Cada día, Chris Hadfield, el comandante de la expedición número treinta y cinco de la Estación Espacial Internacional, mira a través de la ventanilla en forma de cúpula de la nave espacial y con su cámara digital captura pequeños retazos de la Tierra. Flota entonces en el aire para regresar a la cápsula donde duerme, carga las imágenes en el ordenador y las tuitea. Son imágenes que la mayoría de los siete mil millones de personas que bailan debajo de él nunca tendrá oportunidad de ver en la vida real.
Captura imágenes de Oriente Próximo, donde siguen organizándose manifestaciones de protesta contra los dictadores a través de Twitter. Captura Roma, donde el papa se dirige ahora a millones de católicos en sermones de ciento cuarenta caracteres. Captura Washington, donde el presidente de Estados Unidos se dirige con regularidad a los norteamericanos a través de tuits. Captura Israel y Gaza, donde una guerra tan antigua como las religiones se libra actualmente online, en Twitter. Captura imágenes de centenares de millones de personas que tuitean entre ellas miles de millones de veces por semana, en todos los idiomas y en todos los países del mundo.
El 24 de enero de 2013, pasó por encima de San Francisco y realizó una fotografía de la ciudad donde había nacido Twitter. Y luego tuiteó la imagen. Si miras la fotografía con atención, se ve incluso el Golden Gate, con sus inmensas columnas rojas alzándose hacia el cielo y rodeado por la bahía de San Francisco. La misma bahía por cuyas aguas navegó, tan sólo unos años antes, un grupo de amigos que trabajaba en una pequeña y fracasada compañía de podcasting llamada Odeo, y que después se sentó a compartir unas copas en el Sam’s Anchor Cafe. Un grupo integrado por casi una docena de personas que contribuirían, cada una a su manera, a la creación de Twitter.
Si pudiéramos observar con más detalle la fotografía del comandante Hadfield, e hiciéramos un zoom que nos acercara a la intrincada red de calles, casas y edificios de oficinas, a los parques y a las playas, podríamos ver a Jack, Ev, Biz y Noah paseando por la ciudad…, separadamente, juntos.
En verano de 2012, Noah entró ansioso en la consulta del médico acompañando a su novia, Delphine. Se acercaron al mostrador, dieron sus nombres a la enfermera y cumplimentaron la documentación necesaria. Pasaron a la sala de espera, cogidos de la mano, sus corazones unidos.
Noah había vuelto a San Francisco a mediados de 2011, después de comprender que había llegado el momento de volver a la vida. De volver a una vida distinta a la que había dejado atrás hacía dos años. Había empaquetado todas sus cosas en Los Ángeles y desandado hacia el norte lo que en su día viajara hacia el sur. A pesar de que Twitter jamás habría existido sin Noah, Noah no existía ahora debido a Twitter.
El tiempo cura todas las heridas, aunque las hay que dejan cicatrices muy visibles. De modo que se instaló de nuevo en la misma ciudad, pero de forma distinta, alquilando un apartamento tipo loft con Delphine en otro barrio que no tenía nada que ver con aquel donde vivía años antes. Hizo nuevas amistades que no trabajaban en el mundo de la tecnología. Gente que nunca se convertiría en su socio en los negocios.
Entonces, en julio de 2012, habían recibido la noticia y habían pedido cita con el médico.
Los llamaron por el nombre y recorrieron el pasillo, abrieron una puerta y entraron en una habitación sumida en relativa penumbra. Había pantallas por todas partes. Luces que parpadeaban. Pitos. El médico indicó a Delphine que se tendiera en la camilla y se levantara la blusa. Noah observaba con nerviosismo la escena. El médico extendió el brazo para pulsar distintas teclas de una de las máquinas y untó delicadamente con gel el vientre de Delphine. Noah le cogió la mano a su chica.
Hubo un prolongado momento de silencio mientras el médico observaba la pantalla de la máquina y, a continuación, volvió la cabeza hacia Noah y Delphine.
—Felicidades —dijo el médico con una sonrisa—. Van a tener ustedes una niña.
Noah miró a Delphine con los ojos llenos de lágrimas, que empezaron al instante a resbalar por sus mejillas. Ella lo miró con una sonrisa, una sonrisa de cariño y felicidad. Una sonrisa de amor. Entonces, Noah escondió la cara entre las manos y lloró. A lo largo de aquellos años había llorado centenares de veces, llorado un millón de lágrimas. Había llorado solo. En la cama. En la furgoneta. Pero esta vez era distinto. Esta vez lloraba de alegría. Siempre había deseado tener una hija, había soñado con una niña que acunar entre sus brazos, acariciar y besar. Y amar. Una niña que pudiera amar. Y ahora, ahí estaba.
Fue en ese momento cuando comprendió lo que andaba buscando a mediados de 2006, cuando se sentó delante del ordenador y tecleó un breve artículo de blog en el que hablaba sobre el nombre del último proyecto que había empezado a poner en marcha con sus amigos: Twitter. Aquel día había explicado lo que aquel nuevo proyecto podía hacer: «El hecho de poder saber lo que estaban haciendo mis amigos en cualquier momento del día me hacía sentir más cerca de ellos y, sinceramente, un poco menos solo».
Ese sentimiento que había estado buscando cuando colaboró en la puesta en marcha de Twitter era la esperanza de que una tecnología pudiera llegar a conectarlo con los demás. Pero la conexión real que siempre había estado buscando estaba en la mano que tenía en aquel momento entre las suyas, la mano de Delphine. La tecnología que llenaba aquel cuarto, las pantallas, los bips, había conseguido también lo que Twitter nunca había logrado hacer por Noah. Le había permitido sentir una conexión con alguien que no estaba allí. La tecnología lo había conectado con su hija, que no había nacido aún.
Noah se serenó, se secó las lágrimas, miró a Delphine y la besó. Salieron de la consulta del médico, el calor secándole la humedad de la cara, y Noah levantó la vista hacia el cielo, por donde volaban los pájaros cantando con alegría, batiendo las alas y gorjeando bajo el cálido sol de San Francisco. Bajó entonces la vista hacia la mano de Delphine y la sujetó con fuerza mientras seguían caminando, juntos. En comparación con los demás cofundadores, Noah ganó muy poco dinero con Twitter y Odeo. Pero confía en que llegue el día en que pueda invertir la pequeña cantidad que ha ido ahorrando en probar suerte en otra empresa tecnológica de su propia creación.
El 6 de abril de 2013 Noah tuiteó por primera vez en más de dos años: «Con mejillas húmedas por lágrimas de alegría y con absoluta humildad celebro el nacimiento de mi hija Oceane Donnie MarieLouise Poncin Glass».
Hay mañanas en que Biz y Livy se despiertan en su casa de ciento ochenta y cinco metros cuadrados frente a la bahía, en Marin County, y descansan la cabeza sobre mullidas almohadas para disfrutar de los rayos de sol que se filtran por los ventanales.
—¡Buenos días, Livy! —dice Biz, mirándola a los ojos—. ¡Somos ricos! ¡Somos ricos!
Y ambos se echan a reír como si fueran niños con un montón de caramelos escondidos bajo la cama. Se recuerdan a sí mismos que cuando Twitter estaba incubándose llevaban una vida muy distinta. Hay mañanas que rememoran la historia que les sucedió cierto día, cinco años atrás, en la Elephant Pharmacy de Berkeley.
Era última hora de la tarde de un día de fin de semana y Biz y Livy abrieron la puerta de la nevera de su minúscula casita. Estaba completamente vacía. Una mera cueva de plástico blanco. Repasaron los armarios: vacíos. Las carteras: vacías también. Livy miró a Biz y con una triste sonrisa le preguntó qué iban a hacer. En aquellos tiempos tenían una deuda acumulada en sus tarjetas de crédito que ascendía a varias decenas de miles de dólares. Las facturas se acumulaban sobre otras facturas. Le habían pedido dinero prestado a Ev en dos ocasiones, dinero que ya había desaparecido. En sus tuits se lamentaban del estado en que se encontraban: «Pagando facturas». Estaban destrozados y no tenían alternativas. Bueno, casi no tenían alternativas.
—Apuesto a que en la lata hay muchísimo suelto —dijo Biz, cogiendo la lata de café que ambos habían estado utilizando para guardar la calderilla.
Era la típica hucha improvisada, una lata redondeada de metal con tapa de plástico. Cada día, al llegar a casa, los Stone metían en ella monedas de uno, cinco y diez centavos, a veces incluso algún que otro cuarto de dólar. «Clinc. Clinc. Clinc». El eco iba a menos a medida que la hucha se iba llenando. Aquel día, destrozados y hambrientos, decidieron que había llegado el momento de sacar provecho de ella. Echaron a andar por Cedar Street, la hucha en la mano, portándola como si fuera de cristal, y se plantaron frente a Elephant Pharmacy, en el barrio gourmet. Abrieron la puerta, entraron y se acercaron a la máquina verde de Coinstar.
Biz empezó a echar monedas, sujetando con cuidado la lata mientras Livy observaba la operación. Habían calculado que habrían reunido unos treinta dólares, ¡quizá incluso cincuenta! Pero el número que aparecía en la pantalla del total iba subiendo y subiendo. Llegaron rápidamente a los sesenta dólares. Superaron luego los setenta. Ochenta. Y seguía subiendo.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —exclamó Livy, haciendo palmas de emoción y dando saltos sin parar.
—¿Estamos en Las Vegas? —se preguntó Biz, mirando a Livy y seguidamente a la cifra, que seguía subiendo.
—¡Oh, Dios mío! ¿Superaremos los cien dólares? —preguntó Livy mientras la cifra seguía cambiando.
Se sumieron los dos en un profundo silencio cuando la máquina continuó hasta los noventa dólares. Luego noventa y uno. Noventa y dos. Livy empezó a brincar de nuevo, levantando los brazos, y chilló cuando la cifra superó los cien dólares y se detuvo por fin en ciento tres. Las sonrisas de ambos eran tan anchas que parecían irreales. La felicidad escondida en el fondo de una lata de café.
Recogidas sus ganancias, corrieron a Trader Joe y cargaron comida —patatitas y salsa para untar, pan, cerveza barata— y regresaron a casa, felices y contentos. Las bolsas de la compra los acompañaron en su recorrido de vuelta por Cedar Street.
Ahora, años más tarde, su vida es muy distinta. Biz puede ganar a veces más de medio millón de dólares por una conferencia de quince minutos. Su cuenta bancaria, que en su día solía iniciarse con un signo negativo, acaba actualmente con siete ceros.
Cuando la gente le pregunta a Biz sobre su fortuna, éste responde diciendo que el dinero rara vez cambia a la gente; que a menudo se limita a magnificar lo que uno ya es. Biz y Livy siguen yendo a trabajar con sus viejos Volkswagen y Subaru. Biz continúa vistiéndose como si acabara de salir de una tienda de ropa de segunda mano. Y la mayor parte del dinero que ganan va a parar a la Biz and Livia Stone Foundation (una organización sin ánimo de lucro fundada por ambos que dona dinero y apoyo a entidades que ayudan a estudiantes necesitados) y a diversas organizaciones relacionadas con el bienestar de los animales. Como resultado de ello, unos cuantos ratones disfrutan actualmente de un cálido hogar en una granja.
A principios de 2012 Jack vendió su loft en Mint Plaza, diciendo adiós con ello a la abundancia de vagabundos que merodean por el cercano Tenderloin, y se mudó a la zona más ostentosa de la ciudad. Su nuevo hogar, por el que pagó casi doce millones de dólares, no es visible desde la calle. Se asienta detrás de una gigantesca verja de madera, al final de un empinado camino de acceso, cobijado de la vista de todo el mundo gracias a abundantes y ancianos árboles. La parte posterior de la casa, que es una interminable pared de cristal, se asoma a un gigantesco y escarpado acantilado rocoso que parece dominar los confines del mundo.
Por las noches, cuando Jack llega a casa del trabajo, teclea la contraseña en el teclado numérico que abre las puertas y se adentra en su vacío castillo de cristal cercano al cielo. Las estancias de toda la casa son tremendamente austeras. En el salón apenas hay mobiliario, siendo parte del mismo el sofá y el sillón de Le Corbusier que Steve Jobs también tenía en su casa.
En el salón, unas puertas de cristal se abren a la terraza que domina las rocas, una alfombra mágica flotando en el húmedo aire. Hay noches que Jack se asoma allí solo y contempla la bahía. Abajo, las olas se estampan con fuerza contra las rocas, emitiendo un estruendo que recuerda un grupo de feroces leones encerrados en un calabozo.
En 2013, con una red valorada en mil millones de dólares, podría dar la impresión de que Jack había «ganado». Pero los que le conocieron cuando llegó a Odeo ocho años atrás, piensan que es precisamente lo contrario. Por aquel entonces, se incorporó a la compañía como un joven programador en busca de amistades y de un mentor. Encontró un mentor, más o menos, en su intento de emular a Steve Jobs. Pero perdió a sus amigos cuando decidió utilizarlos como escalera para alcanzar la cumbre.
Jack ocupa con frecuencia las portadas de las revistas. Ha sido descrito en «60 Minutes» como un visionario y pregonado en la prensa del corazón como un playboy multimillonario que celebra fiestas con famosos. Se suele hablar de él como el próximo Steve Jobs y el único inventor de Twitter.
Desde la terraza de su casa, contemplando el oscuro océano, puede escuchar los sonidos de las embarcaciones, sus sirenas bramando cuando arriban a puerto.
A principios de 2013, en las noches en que Jack accede solo a la terraza, con los olores de la bahía impregnando las rocas, contempla el océano y maquina sus próximos movimientos. Sus planes para Square, donde se ha convertido en un líder avezado que ha hecho de la compañía un negocio multimillonario. Sus planes para Twitter, donde un día es posible que vuelva como consejero delegado. Sus planes para acabar convirtiéndose en alcalde de Nueva York.
Pero en los momentos en que se siente realmente solo —cuando el océano, las sirenas, las rocas dejan de llamarlo—, entra de nuevo en su casa, cierra a sus espaldas las puertas de cristal, hunde la mano en el bolsillo y extrae su teléfono móvil. Desliza a continuación el dedo por la pantalla y lo sitúa sobre el icono del pajarito azul. Y habla con Twitter. Los lunes por la tarde, justo antes de las cinco, Ev sale corriendo de Obvious Corporation, que reabrió después de dejar oficialmente Twitter. Su oficina está en un edificio anodino de Market Street, a escasas manzanas de los cuarteles generales de Twitter. Corre a casa para cenar con la familia. Y luego sube a la planta de arriba para el ritual de la lectura nocturna, su parte favorita del día.
Después de dejar Twitter, Ev pasó unos meses realmente abatido. Empezó a casar piezas y comprender lo que le había pasado, se enteró de más detalles sobre las reuniones secretas de Jack con todos los demás. Rebobinó mentalmente una y otra vez las conversaciones en las que gente que trabajaba para él se hacía la sorprendida al conocer la noticia de su despido. Algunos habían estado activamente implicados en el golpe de estado.
Los martes por la tarde, Ev trabaja hasta tarde y suele ser el último en salir de la oficina. Se dedica a esbozar ideas para nuevos proyectos, el resplandor de la pantalla del ordenador iluminándole el camino.
Sus acciones de Twitter y otras inversiones rondan los dos mil millones de dólares, una cifra que sin duda seguirá creciendo cuando Twitter alcance su objetivo de convertirse en una compañía de cien mil millones de dólares.
Los miércoles por la tarde, viene a casa una profesora de cocina. Miles, de cuatro años de edad, y el segundo hijo varón de Ev y Sara, Owen, que tiene ahora catorce meses, aprenden los secretos de las verduras, la tierra y el cultivo.
Un día de 2012, un año después de la despedida oficial de Twitter y pensando en todo lo que había sucedido a sus espaldas, Ev se sentó con Sara y se formularon mutuamente las siguientes preguntas: ¿cómo podríamos criar a nuestros hijos para que nunca actúen de esta manera? ¿Cómo podríamos criarlos para que se conviertan en personas honestas y bondadosas? ¿Cómo podríamos crear un mapa de carreteras que nos lleve a convertirnos en el tipo de padres que queremos ser y el tipo de familia que deseamos formar?
Dieron con dos soluciones. En primer lugar, el dinero que habían ganado a lo largo de los años se depositaría en fideicomiso. Cuando Miles y Owen alcanzaran la edad adulta, tendrían la responsabilidad de donarlo a organizaciones benéficas cuya existencia estuviera consagrada a convertir el mundo en un sitio mejor. En segundo lugar, desarrollarían una agenda semanal que garantizara que la familia estaba por encima de todo.
Los fines de semana son especiales para Ev, Sara, Miles y Owen. Los sábados por la mañana Ev prepara gofres. Y a menudo los rellena de curiosos mejunjes, frutos secos, semillas y todo tipo de ingredientes extraños.
Miles, como su padre, es un soñador y pasa horas sentado mirando al cielo, pensando. Los domingos por la mañana los dos soñadores se van juntos de aventura y cogen el metro para recorrer San Francisco y visitar un museo, un parque o una librería.
Ev y Sara se dieron cuenta enseguida de que Miles, igual que Ev, es un niño tímido y retraído socialmente. Por mucho que les gustaría cambiarlo, saben que no pueden. Pero saben también que la tecnología tampoco cambiará eso; por eso sus hijos tienen estrictamente prohibido el uso de iPads, iPhones o televisores. Fomentan las interacciones humanas. Así como los libros físicos, de papel.
De modo que los domingos por la noche, antes de que se inicie de nuevo la agenda semanal, es la hora del ritual nocturno, la mejor parte de todos los días.
Adosado a una de las paredes de la habitación de Miles hay un sofá enorme de forma ovalada y color gris. Es lo bastante grande como para acomodar a toda la familia, apretujada, eso sí. Justo enfrente, hay una estantería repleta de libros de todo tipo y tamaño. Libros infantiles. Libros sobre mariposas y piratas. Enciclopedias.
Por las noches, Ev se instala en el sofá, Sara a su lado con Owen en brazos. Miles cruza corriendo la habitación, sus pies volando sobre la moqueta gris para elegir su libro favorito, El manual del astronauta, un relato sobre un grupo de niños que de mayores quieren ser astronautas. Miles corre de nuevo para entregarle el libro a su padre. Y entonces juntos, como familia, empiezan a leer mientras Miles contempla el espacio por la ventana, igual que hacía Ev de pequeño montado en el tractor verde de su padre.
De vez en cuando, los astronautas de la Estación Espacial Internacional celebran una sesión de preguntas y respuestas a través de Twitter. La gente formula preguntas de ciento cuarenta caracteres que se envían a través del ciberespacio al espacio real, donde los astronautas que pasan seis meses seguidos encerrados en una pequeña nave espacial que circunvala la Tierra, se esfuerzan por explicar cómo se vive en el interior de una cápsula de cristal a cientos de kilómetros de aquí.
En una sesión reciente, una mujer preguntó si en el espacio había sensación de soledad.
«En el centro de toda gran ciudad del mundo, rodeada por ruidos y millones de personas que pululan en la proximidad, hay gente solitaria —escribió el comandante Hadfield—. La soledad no tiene tanto que ver con dónde estás como con tu estado mental». Y a continuación explicó que las pocas personas que viven en la Estación Espacial pueden ponerse en contacto con su familia a través de las diversas tecnologías diseñadas para conectar a la gente: la radio, el teléfono y las redes sociales.
Al final de una sesión de Twitter, alguien preguntó cómo se lo hacían los astronautas para tuitear desde el espacio. Hadfield explicó que en la cápsula donde duerme tiene un ordenador portátil. Cuando se dedica a flotar por el interior de la nave espacial, participando en experimentos que podrían curar enfermedades, conseguir cultivar en el espacio recursos escasos o responder preguntas antaño sin respuesta, suele darse algún respiro, momento que aprovecha para deslizarse al interior de su cápsula y entrar en Twitter. Desde allí habla con millones de personas que viven cuatrocientos kilómetros más abajo. Personas que pueden hablar con él pero no pueden tocarle. Personas que pueden hacerle sentir un poco menos solo.