y la sacó afuera, y allí mismo, entre el comercio y el colmado de North —en el punto donde cada primavera se coloca la línea de meta de la carrera de Pine Street— la arrojó al lodo y todo el mundo la rodeó riéndose. Pero Stein también se había hecho daño; mi madre le había dado como mínimo una buena en los huevos; Stein intentaba aparentar normalidad, pero te dabas cuenta por el modo como se sostenía en pie.
No pasó mucho tiempo y allí estaba Ida Richilieu bajando por la calle con su escopeta; caminaba en línea recta hacia Stein y Stein lo sabía. Intentó hablar con Ida pero todo el mundo sabe que no se puede hablar con Ida cuando se pone de ese modo. Justo en ese instante North salió de su colmado con su escopeta y yo le lancé una piedra del tamaño de mi puño. Se vino abajo y la escopeta, al caer al suelo, se disparó haciendo un agujero en la puerta de la tienda. Al verlo, Stein se puso a correr e Ida le disparó una andanada de perdigones en el culo. No pudo sentarse durante seis meses, o al menos eso decían.
Stein denunció a Ida Richilieu, y el sheriff Archibald Rooney, de Sawtooth, se personó e hizo preguntas a todo el mundo. El sheriff Rooney, sin embargo, no le hizo nada a Ida porque con ella tenía whisky gratis y chicas gratis, aparte de que, como casi todo el mundo en Excellent, al sheriff Archibald Rooney no le gustaba Stein porque pertenecía a la tribu tybo de los judíos.
Ida Richilieu también pertenecía a esa tribu tybo. También ella era judía.
—Lo que me daba todo el derecho para hacerle un segundo agujero en el culo a ese viejo bastardo —decía siempre Ida.
A veces el teruteru te hacía doblar la esquina después del comercio de Stein. Un poco más abajo, justo antes de llegar a la herrería de Thord Hurdlika, era donde tenía su consulta el doctor Heyburn.
Siempre había gente sentada en su consulta —en su mayoría mujeres esperando a que el doctor las recibiera—. Pero solían esperar en balde porque Doc Heyburn pasaba la mayor parte de su tiempo en el Local de Ida, borracho como un centollo. No he conocido a nadie que pudiera beber tanto como él y seguir de pie… y eso incluye a Ida Richilieu. Jamás he entendido a ese doctor. Apenas hablaba hasta que estaba tan borracho que difícilmente le entendías una palabra; pero a estas alturas a Doc Heyburn le importaba un carajo si le entendías o no, de pie en la barra hablando en voz alta para sí, balanceándose adelante y atrás, contando a la gente cómo cambiaría algún día.
Calle abajo se encontraba el único edificio de piedra del pueblo. Era la herrería de Thord Hurdlika. Yo pasaba mucho tiempo jugando a teruteru con las piedras en la pared sur de su herrería. Todas las piedras eran cantos pulidos por el río y muchas tenían el tamaño aproximado de mi cabeza y eran más claras que mi piel. La pared orientada hacia el sur era el mejor lugar de Excellent para sentarse en primavera los días soleados. Las piedras absorbían el sol, y si te sentabas frente a las piedras con los ojos cerrados, acababas por convertirte a tu vez en una piedra.
Cuando corría por delante de su edificio de piedra, Thord Hurdlika solía encontrarse en el exterior, herrando un caballo o trabajando en el yunque. A veces yo entraba, me sentaba, le daba al fuelle y escudriñaba. Los pies de Thord Hurdlika eran tan grandes como todo mi cuerpo. Lo mismo pasaba con sus brazos.
En el interior de su herrería, con el fuego de la fragua y él sudando y retorciendo hierro, había mucho teruteru. Los pocos pelos que quedaban en su cabeza se disparaban en todas direcciones.
Thord Hurdlika no hablaba mucho ni conmigo ni con nadie —con nadie excepto consigo mismo, para ser más exactos—. Lo he escudriñado muchas veces y él se comportaría así: repentinamente dejaría lo que estuviera haciendo, gesticularía y movería los labios como si hablara a un corrillo de gente que lo escuchara; pero no había un alma. Yo suponía que Thord Hurdlika intentaba dar a entender algo. Dellwood Barker decía que Thord Hurdlika era el ejemplo perfecto de un hombre que es como es porque no deja de contarse a sí mismo la historia de cómo es.
Thord Hurdlika trabajaba siempre con guantes de cuero; incluso antes de casarse llevaba esos guantes. La historia decía que se ponía vaselina en el interior de los guantes —en cada uno de los dedos— para tener las manos suaves cuando encontrara a una mujer. Cuando yo tenía diez años Thord Hurdlika conoció a una mujer de Idaho City llamada Fern Thurnman y se casó con ella; se casó en verano en el porche delantero de su casa, y Fern Thurman se convirtió en Fern Hurdlika.
La historia de las manos de Thord siempre me interesó. En un par de ocasiones pensé en preguntarle a Fern si era cierta. Pero nunca lo hice.
Y luego, cuando fui mayor, la noche que Thord Hurdlika vino al cobertizo… lo primero en lo que me fijé fue en sus grandes manos.
—Las mejores historias son las historias reales —decía Ida Richilieu.
Cuando Pine Street tuerce en S —justo después de la herrería de Thord Hurdlika— se encontraba el establo de Dave el Maldito. Allí el teruteru siempre era estupendo. No sé por qué empezaron a llamar Dave el Maldito a Dave el Maldito. Desde siempre oí que le llamaban Dave el Maldito. Dave el Maldito y su Maldito Perro. Su perro era uno esos perros bobos, blancos y negros, con las orejas colgantes, felices y que no paran de menear la cola, sonriendo con la lengua afuera y siempre deseosos de jugar.
—La única criatura viva, aparte de su madre, capaz de querer tanto a Dave el Maldito tenía que ser un perro bobo —comentaba Ida.
Dave el Maldito y su Maldito Perro estaban siempre juntos. Dave el Maldito con sus orejas y aquella nariz tan particular y su pelo negro que empezaba a encanecer y su escuálido cuerpo. Su escuálido Maldito Perro con sus orejas y su nariz y el pelo negro y plateado. A veces era difícil diferenciarlos.
—Es lo que los tybo llaman retrasado —decía mi madre refiriéndose a Dave el Maldito—. Y no es una cosa buena —añadía—, por lo que se refiere a los tybo. Para los indios, sin embargo, un hombre como Dave el Maldito sería considerado sagrado. Los malditos tybo no soportan nada que no sea igual a todo lo demás.
Dave el Maldito no habló una sola vez; por lo menos no hasta el final. Se mostraba siempre amable y educado, nunca causaba problemas: ni él ni su perro. Y hacía un buen trabajo en el establo, con una reata de caballos de refresco siempre a punto para la diligencia.
Pero había algo que era mejor evitar con Dave el Maldito o su Maldito Perro: emborracharlos. Dave el Maldito se pondría a reír. Y la risa de Dave el Maldito sonaba a gatos follando. Y que él se pusiera a reír hacía que su Maldito Perro empezara a su vez… a aullar.
Es probable que ganaran sus nombres una noche de borrachera, de risas y de aullidos.
Dave el Maldito se ponía a reír cuando estaba borracho porque se le ponía tiesa, y a diferencia de muchos hombres, que se lo toman muy en serio, Dave el Maldito hacía todo lo contrario. Se sujetaba la polla con una de las manos y reía sacando el culo… y el Maldito Perro venga a aullar y aullar. No paraban en toda la noche.
Aparte del establo, Dave el Maldito tenía una carreta que utilizaba para hacer de transportista. Se dedicaba asimismo a la apicultura, y siempre que había un enjambre se llamaba a Dave el Maldito. Y también ahumaba carne en un cobertizo que tenía en la parte trasera de los establos; cogía madera de manzano del valle y ahumaba jamones. Algunos días podías oler el jamón ahumado de Dave el Maldito durante todo el trayecto hasta Gold Bar.
Y así era el pueblo para las correrías y el teruteru.
En el pueblo no había más sitios para correr que los que he descrito. Cada tanto, sin embargo, cuando quería pasar fuera más de un día y tenía ganas de probar algo nuevo, corría hasta Gold Hill: la misma montaña donde está el Paso del Diablo, sólo que al otro lado. Las cosas eran muy distintas en Gold Hill y había que andarse con cuidado. Los tybo de Gold Hill se tomaban su oro muy en serio y podían pegarte un tiro si ponías el pie en el sitio equivocado.
En las laderas de las montañas había agujeros, agujeros por los que entraban hombres que no salían en todo el día. Había grandes edificios de madera con techos de chapa, grandes fuegos dentro de los edificios y humo que salía. En primavera, las minas funcionaban desde el amanecer hasta el atardecer. Los tybo dejaban correr agua en cajas de madera, tamices las llamaban, tamices sobre patas de madera, piedras que siempre atascaban los tamices, los tybo arrastrándose, maldiciendo, arrojando rocas en todas direcciones. En invierno quitaban la nieve que obstruía los canales.
Cada vez que iba a Gold Hill y me sentaba y los observaba trabajar, pensaba que esos tybo estaban completamente locos.
—Seiscientas mil toneladas —dijo Ida en una ocasión— cuando terminaron de excavar en esa montaña. Seiscientas mil toneladas de mineral de oro.
También estaba la Dry House. Era el lugar adonde iban los mineros a cambiarse de ropa. Subían la colina cada mañana, o pagaban un par de centavos para que los llevaran hasta la Dry House, en donde se ponían la ropa de faena. Después de terminar el trabajo volvían a la Dry House y se duchaban en la enorme ducha común, todos los mineros desnudos entrando y saliendo en fila. Todo tipo de hombre tybo que pudieras imaginar. En la Dry House teruteru también era estupendo. En ocasiones demasiado estupendo. Me daba vértigo, el corazón me palpitaba y sólo oía el sonido de mi respiración.
Había una ventana por la que podías mirar cuando los hombres se quitaban la ropa, y una ventana por la que mirar cuando se duchaban. Estaba empañada de vapor. Me encantaba mirar las blancas espaldas y los blancos culos de esos hombres. No porque quisiera follar con ellos —por esa época no sabía lo que era follar— sino por lo hermosos que eran.
También podías arrastrarte bajo la Dry House y escuchar. Cuando se visten y se desnudan, los hombres siempre hablan de lo mismo.
En un par de ocasiones, por el vaho de la ventana donde los hombres se sacaban la ropa, vi y escuché supongo que más de lo que debería saber cualquiera excepto aquellos dos que hacían lo que vi y oí que hacían. Yo, un niño de unos ocho o nueve años, yo y la noche exterior, yo mirando hacia adentro, por el vaho de la ventana, espiando: en el interior de la Dry House una lámpara de keroseno, un círculo de luz, y dos hombres crecidos temblando, tocándose, hablando de amor.
Pues así era. Así se jugaba a teruteru. Corrías por el valle y mirabas cosas que no podían verte a ti mirando, las cosas del exterior que no conocías pero que necesitabas conocer: escudriñando a la gente, al mundo, para obtener la mejor historia, para la verdad.
Y durante todo el tiempo, Falsa-Montaña, la montaña a cuyas espaldas sale el sol cada mañana, jugaba a teruteru conmigo. Me hacía pensar que lo que estaba buscando era lo que quería encontrar.
El engaño, el engaño del ala rota: allí afuera. Yo buscándome allí afuera.
Una loca historia sobre locos contada por un loco.
Tendría que hacerte pensar.
Ida Richilieu compró el Indian Head Hotel en 1882, pero había vivido en el valle desde 1872, cuando llegó con su marido, Vinitio Luchese. Ida tenía catorce años cuando se casó con Vinitio Luchese, un panadero, en Nueva York. Se convirtió en Ida Luchese por su matrimonio, y vino con su marido a este valle pensando en hornear pan y pensando en el oro. Al menos ella creía que pensaba en el oro. Lo cierto es que estaba siendo poseída por el espíritu de la montaña.
Vinitio e Ida se compraron un horno en Boise City, cargaron el horno en su carreta y ya en Excellent abrieron una panadería en la parte trasera del colmado de North. Vinitio Luchese horneaba su pan, colocaba el pan en la ventana trasera —junto a una reproducción del Sagrado Corazón de Jesús— y esperaba que llegaran los clientes. Pero los clientes nunca llegaban.
Eso sucedía antes de que Excellent se llamara Excellent, después de la primera fiebre del oro y antes de la Segunda Oleada, cuando ya no quedaba una sola pepita a la vista. La gente o estaba endeudada con el banco o vivía en la indigencia o se apresuraba a abandonar el territorio.
Los mormones eran los únicos que tenían algo de dinero.
Pero el problema era que los mormones no compran pan católico.
Dice la historia que Vinitio Luchese era un hombre grande como un oso y con un polla diminuta, una persona asaltada por periodos de depresión y de ópera italiana. Un día que no vendió nada de pan, subió andando hasta Indian Head y se arrojó al vacío. Pasó un buen rato cantando ópera antes de arrojarse… desnudo. Tenía voz de tenor y la historia decía que no la tenía mayor que el dedo meñique de una persona normal.
Cuando fui mayor, una noche en que estábamos fumando polvo de estrellas en Chinatown le pregunté a Ida por su marido. No recuerdo todo lo que me dijo Ida. Pero recuerdo la expresión de sus ojos cuando le pregunté.
—Demasiadas penas de amor para un corazón tan grande. Lo notabas cuando comías su pan, y podías oírlo en su voz cuando cantaba. Oírle cantar te partía el corazón —me dijo Ida.
Ida estaba sentada en la penumbra en una de las camas del doctor Ah Fong. El humo del polvo de estrellas envolvía su cabeza, una nube en torno a una cumbre montañosa.
—Sólo me he enamorado dos veces en toda mi vida —dijo Ida—. La primera de un hombre que horneaba pan, con una hermosa voz, un alma atormentada y la polla pequeña. Algo no demasiado bueno si eres italiano —prosiguió—. Me refiero a lo de tener la polla pequeña.
»He odiado a los mormones desde el día que recuperé el cuerpo de mi marido de las rocas —añadió Ida—. Como si necesitaras una excusa para odiar a esos malditos… santos de los últimos días… ¡con toda tu rabia! —dijo Ida—. En ese mismo instante decidí que les ajustaría las cuentas. Aunque me costara la vida.
»Así soy yo. No me pidas que cambie.
»La segunda vez que me enamoré fue de un alma más atormentada incluso y el hombre era sólo un niño. Era tan joven que ni siquiera sabía que tenía una polla.
«Hombres locos y sus pollas —prosiguió—. Paul Bunyan y su enorme buey azul. Nunca lo entenderé. Un hombre es como sea su polla. La mujer no tiene nada comparable a eso… ninguna parte de su cuerpo tiene esa importancia sagrada ni le ocupa tanto tiempo. Lo que más se aproxima sería el cabello, y no se aproxima nada.
»¡Oh! ¡La humanidad! ¡Doy gracias al cielo de no tener que llevar una polla colgando por el mundo! —concluyó Ida.
Vinitio Luchese dejó a Ida mil quinientos dólares tras descontar los gastos del entierro. Ella hizo que el doctor Ah Fong lo incinerara y luego mandó sus cenizas a Nápoles para que las enterraran. Vinitio también le dejó su carreta, la reata de mulas y todo su equipo de minero.
Ida empezó a abrirse camino —del único modo que según ella una mujer sin educación podía abrirse camino— tumbada, en la carreta, haciendo encargos especiales.
La historia dice que pasaron diez años entre el día que Ida envió las cenizas de Vinitio a Nápoles y aquél en que volvió a cambiar su nombre a Richilieu: vendió las herramientas de Vinitio en subasta, compró el hotel al municipio de Excellent antes de que se llamara Excellent, conservó la carreta y las mulas para los encargos, adecentó el local y dedicó todo su tiempo a trabajar duro.
El hotel era el Indian Head Hotel, pero todo el mundo lo llamaba el Local de Ida. Era el único hotel de Excellent. No podías equivocarte porque, como he dicho, era uno de los tres edificios pintados del pueblo, y el único de éstos que no era mormón. Situado justo al lado de Hot Creek, estaba construido de tablas y tenía dos plantas con porches delanteros y traseros. Los porches tenían balaustradas y estaban sustentados por postes redondos. Siete escalones de madera llevaban de Pine Street al porche frontal. Cada una de las puertas dobles de entrada tenía una ventana ovalada —las puertas siempre cerradas en invierno y abiertas a todas horas en verano— y daban al salón principal. Todas las ventanas del hotel tenían contraventanas de persiana, que en otra época fueron de color verde.
Encima del porche frontal del segundo piso estaba el cartel Indian Head Hotel, que necesitaba una mano de pintura.
Como Ida no quería hombres sucios entre sus sábanas limpias, en algún momento durante la Segunda Oleada pidió al doctor Ah Fong que reuniera a un grupo de su gente y construyera una casa de baños nada más salir del hotel, justo al costado de Hot Creek. En la casa de baños había una gran tina y el suelo era de cantos rodados cubierto con tablas de madera. Las paredes también eran de madera —listones— y el techo, de chapa.
Ida se trasladó al Indian Head apenas seis meses antes de que descubrieran el Filón de Excellent en Gold Hill.
Fue entonces cuando empezó lo que la gente de por aquí denomina la Segunda Oleada.
Seiscientos millones de toneladas de mineral de oro.
E Ida Richilieu estaba allí para encargarse de los suministros.
Así era Ida. Diferente de cualquier otro tybo que yo haya conocido, mujer tybo u hombre tybo —excepto Alma Hatch y Dellwood Barker—. A lo mejor es porque pertenecía a la tribu tybo de los judíos. Pero no lo creo. Creo que se trataba sólo de su forma de ser.
Ida nunca hablaba de lo que la diferenciaba de la otra gente —el ser judía, por ejemplo— pero tampoco lo negaba. Decía que no era asunto de nadie. Decía que ciertas cosas son privadas y que es mejor no mencionarlas.
La historia dice que sabías que era judía nada más verla por lo bien que manejaba el dinero y porque compraba propiedades comerciales y se creía tan buena como cualquier hombre vivo o muerto; y así son las mujeres judías, o eso al menos me han dicho.
Ida era la primera en decirlo: «Así soy yo».
Ida Richilieu siempre decía así soy yo, y también: «No me pidas que cambie».
«¡Oh!, ¡la humanidad!».
«La baraja está marcada en tu contra… tenlo en cuenta».
«Una mujer tiene su orgullo».
Por no mencionar «mantén tus promesas, mantente limpio y mantente vivo».
«Las mejores historias son las historias reales».
Pero había una cosa cierta: no era fácil llevarse bien con Ida Richilieu. Era dificilísimo. Pero yo lo intenté hasta el final.
Hay una palabra, una palabra de Dellwood.
—P… E… N… E… T… R… A… R… —deletreaba Dellwood— significa meter la polla en un agujero, o descubrir el interior o el sentido de algo o entrar superando la resistencia.
Eso es lo que yo hice con Ida, toda mi vida con Ida; no que intentara penetrar su agujero de mujer sino que procuraba comprender su interior… el interior de Ida, eso es, superando su resistencia. Pero de resistencia, sin embargo, era algo de lo que Ida sabía mucho, y no sólo resistencia hacia mí. Creedme si digo que hay historias sobre Ida Richilieu que se remontan a mucho tiempo antes de que yo naciera: leyendas, quiero decir, de lo arisca que era y de la cantidad de resistencia que podía oponer. No había hombre, mujer o bestia en este valle que no la temiera; excepto un ser humano tan arisco y lleno de resistencias como ella.
Mi madre no temía a Ida Richilieu.
Y conozco la historia que lo demuestra: la pelea en el barro. Según Ida, esta historia nunca sucedió, se trataba sólo de una de mis habladurías.
Miré hacia el lavadero que había junto al edificio principal. Ida y mi madre estaban colgando la colada.
—Un cliente espera a la Princesa —le dijo Ida Richilieu a mi madre—. Y como la Princesa no es que tenga demasiados clientes creo que la Princesa debería espabilarse y mover cuanto antes su culo hasta la habitación once.
El auténtico nombre de mi madre, su nombre indio, era Buffalo Sweets, pero en el Local de Ida todos la llamaban Princesa, una abreviatura de Princesa India.
Mi madre —que pienso que a su modo indio era una pequeña judía— no se inmutó y siguió colgando la colada como si Ida Richilieu no hubiera hecho otra cosa que mover las mandíbulas.
El cielo era de un profundo azul con grandes nubes blancas y en la tierra, que empezaba a deshelarse, se veían charcos de agua. Había barro por todas partes y restos de nieve en el lado norte de las cosas o en las zonas más sombreadas. Las sábanas que mi madre e Ida colgaban también eran blancas, blancas como nubes. Tan blancas con el reflejo del sol que dañaban la vista. Llegaba el olor del lavadero y el del montón de ceniza de la estufa, pero también llegaba el olor de las sábanas. Yo tenía la mano contra la madera gris del lavadero y estaba de pie, con los ojos fijos en esas dos mujeres.
Nunca olvidaré el aspecto de mi madre ese día al sol delante de las sábanas colgadas, y tampoco el de Ida. Me sorprendió el aspecto de Ida… Ida Richilieu, tan pequeñita al lado de mi madre. Para hacer la limpieza Ida siempre se ponía lo que denominaba un «buen vestido», con un delantal encima y enaguas siempre y los labios pintados siempre. Barría la escalera con las mangas del buen vestido remangadas. Ida limpiaba, quitaba el polvo, barría, lavaba, planchaba a todas horas. Trabajaba más duro que cualquier otro ser humano que yo haya conocido. Y esperaba que todos, incluido yo, trabajaran tan duro como ella.
Ida era endiabladamente mezquina a la hora de pagar un buen salario, o al menos eso era lo que decían las chicas que trabajaban para ella. Endiabladamente mezquina: otra de las razones por las que se suponía que podías decir que pertenecía a la tribu tybo de los judíos.
—M… E… Z… Q… U… I… N… A… —deletreaba mi madre— significa que no suelta el dinero.
La mezquindad era el motivo por el que mi madre ni se inmutó.
O sea que cuando la Princesa no escuchó a Ida ese soleado día con las sábanas blancas en el patio trasero, cuando mi madre se limitó a seguir colgando las sábanas blancas en lugar de espabilarse escaleras arriba para ver al cliente del modo como Ida le había dicho, y cuando Ida se acercó a mi madre y le dio un cachete… en ese momento fue cuando la Princesa agarró a Ida por el cabello y dando un tirón la arrojó al barro.
Que mi madre se volviera loca no tenía nada de extraño, pero hasta la fecha siempre que a mi madre le había dado un ataque de locura la víctima había sido yo. Mis ojos nunca miraban a mi madre cuando tenía un ataque; se quedaban fijos en el suelo. Pero el día que mi madre arrojó a Ida Richilieu al barro, la novedad fue que mi madre había enloquecido y que al no ser yo su víctima mis ojos no tenían que temer porque la locura que estaban contemplando no tenía que ver conmigo, por lo que podían seguir mirando.
No he visto nunca a un búfalo, pero estoy convencido que tienen el mismo aspecto: el largo cabello negro de mi madre, sus ojos oscuros, ojos de búfalo; sus hombros, sus caderas, sus piernas, su cabeza levantada eran los de un búfalo. Mi madre, tan grande como un búfalo.
Ida Richilieu parecía una caricatura: las enaguas asomando de su buen vestido, sentada en el barro, mirando a mi madre que era un búfalo.
Al poco tiempo el pueblo entero se había congregado en un corro. Allí estaba Stein, y también North. Vi cómo Stein hacía una apuesta con North. Doc Heyburn también puso un billete de un dólar en la valla. Thord Hurdlika llegó corriendo; sus labios se movían a mayor velocidad que sus pies.
—¿Qué diablos es todo este alboroto? —gritaba.
Cuando Thord llegó hasta el tendedero lo vio, y cuando lo vio supo de qué se trataba e hizo su apuesta. Y tampoco pasó mucho tiempo antes de que Ellen Finton y Gracie Hammer asomaran la cabeza por sus ventanas del segundo piso. Apostaron por Ida. Esas dos mujeres gritaban como urracas.
Ida se las arregló para volver a ponerse en pie, y cuando lo logró se revolvió y golpeó a la Princesa en plena mandíbula. Mi corazón dejó de latir. La Princesa parpadeó tambaleándose hacia atrás, pero no se cayó. Acto seguido Ida volvió a golpearla.
En ese momento mi madre se convirtió en un puma e Ida Richilieu también se convirtió en un puma. Siguieron así, las dos gritando y chillando y aullando y arañándose durante un rato —rodando sobre los charcos de barro—. Ida vociferaba palabras tybo que yo jamás había escuchado, típicas probablemente de su tribu tybo, y mi madre lo hacía en shoshone, bannock o en el idioma de la tribu india que fuera. Las sábanas blancas tenían grandes manchas de barro y algunas se habían caído del tendedero y yacían en el barro.
Acabaron por aparecer hasta los mormones. Una muchedumbre de gente. Cuando volví a mirar, Ida Richilieu y la Princesa se habían detenido y se contemplaban la una a la otra, respirando pesadamente y con el aspecto de aquél al que nunca le dirías tu nombre: vestido, cabello, rostro, manos, zapatos, todo cubierto de barro.
Fue Ida quien empezó a reírse. Y poco después las vociferantes leonas se reían con todas sus fuerzas; las bocas abiertas de par en par, sosteniéndose la una a la otra.
Ida y la Princesa entraron después en el bar, como dos carretas embarradas entran en una cuneta, y a pesar de que por esa época los indios no podían entrar en los bares, Ida le pagó un whisky a la Princesa y siguieron en el bar hasta el atardecer ante los ojos de los hombres tybo.
Esa noche Ida y la Princesa se lavaron mutuamente en la casa de baños, en la tina llena de burbujas, con el vapor del agua caliente empañando la ventana. Durmieron en la habitación de Ida, juntas en la misma cama.
A partir de entonces durmieron juntas con regularidad.
Nunca hablamos de ello. Ciertas cosas son privadas y es mejor no mencionarlas.
Cuando la Princesa no tenía clientes durante toda la noche, tenía la habitación once para mí solo.
Las historias de Ida eran siempre la verdad y nada más que la verdad.
—La verdad del Evangelio —como decía Dellwood Barker—, el Evangelio según Ida.
La historia de la boa de plumas era una de las historias que más veces contaba Ida. No sabría decir cuántas veces he oído esa historia. Pero lo cierto es que cada vez que la he oído era diferente.
Sólo que eso era algo que no le podías decir a Ida.
Es la historia de la prueba que mi madre me hizo cuando todavía era un bebé; una prueba para saber cómo sería yo. Se trata de una prueba india y es así: pones al bebé boca abajo en una cama. A un lado del bebé colocas un arco y una pluma, y una calabaza y una cesta al otro lado. Si el bebé es un chico, y coge el arco y la pluma… entonces tienes un chico, tal como se lo imaginan los tybo, un ser humano cuya trayectoria sexual será como tiene que ser la trayectoria sexual de cualquier chico. Si el bebé es una niña y coge la calabaza y la cesta… entonces tienes una chica cuya trayectoria sexual será como tiene que ser la trayectoria sexual de cualquier niña.
Pero si el chico coge la calabaza y la cesta, o si la chica coge el arco y la pluma, entonces, en tybo, tienes un niño o una niña cuya trayectoria sexual será una trayectoria sexual de la que es mejor no hablar.
En indio hay palabras para definirte si eliges distinto a la mayoría de los chicos. No conozco la mayoría de esas palabras indias, pero sé que no se parecen a las palabras tybo. Esas palabras indias significan «hombre-cesta» o «mujer-arco». Y también está la palabra berdaje.
Ida contaba la historia de mi prueba del siguiente modo:
—La Princesa reunió a todas las chicas en su habitación; Ellen Finton, Gracie Hammer, yo y ella.
»Allí estábamos, las cuatro excelentes prostitutas de Excellent, Idaho, y este bebé. La Princesa pone un arco y una pluma a un lado del chico en la cama. Pone una calabaza y una cesta en el otro lado. Acto seguido nos dice: «¡Mirad!». Y nosotras miramos. El chico sigue sin hacer nada. Observamos un rato más. Él sigue tumbado. Estoy a punto de salir del cuarto cuando el bebé se da la vuelta. ¡Es la primera vez en su vida que se da la vuelta! Nos ponemos a boquear, a aplaudir y a decir monerías. Y luego, no lo creeríais nunca, no os creeríais lo que hizo este chico: ¡se viene hacia mí! ¡Hacia mí! Y me agarra de las plumas… ¡de la boa de plumas!
Cuando Ida llegaba a este punto de la historia, siempre tenía que parar y reír y golpearse la rodilla y carraspear y volver a reírse. Intentaba contar el final pero no podía porque se estaba partiendo de risa.
Y acababa por añadir:
—En lugar de coger el arco y la pluma agarró la boa plumas.
Mi madre murió así: Billy Blizzard le pegó una paliza hasta matarla. Así es como yo me lo imagino. Es difícil asegurar lo que sucedió a partir de lo que de ella quedó en Falsa-Montaña, en donde él vivía, en donde encontré el cuerpo de mi madre la siguiente primavera.
Billy Blizzard vino al pueblo en cuatro ocasiones. La primera vez, cuando se entusiasmó por Ida Richilieu, en 1884; yo todavía no había nacido. La segunda vez, en torno al año 1889, había encontrado una religión, pregonaba el Libro de los Mormones y se hacía llamar Hermano William. La tercera ocasión, unos cinco años más tarde, volvía a perseguir a Ida. La tercera vez fue cuando me violó a mí y mató a mi madre. Cuando vino por cuarta vez todo el mundo lo creía muerto. Esa cuarta vez no era la misma persona. La cuarta vez Billy Blizzard era otra persona.
La primera vez que Ida Richilieu puso los ojos en Billy Blizzard, llevaba su vestido azul. Desde entonces, siempre que Ida sospechaba que iba a volver a enamorarse se ponía el mismo vestido: el azul.
Por esa época tendría unos trece años. Era abril y la primavera había llegado pronto ese año 1884. Billy Blizzard llegó desde Boise City y se presentó ante la puerta de Ida queriendo pagar. Ida se enamoró de él al primer vistazo. En cualquier caso eso fue lo que me dijo —tumbados los dos en Chinatown, cuando yo ya era mayor y mis oídos lo registraban todo a pesar del polvo de estrellas que fumábamos—. Ida sólo hablaba de Billy en Chinatown, tumbada en la cama de sábanas y almohada de color rojo, fumando polvo de estrellas. El resto del tiempo era un tema demasiado privado. Era mejor no mencionarlo.
—No podría decir con exactitud cómo era —comentaba Ida—. Era un muchacho de aspecto salvaje, sexy y con algo de judío, o tal vez de italiano; a lo mejor se trataba de eso. Siempre me han gustado los hombres morenos.
»Pero no se trataba sólo de su aspecto —proseguía—. Había algo más. Es difícil expresarlo. Era como si se hubiera acercado demasiado al fuego. No tenía nada que perder y por consiguiente no le temía a nada ni a nadie. No me temía a mí. Me miraba directamente a los ojos, sin parpadear. Yo estaba convencida de que se encontraba en un apuro. Las rodillas me flaquearon y me puse a sudar como un cerdo en celo.
»¡Oh! ¡La humanidad! —concluyó Ida.
Después de fijarse en Billy Blizzard, comentaba Ida, había necesitado un tiempo para recomponerse, por lo que le pidió a mi madre, la Princesa, que preparara el baño para el joven.
A menudo pienso en mi madre en la casa de baños, enjabonando al hombre que acabaría por matarla.
Cuando la Princesa hubo terminado, llevó a Billy Blizzard ante Ida Richilieu. El resto vino rodado.
—Me folló hasta hartarme, toda una proeza —comentaba Ida—. Era como estar con una mujer con una polla, ese chico. Nunca me ha sucedido algo parecido. La polla todavía no se le había desarrollado del todo. Apenas tenía un pelo en los huevos. Sabía a carne joven, y créeme si te digo que lo recorrí entero.
Por lo que contaba Ida, Billy Blizzard se quedaba en la cama cuando ella se levantaba, tan temprano como siempre, se ponía su buen vestido y se pasaba el día limpiando. Luego follaban durante toda la noche. Las cosas siguieron así más o menos durante una semana.
El pueblo entero comentaba lo que estaba sucediendo. Aparte de su marido, Ida no había pasado nunca más de veinte minutos con un hombre.
Pero Ida y Billy no tardaron en empezar a pelearse.
—Por cualquier cosa —decía Ida—. Como gato y perro.
Ida vociferaba «Eh, tú, ven aquí, chaval» persiguiéndolo con una escoba, y Billy con una botella de whisky y un bote de pegamento; la nariz llena de pegamento y esa expresión salvaje en el rostro.
—Fue una suerte para todos que el padre de Billy Blizzard se presentara en Excellent en busca de su hijo —dijo Ida.
»Un día, estaba mirando por la ventana y vi cómo llegaba hasta la puerta una carreta lujosa, de la que bajó un caballero distinguido. Cuando entró en el bar, me puse mi vestido blanco y me maquillé a toda prisa, me apresuré hasta las escaleras y acto seguido empecé a bajarlas con elegancia, como toda una dama.
»El juez se me presentó diciendo que era el juez Parker Blizzard de Boise City y que estaba buscando a su hijo Billy.
»Cuando conoces a un caballero lo sabes de inmediato —dijo Ida—. Y el juez Parker Blizzard era un caballero. En cuanto entró por la puerta del saloon supe que era un caballero. Le serví un whisky. Cuando me hubo dicho quién era, yo le dije que le traería a su hijo; que no era ninguna molestia. Subí hasta mi habitación convencida de que allí encontraría al pequeño roedor, pero no estaba. En ese instante escuché la conmoción en el cuarto de Gracie. Podía oler si el chico estaba en celo mucho antes de verlo. Aunque yo estuviera a un lado del río Snake y él al otro, lo sabía; instinto, supongo. Y ahora estaba segura de que estaban allí… Gracie y Billy en la cama de Gracie.
»En lugar de matarlos a los dos, entré en mi habitación, metí las cosas del chico en una bolsa y antes de una hora Billy Blizzard se había largado con su padre de vuelta a Boise City… por suerte.
»O eso al menos pensé —añadió Ida.
No había pasado un año cuando Thord Hurdlika leyó en el periódico de Boise City que la señora Diana Blizzard, esposa del honorable juez Parker Blizzard, había muerto al caer rodando por las escaleras en su casa de Boise City.
Había una foto de la señora Diana Blizzard.
Por mucho que la escudriñaras no encontrabas ningún parecido con su hijo.
Un año después de que la señora Diana Blizzard hubiera muerto, el periódico de Boise traía la noticia de que lo mismo le había sucedido al juez Parker Blizzard; se había caído por las escaleras rompiéndose el cuello.
Sólo había sobrevivido a la muerte un hijo: Billy.
Había una fotografía del honorable juez.
Escudriñándola, tampoco encontrabas ningún parecido con su hijo.
—Lo habían adoptado —comentó Ida—. Billy me lo dijo la primera noche. Me dijo que tampoco estaba seguro de quiénes eran sus padres, pero que creía que sus padres adoptivos —el juez y su esposa— habían matado a sus auténticos padres.
—¿Quiénes eran sus auténticos padres? —le pregunté.
—Indios —repuso—. O eso al menos pensaba él. Creía que el juez había matado a sus padres en una incursión contra los indios, que se lo había llevado a él y le había puesto el nombre de Billy Blizzard.
—¿Indios? —pregunté.
—¡Indios! —respondió Ida.
—¿Es cierto? ¿Sus padres eran indios? —pregunté.
—Nadie lo sabe con certeza —repuso Ida—. Sin embargo he oído decir que era el hijo de Pie Grande.
—¿Pie Grande?
—Pie Grande —repuso Ida—. ¿Nunca has oído hablar de la leyenda de Pie Grande?
Había oído la leyenda de Pie Grande pero quería volver a oírla.
Así me contó Ida la leyenda de Pie Grande, en Chinatown, entre las sábanas rojas, fumando polvo de estrellas:
—La historia dice que Pie Grande tenía mezcla de sangres: una gran parte de cherokee y algo de negro y de blanco. Tenía casi todos los tipos de sangre que es posible tener. Se fue de Nebraska cuando tenía diecinueve años porque temía acabar matando a alguno de los que se burlaban de sus grandes pies.
»En Goose Creek, Pie Grande se enamoró de una hermosa chica de cabellos oscuros a la que llamaban Roberta la Española y que viajaba con su madre y su padre en un carromato. Roberta la Española, sin embargo, amaba a un hombre llamado Wheat. Una noche se perdieron algunos de los caballos del carromato, y Pie Grande y Wheat salieron a buscarlos. En la pradera, cuando los dos hombres se encontraron a solas, se dice que Wheat llamó negro malapata a Pie Grande, y que a raíz de eso Pie Grande disparó a Wheat entre los ojos y arrojó su cuerpo al río Snake.
«Después, Pie Grande también se tiró al río Snake y lo atravesó a nado. Se unió a los indios.
»Al año siguiente o así, Roberta la Española y su gente regresaron al lugar en donde el río Boise y el río Snake se juntan. Roberta la Española llevaba con ella a su hijo —el hijo de Pie Grande—, o eso es lo que se decía. Pie Grande reunió una partida de indios y se llegó hasta el lugar matándolos a todos y llevándose sus caballos y todas sus pertenencias. Decía que sólo le había dado pena matar a Roberta la Española, pero que si no la hubiera matado él lo habrían hecho los indios.
»Ofrecieron una recompensa de mil dólares por Pie Grande, y un tal Wheeler iba tras esos mil dólares.
»No queda nadie vivo que sepa el lugar exacto en donde Wheeler dio con Pie Grande. Dicen que fue por la zona de Indian Head.
»El tal Wheeler vio cómo Pie Grande se aproximaba y se escondió detrás de una roca, desde donde le disparó haciéndole caer del caballo. Wheeler decía que Pie Grande se abalanzó en su dirección dando gritos de guerra. Wheeler tuvo que dispararle dieciséis veces antes de acabar definitivamente con él.
»“Dame un trago antes de morir”, le dijo Pie Grande.
»Y Wheeler volvió a dispararle antes de darle un trago de agua. Pie Grande le dijo: “Dame un trago de whisky”.
»Wheeler tenía una cantimplora y se la pasó. Pie Grande bebió de ella y dijo: “Si me quitas estas pinturas indias verás que soy un hombre blanco”.
»Wheeler le quitó la pintura y vio que Pie Grande era un apuesto hombre blanco. Sus pies medían diecisiete pulgadas —y no te digo cuánto medía su polla— y su estatura era de siete pies y cuatro pulgadas. Era todo piel y huesos y músculos. Ni un gramo de grasa. Se decía que Pie Grande corría tan rápido que no podían alcanzarle a caballo. Los llevaba hasta el río Snake y lo atravesaba nadando con un brazo y sosteniendo su arma en alto con el otro.
»“Si me prometes que no me cortarás los pies cuando haya muerto te contaré toda mi historia. He sido un hombre horrible”, le dijo Pie Grande.
»Wheeler le prometió que no le cortaría los pies y lo enterró en las rocas de Indian Head.
»Pero la historia no acaba aquí —dijo Ida—. El bebé de Pie Grande sobrevivió. Cuando el juez Blizzard oyó hablar del bebé, se llevó al chico y lo adoptó… porque él y su esposa no podían tener hijos. Se hicieron cargo del pequeño y lo llamaron Billy: Billy Blizzard.
Nadie supo u oyó hablar de Billy Blizzard hasta cinco o seis años después, cuando llegó al pueblo —por segunda vez— el Hermano William predicando el Libro de los Mormones con los Santos de los Últimos Días, todos remilgados y hablando como Brigham Young.
Billy Blizzard fue la primera persona que recuerdo haber mirado detenidamente, aparte de mi madre o de Ida. Era como Dellwood Barker en el hecho de que no estaba allí y de repente estaba, y nada era igual cuando se había ido. Billy Blizzard y Dellwood Barker también eran iguales en otro sentido: los dos estaban locos. Pero su locura no era la misma, no se parecía en nada.
La locura de Billy Blizzard la noté en cuanto puse los ojos en él por primera vez. Yo tenía cuatro o tal vez cinco años. Fue el día anterior a la noche que Billy Blizzard cantó la canción del hombre en la luna con Ida, en el bar.
Yo estaba en la habitación once y escuché algo afuera. Me acerqué a la ventanta, aparté la cortina, aparté el tiesto con el geranio y miré hacia la calle. Era un agosto caluroso y lucía el sol. Abajo vi a un joven moreno vestido de negro y con un sombrero también negro. El polvo flotaba por todas partes. El caballo al que golpeaba hacía un ruido terrible, y el Hermano William maldecía en términos bíblicos sudando a raudales. La mirada en el rostro del Hermano William era la de su locura. El caballo estaba cubierto de espuma, la sangre le manaba de la nariz y de una herida abierta en el espaldar. Sangre roja que caía por el costado del caballo, bajaba por una pata y acababa en el polvo. El caballo se debatía con todas sus fuerzas, coceando y golpeando al Hermano William, y el Hermano William salió despedido y fue a dar contra el abrevadero; el agua del abrevadero salpicó cuando el Hermano William chocó contra él; el Hermano William rodó por el polvo.
El Hermano William sacó su pistola y disparó al caballo en el ojo: el ojo izquierdo.
Más tarde, me acerqué al lugar donde había caído el caballo. Con la punta del pie hice un círculo en el polvo alrededor del caballo y la mancha de sangre húmeda. Mis ojos miraron el círculo, el caballo que yacía enorme y muerto en la calle, el polvo y las moscas, sus tensos músculos marrones cubiertos de espuma, sangrando, todavía ensillado y con las bridas puestas.
Lo único que había quedado de ese caballo: teruteru por todas partes.
Dave el Maldito y su Maldito Perro cargaron el caballo en su carreta. Dave el Maldito no dejó de llorar durante el tiempo que tardó en llevarse el caballo. Y su Maldito Perro, sentado a su lado en el asiento de la carreta, aullaba.
Esa noche, después de matar al caballo, el Hermano William compró pegamento y una pinta de whisky, se transformó de nuevo en Billy Blizzard y, después de entrar en el Local de Ida mientras Ida estaba sentada al piano tocando la canción del hombre en la luna, se puso a cantar con la voz de un ángel celestial.
Yo estaba sentado al pie de las escaleras cerca de la barra, rebosante de teruteru; Ida al piano, con el vestido azul, tocando la canción del hombre en la luna. Ida no tenía una gran voz, pero la historia dice que cuando cantaba la canción del hombre en la luna, quienquiera que la oyera, no importa quién, escuchaba todo lo que puede haber de doloroso, todo lo que puede haber de lacerante en el corazón humano.
Esa noche, cuando Ida empezó a cantar, Billy Blizzard también se puso a cantar. Estaba de pie en la entrada del bar, el sombrero negro torcido, la chaqueta negra cubierta de polvo y paja.
Cuando vi que era Billy Blizzard, lo que mis ojos vieron a continuación fue su caballo muerto tumbado en la calle. Mis pies querían correr tan rápido como fueran capaces en otra dirección… pero entonces Billy Blizzard se puso a cantar, hizo temblar las vigas, le cantaba a Ida, cruzó el bar en su dirección, los ojos en llamas, caminó hacia Ida como si ella le estuviera haciendo algo que lo obligara a caminar en esa dirección. Llegó caminando hasta el piano y la miró a los ojos y cantó para ella. No era difícil darse cuenta —incluso para un niño— que el corazón de Billy Blizzard rebosaba de mal de amores.
Cuando oyó su voz, Ida brincó como si le hubieran metido un cartucho de dinamita. Luego, al levantar la vista hacia él, desapareció la expresión de preocupación que ensombrecía siempre el rostro de Ida. Yo ni siquiera sabía que el rostro de Ida expresaba preocupación hasta que esa noche desapareció la preocupación de su rostro.
«Ven a dar una vuelta en mi aeroplano y visitaremos al hombre en la luna», cantaba Ida, y cantaba Billy.
En el Local de Ida no había otro sonido aparte de ellos dos cantando.
Al terminar la canción Billy Blizzard se arrojó a los pies de Ida, llorando. Era la primera vez que veía llorar a un hombre. No paraba de decir cosas: que no podía vivir sin ella, que quería tener un hijo con ella, que sin ella no quería vivir. Ida se apartó de su lado y reunió a unos cuantos hombres para que la ayudaran a llevar a Billy Blizzard a la casa de baños.
Cuando llevaron a Billy Blizzard a la casa de baños, lloraba y gritaba y amenazaba con matarse. Al mirar por la ventana vi cómo Ida le daba a mi madre algo de dinero. Mi madre salió hacia la casa del doctor Ah Fong y yo la seguí. Mi madre se quedó unos momentos dentro de casa del doctor Ah Fong y luego salió. Cuando llegó de nuevo a la casa de baños, vi a través de la ventana que Ida había atado desnudo a Billy Blizzard contra la pared y que lo estaba azotando con una rama de sauce. Billy aullaba y lloraba. Mi madre se dirigió directamente hacia donde estaban. Le dio a Ida un trozo de papel rojo en forma triangular y después salió.
Ida subió la mecha de la lámpara que había en la mesa delante de la ventana. Sacó el polvo blanco del triángulo rojo y lo mezcló con tabaco para después liarlo en un cigarrillo. Ida lo encendió, dio unas cuantas caladas y luego se lo pasó a Billy Blizzard, sosteniéndoselo. Cuando terminaron de fumar, Ida se sacó el vestido azul y la ropa interior. Se quedó sólo con las botas, y empezó a azotar de nuevo a Billy Blizzard, quien gritaba y lloraba y maldecía en términos bíblicos. Pecado, aullaba. Condenación y fuego eternos, aullaba. Infierno.
Se suponía que yo no tenía que haberme enterado de la historia que mi madre sabía sobre Billy Blizzard. Estaba debajo de la cama cuando se la contó a Ellen Finton. La oí toda.
—Billy Blizzard es como el diablo —decía mi madre—. Lo que ves cuando lo miras y lo que sientes cuando lo miras son dos cosas diferentes.
»Así es el diablo: no es lo que te parece que es. Tus ojos ven una cosa y tu corazón ve otra.
»La primera vez que lo vi —prosiguió mi madre—, me atravesó un aire helado. Era sólo un chico de unos doce años. Antes de reunirse con Ida se dio un baño. Un aire helado. Cuando lo vi, estuve a un tris de tirarme por la ventana. Pero no podía moverme.
»Billy era un joven alto, ancho y fuerte, con el pelo moreno y una tez como la mía. Sus ojos eran como dos carbones al rojo en su cabeza: lo veían todo. Nada se escapaba a sus ojos.
»Mientras lo enjabonaba vi el anillo en el dedo medio de su mano derecha. Parecía el anillo del diablo: estrellas y una luna sobre una montura de cuernos. Quise verlo más de cerca pero él no me dejó.
»Y luego vi los morados. El chico estaba cubierto de morados. Sobre todo en la espalda, a lo largo de la raja.
»El chico no llevaba aquí más de dos o tres días aquella primera vez e Ida ya lo azotaba… lo azotaba entre otras cosas. Después, cuando Billy Blizzard llegó por segunda vez al pueblo —después de matar a su caballo, después de remontarse con el opio— le pidió que le hiciera más cosas aparte de azotarlo. Quería que le hiciera daño… que le atara los huevos y que le metiera cosas por el culo.
»Tras ocho años todo volvió a comenzar esa misma noche —decía mi madre—. Le pedía a Ida que le hiciera daño. En el fondo a Ida no le gustaba, pero lo hacía. No tardaría nada en ponerse a escupir blasfemias bíblicas… la Biblia del mal, ya sabes; el tipo de cosas que a la gente le gusta oír de los predicadores como él: carne y pecado y partes del cuerpo y deseo y condena eterna en el infierno, él atado, Ida fustigándolo con la rama de sauce, o metiéndole zanahorias o lo que sea por el agujero del culo; y durante todo el tiempo Ida regañándolo como si fuera un niño malo. Pero en ese entonces ya era un hombre hecho y derecho. Al poco rato eyaculaba y se retorcía y gritaba. Pedía perdón a Ida y al Señor.
»Las cosas siguieron así durante casi un año. Volvía en busca de más. Y más. Decía que era amor.
»No tardé en darme cuenta de que a Ida empezaba a gustarle tanto como a él. Ida jamás lo reconocería, pero puedo jurarlo por Dios.
»Y así es también el diablo —concluyó mi madre—, que logra que te gusten cosas y que quieras cosas a las que no estabas acostumbrado. Hace que te entusiasmen.
La tercera vez que Billy Blizzard vino al pueblo fue en 1894. Y yo soy quien mejor puede contar la historia. Nadie conoce la historia de aquella tercera vez mejor yo.
Ida Richilieu no quería que Billy Blizzard volviera. Le dijo que habían acabado. No quería volver a tener nada que ver con él.
Billy Blizzard merodeó por el pueblo durante un par de semanas, quedándose donde podía aunque en ningún sitio era bien recibido. Fue en esta ocasión cuando Billy Blizzard emborrachó intencionadamente a Dave el Maldito. Se dice que como Ida Richilieu no quería vender una botella de whisky a Billy, Billy encontró una por sus propios medios. Billy Blizzard se llevó su botella a casa de Dave el Maldito, emborrachó a Dave el Maldito hasta el punto de que éste apenas podía tenerse en pie, y lo llevó a Pine Street, delante del Local de Ida, a las dos de la madrugada de un sábado. Dave el Maldito se reía porque la tenía tiesa y Billy Blizzard hizo que Dave el Maldito se sacara la polla, con lo que Dave el Maldito estalló en carcajadas y su Maldito Perro se puso a aullar. Todos los que estaban en el Local de Ida salieron a la calle.
Esa noche yo estaba sentado en la ventana de la habitación once. Al principio yo también me reía al ver a Dave el Maldito con la polla fuera riéndose debajo del pino ponderosa y la bandera americana, y al Maldito Perro aullando. Al poco, sin embargo, no sabías bien si Dave el Maldito reía o lloraba, sosteniéndose la polla como si su polla le doliera. Billy Blizzard no dejaba de incitarlo… de atiborrarlo de whisky.
El Maldito Perro se puso a dar saltos, tal como hacen los perros cuando están contentos de verte, los perros sanos y fuertes y que no caben en sí. Brincaba y brincaba y las lágrimas rodaban por las mejillas de Dave el Maldito, y Billy Blizzard señalaba la polla de Dave, riéndose.
Y entonces fue cuando Ida Richilieu bajó los siete escalones que llevaban a Pine Street. Todo se calmó. Ida Richilieu caminó hasta donde se encontraba Billy Blizzard y cerrando el puño lo golpeó como los hombres tybo golpean a otros hombres. Le pegó una segunda vez y a continuación le dio una patada en los huevos. Billy Blizzard se dobló sobre sí pero siguió en pie. No intentó devolver el golpe. Ida escupió a Billy en la cara.
Ida Richilieu se hizo cargo de Dave el Maldito. Las convulsiones seguían recorriéndole el cuerpo. Ida se los llevó a él y al Maldito Perro a su habitación y cerró la puerta. Dave el Maldito no dejó de llorar en toda la noche, y el Maldito Perro de gimotear.
Nadie volvió a saber de Billy Blizzard hasta una semana después. Cuando supieron de él, sólo oyeron su voz. Le oyeron cantar la canción del hombre en la luna:
«Ven a dar una vuelta en mi aeroplano y visitaremos al hombre en la luna».
Yo estaba en la habitación once cuando le oí cantar. Y acto seguido escuché el disparo. Cuando llegué a su habitación, Ida seguía apuntando con el arma por la ventana. Miré hacia afuera pero no vi nada.
Sin embargo él estaba allí fuera, en alguna parte.
Esto se repitió durante un par de semanas. Yo me despertaba y le oía cantar y luego escuchaba el disparo de la escopeta de Ida. Pero seguía sin dejarse ver.
Empezó a circular el rumor de que Billy Blizzard estaba muerto y que su espíritu perseguía a Ida.
Ida decía que no tenía tiempo para semejantes historias. Para lo que sí tenía tiempo, lo que realmente le preocupaba, era la carne y la sangre de él, de Billy Blizzard.
Y como siempre, Ida tenía razón.
Más o menos dos semanas más tarde, mi madre tuvo un cliente toda la noche en la habitación once, por lo que yo me quedé afuera en el cobertizo. Era tarde y la luna brillaba del modo que asusta.
Cuando Billy Blizzard me llamó por mi nombre no repuse. Dije que no era yo.
Estaba dentro del cobertizo. Me agarró por la nuca y me llevó hasta la ventana iluminada por la luz de la luna. Me enseñó su anillo diabólico. Me dijo que me lo daría si me iba con él. Intenté alcanzar la puerta de un salto pero me atrapó. Me tapó la boca con la mano y me arrastró afuera. Colocándome delante, se puso a cantar. Amartilló su revólver de seis tiros, lo apoyó contra mi cabeza y se puso a cantar. Estábamos justo debajo de la ventana de Ida.
«Ven a dar una vuelta en mi aeroplano y visitaremos al hombre en la luna».
Al poco tiempo vi asomarse la escopeta de Ida por la ventana. Pero no disparó, esta vez no disparó, gracias a Dios, ya que de otro modo ahora estaría muerto y enterrado.
En lugar de disparar, Ida empezó a hablar con Billy Blizzard, y él le respondía por encima de mi cabeza sin apartar la pistola, mientras me levantaba el camisón con la otra mano buscando el sitio de mi cuerpo donde poder meterse. Se puso a escupir blasfemias bíblicas: pecado, fuego, condenación eterna e infierno. Yo miraba las botas rojas de Billy Blizzard. Pensaba en el día que Ida y mi madre se pelearon en el barro y las sábanas relucían con el sol. Pensaba en Falsa-Montaña mirándome y en las botas rojas. Pensaba en el diablo. Que no le había dicho mi nombre. Que así y todo había dado conmigo. Había dado conmigo y quería partirme por la mitad; dos partes que desde entonces intentan volver a unirse, lo intentan siempre, yo y no yo. El diablo había dado conmigo y me rompía el culo, mi respiración cada vez más acelerada y el corazón latiéndome en los oídos.
Cuando Billy Blizzard empezó a gritar pidiendo perdón al Señor yo estaba boca abajo con la cara contra las botas rojas, doblado, rotas las entrañas.
Lo siguiente que recuerdo es a Ida abofeteando a Billy en el rostro, y el ruido de la escopeta al caer. Después escuché cómo él le devolvía el golpe. Vi caer a Ida. La pateó con fuerza en el estómago. El espantoso sonido de la respiración abandonando su cuerpo.
Y luego escuché un grito que no venía ni de Ida ni de mí, un grito que sólo se oía una vez en la vida —o eso al menos pensé— hasta que años más tarde volví a escucharlo saliendo de mi propia boca, la noche que descubrí toda la verdad y nada más que la verdad. Yo estaba en el suelo, igual que Ida. Y luego ya no estaba allí. No sé dónde estaba, pero no estaba allí.
Más tarde, Ellen Finton me dijo que después de caer, Billy Blizzard corrió a Pine Street y robó un caballo que estaba atado al abrevadero. Mi madre salió corriendo por la puerta trasera, y cuando nos vio a Ida y a mí tumbados en el suelo, soltó un grito —un grito de guerra— y se lanzó Pine Street abajo detrás de Billy Blizzard. Cuando vio que no podía alcanzarlo, mi madre volvió corriendo y saltó a la carreta de Ida. Ellen me contaría que cuando miró por la ventana del cobertizo —adonde me había llevado— vio a la Princesa con el pelo ondeando al viento y la escopeta de Ida en el hueco del brazo, enfilando la salida del pueblo en la carreta de Ida, decidida en pos de la pista de Billy Blizzard.
Nadie volvió a ver viva a mi madre tras esa noche.
Pasé gran parte de ese invierno con fiebre. En primavera volvía a ser yo y deambulaba y pensaba en muchas cosas. Al menos pensaba que era yo. Pero yo no era yo.
La cuadrilla que salió en persecución de Billy Blizzard no dio con él. Ni con mi madre. Los buscaron durante todo el otoño. Cuando llegó el invierno tuvieron que parar. Thord Hurdlika dijo que no dejaron piedra sin remover. Doc Heyburn dijo que era extraordinario: simplemente había desaparecido.
Fue un día del mes de abril; una mañana me desperté sabiendo dónde estaba mi madre. Mis ojos escudriñaron dónde estaba. Supongo que lo había soñado. Me puse las botas de nieve pero no cogí los esquís. Crucé el río nada más salir del pueblo. El río aún no bajaba muy crecido, por lo que era fácil cruzarlo. Me dirigí hacia Falsa-Montaña y empecé a escalar.
Tenías que abrirte camino por entre las rocas y trepar de una a otra. A veces era tan escarpado que delante tuyo sólo tenías montaña. Pero yo era joven y me había pasado todo el invierno encerrado en mí. El viento en mi cara era frío pero el sol caía con fuerza. Al cabo de un rato el terreno empezó a nivelarse. Los árboles eran cada vez más delgados y estaba más cerca de la cresta que, mirando hacia el este desde Excellent, cubría casi todo el horizonte: una vertiente que discurre como la espalda de un hombre tendido boca abajo y apoyado en los brazos. Hubiera seguido andando por la cresta si en ese instante el viento no me hubiera hecho volar el sombrero. Corrí tras mi sombrero en dirección a la cara de la montaña, una montaña falsa, que no lo es, saltando de roca en roca, a punto de coger el sombrero en un par de ocasiones, pero en cuanto llegaba a la altura del sombrero… el sombrero volvía a alejarse.
Perseguí el sombrero durante buena parte del día. Hasta que lo entendí todo. Era teruteru. Si dejo de perseguir el sombrero, lo alcanzaré. Y eso fue lo que hice.
Poco tiempo después di con mi sombrero. Empecé a bajar por una senda, una senda que se ensanchaba y se ensanchaba a mi paso. Pronto se convirtió en una senda para carretas: dos rodadas con hierba crecida en el centro. Hasta que vi la carreta —la carreta de Ida— a un costado, con las ruedas rotas. Dos mulas muertas.
Entonces me di la vuelta y empecé a subir por la senda, cada vez más cerca de mi madre. La senda terminaba en un gran afloramiento de rocas graníticas. Trepé por las rocas y miré al otro lado y allí estaba: la pradera más hermosa que mis ojos o los vuestros jamás hayan contemplado. La hierba era verde, muy verde en algunas zonas, y por todas partes crecían flores amarillas y blancas, y la flor anaranjada llamada brocha india surgiendo entre las púrpuras.
La pradera se abría hasta el precipicio, en donde no había otra cosa que cielo e inmensidad. Un círculo de altas rocas envolvía la pradera excepto en el borde. En el lado norte, junto a la base de las rocas, había tres pinos ponderosa.
Bajé por las rocas, caminé hasta los pinos y di con una vieja cabaña destrozada.
La cabaña de Pie Grande.
Allí fue donde la encontré.
Lo que quedaba de ella. Y de Billy Blizzard.
Mi corazón supo que se trataba de ella antes incluso de que la vieran mis ojos. Cuando mis ojos la vieron, vieron que era sólo restos de cuero en un esqueleto con pelo. Su blusa roja y la falda de ante de ciervo. Los restos de estas prendas. Su cráneo se veía hundido y a su lado yacía la escopeta de Ida Richilieu.
Todo lo que quedaba de él eran sus botas rojas. Yo sabía que eran sus botas. Cuando me apretaba contra el suelo pude ver bien sus botas rojas.
Pateé las botas rojas. Las pateé durante un buen rato. Oriné en las botas rojas.
El anillo no estaba. No había ningún anillo diabólico en la mano del hombre que yacía muerto junto a mi madre.
Cuando volví con ella, el viento empezó a soplar en la hierba que me rodeaba, a soplar en mis oídos y en mis ojos, y olía a ella. Detrás de mí, por encima de los restos de la cabaña, el viento producía sonidos de Pie Grande. El viento creció, hizo temblar los tres pinos y acto seguido paró.
Mi madre era sólo una masa informe en la tierra en un parche de sol, un viejo leño que pronto pasaría a formar parte de la tierra sobre la que yacía.
Preparé una pira mortuoria. Sus restos no eran una pieza compacta que pudiera acarrearse, pero recogí lo que quedaba de ella y la puse en la pira. Hice fuego tal como me había enseñado a hacerlo, sin cerillas. Me quedé mirando las llamas y el humo, preguntándome qué fuego era, qué humo. Su cabello lleno de humo, su falda de ante, su blusa roja, sus huesos cubiertos de humo.
Me acerqué hasta el borde del precipicio, desde donde podías ver la inmensidad, la inmensidad que llegaba hasta el sol poniente. Sobresalía una roca, y tras alcanzarla me senté en ella.
La historia favorita de mi madre, que también era mi historia favorita, trataba del búfalo y de cómo mi madre obtuvo su nombre.
Cuando era una niña y todavía no se había hecho mujer, mi madre se llamaba Hermosa Tercera Hija. Una mañana —por ese entonces vivía con su gente, no con los mormones— mi madre se despertó con un atronar en los oídos. Se levantó y salió corriendo del tipi.
—El sonido lo inundaba todo —decía mi madre.
Llamó a su madre y a sus primos para que escucharan el potente sonido en el aire, pero nadie, ninguna otra persona, salió del tipi —y lo mismo pasó con los otros tipis del campamento— nadie salió a pesar de que mi madre aullaba con todas sus fuerzas.
Mi madre corrió en la dirección de donde provenía el ruido —detrás de la colina sobre la que descansaban los tipis— y cuando llegó al punto más alto vio algo que la hizo parar en seco.
—Tan quieta como un árbol —decía mi madre.
A pocos pies de distancia, corrían miles de búfalos.
—Allí, delante de mí, huían en estampida grandes animales oscuros, salvajes y ruidosos, haciendo más ruido del que hubieras podido imaginar, como si la tierra explotara —contaba mi madre—. Jamás he visto nada semejante; el poder y la libertad… como mi gente antes del hombre blanco.
Me dijo que tuvo ganas de ponerse a correr con ellos, o de saltar sobre uno y marchar con él hacia lo desconocido.
—Me puse a gritar y a aullar y a dirigirles sonidos guturales, y lo siguiente que recuerdo es estar tumbada en el suelo y a mi madre y mis primos rodeándome. Me ayudaron a levantarme y justo entonces noté que mi primer periodo de mujer empezaba a bajarme por las piernas.
Los búfalos habían desaparecido. Nadie excepto mi madre los había visto u oído.
Desde ese día llevó su nombre: Buffalo Sweets.
Sentado en el promontorio de roca de mi pradera esa primera vez que estuve en Falsa-Montaña, el sol a punto de desaparecer, el humo de mi madre perdido en el aire y el fuego sólo ascuas rojas y negras, miré hacia abajo y vi Excellent. Desde allí podía ver el Local de Ida e intuir la ventana de la habitación once.
La última vez que vi a mi madre fue el día anterior a la noche que él llegó. La puerta que daba a la habitación once estaba abierta y ella estaba sentada en la cama. Llevaba puesta su falda de ante y la blusa roja. Se levantó y caminó hasta la ventana. Apartó la cortina y tocó una de las hojas del geranio que había en una maceta. Acto seguido miró por la ventana —más hacia el cielo que a la calle—. Por su modo de mirar supuse que pensaba irse durante un tiempo, por un par de días, a las colinas, tal vez a Indian Head: para dar una vuelta y escuchar a los animales y hacer fuego y vivir tal como vivía su gente. En ocasiones me había llevado con ella. Pero otras veces —casi todas las veces— me decía que tenía que irse sola porque en ella no había sitio para mí.
La parte de mí que nunca olvida conserva a mi madre mirando por esa ventana con la cara iluminada por la luz otoñal.
Años después, cuando le conté a Dellwood Barker que había estado sentado en el promontorio de roca, al atardecer, con el humo y el fuego de mi madre a mis espaldas, me escuchó; Dellwood me escuchó. Y a continuación me dijo lo siguiente:
—El humo, el viento y el fuego son cosas que puedes sentir pero no tocar. Con los recuerdos y los sueños sucede lo mismo. Están hechos de la materia del mundo. Sólo durante un espacio de tiempo muy corto tenemos pelo y dientes y nos ponemos ropa roja y tenemos huesos y piel y ojos que ven. No dura demasiado. A algunos más que a otros. Si tienes suerte, tú serás quien cuente esta historia: que los ojos han visto, el pelo ha ondeado, la piel ha sentido caricias, los huesos han empezado a doler.
»Cómo es el corazón de los hombres —dijo.
»Cómo evitábamos responder a las llamadas del diablo.
»Cómo acabamos por responder.
Justo antes de ponerse el sol, cuando todavía quedaba algo de luz, saqué del bolsillo la fotografía de mi madre. La que le hicieron en Cody, Wyoming. El fotógrafo tybo la había vestido como una princesa india, con todo tipo de plumas, mantos, conchas y cuentas.
Ahí estaba Buffalo Sweets, vestida por un tybo para representar lo que de hecho era: una princesa, una joven sonriente.
Cuando el sol se puso, el cielo conservó sus colores. Las lámparas de keroseno en Excellent dibujaban minúsculas ventanas en la oscuridad.
A pesar de todo lo que mi madre me dijo sobre el diablo, sigo dejando que me atrape.
Y como me atrapó a mí, atrapó también a mi madre.
Mi madre se había ido sin mí. Tampoco esta vez tuvo sitio para llevarme con ella, y se había marchado sola.
Del invierno que siguió a Billy Blizzard, el invierno que pasé con fiebre, recuerdo el sonido de mi respiración y los latidos de mi corazón. Recuerdo sueños que no sabía que eran sueños, me recuerdo volando graciosamente por las alturas, sin otro sonido que el del viento y el azul, si el azul puede ser un sonido. Acto seguido me despertaba del sueño y me veía acostado afuera en el cobertizo, o cagando sangre en el lavadero junto a alguien que me cuidaba: Thord Hurdlika, Fern Hurdlika, Ellen Finton, Gracie Hammer… incluso, en una ocasión, Dave el Maldito y su Maldito Perro.
Ida también estaba en cama y, dice la historia, tan perdida en la inmensidad del azul como yo. Tres costillas rotas y un pulmón dañado.
A veces me preguntaba por qué Ida y yo, perdidos en el azul como estábamos, no topábamos el uno con el otro. En cierta ocasión le pregunté a Dellwood Barker por qué no había topado con Ida, y él me dijo:
—¿La llamaste?
—No —repuse.
—Lo único que tenías que hacer era llamarla —dijo Dellwood—. ¿Por qué no lo hiciste?
—No lo sé —dije, aunque lo que quería decir era que volando en el viento y el azul no era lo suficientemente yo para llamar a nadie.
Cuando le pregunté a Ida por qué no nos habíamos topado el uno con el otro se quedó mirándome con una de sus expresiones típicas.
—Deja de decir cosas absurdas —dijo Ida—. Era la fiebre. La cabeza te jugaba malas pasadas —dijo—. La baraja está marcada en tu contra, eso es todo —dijo—. Pero todo eso ya ha pasado. Olvídalo. Mantén tus promesas, mantente limpio y mantente vivo.
Y luego vino la noche que me desperté en la habitación once para encontrarme sólo con el espantoso sonido de mi corazón. De mi respiración acelerada. Me levanté de la cama, me envolví con mi Hudson Bay, caminé hasta el rellano, más allá de la luz rosada que salía de debajo de la puerta de Ida, salí por la puerta y recorrí el porche hasta llegar a la ventana de Ida. La luna rebosaba de luz, rebosaba como la sangre en los huevos cuando estás a punto de satisfacer tu deseo. La nieve también era luna. Allí estaba, Ida Richilieu en su círculo de luz, envuelta en sus edredones. El cabello revuelto, una cesta de rizos negros en su cabeza. Fumaba y escribía mojando la pluma en el tintero, llevaba la pluma a la página, escribía palabras sobre el papel.
Y yo de pie en el exterior, creyéndome dentro del círculo de luz rosada de Ida mientras ella escribía palabras. Con la historia humana de sus palabras. Secretos que yo necesitaba conocer. Historias que tenía que oír.
Y al final, de todo esto resultó una historia; observar a Ida desde el exterior era teruteru; pensaba que estaba observando a Ida, pero lo que hacía no era lo que pensaba que estaba haciendo. Lo que hacía era congelarme.
Cuando me desperté al cabo de un par de días en la gran cama de plumas de Ida, ella se encontraba a mi lado con su mano sobre mi frente. Mis ojos no podían creer lo que veían y mi frente ardía al contacto de su mano. Di un salto y salí corriendo de la habitación tan rápido como mis dos piernas y mis dos pies me lo permitieron; Ida corría tras de mí, y las faldas de su vestido y las enaguas producían el mismo sonido que las inhalaciones y exhalaciones de mi respiración.
—Corrías enloquecido por el pueblo como una gallina con la cabeza cortada —me comentaría más adelante Ida.
A Ida le encantaba contar la historia de cómo me persiguió ese día. Cada vez que la contaba, yo corría más rápido. Cada vez se había sumado una nueva prostituta a la persecución. La historia le gustaba casi tanto como la de la boa de plumas. Escuché tantas veces esas dos historias que incluso empecé a creérmelas.
Ida contaba la siguiente historia: El vaquero de la polla fláccida me atrapó con su lazo en Chinatown. Ida y las otras prostitutas me llevaron de vuelta a la cama de Ida, y Doc Heyburn me dio una dosis de algo para calmarme. Cuando me hube aplacado, abrí los ojos y, mirando directamente a Ida, dije, refiriéndome a mi madre:
—Era mi espíritu de las cosas.
La historia dice que Ida lloró entonces por primera vez en su vida.
La historia dice también que ésa fue la primera vez que yo hablé.
Todos pensaban que yo era uno de aquéllos que no podían hablar: indio o tybo.
Todos excepto mi madre.
Supongo que con mi madre sí que hablaba. O tal vez no. Recuerdo haber hablado con ella. Tal vez lo que recuerdo es que mi madre me hablaba y yo la escuchaba.
Te hace pensar.
Me quedé en la cama de Ida cerca de una semana. Después dejé la habitación once y me trasladé a vivir al cobertizo.
—Un hombre necesita un espacio para él solo —me dijo Ida.
Afuera en el cobertizo ya había una cama. Ida me compró una alfombra trenzada y colgó una de sus viejas enaguas en un mango de escoba sobre la ventana para hacer las veces de cortina. Me dio una lámpara de keroseno y también un espejo.
Coloqué la fotografía de mi madre tomada en Cody, Wyoming, detrás del espejo. Cada día le daba la vuelta al espejo y miraba a mi madre.
El cobertizo tenía una buena estufa, pero en las paredes había grietas por las que entraba el aire. Coloqué trozos de papel y retales de mantas viejas en las grietas.
Al cabo de poco tiempo las cosas en el Local de Ida volvían a ser casi igual que siempre: faenas y correrías teruteru.
Ida empezó a comportarse de nuevo como siempre. Se ponía un buen vestido durante el día y lo fregaba todo. Hasta los gritos empezaron otra vez, «Eh, tú, ven aquí, chaval», con sus labios pintados de rojo.
Una cosa que cambió fue que al hacerme mayor, aumentó el número de trabajos a mi cargo.
Y otra diferencia era que Ellen Finton y Gracie Hammer habían dejado el Local de Ida, y se habían marchado de Excellent temiendo que Billy Blizzard no estuviera muerto y volviera.
Y otra diferencia más: de cuando en cuando, las veces que me asustaba la luna, y sólo si me lavaba de arriba abajo, Ida me dejaba dormir con ella en su gran cama de plumas.
Y otra diferencia era que ahora que Ida sabía que yo podía hablar, empezó a enseñarme a leer palabras y a escribir palabras, y a deletrear palabras. Palabras tybo. Cada día de la semana, después de la una del mediodía y antes de su baño de las tres, Ida Richilieu se sentaba conmigo en su habitación con uno de sus cuatro libros.
Cuando empezó a enseñarme, Ida me leía. Más tarde me puse a leer con ella. Y luego, al final, era yo quien le leía a ella. Tardé dos años en aprender a leer y escribir, y a deletrear.
Yo tenía una buena cabeza sobre los hombros.
Leíamos los siguientes libros: Paul Bunyan y su buey azul, Mártires católicos, Pecadores a manos de un Dios airado y Apóyate en mí, pero la mayoría de las veces sólo leíamos el de Paul Bunyan y Apóyate en mí.
Cuando leíamos el que trataba de los santos católicos, Ida me decía que prestara atención a las palabras… no a lo que decían. Lo que más me gustaba del libro eran las ilustraciones de esa gente con círculos de luz en torno a sus cabezas, esos hombres que hablaban a los animales y morían asaeteados o colgados de los árboles boca abajo.
Leíamos el libro sobre los pecadores y el del Dios airado fundamentalmente porque incluían buenas palabras. Ida también decía que era bueno que yo supiera que la gente puede pensar así.
—Saber quiénes son tus enemigos —decía Ida.
Apóyate en mí no era tybo común, era poesía.
—Tiene más de pintura que de historia —decía Ida.
En Apóyate en mí se pintaba a hombres y mujeres que, acosados por su trayectoria sexual, llevaban una vida solitaria en las montañas.
Ése era mi favorito.
Cuando aprendí a leer y a escribir, Ida dio por concluidas nuestras lecciones de sobremesa. Dijo que ya sabía lo suficiente y que si quería seguir adelante era cosa mía. Pero seguimos deletreando.
Llegamos hasta el punto de que día y noche me gritaba palabras a través de la habitación, a través del patio, a través del pueblo.
—¡Rendezvous! —gritaba.
—¡Candelabro! —gritaba.
—¡Rinoceronte! —gritaba.
Así era ella.
Ahora que era mayor, once o doce años, una de mis nuevas tareas consistía en ayudar a Ida con su baño, tal como mi madre había ayudado a Ida antes de que mi madre muriera. Lo que hacía era bajar a la casa de baños a primera hora de la tarde, normalmente después de que hubiéramos terminado de leer y escribir. Llenaba su barreño de cobre en Hot Creek, subía el barreño por la escalera posterior y lo vaciaba en la bañera de cobre que tenía en su habitación. Después de repetir el viaje con el barreño de cobre cuatro veces, cogía unas cuantas hojas de romero y de tomillo de las que Ida guardaba en su tocador y las echaba al agua. A veces quería las burbujas que salían de la botella marrón que guardaba en el alféizar. Sacaba sus jabones y colocaba las cremas en la esquina del tocador. Ya sólo quedaban las toallas.
La bañera estaba justo al lado de su tocador y tenía un asiento parecido a una silla. Cuando tomaba un baño, Ida se sentaba en la zona de agua y se apoyaba hacia atrás.
Ida se sacaba su buen vestido y las enaguas, las bragas, el corsé y el resto de la ropa interior. A veces lavaba su ropa interior y la colgaba de la cuerda de tender que había en el extremo sur de la habitación, a la altura de las ventanas.
Ida se sentaba desnuda en la silla delante de su tocador rodeado de espejos. Cuando el día era soleado, el sol entraba y dibujaba las formas de la ventana en su cuerpo. Su piel tenía un aspecto blanquísimo, como las sábanas colgadas de la cuerda de tender. Si estaba nublado o llovía, veías el azul de la sangre asomando en su piel. Era todo frío. En invierno, cuando había oscurecido, Ida encendía la lámpara, corría la cortina y su piel adquiría el color rosado de la llama.
Siempre ponía algún tipo de excusa para acercarme a su tocador: dejar un cepillo, llevar una toalla o algo semejante. Mi proximidad no parecía importarle. Ida no me prestaba atención durante la hora de su baño. Por lo que a ella se refería era como si yo no estuviera en la habitación. No digo que yo no le importara. Era sólo la manera de ser de Ida Richilieu. Me imagino que así son casi todas las mujeres. A veces no hay lugar en ellas para ti y tienen que estar solas.
Ida Richilieu necesitaba su tiempo y sus cigarrillos delante del espejo entre las tareas del día y las tareas de la noche. Necesitaba contemplarse. Necesitaba beber de su vaso de whisky y contemplarse. A veces, Ida frente al espejo, yo veía el reflejo del licor, de los cigarrillos y el rostro tenso de una mujer mayor. A veces veía el reflejo de sus brazos endiabladamente esqueléticos y las descarnadas piernas de una jovencita. Lo veías cuando levantaba los brazos para estirarse el cabello. Esa mujer despedía el olor de sulfurosas primaveras o tierras profundas. La curva de su brazo bajando hasta el negro pelo de sus axilas, bajando hasta sus pechos, siempre me hacía pensar. Sus oscuros, redondos y grandes pezones golpeaban mi corazón igual que el vello negro de su agujero de mujer… golpeaba mi corazón cuando la veía, cuando la olía.
Y también algo más. Esos lugares de Ida —los pezones, el agujero de mujer, el culo, las axilas— no parecían pertenecerle del todo. Era como si esas partes fueran un añadido: un corsé en el que se metía y que apretaba para trabajar por las noches. De día era la auténtica Ida: lavando, limpiando, barriendo; Ida, blanca y tersa, llevaba su negocio, gritaba órdenes para que se hicieran las cosas. Luego, por la tarde, Ida se introducía en su sexo, en aquellas partes suyas, sujetándolas con una correa, igual que Thord Hurdlika se colocaba sus guantes de vaselina; Thord e Ida, dos trabajadores infatigables que procuraban conservar alguna parte de su cuerpo suave.
Después del baño de Ida me quedaba viendo cómo se maquillaba. Subía la mecha de la lámpara al máximo incluso en verano y se ponía polvos en la cara y sombra en los ojos —azul o púrpura— para terminar con el rojo de los labios.
A los vestidos que se ponía por las tardes los llamaba sus vestidos de trabajo. Todos brillantes: uno blanco, uno rojo y otro azul. Cada uno tenía su historia. Cada uno, su secreto.
Ida me contó el secreto de cada uno de sus vestidos, y, como he dicho antes, un secreto de Ida no era algo que te tomaras a la ligera.
Antes de ir al armario Ida siempre salía al pasillo y, mirando el bar, escudriñaba los hombres que había para decidir qué trabajo la esperaba, y en consecuencia qué vestido se pondría. Se ponía el blanco cuando el bar estaba lleno de jóvenes.
—Jóvenes imberbes buscando novia —decía Ida.
Entonces se ponía su vestido blanco, se soltaba el pelo y empezaba a actuar como una novia virgen, bajando por las escaleras levantándose un poco el vestido. Todos los ojos del local posados en sus tobillos.
Los jóvenes imberbes no tenían una sola oportunidad.
El vestido blanco era el que se puso para casarse con Vinitio Luchese.
—Con algunas modificaciones —comentaba.
Era brillante y terso como la luna sobre el agua calma.
—Seda —decía Ida—. Pura seda.
El secreto de ese vestido era que cuando se lo puso por primera vez no era virgen.
El blanco era el más largo de todos. Llegaba hasta el suelo y le tapaba los zapatos. Era por eso por lo que, cuando bajaba las escaleras, tenía que alzárselo por delante. Algo que a Ida le encantaba hacer: bajar las escaleras y entrar en el bar, para su debut, como ella lo llamaba.
Con el vestido blanco no enseñaba demasiado las tetas.
—Después de todo me casé con él —decía—. Dejé el escote tal cual era, y me limité a sacar el lazo y las tonterías, la faja y el polisón.
»Lo aligeré —describía la operación Ida—. Una chica trabajadora tiene que ir ligera. Tiene que desplazarse con tanta libertad como le sea posible.
Cuando se ponía el vestido blanco solía llevar el pelo suelto, sin apenas forma, como una novia.
El vestido blanco era mi preferido. El cabello oscuro, la tez blanca y esos labios de un rojo intenso contrastaban con su vestido blanco, que definitivamente era mi preferido.
El vestido rojo era brillante porque estaba hecho de terciopelo y tenía la parte superior de lentejuelas. Apenas le tapaba los pezones, le elevaba las tetas y se las aplanaba de tal modo que parecía como si éstas nacieran justo debajo de su barbilla. La falda le llegaba por encima de los tobillos. Con el vestido rojo, llevaba las zapatillas rojas, que ella llamaba sus ballerinas, el cabello recogido en un moño y los largos pendientes —la bisutería— que le regaló Franz Bieberkopf, un admirador de Alemania que tenía una Schwangstücke muy pequeña.
—S… C… H… W… A… N… G… S… T… U con dos puntitos encima… C… K… E… —deletreaba Ida— quiere decir polla en alemán.
El secreto de su vestido rojo era que cuando se lo ponía, Ida nunca llevaba ropa interior debajo. Después de escudriñar, sólo llevaba ese vestido cuando el bar estaba lleno de cornudos con ganas de pegar un polvo.
Tendrías que haberla visto bajar las escaleras con ese vestido. Era mi preferido. El vestido rojo de Ida, sus labios rojos, sus bailarinas rojas, sus pendientes de bisutería, las tetas en alto, era mi preferido.
El azul hacía ruido al caminar.
El tafetán, lo llamaba Ida. Sólo se ponía el vestido azul cuando quería enamorarse. Normalmente una vez al mes, cuando ovulaba.
—Siempre que estoy ovulando quiero enamorarme —decía Ida.
Ida llevaba su vestido azul la noche que se enamoró de Billy Blizzard. Lo llevaba la noche que Alma Hatch llegó al pueblo. Lo llevaba cuando escudriñó en el bar y los ojos se le salieron de las órbitas al toparse con Dellwood Barker.
Se ponía cintas azules en el pelo y llevaba un collar de perlas del océano y una perla en cada oreja, y la boa de plumas de color azul. Cuando Ida bajaba las escaleras vestida así era toda una visión. Su tez era como la luna cuando la luna asoma en el azul del día.
El azul era mi preferido.
La verdad es que el azul era único.
La última vez que dormí en la cama de Ida no sabía que iba a ser la última vez.
Tomé un prolongado baño y me lavé bien las uñas y detrás de las orejas. Subí hasta la ventana de Ida y me quedé afuera observándola en su habitación rosada; cómo escribía en su círculo de luz. No tardó en darse cuenta de mi presencia y me hizo un gesto para que entrara. Di la vuelta hasta la puerta trasera, llegué al pasillo, a la alfombra de flores, hasta la puerta de Ida, y llamé. Tenía el camisón blanco esperándome doblado y despidiendo un agradable olor. Me inspeccionó las uñas y detrás de las orejas. No cruzamos muchas palabras, nunca lo hacíamos. Me puse el camisón detrás del biombo de Ida y salté a su gran cama de plumas, blanda y fría, que yo veía como una nube, y dejé que mi cuerpo se sumergiera. Me arrebujó. La habitación tenía ese aspecto brumoso que le daba la lámpara de keroseno, su tabaco y los otros humos. Olía a jabón y a limpieza y a keroseno y a tabaco y a ella. Ida se puso de nuevo a escribir y yo me quedé dormido. Soñé con volar y con nubes y cosas blancas flotando en el aire.
Ida me despertó cuando se metió en la cama pero me hice el disimulado. Me quedé en la misma posición y me puse a contar hasta mil a pesar de que no sabía contar hasta esa cifra. Pero sabía cuánto se tardaba. Cuando llegaba hasta mil me daba la vuelta y me apretaba contra ella.
Volvía a volar. Me desperté cuando Ida saltó de la cama. Encendió la lámpara de keroseno, subió la mecha y apartó la colcha.
Luego me levantó el camisón.
Ida miró debajo de mi camisón durante unos instantes y a continuación dijo:
—Mira el tamaño de eso, ¿quieres?
No volví a dormir con Ida.
Contó esta historia casi tanto como contó la historia de la boa de plumas y la historia de las prostitutas persiguiéndome por Excellent.
—No puedo dormir con una polla tiesa en la habitación —decía siempre. Y luego—: Cuando levanté el camisón del chico… la vi allí. Hacía falta un par de mulas para devolver esa cosa a su casa. —Y se ponía a reír y a toser y de nuevo a reír.
Siempre que Ida contaba esta historia, mi polla se hacía más grande. Cuando escuchaba cómo la contaba, mi polla era más grande que la de un oso pardo. Más grande que la de Paul Bunyan. Más grande que la de su buey azul. Tan grande como el estado de Idaho.
Así fue como obtuve mi otro nombre, el nombre con el que todos nosotros —Ida Richilieu, Alma Hatch, Dellwood Barker y yo— nos reíamos: Fuera-de-sus-pantalones. Dellwood Barker fue quien me puso el nombre. Después, siempre que uno de ellos decía mi nombre, nos reíamos todos: ellos primero, y a continuación yo. No podía evitarlo. Siempre acababa riéndome yo también.
—Fuera-de-sus-pantalones —solía decir Dellwood Barker. Y nos poníamos a reír. Nos partíamos de risa.
Yo los adoraba a todos.
El verano que siguió a la primavera durante la cual encontré a mi madre muerta en Falsa-Montaña, poco tiempo después de despertar a Ida con mi erección —hacia mediados de agosto— Ida decidió que había llegado el momento de que tuviera mi primer cliente.
Ida suponía que puesto que yo había preferido la boa de plumas, puesto que tenía un polla enorme, puesto que mi culo no era virgen… era evidente que necesitaba satisfacción sexual, y en buenas dosis, debido sobre todo a la mitad de mi ser, la india, que, según Ida Richilieu, según mi trayectoria sexual, significa ante todo dos cosas: noble y salvaje.
Ida también suponía que puesto que antes o después obtendría satisfacción de uno u otro modo, ella y yo —sobre todo la tacaña de ella— podíamos aprovecharlo para procurarnos algo de dinero.
—S… A… T… I… S… F… A… C… C… I… Ó… N… —deletreaba Ida— significa obtener aquello que estás buscando.
Una tarde, antes de su baño, Ida me dijo que esa noche tendría un cliente para mí afuera en el cobertizo, que debía tratarlo especialmente bien ya que era buen cliente suyo desde hacía muchos años, y que puesto que ese hombre había expresado un interés sexual por mí ella se había visto obligada a facilitarle mis servicios, y esperaba que yo hiciera un buen trabajo.
—Follar es la cosa más fácil del mundo —decía Ida—. Tan fácil como caerse de un árbol.
Y tras quedarse mirándome durante un instante, me preguntó:
—Tú no has follado nunca, ¿verdad?
—Me folló Billy Blizzard —repuse—. ¿Acaso lo has olvidado?
—No lo he olvidado —dijo Ida—, pero hay ciertas cosas que es mejor no mencionar, y simplemente prefiero no escucharlas.
—No, no he follado nunca —dije.
—¡Muy bien! Te va a entusiasmar. Lo único que debes recordar es que aunque no te lo estés pasando bien, tienes que actuar como si no fuera así. El resto viene por sí solo.
»Otra cosa es que tienes que estar limpio… a no ser que él prefiera que estés sucio. Quién le mete la polla a quién es asunto tuyo. A mí me trae sin cuidado dónde está la polla de cada uno.
»El cliente me da el dinero a mí —prosiguió Ida—. Para empezar cobrarás un dólar por cada cliente… pero de momento no te daré el dinero. Lo guardaré en lugar seguro hasta que seas lo bastante mayor para hacerte cargo de tus ahorros.
»Tu primer cliente irá al cobertizo a las ocho en punto. Su nombre es Stoney y estará borracho. Es probable que lleve consigo una botella y te ofrezca un trago, pero tú no debes aceptar, ¿me oyes? Nada de whisky ni tabaco hasta que seas mayor. ¿Entendido?
La tarde antes de recibir a mi primer cliente la recuerdo con tanta claridad como si fuera ayer. El mundo era igual pero parecía diferente. No sabría explicar cómo las cosas podían ser iguales y diferentes al mismo tiempo. Lucía el sol, el polvo envolvía tus pies al caminar y todo transpiraba. Los árboles transpiraban, las rocas e incluso la sombra estaba caliente. Todas las ventanas del bar estaban abiertas y el suelo de madera, que Ida había mojado dos veces, olía a húmedo.
Pasé un buen rato en la casa de baños, lavándome a fondo, limpiándome las uñas y detrás de las orejas. Limpié el cobertizo. Cogí las últimas margaritas que crecían en Hot Creek, cerca del inicio de Chinatown, y las puse en una jarra sobre la mesa que había junto a la ventana.
Fui a visitar al doctor Ah Fong y le pregunté si tenía algo cuyo olor gustara a los hombres. Se escabulló en la habitación trasera y me trajo una botella de un mejunje que, según me dijo, se obtenía de los cojones del toro.
Tal como el doctor Ah Fong hablaba el tybo, me pasé un buen rato sin entender que intentaba decirme «cojones de toro».
El doctor Ah Fong procuraba hacerme entender con gestos a qué se refería. Se llevó las dos manos a la cabeza como si fueran cuernos. Se puso a imitar el sonido del toro, bufando, mugiendo y todo eso.
Luego se cogió los cojones con una mano y siguió reproduciendo los sonidos del toro.
La interpretación del doctor Ah Fong nos hizo reír a los dos. Me dijo que puesto que le había hecho reír tanto me regalaba la botella de cojones de toro.
—Glatis —dijo el doctor Ah Fong.
Cuando llegué con la botella a casa, olí la pócima y ¡Oh! ¡La humanidad! Por nada me habría puesto eso encima.
El resto de la tarde lo pasé intentando jugar a teruteru, pero no conseguí concentrarme. Cada vez que miraba al reloj del bar sólo se había movido la manecilla grande, y no demasiado. Tenía y no tenía hambre. No sabía si atiborrarme de comida o no comer nada. Acabé por no comer. Le robé tabaco a Ida y me pasé el rato fumando. Casi hasta el extremo de marearme.
Cuando esa tarde dieron las ocho, yo estaba sentado en mi cama, actuando como si estuviera sentado en mi cama pero sin estarlo. Estaba preparado para saltar como impulsado por un resorte. Y entonces llamaron a la puerta.
Stoney era un viejo descarnado. Lo había visto entrar y salir del Local de Ida y por Excellent en un par de ocasiones. Estaba impecable, con un par de pantalones limpios, las botas lustradas, las mangas de la camiseta roja enrrolladas. Olía a cojones de toro.
Ida tenía razón. Estaba borracho. Sus ojos azules se volvían más azules a cada trago que tomaba. Bebía, se secaba el bigote, me ofrecía un poco y yo decía que no. Nos quedamos mirándonos durante un buen rato antes de que yo le dijera que entrara. Por fin conseguí mover los labios, y dije:
—Entra, Stoney.
Entró y yo cerré la puerta tras él.
—Qué flores más bonitas —dijo Stoney.
Nos quedamos de pie mirándonos otro buen rato, él dando tragos y secándose el bigote, sus ojos cada vez más azules. Yo no sabía qué más hacer, por lo que me acerqué a él y lo rodeé con los brazos. Acercarte y tocar a otro hace las cosas más fáciles.
Tocar a un hombre por primera vez fue como una cálida brisa primaveral en mi confinamiento febril. Con ese abrazo, con ese acercamiento, muy en el fondo de tus músculos no tenías por qué sostenerte más, y podías relajarte, podías apoyarte, apoyarte con todo tu peso.
La polla de Stoney era dura y se mantuvo dura aunque no demasiado tiempo, corriéndose muy rápido la primera vez y sin volver a ponerse dura. Decía que tenía que comer y dormir un rato entre una vez y la siguiente. Le dije que si quería podía freírle un bistec de buey, pero dijo que no. Dijo que no quería romper el momento, que quería que nos tumbáramos el uno al lado del otro.
Me colocó la cabeza en el pecho, mirando hacia abajo, con la oreja en el corazón, y se puso a escuchar. Decía que no había mejor sonido que aquél. O mejor visión.
Stoney me cogió la polla con una mano.
—Chiquillo, te espera toda una vida de follar —dijo—. No sé si lo siento por ti o es que simplemente estoy celoso.
Lo siguiente que dijo le hizo temblar.
—Métemela —dijo, levantando la pierna y enseñándome de qué se trataba.
Y se la metí.
Tan fácil como caerse de un árbol.
No tenía que hacer ver que me lo estaba pasando bien. Me lo estaba pasando bien.
A la mañana siguiente Ida Richilieu procuró no mostrar curiosidad. Se pasó el día entero aparentando desinterés. Esa noche cocinó unos bistecs y guisantes —algo que Ida no hacía con frecuencia—. Me gritó para que fuera a comer. Como no sabía si había oído bien, entré en la cocina y sí, en la mesa había dos platos y un bistec en cada plato. Y dos cazos con guisantes. Ida se había servido un whisky. Nos pusimos a comer sin que ninguno de los dos dijera ni palabra. Ida actuaba aparentando aburrimiento, tal como actuaba siempre que quería sacarte algo; hacía como si se aburriera por culpa tuya, lo que te llevaba a decirle lo que quería saber. Hasta que ya no pudo contenerse y lo soltó:
—¿Te ha comido la lengua el gato? —preguntó—. ¿Éste es el trato que me merezco después de todo lo que he hecho por ti? Recuerda que eres un dólar más rico gracias a mí, ¡hombrecito!
Antes de decir nada di el último bocado al bistec y me acabé los guisantes. Advertí a mis piernas y pies que tenían que estar dispuestos a salir corriendo. Y lo solté:
—Ciertas cosas son privadas y es mejor no mencionarlas. Un hombre tiene su orgullo, ya lo sabes.
Ida se puso a buscar algo para arrojarme.
—Así soy yo. Y no me pidas que cambie —añadí.
Esquivé la sartén y el cazo lleno de guisantes, y hasta que no me encontré a medio camino de los manantiales mis oídos no dejaron de oír los aullidos de Ida.
Pero al día siguiente Ida se las compuso para hacer que me sentara. Me dijo que era perentorio. Sabía que si utilizaba una palabra nueva podía atraparme.
—P… E… R… E… N… T… O… R… I… O… —deletreó Ida— significa urgente, que no puede esperar.
Ida era una buena conversadora. O mejor, era una buena narradora. Lo que Ida no sabía hacer era explicar. Y ella era la primera en admitirlo. Odiaba explicar las cosas. Siempre que se veía obligada a explicar algo lo hacía dejando claro que era por tu culpa.
Así se puso ese día, cuando tuvo que explicarme los problemas en los que podía meterme si tenía relaciones sexuales con hombres en una sociedad cristiana. Me explicó que tenía que vigilar mi culo, y el mejor modo de hacerlo.
—Nunca busques tú a un cliente —me dijo—. Ni tampoco te muestres interesado por alguien. Aunque estés interesado.
»No importa lo salvaje y descontrolada que se ponga tu polla; primero hay que escudriñar… yo tengo que escudriñar —prosiguió Ida—. Y luego, después de escudriñar, seré yo, Ida Richilieu, y sólo yo, quien decida el cliente, el cuándo y el dónde.
Dijo que el cómo me lo dejaba a mí.
Acto seguido Ida Richilieu me hizo jurar, me hizo prometer que las cosas serían así y sólo así: yo follaría y ella me diría con quién follar.
Se lo prometí.
Ida y yo lo haríamos del siguiente modo:
Si Ida, o una de las chicas de Ida, tenía un cliente que mostraba un interés por mí superior al normal, o si no lo expresaba pero Ida lo escudriñaba, o si el tipo tenía problemas para que se le pusiese tiesa, Ida me haría llamar para que subiera toallas, jabón o una botella de whisky. En ocasiones me pedía que ayudara al cliente con su baño, tal como solía hacer mi madre. Frotar las espaldas de esos mineros era siempre un método infalible para saber a qué atenerse. Ida me hacía llevar lo que ella llamaba el equipo, que en invierno consistía en una camisa de fieltro sin cuello y unos pantalones también de fieltro atados con una cuerda, sin ropa interior, y las botas. En verano sólo llevaba una camisa y pantalones, todo de algodón.
Si el tipo estaba en una habitación, yo tenía que entrar en la habitación en cuanto la chica se hubiera excusado para ir al servicio. Y le preguntaba al tipo algo así:
—Señor, ¿sabe usted dónde tengo que poner estas toallas?
O:
—Señor, ¿ha pedido una botella de whisky?
Entonces me subía los pantalones estirando de la cuerda para que el tipo pudiera ver lo que había que ver, o me inclinaba rozándolo accidentalmente.
Si el tipo estaba interesado yo le dejaba que me atrajera hacia él mostrándome sorprendido de que hiciera tal cosa.
Una de las reglas de Ida era que el sexo entre hombres sólo podía hacerse afuera en el cobertizo. Por tanto, siempre que alguien dejaba traslucir su trayectoria sexual yo le cortaba con un:
—¡Su amiga está a punto de volver!
O:
—¡Qué viene Ida!
Y quedaba con él al cabo de un rato afuera en el cobertizo. Entre tanto, Ida hablaba con el tipo y tomaba su dinero.
Se veía que Ida estaba contenta con mi trabajo, aunque nunca lo decía.
Y:
—¿Qué hace ese chico ahí fuera? —decía—. Podría retirarme. Podríamos retirarnos todas. Colgar el corsé y dedicarme a llevarle las cuentas.
Me iba a convertir en un hombre rico —o en un muchacho rico, en cualquier caso—. Me hice tan popular que Ida tuvo que poner otra puerta en el cobertizo. De este modo, los clientes entraban por una puerta y salían por la otra.
Supongo que nunca tuve problemas porque era bueno en lo que hacía y porque Ida hacía prometer a los hombres que nunca dirían una palabra; por su bien tanto como por el mío. Por el bien de ella, en definitiva.
Ya se sabe lo que Ida pensaba de las promesas. Esos hombres también lo sabían.
Pero la primavera siguiente cambió todo. Se inició con Ida totalmente enloquecida con la limpieza primaveral. Y de la limpieza primaveral se pasó a pintar el hotel.
Rosa.
El Local de Ida se pintó de rosa.
Ese jodido hotel todo pintado de rosa.
Estoy convencido de que eso fue lo que atrajo a Alma Hatch: el color rosa del hotel de Ida; eso y la influencia de Falsa-Montaña. Con estas dos cosas era prácticamente imposible que Alma Hatch no se dejara ver.
La limpieza primaveral empezó con las alfombras. Cada una de las alfombras estaba clavada al suelo. Se empezaba con la habitación de Ida, y luego se seguía con todas las demás habitaciones. Las alfombras pesaban una tonelada y había que arrastrarlas por el pasillo, bajarlas por la escalera, acarrearlas a través del bar y una vez en el exterior colgarlas de la cuerda de tender ropa.
Yo tenía que golpearlas. Y después cargarlas de vuelta y volver a fijarlas al suelo… en un lugar distinto.
Las alfombras rotaban cada primavera.
Luego había que repintar los techos y volver a empapelar las paredes. Pintar los techos no estaba mal excepto en el bar, en donde el techo era muy alto. Tenía que colocarme en el último peldaño de la escalera y así y todo esforzarme para llegar.
Lo que podía volverte loco era empapelar las paredes. Primero había que arrancar el papel viejo —sin hacer saltar el revestimiento de las paredes, que costaba dinero—. Luego había que mezclar la harina y el agua en la proporción exacta para que no quedaran grumos ni estuviera aguado. Y después, colocar el papel nuevo sin arrugas.
Ida Richilieu odiaba las arrugas en el papel de pared.
También había que limpiar a fondo todas las ventanas. A Ida Richilieu tampoco le gustaba que hubiera manchas en las ventanas. Llevaba mi culo hasta las ventanas del segundo piso, sujetándome con una mano al alféizar mientras limpiaba con la otra el cristal, las dos manos a punto de congelárseme porque en esta tierra la primavera a veces es tan fría como el invierno.
Se fregaba todo dos veces con la misma energía con que siempre se fregaba. Se fregaba hasta el suelo del bar. Juro que había sectores del suelo que se habían fregado hasta dejarlos tan finos como el papel que yo había pegado en las paredes. Un invierno se metió una mofeta debajo de las tablas del suelo. Estuvo a punto de acabar con el negocio. Hubo que llamar a Dave el Maldito y a su Maldito Perro para que sacaran a la mofeta. Algunos días, esa parte del bar todavía olía a mofeta.
Otra de las tareas era el espejo del bar. Yo lo limpiaba con un trapo e Ida se colocaba en diferentes sitios del bar y miraba al espejo para ver si había manchas. Se necesitaba todo un día para que Ida no encontrara manchas. Ida y sus arrugas y sus manchas.
Los vasos del bar se lavaban con especial cuidado en agua hirviendo junto a los platos de cocina y la plata. Se barría y fregaba detrás de la barra y se barría y fregaba la cocina. Igual que el porche y las escaleras de la parte trasera.
Luego estaba el rótulo, Indian Head Hotel. Ida me pidió que lo fregara y yo lo fregué tan bien que se le cayó casi toda la pintura. Cuando hube terminado sólo se leía Ind He Ho.
Fue entonces cuando Ida decidió pintar el local. No sólo el rótulo, todo el local. Como ya he dicho, en Excellent sólo había tres edificios pintados y dos de ellos eran mormones.
Ninguno había sido repintado.
De ningún color.
Y no digamos de rosa.
A Ida Richilieu siempre le gustó ser la primera persona en hacer algo.
Compró la pintura color rosa en el comercio de Stein, y la pidieron a Boise City. La pintura tardó más de dos semanas en llegar aquí. Cuando llegó, toda la población se agolpó para ver cómo la descargaban de la diligencia. Toda la población se quedó mirando, o mejor dicho mirándome, mientras empezaba a pintar. Yo pintaba e Ida me decía cómo hacerlo.
El día que abrí la primera lata de pintura Thord Hurdlika se encontraba allí, y Doc Heyburn, y Dave el Maldito y su Maldito Perro, y las prostitutas. Al principio pensé que se habían equivocado de pintura porque la pintura parecía del color de la mierda.
Ida dijo:
—Remuévela bien.
Eso hice.
Juro que la pintura se volvió color rosa delante de mis ojos. Era tan rosada que olía a rosas. La gente que se encontraba al otro lado de Pine Street vino corriendo porque habían olido el rosa.
Empecé por la parte de atrás. Ida pensaba que lo mejor era que cometiera los errores allí donde nadie podía verlos, para pasar luego a pintar los lados. Cuando llegara a la fachada ya habría aprendido.
Cogí la lata de pintura rosa y empecé a subir la escalera con todos los ojos de la población puestos en mí. Al llegar arriba puse la lata en equilibrio, metí la brocha en la pintura y di un brochazo de rosa en la parte trasera del hotel de Ida.
Algunos de los presentes hicieron amago de reírse y se taparon la boca. Los niños se pusieron a gritar. El Maldito Perro de Dave el Maldito empezó a aullar.
Los mormones huyeron en estampida como si el color rosa fuera una especie de pecado.
Ida estaba encantada.
Me pasé los meses de mayo, junio, julio y parte de agosto pintando cosas de rosa; bueno, siempre que no tuviera otras tareas o algún cliente esperándome afuera en el cobertizo.
Ese verano no fue fácil. Me creí que el rosa era el color del diablo. Ese color rosa no se limitaría a permanecer en las paredes y el balde. Por mucho que me esforzara.
El color rosa estaba por todas partes. El suelo que rodeaba al Local de Ida era de color rosa. La hierba era rosada. La escalera era rosada. Los cristales de las ventanas —los que tanto tiempo me había pasado limpiando— eran rosados. Y rosados eran los platos, los cuchillos, los tenedores y las cucharas. El grifo y la bomba del pozo eran rosados. Y en los manantiales el agua salía de rosa. Los caballos tenían manchas de color rosa. Y debajo de mis uñas también estaba el color rosa y no había forma de quitarlo. Llegué a tener parte del vello púbico de color rosa. No me preguntes cómo.
Tiempo después:
—Sólo tenía que tocar algo y se volvía de color rosa —decía Ida—. Sabías al instante cuáles eran o habían sido sus clientes porque cuando había acabado con ellos siempre tenían restos de color rosa en alguna parte del cuerpo. Un tipo tuvo que comprarse una nueva dentadura postiza.
»La sonrisa más rosada que he visto nunca —decía, y luego se ponía a reír, a toser y a reír de nuevo.
Pero cuando hube terminado de pintar, juro que el Local de Ida era una visión digna de ser contemplada. Era el edificio más coqueto de todo Excellent, Idaho. En cuanto empezabas a bajar por el promontorio que llevaba al pueblo lo primero que veías era el Local de Ida. No podías evitar verlo: un gran hotel de dos plantas construido de tablas y de color rosa con porches dobles y el nuevo rótulo en lo alto: Indian Head Hotel.
La gente ha hablado de ese hotel durante años. Habló del color rosa de ese hotel durante años. No podía dejar de hablar. Tenía más de leyenda que de historia.
Alma Hatch entró en el Local de Ida tres días después de que yo hubiera terminado de pintarlo de rosa.
Me sorprende que hubiera tardado tanto.
Era a finales del verano, con el otoño a las puertas. Pine Street era una calle endiabladamente polvorienta y abrasadora que no llevaba a ninguna parte. Día tras día, la bandera americana enfrente de la oficina de correos colgaba inmóvil sin el más mínimo rastro de brisa. De noche, si dormías, si conseguías dormir, soñabas con viento y una lluvia que mojara las cosas. Lo único fresco aparte del río era la botella en su cesta en el segundo estante del armario de la cocina. Cuando sacabas el corcho y llenabas un vaso de agua, cuando sostenías el vaso de agua en tus manos, algo en ti te hacía amar sobremanera el agua. En ese momento te habría gustado hablar el idioma del agua y dar gracias por el sonido del agua vertida en el vaso, gracias por el aspecto del agua en la mesa a la espera de ser bebida, gracias por su liquidez, por su frescura en tu piel, pero sobre todo era tu propia sed la agradecida.
Pasaba todo el tiempo que podía en el río. Podías saltar desde la formación granítica, volar por el aire seco y abrasador y zambullirte en un agua que seguía estando demasiado fría. Te cortaba la respiración incluso en los días más calurosos.
Ese día, cuando volvía de darme un baño y me encontraba junto a la valla de estacas de la iglesia de los mormones, vi llegar la diligencia. El sol estaba muy alto y me hacía bizquear. Dave el Maldito abrió las puertas del establo y se dirigió hacia la diligencia seguido de su Maldito Perro. Los hombres sentados en el banco del barbero se habían sacado los sombreros y miraban en esa dirección. Cuando llegué ante el Local de Ida, miré en el preciso instante en que Thord Hurdlika se levantaba y caminaba hasta el abrevadero, mojaba su pañuelo y lo escurría antes de ponérselo en la cabeza. Todas las ventanas estaban abiertas y las sábanas blancas de Ida colgaban del tendedero. Podías oler el jabón. Otras cosas que podías oler eran el suelo de madera húmedo y un aroma a resina, a sudor corporal: el bar estaba lleno de hombres.
Ida estaba detrás de la barra. Secaba los vasos. Me acerqué y me puse a ayudarla. Ninguno de los dos abrió la boca. Agachándome, empecé a colocar los vasos en su sitio. En ese momento entró Alma Hatch.
No la vi entrar, pero hoy en día me resulta difícil imaginar que hubo un tiempo en que no conocía a Alma Hatch, que no sabía qué aspecto tenía. O sea que ahora, cuando recuerdo ese primer día, a pesar de que yo estaba agachado debajo de la barra y sólo escuché su voz, veo a Alma Hatch con su largo cabello apartado de la cara y recogido en lo alto de su cabeza debajo del sombrero. Veo sus oscuras cejas, espesas como las de un hombre, y debajo sus ojos tan marrones como el lodo.
—Alma Hatch entró como flotando —comentaría Ida—. Con una hermosura que sólo existe en la imaginación.
Evidentemente por esa época Ida Richilieu no expresaba jamás lo que sentía. Ciertas cosas es mejor no mencionarlas. Ni siquiera levantó la vista cuando entró Alma Hatch, ni siquiera impulsada por el modo de andar de Alma: como el vuelo de un colibrí, directo al azúcar.
Cuando llegó a la barra, dijo:
—Me llamo Alma Hatch.
Conociendo a Ida, es probable que llevara estudiando a Alma Hatch desde que la diligencia se encontraba a cinco millas del pueblo. Pero sólo entonces, cuando Alma Hatch se presentó, Ida puso sus ojos en ella.
—Estoy buscando a la propietaria del Indian Head Hotel —dijo Alma Hatch—. Creo que se llama Ida Richilieu.
Ida siguió secando el vaso que tenía entre las manos, y dijo:
—La tiene delante suyo.
—Muy bien, Ida Richilieu —dijo Alma Hatch—, encantada de conocerla. Tengo entendido que en el cobertizo trasero tiene un pedazo de polla de campeonato; un muchacho que se prostituye conocido como Míster Cobertizo. Me gustaría pasar con él el resto de la tarde y, si me convence, la noche.
Toda la gente que había en el bar dejó lo que estaba haciendo. Me pregunté si había oído bien. Y Alma Hatch añadió:
—Me gustaría saber cuánto voy a tener que pagar por el tal Míster Cobertizo y por la cama.
Fue entonces cuando vi a Alma Hatch. Me levanté despacio. Lo primero que vieron mis ojos fue su sombrero. Parecía una gran ave de presa aposentada en su cabeza. Y a continuación, con mis ojos a la altura de la barra, vi sus ojos.
No recuerdo ningún sonido: el mundo y la gente que lo poblaba habían enmudecido. Ni siquiera en una noche de invierno con la luna sobre la nieve hay tanto silencio. Todos los hombres del bar parecían fotografías de ellos mismos de pie en el bar. A Ida se le cayó un vaso y se rompió. Hice el gesto de ponerme a recoger los trozos pero Ida me apartó con la pierna. Cuando me levanté, me sorprendió mirarlas de arriba abajo, a esas mujeres, a Ida Richilieu y Alma Hatch.
—Le presento a Míster Cobertizo —dijo Ida. Vi cómo los labios de Ida articulaban «Míster Cobertizo». Y a continuación—: Míster Cobertizo, le presento a Alma Hatch.
Miré a Alma Hatch directamente a los ojos, todos los ojos del local mirándome mirarla.
—Cinco dólares —dijo Ida, y alguien silbó, y, como todos estaban mirando, todos empezaron a respirar menos de lo que habían respirado hasta ese momento, incluido yo.
—Aquí tiene seis —dijo Alma Hatch—. ¿Qué porcentaje se lleva él?
—Un dólar por la habitación. Cincuenta centavos por las sábanas. Un dólar para la casa. En este caso Míster Cobertizo se lleva el resto. Además le haré un descuento del diez por ciento para una botella de whisky, y los vasos.
—¿Baño incluido? —preguntó Alma Hatch.
—Baño incluido —dijo Ida Richilieu.
—¿Los cincuenta centavos me dan derecho a las toallas? —preguntó Alma Hatch.
—Los cincuenta centavos dan derecho a las toallas —repuso Ida Richilieu.
—¿Hay algún cargo extra si se baña conmigo? —preguntó Alma Hatch.
—Eso lo decide Míster Cobertizo —dijo Ida, y mirándome, preguntó—: Míster Cobertizo, ¿piensa cargar algún extra por bañarse con la señorita Hatch?
—… Señora, —corrigió Alma Hatch.
—… Señora Hatch —dijo Ida.
Miré a la señora Alma Hatch y luego a la señora Ida Richilieu, luego otra vez a la señora Alma Hatch, y de nuevo a la señora Ida Richilieu.
—No —dije al fin—. No cargaré ningún extra.
Salí de la barra suponiendo que tendría que llevar sus maletas, como solía hacer.
—Yo me haré cargo del equipaje —me interrumpió Ida.
—¿Cómo? —pregunté yo, porque todavía no conocía esas palabras: cargo y equipaje.
—Que yo llevaré sus maletas.
Cuando me di la vuelta para dirigirme a la cocina y salir por la puerta trasera hacia el cobertizo, Ida me detuvo:
—Salga por la puerta principal, Míster Cobertizo, y dé la vuelta a la casa.
Hice lo que me decían y llegué adonde se encontraba Alma Hatch. No había sitio para rodearla. Como no sabía qué hacer, la cogí del brazo tal como había visto hacer a los hombres tybo, y salimos juntos, Alma Hatch y yo, por el bar, por entre los hombres que había en el bar, y al exterior por la puerta principal. Thord Hurdlika con su pañuelo rojo sobre la cabeza y los hombres sentados en la barbería al otro lado de la calle bizquearon embobados. Alma Hatch y yo dimos la vuelta al edificio y pasamos por entre las sábanas blancas extendidas, sus sombras como seres vivos moviéndose por el suelo de color rosa, hasta la puerta del cobertizo trasero.
Alma Hatch se sentó en mi cama sin quitarse el sombrero y sosteniendo su monedero.
Mientras esperábamos que Ida nos trajera las maletas, Alma Hatch me preguntó por qué un lugar tan pequeño tenía dos puertas.
—Entrada y salida —dije, porque no sabía qué otra cosa decir.
Sin previo aviso una sonrisa iluminó el rostro de Alma Hatch, una sonrisa que ella no quería que yo viera. Se lo estaba pasando endiabladamente bien. En ese entonces yo no lo sabía, pero lo sucedido sería la historia sobre mí que más le gustaría contar a Alma Hatch.
—Cuando conocí a Fuera-de-sus-pantalones —contaría Alma Hatch—, lo llamábamos Míster Cobertizo.
Y se ponía a reír, e Ida reía, y Dellwood.
—Y luego todo vino rodado —decía Ida.
La historia siempre empezaba igual.
Ida trajo las maletas de Alma. Tenía dos. En la más pequeña Alma llevaba sus cosméticos: perfumes y artículos de belleza. Después supe que en la otra llevaba un vestido blanco, un vestido rojo y un vestido azul, la ropa interior y las joyas, y un par de zapatos de tacones. Y llevaba algo más: un libro de gran formato encuadernado en piel en cuya portada se leía, escrito con letras doradas: Estudios ornitológicos del noroeste del Pacífico.
No supe qué significaba ornitológicos durante un tiempo, pero las ilustraciones de esos pájaros estaban pintadas a mano y a color, y algunas representaban pájaros posados en ramas; otras, pájaros volando y todas mostraban el aspecto de la hembra y el aspecto del macho, y qué tipos de huevos ponían, y dónde los ponían.
Ida dejó las maletas de Alma al pie de mi cama. Dejó la botella de whisky y dos vasos en la mesa. Y después Ida rodeó a Alma y alisó las arrugas del Hudson Bay que había sobre mi cama.
Cuando salía por la puerta, Ida se volvió hacia nosotros y comentó:
—El agua del baño está caliente y lista.
Corren todo tipo de historias acerca de esa tarde. Cada uno de los hombres que se encontraba en el bar y cada uno de los hombres de la barbería tenía una versión distinta. Algunos sostenían que Alma Hatch y yo nos pusimos a follar en medio del bar en cuanto ella entró por la puerta.
Una de las historias decía que Alma Hatch tenía un rabo que le sobresalía por detrás (sobre todo cuando estaba cachonda), un rabo sobresaliente.
Hay incluso una historia que dice más o menos así: Alma Hatch tenía efectivamente polla, y ésa es la única razón por la que accedí a follar con ella.
Y luego estaban los sonidos que hacía. Ida decía que parecía como si en el cobertizo hubiera un rebaño de vacas, todas dando a luz al mismo tiempo.
Mi versión de la historia es la siguiente: Alma Hatch se llevó consigo la botella de whisky cuando salimos hacia la casa de baños. Tenía hachís —ella lo llamaba hierba liada en cigarrillos. Pues bien, fumamos y luego dimos un trago de whisky: la primera vez que hacía cualquiera de estas cosas en compañía de una mujer. Y también era la primera vez que me metía en esa bañera con otra persona, varón o hembra.
Mientras fumábamos, Alma Hatch se desvestía: menos y menos ropa. Me desvestía también a mí. Dimos otro trago de whisky. Alma se soltó el pelo. Probó el agua. Procuraba mantener seca la hierba. Me sujeté los cojones para meterme en el agua. Alma se sumergió. Intenté rodear con mis piernas a Alma Hatch en la bañera… el agua se desbordaba. La botella y los vasos al alcance de la mano. Y luego las burbujas y el whisky y más hierba, yo apretado contra Alma Hatch.
Poco después el agua y las burbujas habían invadido la creación. Alma gritaba como gansos enfilando hacia el sur y yo me expresaba en lenguas jamás oídas. Mis ojos hablaban. Mis oídos, mi piel hablaba; me asaltaban palabras sonoras: ornitológicos, cargo y equipaje. Hablaban los dedos, las manos y los pies. Dentro de Alma, deslizándome en su interior como un salmón de vuelta al hogar contra la corriente, sin posibilidad de llegar más lejos.
Alma se corría y volvía a correrse, gritaba y se corría de nuevo. Y entonces yo también me corrí. No quedaban palabras, sólo el silencio que, atravesándome, entró en ella. A través de ella, mi cuerpo ascendió dulce hacia su dulzura, hacia la luz del sol como un pájaro blanco asciende hacia el azul, volando.
El cuerpo de Alma era zarzaparrilla o azúcar o un pastel. Algo tan dulce, rosado y pegajoso que te impregnaba entero. Algo con lo que una vez que empezabas no podías parar hasta empacharte. Y en todo momento olía a rosas… rosas mezcladas con olor a mujer. Alma Hatch siempre se ponía agua de rosas. Detrás de las orejas, debajo de los brazos, en las muñecas. A veces se sentaba sobre un charco y dejaba que el agua de rosas subiera por ella. Si entrabas en una habitación y Alma Hatch había estado en ella en las últimas veinticuatro horas, lo sabías por el olor a rosas. Rosas de color rosa. No rojas, ni blancas, ni amarillas… rosas. Los pezones eran de color rosa; su agujero, de color rosa; sus lábios, rosados. Juro que Alma Hatch no era una mujer blanca. Era una mujer rosa.
—La mejor puta del estado —diría Ida Richilieu hablando de Alma años más tarde—. Lo que hace a Alma tan buena es que parece una rosa, huele como una rosa y te folla hasta dejarte seco.
Alma Hatch se quedó conmigo afuera en el cobertizo durante el resto de la tarde, y luego por la noche, intentando reproducir las sensaciones del primer polvo.
Todo el rato que estuvimos follando afuera en el cobertizo, me vi hablándole a Alma Hatch sobre cosas que mi cerebro no sabía. Pero así y todo las palabras salían de mi lengua y mis labios sabían cómo articularlas.
Una vez, sentados frente a frente, Alma Hatch montada encima, cabalgándome como a un caballo, yo observaba sus labios, su lengua, sus dientes… los húmedos músculos dentro de su boca dejando escapar sonidos. Podía verlo —el lenguaje— subiendo hasta su boca desde sus profundidades. Mis ojos se encontraban justo allí mirando en su boca, en donde ella hacía sus palabras. Me pregunté si entendería sus propias palabras más de lo que pudiera entender yo. Sólo pude descifrar una o dos palabras.
Pero lo entendí: teruteru.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, creía que estaba enamorado. Me había inclinado hacia la boa de plumas, pero estaba enamorado de Alma Hatch.
Pero Alma Hatch me dijo que no era amor. Me dijo que era la hierba.
Sin embargo, no podía apartar de mí su olor, el olor a rosas y su sabor; no podía apartar su recuerdo. Sus palabras me habían poseído convirtiéndose en mi nueva lengua. Una nueva lengua que resonaba en mi interior. Atroz, y yo buscaba un poco de reposo.
Yo solía prepararme el desayuno. En ocasiones, preparaba el mío y el de Ida. Pero esa mañana fue distinto.
Ida me había preparado ostras salteadas con huevo, café y pan horneado.
Desayuné solo.
O sea, desayuné sin Alma Hatch.
Alma dijo que ya había tenido más que suficiente de mí.
Alma me pagó, cerró la puerta a sus espaldas, y antes de darme cuenta, me encontraba desnudo plantado en el cobertizo, sosteniendo tres dólares y cincuenta centavos y un par de sus cigarrillos de hierba. Alma Hatch tenía una habitación reservada para las nueve de la mañana y pidió que sólo le subieran té y una rebanada de pan de trigo con mantequilla por ambas caras.
Le pedí a Ida que por favor no me hiciera subirle el desayuno.
Ida se sentó al otro extremo de la mesa de la cocina sin hablar demasiado. Limitándose en buena medida a sentir el calor de la taza de café en las palmas de las manos. Actuaba como si estuviera aburrida porque esperaba una explicación.
Empecé a llorar en un momento entre mi primera ostra y mi primer mordisco a la rebanada de pan. Seguí llorando hasta que hube vaciado mi plato y terminado la segunda taza de café.
Ida lavó mi plato y el tenedor. Cuando hubo terminado se secó las manos en el delantal. Seguí sentado a la mesa sin saber qué más hacer. No podía ir a ningún lado. Alma Hatch estaba en todas partes. O sea que me limité a seguir sentado, mi polla ansiosa por volver a ponerse tiesa a su lado, mis ojos llorando y mis dedos retorciéndose entre sí.
Ida se acercó y se apoyó contra mi espalda.
—Asúmelo, Cobertizo —me dijo Ida—. Tu madre ha muerto y jamás regresará.
Y a continuación:
—Tu cliente de esta noche te espera a las diez.
—No estaré allí —dije.
—Como quieras —respondió—. A las diez estará afuera en el cobertizo por si cambias de opinión.
El único sitio al que podía ir era Falsa-Montaña; a la cabaña de Pie Grande, en la pradera, donde Billy Blizzard mató a mi madre.
Ese día me sentía tan atraído por él como por ella.
Crucé el río, en esa época poco más que un goteante arroyo. Luego me encontré frente a frente con la montaña. Empecé a escalar por las rocas. El sol se encontraba justo encima de mi cabeza. Mientras me desplazaba hacia arriba, el sol también se desplazaba en su trayectoria. Al cabo de poco se encontraba detrás de mí, y mi sombra enfrente. La sombra se arrastraba delante de mí mientras escalaba.
Empecé a pensar que si no fuera yo, entonces no habría una sombra mía. Pero la mayor parte del tiempo la pasé pensando sólo en Alma Hatch. Y en Billy Blizzard. Y en mi madre. Deseaba que mi madre estuviera conmigo para que pudiera contarme una historia, o para poder irnos los dos y vivir como su gente durante un par de días. Cuando el suelo empezó a nivelarse, y los árboles empezaron a hacerse más delgados, pensé que me había perdido. Tuve que desandar el camino hasta donde recordaba haber visto la carreta. Me costó la mañana entera volver a encontrar la senda. Esta vez no llevaba sombrero, por lo que el viento no podía volármelo y mostrarme el camino.
Cuando llegué a la gran formación granítica, supe dónde me encontraba. Trepé, miré al otro lado, y allí estaba: mi pradera. La hierba no era verde, era dorada y parda, excepto en los lugares donde había agua por debajo de la tierra. En esos lugares la hierba seguía siendo verde. Esta vez no había flores. Hacía demasiado calor para que hubiera flores, excepto para los cactus, tal vez, pero tampoco había cactus.
Llegué hasta la cabaña de Pie Grande —la cabaña de Billy Blizzard— dejando atrás el lugar en el que había levantado la pira mortuoria de mi madre. Me senté debajo de uno de los tres pinos ponderosa y comencé a llorar de nuevo. Lloré por todas las veces que no había llorado. Lloré tal como solía hacer mi madre, cuando se hartaba de llorar.
Y entonces, sentado bajo el ponderosa, vi un rayo de luz, y alguien de pie a mi lado. Me volví para mirar pero mis ojos no distinguieron nada. Lo que vieron mis ojos fue a mi ser volando, tal como vuelas cuando tienes fiebre, o en sueños.
Y lo entendí todo. El espíritu de la montaña se había apoderado de mí. Me hacía creer que hacía lo que creía estar haciendo.
Creía que estaba odiando a Billy Blizzard por haber matado a mi madre, cuando en realidad lo que quería era matar en mí a Alma Hatch.
Creía que estaba intentando encontrar a mi madre, pero allí adonde se había ido no había lugar para mí en su interior, y había partido sola.
Creía que estaba enamorado. Y sin embargo sólo hacía lo mismo que cualquier otro pobre desgraciado que yo hubiera conocido. Correr de una madre a una esposa. Con la cabeza aún en el coño de una y la polla ansiosa por follar en el de la otra.
Junto al precipicio, en el punto más alejado del promontorio de roca, el viento se cernía sobre mí y removía la hierba alrededor, soplaba en mis orejas y en mis ojos. Podía oler el viento. Olía a mí. Cogí un trozo de granito acabado en punta. Con el granito marqué un círculo. Me quedé en el centro del círculo y en voz alta y clara, le hice saber al espíritu de la montaña, Falsa-Montaña, y a cualquier otro que quisiera oírlo, que desde ese mismo instante me había liberado del agujero de mujer. Que había conseguido asomar la cabeza. Que había asomado mi polla. Era libre, no tenía cargas.
Y si, de hecho, un hombre necesitaba a una mujer, lo que haría sería convertir en mujer a una parte de mí mismo.
A las diez en punto estaba de vuelta en Excellent. Mi cliente me esperaba en el cobertizo. La noche era clara, y el aire te acariciaba la piel hasta el punto de no saber dónde terminaba el aire y dónde empezaba tu piel. La luna y las estrellas eran cosas que uno podía alcanzar, coger y sujetar.
Saqué un pitillo de hierba de mi bolsillo. Lo encendí y aspiré el humo hasta los pulmones.
Ida Richilieu me miraba desde su ventana. Mi corazón rebosó de añoranza por el color rosado de su habitación, la blanda cama de plumas, su olor.
A partir de entonces tendría que prepararse ella misma el baño.
En el otro extremo del hotel vi a Alma Hatch mirando desde su ventana. Me hizo un gesto. Sólo eso.
Las dos mujeres en sus ventanas, dos óvalos flotando sobre mí en el cielo nocturno.
Desde mis profundidades empezaron a ascender las palabras. No sabía qué es lo que iba a decir. Quería decirles algo grande, algo que después de haber sido dicho hiciera que nada volviera a ser nunca igual.
—Duivichi-un-Dua. —Lo que dije fue mi nombre en indio.
Abrí la puerta de entrada del cobertizo. El hombre que había dentro se puso de pie. Su rostro estaba en sombras. Pero yo sabía quién era. Durante unos oscuros instantes, afuera en el cobertizo, sería mío.
Ida Richilieu le dio a Alma Hatch la habitación once, la habitación de mi madre, y Alma empezó a recibir a sus clientes allí.
Gritaba con cada uno de ellos.
Parecía como si todo el mundo quisiera follar con la loca que había entrado en el bar para comprarse un muchacho. El negocio creció. Durante un tiempo, los hombres hacían cola a lo largo del pasillo.
—Al principio era más popular incluso que tú —me dijo Ida.
Ahora Ida llevaba su vestido azul casi todas las noches. Una especie de récord de ovulación. Cuando las cosas se calmaban, Ida y Alma se sentaban en el porche, debajo del rótulo Indian Head Hotel, y hablaban como cotorras, partiéndose de risa, maldiciendo, fumando hierba, fumando opio, bebiendo directamente de una botella. Los hombres que pasaban les gritaban cosas. A veces Ida y Alma les respondían asomando las tetas por la barandilla. Casi nadie se atrevía a responderles a ellas.
Desde el comienzo se vio claro que Ida y Alma tenían algo en común. Algo que tú no tenías.
Algo que se veía sobre todo cuando cantaban juntas, sentadas al piano y mirándose a los ojos, la canción del hombre en la luna.
Y el comportamiento de ambas.
Por la mañana, cuando me preparaba el desayuno, a veces las veía entrar dando tumbos, con el pelo revuelto y sin apenas ropa después de levantarse de la misma cama. Se dejaban caer en la mesa, fumaban y tomaban café sin parar; las dos miraban al frente, no importa dónde.
La promesa de librarme del agujero de mujer que había hecho en Falsa-Montaña no me pareció tan fácil de mantener cuando me desperté al día siguiente.
Lo cierto es que seguía dependiendo de ellas dos. Y ellas lo sabían. Sabían que yo era suyo.
Dice la historia que la señora Alma Hatch era la esposa de un tal Aloisius Hatch, un vendedor de biblias de Minneapolis, Minnesota. Se casó con él para alejarse de su padre, un científico que sacaba el cerebro a los muertos para estudiarlo en el microscopio.
Dice la historia que Aloisius Hatch era un sujeto enorme como un tonel y que tenía todo el cuerpo cubierto de vello excepto la cabeza. No bebía ni fumaba. No pronunciaba el nombre de Dios en vano.
Pero Aloisius Hatch tenía debilidad por las mujeres, especialmente cuando viajaba, y especialmente cuando después de comer llamaba a una puerta y sólo encontraba a la señora de la casa.
Dice la historia que el día que la soltera Alma abrió la puerta principal de la casa del científico, un hogar impío, era después de comer. Su padre se encontraba en el sótano entre botellas burbujeantes, abriendo cráneos humanos.
Aloisius Hatch vio a la hermosa Alma —su larga cabellera castaña y aquellos ojos—; Alma miró y vio al viajero vespertino Aloisius Hatch, y sin apenas mediar tiempo se encontraban los dos tumbados en el suelo del recibidor.
—Después de todos aquellos años por fin encontré al Señor —es lo que dijo Alma Hatch.
Se casaron en Minneapolis, Minnesota; por la iglesia. Al poco tiempo Alma también se dedicaba a vender biblias. De ciudad en ciudad y de puerta en puerta.
Dice la historia que viajar produjo el mismo efecto en Alma.
Un día en Cincinnati, Ohio, con Aloisius Hatch vendiendo biblias en los números pares del lado norte de una calle, y Alma Hatch en los impares, en el lado sur, Alma terminó primero y fue a buscar a su marido. Al mirar por una ventana lo vio follando con la mujer del Notario Público, según supo por el buzón de correos. Tras ver a su Aloisius encima de la señora Pública, Alma Hatch volvió a los impares, encontró a un caballero soltero en cama con gripe y se aprestó a curar sus males.
—A partir de ese instante nos repartimos los territorios —decía Alma Hatch.
La última noticia que tuvo de él lo situaba en Omaha, Nebraska. Vendió al marido su parte en el negocio —dos docenas de biblias con el título en letras doradas— y, ese mismo día, se unió a la National Audubon Society. Más tarde entró a formar parte de un circo. El circo la llevó a Seattle, Washington, en donde Alma Hatch empezó a bailar en los escenarios con el nombre de Fenicia… medio pájaro, medio mujer.
—Ante un público de miles de personas —decía Alma Hatch—. En lo alto del escenario, libre como un pájaro y meneando las caderas como Arabia.
En Excellent, Idaho, no se hablaba de otra cosa que de Alma Hatch; de Alma Hatch e Ida Richilieu, para ser más preciso. Thord Hurdlika, Doc Heyburn —todos en un momento u otro— intentaron llevarme aparte para que les contara lo que yo sabía de la historia.
Yo me limitaba a decirles que era todo cierto; que cualquier cosa que hubieran oído era cierta.
Un día, sin previo aviso, Alma Hatch apareció con el cabello teñido de rubio; del color de la paja. Todos los hombres del pueblo volvieron a hacer cola ante la puerta de Alma Hatch. Tenían que follarse ese pelo pajizo. Colas y colas esperando en el pasillo. El sheriff Archibald Rooney vino desde Sawtooth para investigar un caso. O eso al menos decía. No hacía lo que creía estar haciendo. Lo que hacía era querer follarse el nuevo cabello de Alma Hatch.
En cuanto a mí, el problema era —el mayor problema era— que también quería follarme ese cabello.
El día que dejé Excellent, Idaho, fue el día después de la noche durante la que volví a despertarme con el corazón latiendo y la respiración acelerada.
Era a principios de septiembre y las tardes seguían siendo cálidas. Me levanté y me dirigí directamente a la ventana de Ida para poder verla sentada en su círculo de luz.
Ida estaba en su habitación con Alma Hatch. Yacían en la cama de plumas de Ida envueltas por la luz rosada. Estaban desnudas y fumaban y bebían. No había sitio en ellas para mí y tenían que estar solas. Se acariciaban, se contaban historias, se contaban secretos, se contaban cosas que yo desconocía, cosas que yo necesitaba saber y que no sabía.
Más tarde esa misma noche entré en la habitación de Ida mientras dormían y llegué hasta el borde de su cama. Mi promesa de librarme del agujero de mujer era una maldición atragantada. Fui hasta la pared en la que Ida guardaba el dinero. Cogí lo que me debía. Escribí una nota que decía que había cogido lo que me debía. La firmé «Míster Cobertizo».
Metí el dinero en una bolsita de cuero y me colgué la bolsita al cuello.
Afuera en el cobertizo miré en torno. No había nada que llevarme excepto a mí mismo. Dejé la fotografía de mi madre detrás del espejo. Puse todo en orden, alisé las arrugas del Hudson Bay que había sobre mi cama. Cerré la puerta a mis espaldas.
No preparé los fuegos matinales.
Todavía no había luz de día, pero el cielo no era negro, era azul oscuro. Las estrellas eran diminutos fragmentos de cristal roto.
Empecé en el porche trasero. Caminé por las piedras de Hot Creek, pasé ante la casa del doctor Ah Fong y Chinatown, seguí hasta el cementerio y llegué al abeto en el campo. Luego subí hasta la Dry House. Di un rodeo de vuelta hasta los manantiales. Me quedé sentado en los manantiales durante un buen rato. Subí hasta el nido y después bajé siguiendo el curso del río hasta volver al pueblo, dejé atrás la escuela de los mormones y la iglesia de los mormones y la empalizada, seguí por la granja de Moosman, Pine Street abajo, los ponderosa, el Local de Ida, la barbería, la bandera americana, la oficina de correos, el comercio de Stein y el colmado de North, la consulta de Doc Heyburn, la de Thord Hurdlika y los establos de Dave el Maldito.
Lo último que hice fue mirar hacia Falsa-Montaña. En lo que respecta a esa montaña habría podido quedarme o marcharme.
Dije adiós.
En todas partes, teruteru.